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¿Fascismo en España?

ESPAÑA CONTRA ESPAÑA. LOS NACIONALISMOS FRANQUISTAS

Ismael Saz

Marcial Pons, Madrid

442 pp.

22 euros

OBRAS COMPLETAS

Ramiro Ledesma Ramos

Fundación Ramiro Ledesma Ramos-Ediciones Nueva República, 4 vols.

1.638 pp.

120 euros

HOMENAJE A JOSÉ ANTONIO EN SU CENTENARIO (1903-2003)

Luis Buceta (coord.), Gonzalo Cerezo (coord.), Eduardo Navarro (coord.)

Plataforma 2003, Madrid

978 pp.

40 euros

FASCISMO EN ESPAÑA

Ferran Gallego (ed.), Francisco Morente (ed.)

El Viejo Topo, Mataró

454 pp.

24 euros

RAMIRO LEDESMA RAMOS Y EL FASCISMO ESPAÑOL

Ferran Gallego

Síntesis, Madrid

432 pp.

24 euros

image_pdfCrear PDF de este artículo.

¿Fascismo en España? era el título irónico de dos breves libros publicados por Ramiro Ledesma Ramos tras su expulsión de la Falange en 1935. El otro, Discurso a las juventudes de España, fue reeditado por el régimen de Franco, pero no sucedió lo mismo con ¿Fascismo en España?, ya que sus sardónicas reflexiones sobre la primera etapa de la Falange y sobre la personalidad y las contradicciones políticas de José Antonio Primo de Rivera constituían el mejor examen crítico –si bien personal y tendencioso– que habría de aparecer en muchos años sobre los orígenes del movimiento fascista español.

Si Ernesto Giménez Caballero fue el primer escritor e intelectual español que intentó difundir las ideas del fascismo italiano en España, Ramiro Ledesma se convirtió, con sólo veinticinco años, en el primer intelectual fascista nativo español plenamente formado y en el primero que iniciaba el fascismo como un movimiento político en España en 1931. Ledesma creó las doctrinas iniciales que incorporaría más tarde la Falange, y también acuñó la mayor parte de los eslóganes originales del movimiento antes de que José Antonio Primo de Rivera y sus colegas fundaran Falange Española en octubre de 1933. Las diminutas Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista (JONS), lideradas por Ledesma y Onésimo Redondo, habían empezado finalmente a crecer a lo largo de 1933, pero no podían equipararse en cuanto a recursos con la Falange, y pronto se fusionaron con ella en enero de 1934, con Ledesma formando parte de un nuevo triunvirato dirigente falangista. Este acuerdo, sin embargo, duraría poco más de un año, hasta febrero de 1935, cuando el intento de Ledesma por provocar una escisión llamada a dominar la política fascista en España provocó su abrupta expulsión por parte de José Antonio. Ledesma pasó el año y medio anterior a la Guerra Civil aislado políticamente, realizando nuevos esfuerzos por propagar sus ­ideas antes de ser arrestado y ejecutado durante la primera fase de la guerra. En la etapa fascista inicial del régimen de Franco, Ledesma, por su condición de cismático, fue objeto únicamente de una atención efímera, con un ensayo biográfico de Emiliano Aguado en 1941. Su papel fundamental, especialmente en la formulación de la doctrina falangista, no se vio nunca reconocido plenamente.

¿Cuáles eran las diferencias entre Ledesma y José Antonio? La rivalidad personal era importante, pero el papel de las ideas y la estrategia política resultó incluso más esencial. José Antonio era un aristócrata acomodado y Ledesma lo que podría denominarse un «intelectual proletario» procedente de la clase media baja. Ledesma fue un escritor e intelectual precoz que había publicado artículos en un periódico de provincias a la edad de catorce años y que había escrito tres novelas antes de los veinte, de las cuales sólo una fue impresa durante su vida. Con poco más de veinte años había dominado aspectos complejos de filosofía técnica, traduciendo la extremadamente difícil Einführung in die philosophischen Grundlagen der Mathematik, de Walter Brant y Marie Deutschbein, para la editorial Revista de Occidente en 1930, además de publicar breves estudios filosóficos propios a un nivel profesional. Sus mayores precocidad y sofisticación intelectual resultaban innegables, pero las diferencias esenciales con José Antonio tenían que ver con la política.

