Buscar

El amigo Galdós

image_pdfCrear PDF de este artículo.

El primer centenario de la muerte de Galdós ha vuelto a airear la vieja polémica sobre el valor de su obra. El escritor canario ha soportado toda clase de agravios. Desde el vil comentario de Valle-Inclán sobre su estilo «garbancero» hasta el reciente desafecto de Javier Cercas, que lo considera muy inferior a los grandes novelistas del XIX, como Balzac, Dickens o Flaubert. Ya en vida, Galdós sufrió la hostilidad de la Generación del 98 y de literatos de distinto pelaje que ni siquiera lograban justificar el motivo de su inquina. César González-Ruano confiesa: «A don Benito Pérez Galdós, aún no sé por qué, le teníamos cierta falta de simpatía insobornable». El furor iconoclasta no suele proceder de la razón, sino de las vísceras. Ruano no disimula que su antipatía y la de otros jóvenes escritores comenzaba por algo tan banal como el desagrado que les producía su apariencia: «Galdós tenía el aspecto de un maestro de obras socialista; era muy alto, huesudo y de color arcilla. […] Tenía mucho de cigarrón averiado, daba calor verle». Ruano admite que «la imaginación adolescente es millonaria en prejuicios» y que casi nadie de su edad cuestionaba los rumores maliciosos sobre Galdós. Por ejemplo, se aceptaba sin reticencias su presunta mezquindad con el dinero. Todos los testimonios que se conservan acreditan lo contrario. Galdós era generoso y el dinero duraba poco en sus manos. Solo en su vejez, cuando sufrió graves apuros económicos, se volvió algo más retraído a la hora de gastar. Ruano finaliza su alegato contra el autor de Fortunata y Jacinta invocando impresiones subjetivas que carecían del respaldo de los hechos: «Galdós, con todos sus enormes valores que nadie le discute, debió ser un hombre poco escrupuloso y nada sincero. Esto, yo creo que con mágica intuición, lo notábamos los jóvenes».

Baroja acusaba a Galdós de no visitar los escenarios que describía y rehuir los suburbios

Pío Baroja juzgaba a Galdós con la misma dureza y frivolidad, acusándole de no visitar los escenarios que describía y rehuir los suburbios por la repugnancia que le producía el espectáculo de la pobreza. Incluso aventura que era desconsiderado y egoísta con sus amantes: «Lo de aquella muchacha de Santander, vamos, eso ni medio bien». Irritado, Baroja concluye: «Nada, que hacía cosas que no están bien». Es imposible leer esas palabras, sin sentir el eco de una soltería malhumorada. Sin embargo, Baroja escribirá en otra ocasión: «Era frío, reflexivo, calculador —decían algunos—; yo, en mi fuero interno, encontraba a veces su arte cauteloso y reservado. Pero de pronto desaparece su reserva, se abre su alma y salta como un torrente lleno de espuma, rompiendo diques y saltando obstáculos. Se abre su alma y nace Electra… El hombre analítico se ha hecho un hombre vidente». No es el único noventayochista que le reconoce notables méritos. En sus inicios, cuando aún simpatizaba con el socialismo reformista, Ramiro de Maeztu escribe sobre Galdós con fervor: «Yo os conjuro a todos, jóvenes de Madrid, de Barcelona, de América, de Europa, para que os agrupéis en derredor del hombre que todo lo tenía y todo lo ha arriesgado por una idea, que es vuestra idea, la de los hombres merecedores de la vida». El primer Azorín, que simpatiza con el anarquismo y el krausismo, no muestra menos entusiasmo. Hablando de Electra, estrenada en 1901, escribe: «Yo contemplo en este drama […] el símbolo de la España rediviva y moderna. […] Saludemos a la nueva religión. Galdós es su profeta; el estruendo de sus talleres, sus himnos; las llamaradas de las forjas, sus luminarias».

