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La ciencia contra la religión

Faith vs. Fact. Why Science and Religion are Incompatible

Jerry A. Coyne

Nueva York, Viking, 2015

311 pp. $28.95

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Jerry Coyne pertenece a un grupo creciente de autores que se declaran ateos militantes. La mayoría de ellos son biólogos, entregados, como no puede ser de otro modo en nuestros días, al estudio de la evolución de los organismos vivos. Escriben con elegancia y son bastantes mordaces. Entre los más conocidos cabe mencionar a Richard Dawkins y Sam Harris. Profundamente convencidos de que las religiones aúnan falsedad y peligro para el bienestar de la humanidad, elaboran argumentos contra la racionalidad de las creencias en lo sobrenatural. Sus razones carecen de novedad, pero no se les debe afear esta repetición. En su descargo hay que decir que participan –participamos– de la sociedad de consumo, donde todos los bienes, incluidos los de índole espiritual, llevan fecha de obsolescencia y la buena marcha del mercado exige su rápida sustitución, aunque sea por otros muy similares.

Coyne inicia su reflexión bajo un lema bastante curioso, que aspira a enunciar lo esencial que vendrá después en su libro: «Lo bueno de la ciencia es que es verdadera lo creas o no». En estas palabras se reconoce un amortiguado eco del galileano eppur si muove. Como todo apotegma, admite diversas interpretaciones. En él cabe leer una reivindicación de la objetividad de la verdad, indiferente a las estadísticas. Ya Antonio Machado lo expresó, a su modo: «La verdad es la verdad dígala Agamenón o su porquero»; pero nuestro poeta no termina de convencerse y añade, a continuación, el asentimiento del rey y la duda del siervo. Y es que no es lo mismo quién diga las verdades, ya que su influencia social dependerá en gran medida de la autoridad que se concede a su divulgador. Por esta razón, a Coyne le preocupa que la verdad de la ciencia y la falsedad de la religión o las religiones, in toto, no terminen de ser aceptadas por unanimidad en nuestra época. Le inquieta el alto porcentaje de norteamericanos que se siguen declarando creyentes: incluso su número es alto entre los intelectuales y, para su pasmo, entre la flor y nata de la intelectualidad, los científicos y, entre estos, especialmente los biólogos evolutivos, donde, si bien hay un satisfactorio repunte de la cifra de ateos y agnósticos, todavía persiste un grupo no desdeñable de creyentes. Quizá la desconcertante tozudez de algunos biólogos en mantenerse dentro de la fe de sus padres se explica –se atreve a sugerir Coyne con una cierta malicia– porque la financiación de sus costosas investigaciones de laboratorio proviene de instituciones y fundaciones dominadas aún por patronos creyentes. Si así fuera, volveríamos al principio de que importa mucho quién diga la verdad y quién la crea, incluso aunque se trate de la verdad científica. Para cambiar este estado de cosas, para que las estadísticas comiencen a dar la razón al ateísmo, escribe Coyne su libro.

Básicamente, su tesis es sencilla de resumir y nos suena desde hace tiempo. Para Coyne, la ciencia es verdadera, con algunas matizaciones que lo ponen a la altura de los tiempos y lo alejan del cientificismo provinciano característico del siglo XIX. Esta aseveración no necesita de pruebas, según él. Por otra parte, y este es el punto esencial del libro, la ciencia es, de hecho, incompatible con la religión (en todas sus versiones). La ciencia prueba, entonces, la falsedad de cabo a rabo de las pretensiones religiosas. Como se ve, todo el nervio de la tesis reside en la oposición de la ciencia y la fe, que se refleja en el versus del título de su libro y que recuerda el antagonismo propio de quienes combaten entre sí.