Tenían que ver con evitar la imitación del fascismo italiano, adoptando una estrategia y programa revolucionarios, y formando alianzas más amplias destinadas a hacerse con el poder. Desde el principio, Ledesma se mostró crítico con lo que llamó la tendencia al «mimetismo» de José Antonio. Era plenamente consciente de que era improbable que triunfara un nacionalismo revolucionario en España si no podía lograr una forma plenamente nacional, y durante los primeros meses de las JONS había insistido en que «no somos fascistas», a pesar de que su doctrina fundadora del nacionalsocialismo estaba copiada directamente de la fase radical inicial del fascismo italiano. Más allá de eso, Ledesma insistía en una estrategia socioeconómica más radical para la Falange, y en la necesidad de formar alianzas más amplias con los militares y con la derecha radical, ya que era sumamente consciente de que sólo la formación de coaliciones había permitido el acceso al poder de Hitler y Mussolini. En relación con los dos primeros puntos puede decirse que Ledesma había perdido la batalla pero ganó la guerra, ya que tras su expulsión José Antonio pretendió desplazar la Falange a la «izquierda», y desvincularla del fascismo italiano, aunque nunca fue capaz de formar alianzas eficaces. Los líderes de la Internacional Comunista tuvieron en cuenta este último punto más que José Antonio, pasando pocos meses después del aislamiento revolucionario a la táctica fascista de la formación de alianzas cuando adoptaron oficialmente la estrategia del Frente Popular en agosto de 1935.

Dado que las dos primeras biografías de Ledesma escritas por Tomás Borrás (1971) y José María Sánchez Diana (1975) no eran estudios críticos, este hueco ha sido rellenado primero por Luciano Casali, Società di massa, giovani, rivoluzione. Il fascismo di Ramiro Ledesma Ramos (2002) y, de manera mucho más completa, por los dos grandes estudios de Ferran Gallego. Casali titula la sección biográfica de su libro «A cercar la bella morte» y observa que en la teoría, al menos, el ultrasoreliano Ledesma «fue el más brutal de los fascistas españoles». En tanto que José Antonio Primo de Rivera era un ser humano normal en su estructura de personalidad (aunque con determinados talentos inusuales), la combinación de autodisciplina de hierro, austeridad, intensidad extrema y fanatismo cerebral de Ledesma le hacían parecer más ruso que español, un personaje sacado de una novela de Dostoyevsky, un estudiante hambriento que se vuelve revolucionario característico de los tiempos de los nihilistas rusos y los primeros movimientos revolucionarios rusos. Fue esencialmente un intelectual sin encanto o carisma personal que podía servir no tanto de gran líder como de un mordaz teórico radical cuyo extremismo era en ocasiones conceptualmente original, pero cuyas políticas eran, en circunstancias normales, contraproducentes.

De ahí que cualquier estudio de Ledesma deba ser un estudio no de su vida –muy breve, ascética y en buena medida sin incidentes– sino de su política y sus ideas, especialmente estas últimas. En este aspecto brilla Ferran Gallego, que combina lo biográfico y lo político-intelectual en su principal obra sobre LedesmaPuede leerse una recensión más amplia de este libro, titulada «La historia de un fracaso» y firmada por Ricardo Martín de la Guardia, en Revista de Libros, núm. 110 (febrero de 2006), pp. 12-13. , seguida de una larga meditación sobre el lugar en que se sitúa Ledesma en la intrincada genealogía del franquismo, lo que ocupa casi la mitad del libro coeditado con Morente. Además, la publicación hace dos años de las Obras completas en cuatro volúmenes pone por primera vez a nuestra disposición las tres dimensiones de la obra de Ledesma: la literaria, la filosófica y la política. Como los papeles personales son inexistentes, será difícil llevar el estudio de Ledesma mucho más allá de lo que ha hecho Gallego. Probablemente se mantendrá como el arquetipo del ideólogo político radical de comienzos del siglo XX en España.