Pese a sus tempranas palabras de admiración, cuando Galdós muere el 4 de enero de 1920, Azorín, Baroja y Maeztu callan. La Institución Libre de Enseñanza tampoco se pronuncia. Ortega y Gasset escribe media cuartilla sin firmar, elogiando al maestro, pero no es tanto su opinión como la del periódico El Sol. Miguel de Unamuno publica varios artículos manifestando su aprecio, pero en un artículo aparecido el 5 de enero en El liberal comenta: «Apenas hay en la obra novelesca y dramática de Galdós una robusta y poderosa personalidad individual. […] Si de la obra novelesca […] se puede extraer alguna psicología elemental y poquísimo complicada, será difícil extraer psicología de ella. No refleja una sociedad, sino una muchedumbre». Un mes después, habla en el Teatro Bretón de los Herreros de Salamanca, añadiendo que «el drama no fue el fuerte de Galdós». Sus palabras levantan una polvareda. Unamuno no rectifica. En declaraciones posteriores, añade que el mayor mérito de Galdós era la laboriosidad y que sus novelas son inferiores a las de Blasco Ibáñez y Pardo Bazán. ¿Qué sucedió? ¿Por qué Galdós murió entre la indiferencia y la hostilidad? ¿Quién era realmente Galdós? ¿Cuál es el valor de su obra? ¿Se ha limitado Javier Cercas a airear un prejuicio o su opinión se ajusta a la realidad?

EL HOMBRE

¿Cuál es la imagen que dejó Galdós en sus contemporáneos, especialmente en los escritores que lo trataron y establecieron una relación de amistad con él? Leopoldo Alas, «Clarín», nos cuenta de entrada que Galdós, «tan amigo de contar historias, no quiere contar la suya». Aclara que «la mayor parte de la historia de Pérez Galdós está en sus libros». En 1899, cuando Leopoldo Alas formula esta observación, el canario ya ha publicado cuarenta y dos tomos de novelas. Apenas ha tenido tiempo para hacer otra cosa que escribir. «Jornalero de las letras», Galdós es un trabajador incansable, pero eso no significa que su historia personal se reduzca al encadenamiento de un libro tras otro. Claro que tiene una historia, «pero la tiene bajo llave». ¿Por qué actúa así? Según Leopoldo Alas, por modestia y timidez, pues tiene el temperamento de los «niños ensimismados». Al igual que su entrañable amigo José María Pereda, intenta pasar desapercibido. Cuando viaja por Europa, procura ser invisible y si le hacen un homenaje, siempre escribe unas líneas para evitar improvisar. La presencia de público le intimida. No es un hombre elocuente y carece de la egolatría de los que disfrutan escuchándose a sí mismos. Galdós no escribe por hambre de gloria, sino porque no ha abandonado el territorio de la infancia. Escribe Leopoldo Alas: «En rigor, ser artista es… seguir jugando. Las mujeres, los adolescentes y los artistas… y algunos locos, entienden de cierta clase de intereses del alma, que son letra muerta para los banqueros, los hombres de Estado y ¡qué lástima! hasta para los sacerdotes, las más de las veces». La frase de Clarín hiere la sensibilidad de nuestros días, pues incluye a las mujeres en la misma lista que a los locos, los adolescentes y los artistas. Su incorrección no afecta a su sentido, pues subraya que la creación artística no nace de la razón, fría y aséptica, sino de la imaginación, una facultad que amalgama irracionalidad e intuición, fantasía e instinto. En sus inicios, Galdós simpatizaba con el positivismo. Esa afinidad lastraba algunas de sus novelas, subordinando la trama a una tesis, pero afortunadamente la teoría no lograba frustrar su talento creativo. En todas sus novelas, despuntan la imaginación y la sensibilidad. Su estilo no es un prodigio de lirismo, como sí sucederá en Valle-Inclán o Gabriel Miró, pero posee la suficiente fuerza poética para acallar las estridencias provocadas por los planteamientos teóricos. Además, sus personajes son mucho más complejos, creíbles y humanos que los de las plumas sometidas a la disciplina de la frase perfecta y la imagen deslumbrante.