¿Realmente ciencia y fe se oponen mutuamente, como afirma Coyne? ¿Resulta de verdad incompatible lo afirmado por el científico y el creyente? ¿Queda descartada totalmente su coexistencia pacífica? Claro está que todo depende de cómo se conciba una y otra. Por lo general, se admite que hay dos caminos para diferenciar la ciencia y la fe. El primero de ellos se fija en los contenidos, en las afirmaciones factuales que se establecen desde uno y otro ámbito. El segundo, en cambio, dirige su atención al método utilizado en ambas vías para llegar a sus propuestas. En los dos casos, en el método y en el contenido, se trata de probar que se produce una genuina incongruencia, en vez de una mera diferencia, por nadie negada. Comencemos por la metodología. Coyne sostiene que la ciencia contemporánea se caracteriza por una serie de rasgos que la dotan de objetividad y la acercan a la verdad todo lo humanamente posible. Lo más peculiar del conocimiento científico es su carácter de logro permanentemente revisable. Nuevos descubrimientos dejarán obsoletas las teorías actuales e incluso mostrarán su falsedad. Lejos de disminuir su prestigio, la falsabilidad de las hipótesis científicas, su provisionalidad, su continuo estar a punto de verse desbancadas, proporciona a las teorías científicas su valor más alto. A diferencia de la ciencia, la fe, los diversos credos religiosos, no obedecen a una metodología controlada intersubjetivamente, ni sus afirmaciones admiten ningún tipo de crítica racional, no evolucionan ni progresan. En definitiva, no se sabe cómo puede demostrarse la falsedad de una afirmación teológica. La irrevocabilidad de los contenidos de la fe es su talón de Aquiles, su fallo esencial, que arroja a las religiones a la esfera de lo irracional y las convierte en antiguallas de las que es preciso desprenderse cuanto antes, según Coyne.

¿Realmente ciencia y fe se oponen mutuamente, como afirma Coyne? ¿Resulta incompatible lo afirmado por el científico y el creyente?

Dejemos a un lado el hecho de que la descripción de Coyne carga en exceso las tintas al diferenciar la ciencia de la fe. Por una parte, cae en un cierto idealismo respecto de la ciencia, puesto que la sociología de la actividad científica nos enseña la gran distancia existente entre la metodología ideal del científico y su práctica diaria, sometida a multitud de sesgos subjetivos e irracionales. Al fin y al cabo, el propio Coyne se ha quejado de que muchos biólogos colegas suyos afirman ser creyentes o no ven incompatibilidad entre la fe y la ciencia, porque tratan de no atemorizar y espantar a posibles donantes de fondos económicos que sufraguen sus caros experimentos. Por razones similares, orientarán sus investigaciones y expondrán sus resultados de tal manera que no molesten a sus patrocinadores. Por otra parte, Coyne pasa por alto que rara vez la adhesión sincera a un credo religioso se explica únicamente por plegarse acríticamente a una tradición social vigente, especialmente cuando el fiel es de un cierto nivel cultural. El creyente puede, a su forma, verificar el contenido de su fe. Naturalmente, esta comprobación no sigue las pautas de la metodología científica. Sería imposible que así fuese, pero Coyne no se molesta en mostrar que la única racionalidad posible se agota en el método científico. Y este es un punto indispensable para que su discurso se sostenga. Es curioso que, estando tan cerca de la cuna del pragmatismo, que llegando a citar a William James en algún momento, no se percate de que existen otras maneras de comprobar ciertas verdades que escapan inevitablemente al ámbito científico. Y no ha de pensarse exclusivamente en verdades de fe religiosa. La mayoría de nuestras decisiones las efectuamos sin una base científica suficiente. No la podríamos obtener, ni falta que nos hace para vivir. Y la carencia de una demostración científica de cuál es la mejor elección no nos obliga a considerar irracionales las opciones que tomamos, que van desde ciertas inversiones (mal que les pese a los economistas y asesores financieros), las pinceladas sobre un lienzo o la elección de las amistades. Ciertamente, la racionalidad puede resumirse, como sugiere Coyne, es ser capaces de responder a la cuestión: «¿Cómo puedo saber si estoy equivocado?» La ciencia da una respuesta, no exenta de oscuridades, pero hay también otros conocimientos no científicos, entre los que está la fe, que la proporcionan. Los procedimientos no científicos para depurar las creencias falsas remiten, en definitiva, a si expanden o empobrecen la capacidad vital de goce y lucidez del individuo.

La disimilitud de metodología entre la ciencia y la religión supone que se alcancen resultados diferentes a través de ambas: «Dado que son incomparables los modos en que la ciencia y la religión intentan comprender la realidad, es de esperar que ambas produzca resultados distintos: “hechos” diferentes. En la medida en que los hechos científicos contravienen las doctrinas religiosas, se crean incompatibilidades» (p. 65). Recordemos que este es el punto central de la posición de Coyne. Ahora bien, preguntémonos de nuevo: ¿está claro que los hechos afirmados por la religión y los hechos afirmados por la ciencia son incompatibles? Si no está claro, ¿lo prueba Coyne en su obra?

