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El mito Vandana Shiva

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Cuando recibí el libro de Vandana Shiva, Cosecha robada. El secuestro del suministro mundial de alimentos (Paidós, 2003), enviado para su recensión, poco sospechaba yo lo difícil que me iba a resultar cumplir con el encargo. Ingenuamente pensé que bastarían un par de páginas para plasmar mi opinión sobre el texto y no advertí que la investigación del contexto me iba a enredar en una insidiosa maraña ideológica de la que no me ha sido fácil salir. Empezaré por contar que, al día siguiente de recibir el libro, el azar quiso que me encontrara con su autora en persona. Había subido yo a la tribuna para dar una conferencia en un congreso de Ingenieros sin Fronteras y allí estaba ella, a mis pies, concediendo la enésima entrevista televisiva del día, una más de las miles que despacha anualmente, según averiguaría cuando me enfrenté a las sesenta mil entradas que su nombre evoca en la red.

La mujer más influyente de Asia –«la pasionaria de los Himalayas», como también la llaman– es descrita por unos como ecofeminista holista y ludita posmoderna, mientras que otros se refieren a ella como Shiva la destructora, la profeta falsa e incluso la villana Vandana Shiva. Nada en su bien nutrida y oronda figura, sonriente cara lunar y elegante sari de rica seda, parece responder a su papel autoproclamado de voz de los sin voz y defensora de los hambrientos y desharrapados; pero basta empezar a leer el libro mencionado o alguno anterior (por ejemplo, Biopiratería: el saqueo de la naturaleza y del conocimiento, Icaria, 2000) para percibir la extrema radicalidad de esta aclamada líder del International Forum on Globalization, organización en la que se codea con Ralph Nader y Jeremy Rifkin.

Para poner en perspectiva los juicios agronómicos de Vandana Shiva, a los que me voy a ceñir, es conveniente empezar por recordar algunas cosas sabidas. Las semillas originales se difundieron primero por los propios agricultores, según el proceso que Cavalli-Sforza ha llamado migración démica, y luego, a partir del siglo XVI, por los viajeros y colonizadores que circunvalaron la tierra. Muy pocos de los ingredientes vegetales de los platos populares de un sitio se han originado necesariamente en él. El maíz y la yuca, que son hoy alimentos básicos para los africanos, vinieron de América; el trigo que se consume en Europa o en América vino del Oriente Medio; el pimiento, el tomate o la patata que alegran nuestras recetas nacionales fueron desconocidos para el Cid: desde el invento de la agricultura, las semillas fueron siempre muy viajeras y no llegaron nunca a tener patria o a ser patrimonio exclusivo de nadie, hasta que a lo largo del siglo XVIII se crearon las primeras casas comerciales –la Vilmorin en Francia o la Veitch en Inglaterra– para la producción de semillas y plantas de vivero.

El comercio de las semillas durante los tres últimos siglos se ha sustentado sobre las ventajas económicas que depara la siembra de la semilla comercial frente a la producida por el propio agricultor: para que dicho comercio sea posible, el precio de la semilla sólo puede representar una fracción del beneficio diferencial, ya que nadie ha estado ni estará obligado a comprar una determinada semilla. Sobre una nueva variedad, sea obtenida por los métodos tradicionales o por los más recientes, gravita no sólo la inversión específica que la investigación y desarrollo del nuevo producto ha requerido, sino la de todos aquellos productos que el mismo agente investigó e intentó desarrollar sin éxito. Sin una protección legal de la propiedad intelectual involucrada en la innovación nunca se produciría ésta, circunstancia que en 1968 acabó dando lugar a la Convención de la Unión Internacional para la Protección de Nuevas Variedades de Plantas y que, en tiempos más recientes, justifica que las innovaciones biotecnológicas estén protegidas por las leyes de patentes.