Las Palmas, 1890.

Aunque nació en Las Palmas de Gran Canaria, Clarín destaca que Galdós es madrileño por los cuatro costados: «De lo que no hay ni rastros en sus novelas es del sol de su patria: ni del sol, ni del suelo, ni de los horizontes; para Galdós, novelista, como si el mar se hubiera tragado las Afortunadas». Galdós es completamente peninsular y urbano. No es un literato enamorado del paisaje insular, ni apegado a su niñez. Galdós se encuentra a sí mismo en Madrid, lo cual no significa que conserve un recuerdo triste de su infancia. Fue el último de diez hermanos. Aunque su madre, Dolores Galdós Medina, educó a sus hijos en la austeridad y la obediencia, inculcándoles amor propio y sentido de la responsabilidad, el pequeño Benito gozó del afecto de sus hermanos y del cariño de su padre, Sebastián Pérez Macías, un coronel del ejército que luchó en la Guerra de la Independencia. El cabeza de familia encendió la imaginación de su hijo pequeño narrándole sus experiencias como soldado, enriquecidas con ciertas concesiones a la fantasía. Todo sugiere que la fidelidad al dato le preocupaba menos que la excelencia narrativa. Galdós estudió en el Colegio de San Agustín, donde se aplicaba una pedagogía avanzada que incluía las teorías darwinistas, muy polémicas en esas fechas, y cursó el bachillerato en el Instituto de La Laguna, Tenerife. Aplicado, tímido y poco aficionado a los juegos violentos, sobresalió en dibujo y redacción. Su memoria y su capacidad de observación llamaron la atención de sus maestros, que le prodigaron su afecto. No solo por sus logros académicos, sino por su carácter amable y afectuoso. Enamorado de su prima Sisita, su madre no aprobó el romance y decidió enviarlo a Madrid para estudiar leyes. Galdós hizo la carrera por sentido del deber, pero sin disimular su escaso entusiasmo por el derecho. Hacía novillos a menudo para vagabundear por calles, plazas y callejuelas, fascinado por el color y el bullicio de sus gentes. Por las mañanas, «flaneaba» por la capital, familiarizándose por las distintas facetas de la comedia humana. Por las noches, emborronaba cuartillas en una pensión, escribiendo piezas de teatro. La mayoría quedaban inconclusas o se extraviaban sin remedio. Aficionado a la música y pianista amateur, frecuentaba el Teatro Real y pasaba horas en el Ateneo, leyendo a los grandes novelistas europeos. En la Puerta del Sol, se reunía con otros escritores canarios. Le gustaba más escuchar que hablar. No era extrovertido ni juerguista. Su círculo de amigos íntimos se reducía a dos o tres personas. En la universidad, conoció a Francisco Giner de los Ríos, fundador de la Institución Libre de Enseñanza, que le explicó los fundamentos del krausismo y le animó a continuar con su incipiente vocación literaria. En el Ateneo escuchó por primera vez a Leopoldo Alas, impartiendo una conferencia. De inmediato brotó la simpatía mutua y el entendimiento. Clarín y Galdós componían una extraña pareja. Clarín era un hombre pequeño, intransigente y gruñón. Galdós era alto, indulgente y templado. Cuando murió Clarín muchos lo celebraron, aduciendo que había utilizado su pluma para fulminar a sus adversarios.

Galdós suscitaba antipatías por su anticlericalismo y su ideología liberal, pero sus convicciones nunca constituyeron un obstáculo insalvable para mantener un trato cordial y amistoso con los que albergaban otras creencias. José María Pereda, católico y tradicionalista, nunca desperdició la ocasión de alabar a Galdós, celebrando la «amistad más que íntima, fraternal» que había surgido entre los dos. Una amistad que Pereda consideraba «indestructible», pues «lejos de entibiarse con las enormes diferencias políticas y religiosas», se encendía y fortalecía con el paso de los años. Pereda describía al canario como un hombre de «carácter dulcísimo», pero negligente y descuidado en todo lo que no se refiriera a su obra: «Galdós, que sería capaz de quedarse en cueros vivos por mí, no me regala sus obras cuando las publica, sin duda por no tomarse la molestia de empaquetar los ejemplares y enviarlos por correo…».