Mientras estaba produciéndose el renacimiento de Ledesma, el círculo aún amplio de admiradores de José Antonio Primo de Rivera se ocupaban de la organización de la «Plataforma 2003» para honrar a El Ausente en el centenario de su nacimiento. Centenares de personas realizaron aportaciones económicas para apoyar esta iniciativa, que hace tres años sufragó una gran congreso, así como una amplia miscelánea de publicaciones, que fueron de folletos a diversos libros breves que abordaban varios aspectos de su pensamiento y su acción. El casi millar de páginas del Homenaje fueron, con mucho, la más amplia, recopilando un gran número de reflexiones y estudios breves. Varios de estos últimos, como los que se ocupan de las relaciones de José Antonio con Ledesma y con el dirigente fascista portugués Rolão Preto, o su papel en las elecciones de 1933, serán de utilidad a los historiadores. El peso general de todas estas publicaciones tiene que ver con la presunta relevancia ininterrumpida de las ideas políticas de José Antonio, una tesis que, por grandes que sean los esfuerzos, resulta difícil de sostener.

Existe un interés fundamental por presentar a José Antonio como el innovador de una «tercera vía» única entre el comunismo/socialismo y el capitalismo democrático, que apuntala la unidad e identidad nacionales. En esta empresa resulta esencial diferenciar su política del «fascismo», algo que José Antonio se esforzó realmente por hacer, aunque sin éxito, en 1935, cuando absorbió finalmente la lección de Ledesma de que la simple imitación de la política radical italiana no tendría éxito en España.

¿Significa esto que José Antonio Primo de Rivera no era básicamente un fascista? En términos estrictamente intelectuales, una pregunta así no es tan fácil de responder como podría parecer, ya que, por un lado, los estudiosos no se ponen de acuerdo entre ellos en la definición de fascismo, mientras que, por otro, la terminología se ha vuelto intencionadamente borrosa, tanto durante la década de 1930 como por el actual resurgimiento del discurso izquierdista radical en España, al valerse del término simplemente para referirse a cualquier cosa que, en política, sea mínimamente derechista. Durante los últimos quince años, sin embargo, la mayor parte de los especialistas en el estudio del fascismo de Europa occidental y Norteamérica han coincidido en su mayor parte en lo que el historiador británico Roger Griffin llama el «nuevo consenso». Éste no ve el fascismo genérico como una «cosa» específica que existía concretamente, sino que utiliza el término fascista simplemente como un tipo ideal o una construcción teórica basada en una serie de características comunes extraídas de los movimientos nacionalistas revolucionarios en Europa durante los años treinta. La Falange original encaja por regla general dentro de las diversas características que postula este tipo ideal.

Todos los movimentos fascistas fueron, sin embargo, singulares y se diferenciaban entre sí por características nacionales en mayor medida de lo que sucedía entre los movimientos comunistas. En el caso del movimiento español, el nacionalismo revolucionario se veía mediado, en ocasiones, de un modo incómodo y contradictorio, por una especie de simbiosis con el tradicionalismo cultural y religioso. En este caso, el «hombre nuevo» que buscaban casi todos los movimientos revolucionarios era menos novedoso, más caracterizado por los valores tradicionales, una tendencia, asimismo, que había situado al falangismo en el vértice entre el fascismo revolucionario y la tradición nacional tal y como la reivindicaba la derecha radical.

En 1935, José Antonio Primo de Rivera estaba buscando una doctrina revolucionaria inequívocamente nacional, pero no encontró ningún modo de ir más allá de los parámetros clásicos del fascismo excepto en la dimensión religiosa, que a su vez creó una especie de disonancia cognitiva. Debería recordarse que su carrera activa con el falangismo fue breve: no más de tres años. Algunas de sus ideas estaban fluctuando constantemente y no es posible saber dónde podría haber acabado al cabo de diez años. Sus últimos papeles, escritos en la cárcel durante los meses finales, revelan una incertidumbre considerable, pero ningún curso nuevo claro.

