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La búsqueda del sentido

LA CREACIÓN DE LO SAGRADO. LA HUELLA DE LA BIOLOGÍA EN LAS RELIGIONES ANTIGUAS

Walter Burkert

Acantilado, Barcelona

Trad. de Stella Mastrangelo

340 pp.

28 €

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Walter Burkert tiene un reconocido prestigio en el ámbito de la filología clásica en general, y en el estudio de las religiones antiguas en particular. La religión grecorromana ha sido durante muchos años objeto preferente de su interés. De su producción, notablemente amplia, se han traducido –que yo sepa– cuatro obras al español: una historia de la religión griega, Religión griega: arcaica y clásica (de 1977, traducción de 2007); De Homero a los magos. La tradición oriental en la cultura griega (de 1984, traducción de 2002); Cultos mistéricos antiguos (de 1987, traducción de 2005) y la obra presente, de 1998. La editorial Acantilado promete la próxima aparición de otra obra de Burkert, El origen salvaje, publicada originalmente en Berlín en 1990 con el título de Wilder Ursprung.
 

La creación de lo sagrado. La huella de la biología en las religiones antiguas no es una indagación teórica del origen de la religión al estilo de Edward B. Tylor en La religión en la cultura primitiva (1871, una aproximación intelectual/racionalista), de Émile Durkheim en Las formas elementales de la vida religiosa (1912, una aproximación sociológica), de Sigmund Freud en Tótem y tabú (1913, toda religión comienza con el totemismo), de Gustavo Bueno en El animal divino (1985, el origen de la religión se halla en la existencia de númenes animales reales), o de las diversas aproximaciones funcionalistas de la religión, que insisten más bien en la explicación de la persistencia del fenómeno religioso que en su origen, aunque no excluyen formular hipótesis sobre ello (Alfred R. Radcliffe-Brown, Bronislaw Malinowsky, etc.).

Burkert adopta una postura de partida más modesta: una investigación –a partir de acumulación de paralelos y de ejemplos– que comience por dar razón de las formas más antiguas de religión que encontramos testimoniadas en el arco más cercano a nuestra cultura: desde Egipto hasta Mesopotamia. De Extremo Oriente o de África, apenas alguna mención. De Egipto prácticamente no presenta nada este libro (cosa extraña, pues hay tema abundante), concentrándose en la religión israelí y sus antecedentes mesopotámicos y cananeos –por un lado–, más la parte principal de ejemplos y reflexiones ocupada por los casos de las religiones de Grecia y Roma, que conoce el autor maravillosamente.

Este conjunto de religiones no nos ha dejado testimonios o formas de reflexión u organización sistemática de sus orígenes, pero precisamente a partir de su aparente primitivismo se traslucen numerosas claves sobre la construcción original de las religiones en general y sobre sus primeras manifestaciones y desarrollos. Tales inferencias pueden ser luego extrapoladas a conclusiones generalistas sobre el origen inmediato de la religión.

Burkert no entra a discutir una definición de la religión, sino que actúa sobre la base de un consenso difuso entre los estudiosos acerca de ella, concentrándose en ciertos elementos que caracterizan la religión en casi todos los casos: se ocupa de lo no obvio, a saber: la relación de los humanos con una realidad superior de supremo interés, en la que se cree pero que no puede ser verificada empíricamente; es un sistema de símbolos utilizados para «manejar» la vida y a ella misma; consiste principalmente en la interacción entre los humanos que reelaboran su propia realidad mundana y ultramundana por medio de tales símbolos.

Naturalmente, la estructura del libro de Burkert está gobernada subyacentemente por preguntas de ámbito general en torno a la religión: ¿en qué sentido es posible considerar la religión como algo natural, que surge espontáneamente entre los humanos? ¿Hay quizás una theologia naturalis? ¿Por qué religiones tan diferentes comparten ritos y concepciones con una unanimidad sorprendente? Y, como en todas las ciencias humanísticas, el autor expone una hipótesis previa, cuya prueba o contraste será el objeto de toda la investigación subsiguiente: es posible que exista un fundamento en la biología humana que explique la uniformidad de sorprendentes patrones, es decir, la base de tal unidad puede ser el «paisaje de la vida» –por emplear la metáfora del autor–, que presenta unos senderos «naturales» por donde la religión transita. Aunque no pueda verificarse, la coevolución «genes-cultura-religión» nos parece un planteamiento muy verosímil.

Opino que es este un punto de partida sólido: la religión debe mucho a la creación cultural –ciertamente–, que va pareja con el desarrollo de la capacidad humana del lenguaje y con la invención de la escritura, pero todo parece apuntar a que no podemos separar la cultura/religión de los condicionantes biológicos. Si es así, la subestructura de la religión, como forma cultural que es, se habría ido formando en el curso de la evolución biológica del Homo sapiens sapiens.

Estoy de acuerdo con Burkert en que con la ayuda de la antropología, y sobre todo de la sociobiología, sería posible responder a las cuestiones arriba planteadas, al menos en las religiones que conocemos más de cerca, y también en que las estructuras religiosas básicas son muy antiguas: se han desarrollado comúnmente entre los descendientes del hombre de Cromagnon bastante antes de que los humanos dieran el salto al continente americano en tiempos superprehistóricos.

Burkert examina, como ejemplos, la serie de universales antropológicos que estima más importantes: los ritos de sacrificio de algo costoso a la divinidad responden a una suerte de programa genético básico de «peligro y huida» ante un depredador; al igual que una araña sacrifica uno de sus apéndices, un zorro salva su vida sacrificando una de sus patas (cortándola a mordiscos) o la lagartija, su cola, el ser humano ofrece al numen terrible en sacrificio algo muy costoso (un dedo, su hijo primogénito, parte de su hacienda) con tal de granjearse la amistad benevolente de esa divinidad. El patrón del comportamiento del ser humano ante las desgracias y la consiguiente búsqueda de una causa divina de aquéllas por alguna falta del ser humano es un universal típico de la mente que no puede achacarse a ningún logro explicativo tardío, sino que debe estar enraizado en el esquema del comportamiento de un animal perseguido.

