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¿Quién se acuerda del cambio climático?

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Cuando nos despertemos de la siesta de la crisis económica, el dinosaurio del cambio climático seguirá ahí, aburrido y triste, pero igual de vigoroso y amenazante. Como los creyentes tibios, que se acuerdan de la religión cada siete días, los ciudadanos en general parece que se acuerdan del cambio climático, si lo hacen, cada siete años, que es la periodicidad de publicación de los informes del Panel Intergubernamental para el Cambio Climático (conocido por su acrónimo en inglés, IPCC). El quinto Informe del IPCC se dará a conocer en los próximos meses y no está de más una breve reflexión sobre qué fue del fervor que rodeó a la publicación del informe anterior en 2007, año que algunos recordarán también como el del premio Nobel de la Paz a Rajendra Pachauri y Al Gore, el del Oscar a la película difundida por este último y el del informe Stern, entre otros acontecimientos relacionados con el tema. En aquel año escribí un ensayo y medio libro sobre el calentamiento global, e incluso fui invitado a dar una conferencia junto a Pachauri y Gore, poco después de que les concedieran el citado premio, y tuve la oportunidad de expresar mis críticas a los «algoreros». Ahora me pregunto qué aspectos del problema han evolucionado o no según pensaba yo en el mencionado año. Veamos algunos ejemplos.

Con la efervescencia pública de 2007, me parecía que el problema del cambio climático se había establecido por fin como una prioridad incuestionable en la agenda política global, pero no ha sido así, porque la crisis económica ha dado un baño de realidad a muchas soluciones utópicas y porque no está claro que, sin la crisis económica, los acontecimientos hubieran podido ir por mejor camino, dadas las reticencias ante la mitigación de países como Estados Unidos y China, que eran y siguen siendo los mayores emisores de gas carbónico. Se pretendía reducir dichas emisiones a los niveles de 1990, pero las estadísticas nos dicen que siguen aumentando año tras año, hasta alcanzar actualmente un incremento del 58% con respecto al año de referencia (35.000 millones de toneladas en 2012), siendo los principales emisores actuales China (27%), Estados Unidos (14%), la Unión Europea (10%) e India (6%).

La tasa de incremento anual ha ido moderándose en consonancia con el decaimiento del crecimiento económico en algunos países clave. En España seguimos sin cumplir con los objetivos de Kioto, a pesar del desmantelamiento industrial que estamos sufriendo, por lo que nos vemos obligados a comprar unos derechos de emisión que, por cierto, están baratos. El que ni con una crisis como la que estamos padeciendo, y con el paro asociado a ella, no hayamos conseguido cumplir con Kioto nos da una idea de la frivolidad con que a veces se asumen ciertos compromisos. Es obvio que habría que buscar otras alternativas menos cruentas para la reducción de emisiones, pero estas no acaban de estar claras.

Acerté de pleno en mi temprana y severa crítica a las políticas de energía verde de Estados Unidos y de la Unión Europea, hoy desmanteladas por completo. Uno de los principales objetivos de la Advanced Energy Initiative estadounidense consistía en sustituir para el año 2025 tres cuartas partes de las importaciones de petróleo por bioenergía renovable, y el Consejo Europeo fijó en 2007 el objetivo obligatorio de un 20% para la proporción que debían representar las energías limpias en el año 2020. En 2008, la Comisión Europea propuso una directiva para promover las energías renovables que incluía, entre otros, los siguientes objetivos obligatorios para 2020: una tasa global de adopción de energías renovables del 20%, con un 10% de biocarburantes dedicados al transporte, y tasas nacionales obligatorias en consonancia con la obligación global del 20%. Además, la directiva estipulaba que los biocarburantes utilizados debían ahorrar al menos el 35% del CO2 emitido. Tal como sospeché en su día, los biocombustibles de segunda generación no están a punto para cumplir con aquellos objetivos y se han dilapidado gigantescas inversiones en su desarrollo tanto en América como en Europa, se han cancelado o reducido drásticamente los generosos apoyos a las energías verdes y, mientras Estados Unidos ha optado recientemente por el fracking para hacerse energéticamente autosuficiente, en China sigue ahora inaugurándose, como entonces, a cada rato una central térmica de carbón. Este combustible ya representa el 43% de las emisiones debidas a las fuentes fósiles de energía, por delante del petróleo (33%) y del gas (18%).

En el informe del IPCC de 2007 se cifraron los costes de mitigación con indudable alegría y se subestimó la dureza de los esfuerzos requeridos. Así, por ejemplo, se postulaba para 2030 que los costes macroeconómicos de la mitigación de los gases de efecto invernadero, consistente con las trayectorias de emisión que conducirían a una estabilización de la composición atmosférica, podrían alcanzar como máximo el 3% del PIB, y el informe Stern se movía por cifras parecidas. Hoy, por ejemplo, en España sabemos de la tortura que supone luchar por un 0,1% del PIB, por lo que no debe caber duda de que ciertas posturas en aquel 2007 distaban mucho de ser realistas.

Los «algoreros» eran partidarios de la mitigación preventiva a cualquier coste y daban de lado la adaptación al cambio climático. Mientras las medidas de mitigación necesitan un amplio consenso global difícil de alcanzar para que sean efectivas, la labor de adaptación puede llevarse a cabo, en buena parte y con independencia, a nivel nacional y local. Además, no hay más que atender a las noticias diarias para darnos cuenta de que padecemos un enorme déficit respecto a la adaptación del clima tal como es en la actualidad previa al calentamiento global. Se ha construido legal e ilegalmente en zonas claramente inundables, como dice con frecuencia un amigo mío, y no debe sorprendernos que se inunden, a veces más de una vez al año. A esta necesidad inicial de adaptación habrá que sumar la derivada del cambio que se avecina. Debido a la considerable inercia del cambio climático, la necesidad de adaptación no desaparecería ni aun en caso de éxito rotundo en los programas de mitigación.
Como he dicho al principio, el dinosaurio del cambio climático sigue ahí. Ahora nos queda saber quién será capaz de ponerle el cascabel.

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Ficha técnica

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