Una patente asegura por un período limitado –al investigador y a la institución para la que trabaja– unos derechos intelectuales y económicos no muy distintos de los que protegen al autor y el editor en la publicación de un libro, por lo que en principio no hay nada intrínsecamente perverso en tal derecho. Sin embargo, Shiva es contraria a las patentes de índole biológica argumentando que todos los seres están santificados y que debe preservarse la vida tal como la conocemos, para lo que apela a las más evanescentes citas de los Upanishads. «Nuestro alimento ya no es nutritivo, aceptable culturalmente o producido localmente», dice con vehemencia mientras defiende una agricultura que emplee al setenta por ciento de la población. El problema es que, mientras que las nuevas variedades son tanto o más nutritivas que las primitivas, el modelo agrícola que propone Shiva hace muchas décadas que dejó de poder resolver las necesidades vitales de una población que crece de forma acelerada. Sin ir más lejos, qué comerían los mil millones de habitantes de la India actual si la producción de trigo no hubiera pasado de los trece millones de toneladas a los más de setenta millones de toneladas anuales en el último medio siglo. Tal milagro ha sido debido a las tan vituperadas variedades de la «revolución verde», los trigos semienanos obtenidos por Norman Borlaug. Aunque a menudo han sido cultivadas de modo inapropiado, estas variedades requieren menos suelo y menos fertilizante nitrogenado por tonelada de alimento producida, por lo que la huella ecológica de su cultivo es potencialmente menor que la de sus predecesoras. Los problemas futuros difícilmente van a resolverse volviendo a las tecnologías del pasado.

La opinión de que el modelo agrícola que propugna Vandana Shiva es inviable no significa que me parezcan aceptables algunas de las fuertes tendencias actuales hacia el oligopolio agrícola global, lo mismo que defender el sistema de patentes para las innovaciones biológicas no implica que nos parezca bien el que la propiedad intelectual relativa a cada cosecha se concentre en pocas manos. De acuerdo con la activista india, el hecho de que tan solo cinco corporaciones transnacionales ejerzan un control férreo sobre el comercio mundial de grano me parece ciertamente preocupante. En el caso de las semillas comerciales, la situación dista mucho de ser tan extrema: diez empresas controlan un tercio del mercado (incluyendo la totalidad del de las semillas transgénicas). Por supuesto que este último mercado, como tantos otros, ha sufrido un proceso acelerado de concentración, pero en lo que se refiere a las semillas transgénicas, también han sido decisivos otros factores: la moratoria de facto implementada por la Unión Europea ha supuesto un frenazo a la incorporación de nuevas empresas, nuevas especies y variedades adicionales al elenco fundador, y el barroco, lento e innecesariamente babélico proceso de aprobación de nuevas obtenciones, lleno de trabas artificiales, se ha encarecido hasta tal punto que sólo las grandes compañías pueden abordarlo. De hecho, la oposición irracional a las nuevas variedades y la exigencia de que se repitan ensayos ya hechos ha dañado a corto plazo a estas compañías, pero a medio y largo plazo les ha regalado el negocio, excluyendo de una tecnología eficaz, asequible y nada misteriosa a empresas medianas e incluso a países medianos como España. En China, donde no se han andado con remilgos y no han investigado riesgos ficticios, la agricultura transgénica ha prosperado sin problemas.

Vandana Shiva desbarra también cuando propugna el uso exclusivo de fertilizantes orgánicos en la agricultura india y condena tajantemente el uso de los sintéticos inorgánicos. No hay manera de que las vacas indias generen suficiente estiércol para producir el alimento que se consume actualmente en el país, incluso en el improbable caso de que se prohibieran los usos actuales de las boñigas como combustible y como ingrediente en la fabricación de ladrillos: el alimento producido supone una extracción de elementos minerales del suelo de casi tres veces lo que el estiércol puede aportar. A escala global, Norman Borlaug ha calculado que para producir el fertilizante orgánico necesario para alimentar a seis mil millones de seres humanos se necesitaría el imposible número de siete mil millones de vacas. Por supuesto, cualquier agrónomo en su sano juicio debe aportar al suelo toda la materia orgánica disponible, pero si quiere seguir produciendo alimentos debe compensar como pueda el déficit de nutrientes minerales que dicha producción provoca en el terreno laborable.