Como se ha dicho ya, las respuestas a estas preguntas dependen de la imagen que nos hagamos de la religión y, en menor medida, pues hay más consenso, de la representación que tengamos de la ciencia. Está a la mano de cualquiera caricaturizar la religión para hacerla desempeñar una función que no es la suya. Sin duda, hay que decir en defensa de tales simplificaciones que en el pasado la religión ha usurpado con frecuencia las tareas que hoy confiamos a la ciencia. Pero la indistinción de la religión y la ciencia que, acaso, caracterizó a algunas épocas o caracteriza a algunas personas todavía hoy, no puede tomarse como vigente actualmente. No hay que ser un cristiano liberal (expresión reiterada de Coyne) para reconocer que la Biblia no es un tratado científico, ni aspira a describir el universo, ni las historias narradas en ella deben tomarse literalmente. Esto ya lo sabían los antiguos, aunque, sin duda, no lo tuvieron tan claro como nosotros. El judío helenizado Filón de Alejandría, más o menos coetáneo de Jesús de Nazaret, propuso una lectura alegórica de la mitología griega, como antes la habían sugerido algunos estoicos. Que en Estados Unidos abunden los creacionistas y otros tipos humanos apegados a la letra de la Biblia explica muchas de las afirmaciones de Coyne, pero no justifica sus tesis extrapoladas sin mesura. Todo libro depende de sus circunstancias y las europeas no son asimilables a las norteamericanas. El creacionismo científico es una peculiaridad estadounidense como el día de acción de gracias.

Poco hay, pues, en esta obra, y en general en los escritos de estos nuevos ateos –excelentes divulgadores científicos, por otra parte–, que resista la confrontación con la posición que, grosso modo, puede considerarse ampliamente aceptada respecto de la contraposición entre la ciencia y la fe. Lo sorprendente es que Coyne conoce muy bien esta postura y hasta le da el nombre usual en la bibliografía anglosajona de acomodacionismo, entendida la expresión como el efecto de acomodar o concertar. Desde el punto de vista de la concepción acomodacionista, la ciencia y la fe son totalmente compatibles. Ciertamente, sus métodos difieren. Pero ser distintos no implica ser opuestos o antagónicos. Pero sus resultados, las afirmaciones que proponen tanto la ciencia como la fe, no se contradicen entre sí, por la sencilla razón de que hablan de ámbitos distintos, no tratan de lo mismo. Como el cardenal Belarmino acertó a expresarlo en el famoso y recordado –también por Coyne– proceso inquisitorial a Galileo, la Biblia no explica cómo van los cielos, sino cómo ir al cielo.

El acomodacionismo no se confunde, pues, con la doctrina de la doble verdad que permite la esquizofrenia intelectual de afirmar como científico, por ejemplo, que Dios no existe o que Jesús no pudo resucitar del sepulcro, y, como persona de fe, admitir la existencia de Dios y la resurrección de Cristo. El acomodacionismo no se sale del sentido común y se limita a reconocer que hay dos tipos de verdades con objetos diferentes, no dos verdades para el mismo problema. Las verdades de la fe y las de la ciencia pertenecen a planos distintos que coexisten sin solapamiento.

El paso del mar Rojo (1633-34), de Nicolas Poussin

En la actual cultura estadounidense, el acomodacionismo viene representado por la figura, agigantada con el paso del tiempo, de Stephen Jay Gould (1941-2002), biólogo evolucionista heterodoxo. Gould fue, asimismo, un gran y amenísimo divulgador del darwinismo y de la historia de la biología. Para Coyne y los restantes ateos biologicistas, Gould es su verdadero enemigo a batir, su genuino opositor, porque defendió la completa compatibilidad entre la ciencia y la fe. Y, para mayor irritación de Coyne, esta defensa la llevó a cabo como un científico reconocido dentro de la historia de la biología del siglo XX, con un amplísimo conocimiento de todos los campos de la teoría evolutiva, y, además, Gould escribió desde una posición abiertamente agnóstica. Para colmo, su prosa es mucho más fresca, vibrante y divertida que la de Coyne.