Las reflexiones sobre la concomitancia entre mitos, ritos religiosos y concepciones teológicas que tienen la misma estructura que los cuentos y con sus mismas funciones (Burkert sigue aquí la conocida tesis de Vladimir Propp), ancladas en las peripecias biológicas del ser humano, se encuentran entre lo más sugestivo en este libro. Igualmente la idea de que los ritos de sumisión a la divinidad en poco se diferencian en su estructura básica de lo que puede observarse en los comportamientos preverbales de los primates. Muchos de los ritos de iniciación son reducibles a una secuencia de búsqueda y provisión de alimentos. La cultura religiosa del «don a la divinidad» va unida a otro universal humano de «calcular, pesar y medir», es decir, a la construcción de un mundo mental. No es probablemente algo genético, pero tales estructuras se corresponden con las profundas tendencias organizativas, neuronales, del cerebro: «El postulado de la reciprocidad encaja en el paisaje biológico».

La obra de Burkert es riquísima en ejemplos que van apuntando hacia la misma conclusión: la inserción de la religión y del comportamiento religioso en los valles profundos del paisaje de la vida. En mi opinión queda justificada la breve conclusión que, por la naturaleza misma del objeto estudiado, no puede ser más que general: el problema de la validación del más allá es variado por esencia; unas veces será cuestión de herencia, otras de actitudes parentales o sociales, y otras, mera transferencia de información. Pero en muchos casos hay razón para proponer la existencia de patrones biológicos de acciones, reacciones y sentimientos, provocados por diversas situaciones críticas de la vida. Y a la vez es verdad también que, aunque siga la huella de la biología, la religión está relacionada con el lenguaje y la cultura, de modo que ante todo su pretensión es buscar y dar coherencia al mundo en el que vive.
Unas palabras, para terminar, a propósito de la traducción al español de este libro y de ciertos «peros» a ella, perfectamente perceptibles aun no teniendo delante el texto inglés utilizado para realizarla, si bien la obra de Burkert, como toda su producción, fue escrita originalmente en alemán (el acostumbrado a revisar traducciones sabe que es verdad lo que digo; muchos ensayos editados en español son traducciones del inglés, y se ve a la legua cómo algunas de ellas crucifican nuestra lengua). No es este el caso: en líneas generales el español del libro presente es correcto y fluido, señal a priori de buena traducción.

Mas, en otras, hay auténticos errores de mera ignorancia de la traductora (y revisor). Ejemplos son: cabo del Sunio por «Cabo Sunión», se sobreentiende con su templo a Poseidón. La batalla famosa entre griegos y persas fue la de «Platea», no Plateas; se emplea «icono» y no ícono; no se dice en español Aulis, sino «Áulide» («Ifigenia en Áulide»); no micenio, sino «micénico» (bien otras veces); «implemento» en español por «utensilio» está aceptado por la Academia, pero el texto suena entonces a traducción.
El castellano distingue entre «rito», normalmente sustantivo y referido a acciones, y «ritual», normalmente adjetivo, «perteneciente y relativo al rito». No puede traducirse el inglés ritual (más usual que rites, que también existe) siempre como «ritual/rituales», porque unas veces se trata evidentemente de acciones («ritos») y otras, evidentemente también, de «normas» a cumplir en la ejecución de determinados ritos («ritual»).

Otros errores, en fin, se deben a simples equivocaciones, aunque algunas por desconocimiento de la lengua: en español distinguimos entre «festival» y «festividad» (no es igual decir los «Festivales de Santander» que las «festividades» religiosas que celebran los piadosos cristianos en esa ciudad. Por ello, jamás «interrumpían la guerra los espartanos para celebrar festivales», sino para celebrar sus fiestas –o festividades– religiosas. En la presente traducción no hay ni una sola vez (si no me equivoco) «festividades/fiestas», sino siempre «festivales», pues en inglés festival tiene ambas acepciones, y han escogido la que no es: ¡amigos falsos!

No es lo mismo tampoco «preservar» que «conservar», aunque en inglés subyazca casi siempre el verbo preserve. No se dice en castellano «consérvese de la luz», sino «presérvese de la luz» (los distinguimos perfectamente). Por ello los genes no «preservan la información», sino que la «conservan». Igualmente sospecho otros errores, como «balance» en vez del castellano «equilibrio»; no se dice en castellano «servicio» religioso (inglés service), sino «oficio», como en el «oficio de difuntos» y no «servicio de difuntos», que haría de esos ritos unos actos de empresa funeraria. Comprendo muy bien que la traductora tenga algunos errores –todos los cometemos–, pero ocurre que esta traducción ha sido revisada por otra persona. La dirección de Acantilado debe tener más cuidado y plantearse, también, traducir los libros de su lengua original y no de una primera traducción a otro idioma.

En síntesis, y volviendo al contenido de nuestro libro, la obra de Burkert me ha parecido original y me ha hecho pensar y asentir. A veces los árboles no me han dejado ver el bosque y el modo de la argumentación es un tanto críptico, al estilo de la «lógica confusa» tan bien asentada hoy día, pero el contenido es en verdad magnífico. Opino que su modesta propuesta de que la existencia de la religión se debe muchas veces a «patrones biológicos de acciones […] con la ansiedad desempeñando un papel de primera magnitud», sobre todo el miedo por la muerte (en esto de acuerdo con Tylor), se encuentra suficientemente probada.

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Ficha técnica

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