Eso pasaría a ser el cometido del nuevo régimen que se hizo con el control de la Falange en 1937. Un año antes, el general Franco no había mostrado ningún interés por el falangismo o sus doctrinas y había iniciado la Guerra Civil alinéandose supuestamente con las doctrinas semimoderadas del general Mola, que había organizado la rebelión contra el gobierno de Casares Quiroga. La experiencia de la guerra civil total demostró ser mutuamente radicalizadora para ambas facciones, llevando a Franco y a sus más estrechos colaboradores a concluir que se necesitaba un modelo radicalmente nuevo y más autoritario de partido único.
Una de las mayores controversias en relación con la interpretación del «primer franquismo» guarda relación con lo que los italianos habrían llamado su grado de fascistizzità. El último historiador que ha roto una lanza o dos en esta justa es Ismael Saz. El primero de sus recientes libros consiste en un estudio analítico del desarrollo de la doctrina nacionalista radical en España, centrándose especialmente en las doctrinas falangistas de la Guerra Civil y el primer franquismo. Este estudio es certero y preciso en aquello que aborda, aunque no brinda ninguna sorpresa y, a pesar de su título, no examina todas las variantes del nacionalismo español de aquella época. El nacionalismo tradicionalista de los carlistas, el nacionalismo oportunista de los monárquicos y el nacionalismo en gran medida no fascista de los militares reciben poca o ninguna atención, debido presumiblemente a que los dos últimos apenas gozaron de elaboración teórica. El logro del libro es, sin embargo, brindar el mejor estudio de la evolución de la doctrina nacionalista falangista hasta el momento de su repentino declive durante la Segunda Guerra Mundial.

Una parte del segundo libro de Saz, una colección de piezas breves titulada Fascismo y franquismo, está dedicada a la ubicación taxonómica del fascismo español y su relación con el régimen de Franco. Su categorización para los primeros años del régimen es la de un «régimen fascistizado», y no la de un régimen plenamente fascista, y el destino de su «fascistización» dependía en buena medida del curso de la Segunda Guerra Mundial. En la autoevaluación de estos regímenes existía una jerarquía irónica. Si los nazis alemanes y los fascistas italianos menospreciaban al régimen español por ser clerical y reaccionario, no revolucionario y fascista, Saz señala cómo los falangistas menospreciaron, a su vez, a mediados de 1941 a la Francia de Vichy de Pétain y al régimen recientemente desfascistizado de Antonescu en Rumanía por ser dictaduras conservadoras hueras sin un contenido positivo. En aquella época, Ramón Serrano Suñer, lo más cercano que hubo en España al líder nacional del fascismo, se decantaba por incorporarse militarmente a la guerra como la única medida decisiva que podría traer consigo la plena fascistización y la creación de un régimen verdaderamente falangista. Se trataba probablemente de un cálculo correcto, de igual modo que el mantenimiento de la «no beligerancia», seguida de la reincorporación del régimen a la neutralidad, haría posible el comienzo de la «desfascistización» oficial en agosto de 1943, un proceso largo y lento que en algunos aspectos no se completaría nunca plenamente hasta el final del régimen.

Saz se muestra de acuerdo con la mayoría de los estudiosos del primer franquismo en que, en los aspectos clave, el momento de inflexión original tuvo lugar en la primavera y el verano de 1941, irónicamente en el cenit del poderío nazi en Europa. La resolución de la crisis política de mayo de 1941 por parte de Franco, la más larga y más seria de la historia del régimen, pareció garantizar en apariencia un poder algo reforzado a los falangistas, pero lo cierto es que los dividió políticamente en mayor medida que antes y marcó el comienzo de una domesticación más eficaz del radicalismo falangista. Saz sigue demostrando en España contra España que la disonancia cognitiva entre radicalismo fascista y tradicionalismo católico había requerido siempre un reconocimiento de la superioridad de éste por parte de aquél que carece de precedentes significativos en ningún otro país en la Europa fascista (salvo quizá brevemente en Rumanía durante 1940-1941), y siguió avanzando en la dirección de la religión de resultas de la crisis española de 1941. La disonancia cognitiva o contradicción ideológica persistió, sin embargo, hasta que se resolvió en gran medida a favor del tradicionalismo católico gracias al inicio de una importante desfascistización.