El acomodacionismo de Gould no fue original. Si algo le enseñó el estudio del desarrollo del árbol de la vida, la prodigiosa modificación y proliferación de los organismos vivos, es que en la biosfera no se dan soluciones simples a cuestiones complejas. Nuestra reflexión tiene que imitar, en lo posible, la riqueza y la variedad de lo biológico. El tajo de Alejandro Magno para deshacer el nudo gordiano no es un modelo intelectual imitable. Es verdad que nuestra mente tiende a la simplicidad, al sistema, a la utilización del menor número posible de supuestos. Nuestro modo de pensar está regido por la parsimonia y la economía de recursos, a diferencia de la vida, en la que predominan el despilfarro y la variedad inimaginables. Estamos constituidos para buscar intelectualmente la unidad, y esta es una tendencia de nuestro pensamiento que no podemos desarraigar. Sin embargo, somos capaces, en aquellas ocasiones en que los prejuicios no nos ciegan, de darnos cuenta de que a veces las respuestas sencillas no funcionan. En estos casos, obtenemos más éxito si somos más dúctiles, aceptamos salirnos de un esquema preconcebido y abandonamos las ansias sistemáticas. Dicho en pocas palabras, precisamos de la ciencia y de algo más.

Para vivir de un modo más pleno y captar cuanta más realidad mejor, por supuesto que necesitamos de un saber como la ciencia. Con todo, no siempre ha sido así. A diferencia de la religión, la ciencia es una recién llegada a la historia de la humanidad. El ser humano ha sido capaz de vivir sin ella durante milenios. Pero ahora no podríamos abandonarla. Pese a la añoranza del tiempo pasado que a todos nos aqueja, Gould creía, sin dudarlo, que vivimos en la mejor de todas las épocas, convencido de que cualquier tiempo pasado fue peor. Y, con suerte, si la humanidad no cae totalmente en la locura, confiemos en que cualquier tiempo futuro será aún mejor que el presente. Solemos confundir el declive personal que sobreviene con la edad, con la decadencia social. La perspectiva egocéntrica nos persigue como nuestra sombra. Gracias a la tecnología, secuela de la ciencia, la humanidad ha conseguido, entre otras cosas, que se haya vuelto muy raro lo que era habitual apenas un siglo atrás: que los padres enterraran a varios de sus hijos. Como tantos matrimonios, el de Charles Darwin vio malograrse también a uno de sus descendientes y, antes, él había abandonado sus estudios de medicina apenas comenzados, tras la desagradable experiencia de asistir a una operación quirúrgica realizada, por supuesto, sin anestesia de ningún tipo, ya que su generalización tardaría aún varios decenios. Pero la ciencia no sólo nos facilita la vida, sino que su valor proviene asimismo de su capacidad para desvelar muchos de los enigmas del universo. El discurso de Gould no fue, por tanto, una proclama anticientífica y tecnofóbica.

No obstante, a pesar de estas ventajas, Gould sostenía que la ciencia sola no nos basta. Si para andar nos conviene disponer de dos piernas, también para vivir necesitamos al menos de otro conocimiento aparte del científico. Esto se debe a que la ciencia debe enmudecer en las cuestiones relativas a cómo hemos de vivir, nada tiene que decir sobre la existencia o inexistencia de Dios, y es incapaz de descubrir el significado último de nuestra vida y del universo. Este saber indispensable puede ser encontrado en la filosofía, la ética, el humanismo secular (como a veces reconoce Coyne) y también en la religión. No son lo mismo, obviamente, pero todos estos saberes –filosofía, ética, religión…–, magisterios, como los llamaba Gould, coinciden en no ser parte de la ciencia. Sin embargo, que se encuentren al margen del saber científico no supone necesariamente que se opongan a él; es más, jamás podrán oponerse a la ciencia, porque apuntan a terrenos muy distintos. La ciencia trata de cuestiones como: ¿están los seres humanos relacionados con los demás organismos por lazos genealógicos? ¿Se parecen los grandes simios a los seres humanos porque comparten un antepasado reciente o porque representan un modelo defectuoso nuestro? En cambio, el otro magisterio (filosofía, religión…) se plantea preguntas diferentes, tales como: ¿por qué valen más los seres humanos que las bacterias? ¿Es moralmente aceptable introducir un gen de una especie en el genoma de otra especie?