Menéndez Pelayo, no menos conservador que Pereda, no se mostró menos generoso en sus apreciaciones. En la contestación al discurso leído por Galdós para agradecer el ingreso en la Real Academia de la Lengua Española, el erudito y filólogo recordó su «pública y notoria discordancia en puntos esenciales», lo cual no había entibiado una amistad «cimentada en roca viva». ¿Cómo era posible algo semejante? Conviene recordar que Menéndez Pelayo celebraba que España hubiera sido «martillo de herejes», mientras que Galdós abogaba por su modernización y no perdía la ocasión de vituperar la supervivencia de un fervor inquisitorial que permanecía muy vivo en las ciudades de provincia, como la imaginaria Orbajosa de Doña Perfecta. Menéndez Pelayo explicaba su estima por Galdós, citando el ejemplo de Lord Byron, otro heterodoxo: «Espíritus dotados de tal energía, sea cualquiera el cauce por donde le han hecho correr, tienen en su propia fuerza inicial un título aristocrático que se impone a todo respeto».

Leopoldo Alas sostiene que «Galdós y Pereda son los Dioscuros del arte realista moderno en España». Ambos encarnan lo mejor del genio español, esa creatividad que nace de la observación de la vida real y no de planteamientos sistemáticos. Leopoldo Alas vuelve a ser incorrecto: «Y si se me dice quién son los artistas de pluma menos vanidosos, menos mujeres, más sinceros, llanos, modestos y de veras cariñosos, respondo Galdós y Pereda». No sé hasta qué punto habría asentido el escritor canario, cuyos personajes femeninos desbordan humanidad. Aunque se ha atribuido a Galdós cierta misoginia, yo no advierto nada de eso. De hecho, pasó la mayor parte de su vida rodeado de mujeres, sin mostrar ningún signo de incomodidad o desagrado. Cuando se instaló en el barrio de Salamanca, su núcleo familiar estaba compuesto por dos hermanas y su cuñada Magdalena Hurtado. Donjuán discreto, Galdós nunca se casó. Algunos aseguran que el carácter dominante de su madre le convirtió en un solterón celoso de su independencia. Se ha especulado que tal vez doña Perfecta es la venganza literaria de un hijo que nunca le perdonó que lo separara de Sisita, su amor de juventud. La malicia de doña Perfecta no es el rasgo dominante de la vasta galería de personajes femeninos que puebla las novelas de Galdós. Pensemos en Benina, una especie de Cristo en mitad de los arrabales de Madrid, oprimidos por la miseria y la desesperanza. Cuando Benina perdona a Juliana, la responsable de su expulsión de casa de doña Paca, a la que había mantenido con sus limosnas, emplea las mismas palabras que Jesús en el evangelio de san Juan: «vete y no peques más». Fortunata y Jacinta poseen una dignidad de la que carece Juanito Santa Cruz, señorito calavera. Marianela es un prodigio de ternura y Leré, un ejemplo de entrega y sacrificio. Para Galdós, «mujeril» no es sinónimo de frivolidad, engreimiento o vanidad.

Leopoldo Alas sostiene que «Galdós y Pereda son los Dioscuros del arte realista moderno en España»