Otra de las bestias negras de Vandana Shiva es lo que ella llama el imperialismo de la soja, en alusión al creciente predominio del aceite de dicho grano sobre el de mostaza que, extraído de modo artesanal, ha sido tradicionalmente el más popular de la cocina india. Los aceites de crucíferas, como los de mostaza o de colza, pueden contener sustancias perjudiciales para la salud, tales como ácido erúcico y glicósidos cianogenéticos, y sea por estas sustancias o por otra adulteración no aclarada, en agosto de 1998 se produjo en Delhi una tragedia alimentaria de grandes dimensiones, similar a la que un aceite de colza adulterado produjo en España hace unos años. La reacción del gobierno indio, parecida a la del español en su día, fue prohibir la venta de aceites no envasados. Además, liberalizó la importación de aceite de soja, dando entrada a los potentes tentáculos de la American Soybean Association. Todo esto tuvo sin duda efectos adversos en la economía de las capas menos favorecidas de la sociedad india, pero resulta absurdo que Vandana Shiva insista en asignar propiedades antinutritivas al aceite de soja, que de ser ciertas hubieran afectado trágicamente a los norteamericanos que vienen consumiendo dicho aceite desde tiempo inmemorial. En este contexto, puede resultar irónico mencionar que, gracias a la soja transgénica, Argentina y Brasil han logrado superar a Estados Unidos como productores de dicho grano, acabando así con un monopolio secular.

Basten por ahora los anteriores comentarios sobre algunos aspectos del primer libro citado para dar paso a uno breve sobre el segundo, que trata sobre la «biopiratería», término que alude principalmente al aprovechamiento por la moderna bioindustria de ciertos productos naturales de interés farmacológico en cuya prospección inicial utilizan sin una compensación apropiada el conocimiento de los bioprospectores indígenas. El reconocimiento material de una experiencia tradicional y colectiva como parte de una innovación moderna ha empezado a admitirse como plausible sólo recientemente y hasta ahora ha encontrado dificultades para acomodarse en la normativa legal. Por estos días, representantes de doscientas naciones se reúnen en Malasia para resolver este problema, que afecta casi exclusivamente a la industria farmacéutica y no, como Vandana Shiva pretende, a la de semillas. Los escasos ejemplos de abusos de este tipo en el ámbito agrícola, que se citan con insistencia, han sido debidamente frenados por los tribunales y, desde luego, es inexacta la imagen que representa a los países desarrollados como expoliadores de los países en vías de desarrollo en materia de recursos fitogenéticos. Así, por ejemplo, si examinamos los pedigrís de los trigos cultivados en los países en desarrollo, el número de antecesores procedentes de los países desarrollados supera a los de origen autóctono en todas las regiones del mundo.

Escudada en un doctorado en Física Teórica, Vandana Shiva es una de las más feroces y posmodernas detractoras de la ciencia actual y, al tiempo, opina dogmáticamente sobre todo lo divino y lo humano sin importarle mucho los datos objetivos. Su ignorancia de los más sencillos principios de la práctica agrícola es proverbial. Cuentan que, ante unas parcelas de arroz que ya habían sido cosechadas, exclamó: «El arroz en la India tiene un aspecto más alegre que éste porque no es transgénico». Su oposición a la aplicación de las nuevas tecnologías a la resolución de problemas propios de los países en desarrollo le ha llevado a colisionar en público tanto con los medios científicos y gubernamentales indios como con los representantes de importantes ONG y del movimiento feminista. Así, Meera Nanda argumenta que la «vía holista hacia el conocimiento» que propone Shiva está en el mismo corazón de la jerarquía de castas y sexo en la India, y que el venerado «conocimiento local» de la cosmología hindú de «Karma y casta» es la justificación de la represión que sufren los intocables. Vandana Shiva podría ser un exponente de lo que Vázquez Rial ha llamado «la izquierda reaccionaria». Resulta sorprendente que unas decenas de miles de dólares anuales aportadas por un millonario radical hayan convertido a esta mujer en portavoz de los oprimidos y en una rutilante estrella mediática.

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