Ciertamente, conviene insistir en que estas últimas preguntas, de índole moral, admiten asimismo respuestas provenientes de fuentes diferentes que la religión. Pero es también innegable que no pueden ser respondidas desde la ciencia. En este sentido, la ciencia y la religión (o la filosofía, el humanismo secular…) no son incompatibles. Todo lo más que puede decirse es que la religión o, probablemente, algunas religiones son incompatibles con ciertas filosofías. El acomodacionismo no niega la posibilidad de la crítica racional de la religión en general o de alguna religión en concreto. Simplemente asegura que la religión, la filosofía y otras formas de saber no científico, siempre que se mantengan en sus respectivos ámbitos, respeten sus límites, no se solapen con el saber científico y, en consecuencia, no puedan entrar en colisión con él. Pero la tesis de Coyne no es que la religión o algunas prácticas y creencias religiosas choquen con el saber ético o filosófico no religioso, sino que se oponen al saber científico y, sólo por esta razón, por su oposición a la ciencia, son rechazables.

Posiblemente en Estados Unidos no se estudia la historia de la filosofía durante el bachillerato, como hasta ahora ha venido haciéndose en España y algunos otros países europeos. Esta carencia explica que Coyne no conozca suficientemente a Kant, o al menos no lo menciona. Hace más de dos siglos, Kant se erigió en el paladín del acomodacionismo. Aunque tampoco fue su creador, hubo otros muchos antes que él. La historia de las ideas es reacia a dataciones precisas, ya que fechar doctrinas es mucho más arriesgado que datar fósiles en las series estratigráficas. Se subraya, con razón, que La crítica de la razón pura kantiana supuso un fortísimo golpe contra la teología filosófica, que contiene la pretensión de una demostración racional de la existencia de Dios, del dios del teísmo. Pero, simultáneamente a la demolición de los argumentos a favor de la existencia de Dios, La crítica de la razón pura fue un alegato confesado abiertamente contra los libertinos y los ateos. Y es que Kant no se limita a criticar esta o aquella prueba de la existencia de Dios, sino que muestra la incapacidad, por principio, de la razón humana para probar tanto que Dios existe como que Dios no existe. Esta misma imposibilidad se repite en el tratamiento de otras muchas cuestiones metafísicas, como cuando la razón del hombre intenta establecer la existencia o inexistencia del alma, el comienzo del mundo en el tiempo y en el espacio, o su eternidad e infinitud espacial, y la libertad o carencia de ella en el ser humano; en suma, siempre que se adentra en lo que no es de por sí experimentable sensorialmente, la razón se enreda consigo misma en todo tipo de falacias, antinomias y contradicciones. Tampoco la razón humana puede demostrar la realidad de las normas morales. Y, afortunadamente, Kant cree asimismo que esta razón tampoco puede demostrar que no existen tales normas. La moralidad escapa a lo que puede ser conocido a través de la razón teórica o, lo que es equivalente en este caso, a la ciencia. Justamente esta indecisión deja el margen suficiente para que quepa admitir racionalmente la moral, la existencia de Dios o la libertad del ser humano. En este contexto, admitir racionalmente significa que su aceptación no es en absoluto un conocimiento similar al conocimiento que proporcionan las ciencias. Y, por tanto, es un conocimiento que en modo alguno entra en contradicción con lo que prueba el saber científico, aunque tampoco se sigue de él. Lo razonable es que la ciencia calle ante estas cuestiones. Necesitamos otras fuentes de saberes, fundados en ciertas experiencias no sensoriales, en los sentimientos vividos, en el diálogo deliberativo, no guiados por intereses particulares, en la imitación de los ejemplos, etc.

A esta dualidad o pluralidad de magisterios, conjuntos diferentes de conocimientos de distinta naturaleza que no se solapan entre sí, Gould la denominó con el acrónimo MANS (en inglés, NOMA), magisterios no solapados. Y, de la misma forma que Kant, consideró que aceptar ambos magisterios era la solución a un problema inexistente, a una cuestión mal planteadaA lo largo de su prolífica carrera de escritor y divulgador científico, Gould ha tenido muchas oportunidades de defender el acomodacionismo. Recoge lo esencial de esta postura en su obra Rocks of Ages. Sicence and Religion in the Fullness of Life (Nueva York, Ballantine Books, 1999). No siempre es posible que el traductor cumpla su meritoria función. El libro de Gould se tradujo como Ciencia versus religión. Un falso conflicto (trad. de Joandomènec Ros, Barcelona, Crítica, 2000), que recoge perfectamente la tesis de fondo, pero deja escapar el encanto del título en inglés. Rocks of Ages significa tanto rocas de gran antigüedad (objeto de la ciencia) como el estremecimiento que se experimenta al reflexionar sobre lo que ha tenido que ocurrir para que un determinado ser humano exista. Es la emoción expresada por los versos de Ángel González, que no puede ser jamás objeto de la ciencia: «Para que yo me llame Ángel González, / para que mi ser pese sobre el suelo, / fue necesario un ancho espacio / y un largo tiempo: / hombres de todo el mar y toda tierra, / fértiles vientres de mujer, y cuerpos / y más cuerpos, fundiéndose incesantes / en otro cuerpo nuevo».. Dicho de otro modo, sostuvo que el problema del antagonismo entre la ciencia y la fe resulta ser meramente ficticio, que nunca habremos de elegir entre los dos, puesto que sus ámbitos de aplicación son nítidamente distintos.