Hay que tener siempre en cuenta que, de los seis grandes casos de evolución de movimientos fascistas relevantes –Italia, Alemania, Austria, Hungría, Rumania y España–, el de España fue con diferencia el más débil en condiciones políticas normales. Ninguno de los factores «fascistogénicos» activos en otros países fue muy fuerte en España, por lo que el movimiento tuvo pocas posibilidades de crecer antes de la crisis de 1936. Una paradoja del desarrollo político del fascismo fue que, aunque los movimientos fascistas perseguían poner fin a la democracia, necesitaban condiciones democráticas para su propia evolución.

Surgidos en Estados europeos organizados durante la época de entreguerras, fracasaron por completo en cualquier intento de insurrección revolucionaria o golpes de Estado del tipo de los practicados por los comunistas, con intentos fallidos tras utilizar métodos de este tipo en Alemania en 1923, en Austria en 1934, en Portugal en 1935 y en Rumania en 1941. Los movimientos fascistas pudieron llegar al poder en Europa sólo por medio de métodos políticos insurreccionales no violentos, algo que los comunistas también hicieron suyo en 1935. Después de que los movimientos fascistas alcanzaran dimensiones masivas en Austria, Hungría y Rumania en condiciones de relativa libertad política, la formación de nuevos gobiernos con políticas más autoritarias por parte de sus rivales les negaron entonces el acceso al poder. En España, la única oportunidad significativa para el falangismo llegó después de las elecciones de febrero de 1936, pero el bloqueo de las condiciones democráticas por parte del régimen del Frente Popular echó por tierra esa oportunidad. La paradoja final fue que en España los militares insurgentes y contrarrevolucionarios pasaron a ser la fuerza «revolucionaria» decisiva en una situación única en la que ninguno de los movimientos revolucionarios de izquierdas poseía una estrategia para hacerse directamente con el poder. Esto puso fin al régimen republicano, pero dejó a los falangistas una vez más en una posición de subor­dina­ción.

En septiembre de 1940, el mariscal Antonescu ofreció a la Legión Rumana del Arcángel Miguel una especie de diarquía, una oportunidad que esta última desperdició por radicalismo e incompetencia. Los falangistas eran, en comparación, menos radicales, pero probablemente igual de incompetentes, y Franco no les dio nunca tanto poder como el que disfrutaron brevemente sus homólogos en Rumania. El suyo fue el único partido fascista que alcanzó un poder parcial por medio de la Guerra Civil. Con excepción del interludio del Frente Popular de 1935-1939, las condiciones de guerra o de guerra civil fueron el medio preferido de las tomas de poder comunistas, no fascistas. Los únicos movimientos fascistas en situaciones algo comparables fueron los falangistas y los diversos regímenes títeres o satélites que Hitler situó en el poder en países que había conquistado militarmente, lo que no resulta una comparación muy agradable para los falangistas. Si los regímenes títeres de otros países dependían de Hitler y del curso de la guerra, los falangistas dependían de Franco y del curso de la guerra. Aunque el caso de España difería obviamente en aspectos fundamentales del de los regímenes títeres, los denominadores comunes eran el dominio del poder militar, tanto en el ámbito doméstico como en las relaciones internacionales. Por ello, como captó correctamente Serrano Suñer, la suerte del ­falangismo dependería de la relación de España con la guerra mundial. Una fascistización producida no por medio de procesos políticos españoles normales, sino por la guerra civil, se vería frustrada por los resultados de la guerra europea, y siempre dependería en última instancia de la voluntad de un dictador militar. Franco garantizó a la Falange/Movimiento la vida más dilatada de cualquiera de los movimientos fascistas, pero le negó autonomía y poder. Esto no fue una «traición», como pretendieron a veces los radicales falangistas, porque el fascismo español nunca desarrolló la fuerza independiente para haber podido reivindicar algo más que eso. 


Traducción de Luis Gago

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