Kant muestra la incapacidad de la razón humana para probar tanto que Dios existe como que Dios no existe

El principio de los magisterios no solapados es de ida y vuelta: por así decir, en expresión de Gould, un arma de doble filo. Si impide extraer de la ciencia afirmaciones que contradigan las doctrinas de tipo religioso o filosófico y, viceversa, utilizar principios teológicos para refutar una hipótesis científica, por razones similares y con igual energía rechaza que se busquen en la ciencia apoyo para los contenidos de la religión (o de la filosofía). Los magisterios deben permanecer siempre separados. Pero la tentación de romper el principio de independencia de la ciencia y la religión resulta muy a menudo irresistible. Muchos teólogos y otros intelectuales comprometidos con la religión han recurrido, o todavía lo hacen, a los conocimientos científicos para apuntalar sus creencias. Como lo expresa Coyne con ironía, aunque la fe es una creencia carente de la evidencia suficiente, los creyentes recopilan cuanta evidencia pueden (siempre insuficiente, según Coyne) dondequiera que se halle para apoyar su credo, como si cualquier cosa valiese para la causa. Un lugar en que parece encontrarse con abundancia esta evidencia en favor de la creencia religiosa se identifica con los numerosos aspectos del mundo natural no explicados todavía por la ciencia. No se detiene Coyne en considerar si estas lagunas en la explicación científica del mundo son puramente coyunturales, de modo que el progreso científico irá paulatinamente colmándolas, o resultan intrínsecas a la misma actividad de la ciencia, según lo cual la ciencia poseería límites intrínsecos. Sea como fuere, Coyne excluye que el reconocimiento de una ignorancia en el entramado explicativo de las ciencias naturales justifique el recurso a la teología. Intentar suplir los huecos explicativos recurriendo a Dios, lo que gráfica y acertadamente Coyne llama la hipótesis del Dios tapaagujeros, el deus ex machina que salva la tramoya cuando todo parece a punto de echarse a perder, es una argucia teológica inadmisible desde el punto de vista científico. Aquí Coyne acierta. En este punto, la teoría de los magisterios no solapados está de acuerdo con él, si bien añade dos matizaciones importantes. La primera es aceptar que estas incapacidades comprensivas del saber científico son inherentes a la empresa misma de la ciencia y, por tanto, su progreso no las eliminará. La segunda es admitir que el necesario silencio de la ciencia en algunos puntos abre la posibilidad de ensayar otras respuestas, sustentadas en otro tipo de racionalidad, que de ninguna manera podrán parangonarse con las teorías científicas. No serán inferiores ni superiores a ellas: serán meramente diferentes. De este modo, tanto Coyne como el principio de independencia de ambos magisterios de Kant y Gould descartan la viabilidad de la teología natural, entendida como la demostración de la probabilidad de la hipótesis de Dios a partir de los datos suministrados por la ciencia. Y algo similar cabe decir acerca de una fundamentación de la ética a partir de la biología evolutiva, o de una explicación de la experiencia estética como adaptación a la vida esteparia del Homo erectus. ¿Alguien cree realmente que se ha desentrañado el misterio de la afición musical del ser humano por fijarse en que el ritmo de una primitiva canción ayudaba a la horda de homínidos a recorrer largas distancias sin separarse? Darwin y su bulldog, Huxley, a pesar de los furibundos ataques recibidos por parte de clérigos y teólogos irrespetuosos del principio de separación de ambos magisterios, nunca cayeron en estos dislates. Eran mucho más conscientes de los límites de su ciencia, de la ciencia en general, que Coyne y otros biólogos actuales.

El principio del acomodacionismo no propugna, en la visión de sus defensores más destacados, la ignorancia de un magisterio por el otro. No se trata de preconizar que el científico no se ocupe jamás de religión (o filosofía) y viceversa, como si el precio inevitable de la paz fuese la ignorancia entre sí. El acomodacionismo, por el contrario, es una viva invitación al conocimiento mutuo, al diálogo, al aprendizaje a partir de la otra fuente, pues, aunque no se solapen, cada magisterio debe aprender del otro: perfilar mejor sus contenidos, alcanzar mayor conciencia de sus límites, obtener metáforas y expresiones lingüísticas para expresar mejor sus contenidos. Y, sobre todo, cada ser humano necesita de ambos, a distintos niveles. Es impensable un teólogo o un filósofo que no esté al tanto de los principales descubrimientos científicos, como no se comprende un hombre o una mujer de ciencia carente de interés por la experiencia artística, religiosa, filosófica. El ser humano es complejo y requiere de ambos magisterios (e incluso de más). Lo que le está vedado es mezclarlos, hablar de uno a partir de la metodología y de los contenidos del otro.

¿Significa lo anterior que la observación del principio del acomodacionismo, o reconocimiento de la independencia de los dos magisterios, veta la crítica de la ciencia, la fe o la filosofía cuando se las considere carentes de la suficiente racionalidad o con contenidos perjudiciales para el bienestar de la sociedad? En absoluto. Más bien lo contrario; el MANS –el principio de los magisterios no solapados– es una conminación a la denuncia de las frecuentes infracciones a este sano principio. La convivencia pacífica de ambos magisterios, de la ciencia y la religión, es un ideal metodológico nunca alcanzado del todo y es saludable que se acuse públicamente a quienes lo incumplen, sobre todo cuando estas infracciones no se quedan en el plano estrictamente intelectual, sino que, como sucede con frecuencia, repercuten en la vida personal y social, y causan a menudo profundos daños e injusticias. Gould ha ejercido esta acusación sabiamente al mostrar, por ejemplo, los peligros de la fisiognómica lombrosiana y la antropometríaStephen Jay Gould, La falsa medida del hombre, trad. de Ricardo Pochtar y Antonio Desmonts, Barcelona, Crítica, 2003., cuya ilusoria exactitud científica justificó a lo largo del siglo XIX y hasta mediados del XX incontables discriminaciones. ¿Veremos pronto un fenómeno similar con la nueva medicina personalizada, apoyada en la recopilación de una infinidad de datos biométricos? Con menor finura, Coyne señala extralimitaciones en el otro sentido, como, por ejemplo, la denegación de asistencia médica a niños por los principios religiosos de sus padres.

La higiene intelectual recomienda no callar ante abusos de este tipo, cometidos desde ambos lados. Pero, so pena de incurrir en sofismas lógicos sonrojantes, no cabe extraer de estos casos de extralimitación, por numerosos que sean, una descalificación total de la religión, como pretende Coyne. Es un pecado lógico de universalización apresurada, una indebida atribución al todo de lo que es exclusivo de una de sus partes. Que una práctica religiosa concreta perjudique al ser humano, o que una afirmación teológica pretenda describir un aspecto del mundo frente a la descripción científica aceptada, no supone que todas las religiones sean nocivas, ni que todos los contenidos teológicos entren en el terreno de la ciencia y queden contradichos por ella. Sólo una pasmosa pereza intelectual puede pasar por alto este abuso de generalización. El debate intelectual exige precisión, finura, discriminación. De no alcanzar estas virtudes, incurre en la falacia del espantapájaros u hombre de paja: la crítica se dirige a la caricatura de la tesis a que uno se opone, orillando la complejidad de la tesis discutida. O, como se afirma en un dicho castellano, que, bien pensado, no es tan políticamente incorrecto como parece a primera vista: las objeciones no pasan de dar lanzadas al moro muerto. Así son las cosas, en definitiva, cuando se sucumbe al peso muerto del prejuicio.

Juan José García Norro es profesor de Filosofía Teorética en la Universidad Complutense. Ha traducido obras de Porfirio, Boecio, John Locke, Gottlob Frege, Franz Brentano y Martin Heidegger, y es coeditor (con Ramón Rodríguez) de Cómo se comenta un texto filosófico (Madrid, Síntesis, 2007) y editor de Convirtiéndose en filósofo. Estudiar filosofía en el siglo XXI (Madrid, Síntesis, 2012).

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Ficha técnica

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