Leopoldo Alas señala que el escritor canario tal vez soñó con ser un hombre de acción. Sin embargo, su carácter no podía estar más alejado de ese temple enérgico y resuelto que caracteriza a los grandes protagonistas de la historia. Testigo del Sexenio Revolucionario, su mirada reflexiva le mantuvo alejado de algaradas y beligerancias. Siempre mostró el mismo rechazo hacia tradicionalistas y anarquistas. Ni el sable ni la bomba: la palabra. Los cambios solo son fecundos cuando se basan en la razón y el diálogo. Leopoldo Alas evoca su primer encuentro con Galdós en el Ateneo. Su mostacho le pareció benemérito. Un bigote de guardia civil, pero en su frente y en sus ojos parpadeaba el genio, rompiendo esa imagen solemne que imponía cierta distancia. Su mirada delataba una «ternura apasionada y reposada» no exenta de un leve acento de malicia. Malicia de niño al que le gustan las travesuras, no de hombre que disfrutan hiriendo a sus semejantes. Leopoldo Alas señala que Galdós es un hombre discreto. Se aprecia en su literatura. Aunque adopte una perspectiva omnisciente, siempre cultiva la prudencia y evita llamar la atención. Su prosa a veces se vuelve invisible. Está muy lejos de los alardes de la generación posterior. No es modernista ni noventayochista, si es que aún resulta lícita esa distinción.

Menéndez Pelayo compara a Galdós con Balzac, lo cual indignaría a Javier Cercas, artífice de una columna en El País que no parece tanto un artículo de opinión como una cuchilla despiadada concebida para decapitar al escritor canario. Cercas acusa a Galdós de ser previsible y reiterativo, un maestro de escuela que alecciona, repitiendo lugares comunes. De nuevo la inquina de los González Ruano y los Baroja. ¿Quizás la necesidad de matar al padre? ¿Por qué ese instinto homicida en la república de las letras, que reaparece una y otra vez, condenando al ostracismo a los viejos maestros? Es imposible no pensar en novelistas como Cela, Delibes, Laforet, Ana María Matute o Torrente Ballester, alabados en un pasado reciente y hoy execrados o ignorados. Menéndez Pelayo señala que se puede decir de Galdós lo mismo que de Cervantes: «España está íntegra en sus libros». Sus novelas equivalen a «una filosofía de nuestra historia y a una psicología de nuestro carácter». Eso no significa que sean puro costumbrismo. Su calado es más hondo. Todos los hombres y todas las naciones pueden sentirse reflejados en sus páginas: «por su intuición serena, profunda y total de la realidad; por su optimismo generoso, que todo lo redime, purifica y ennoblece». Las novelas de Galdós —prosigue Menéndez Pelayo— no son una masa heterogénea, sino «un sistema de observaciones y experiencias sobre la vida social de España durante más de una centuria». Galdós maneja con la misma soltura la novela histórica, la novela realista, la novela simbólica. Todas constituyen un ejercicio de psicología social y una vigorosa recreación de un género que había languidecido en nuestro siglo XVIII. Galdós restauró la novela española, transformándola en un espejo de la sociedad y la historia reciente. Su asombrosa capacidad de trabajo le permitió abordar un proyecto sumamente ambicioso, casi inconcebible para un solo hombre: recrear un siglo de historia. Surgieron así los Episodios Nacionales, donde caben todos los oficios y estados, todas las castas y todas las condiciones, todas las ideologías y todas las banderías. Toda la grandeza, miseria, heroísmo y extravagancia de nuestro siglo XIX, fecundo en hazañas, fanatismos, necedades, parodias, episodios cómicos y contrastes trágicos.

Galdós leyendo galeradas de su discurso de ingreso en la Academia Española, 1897.

Menéndez Pelayo destaca la laboriosidad de Galdós, bastante infrecuente en el español, por lo general indisciplinado y caótico. La tenacidad coincidió con una mente racional que excluyó el énfasis retórico, sin frustrar el aliento épico ni renegar del patriotismo. Impregnado del impulso pedagógico de la Institución Libre de Enseñanza, Galdós asume el papel de educador de la conciencia colectiva, censurando el odio y la intolerancia. Quizás ese talante pedagógico es lo que irrita a Cercas y otros desafectos. El dogma que exige una separación tajante entre ética y arte ha acabado cantando las excelencias de lo decadente y amoral, mientras deplora la bondad, la sensatez y la ternura como ingredientes de una novela, un drama o un poema. Las flores del mal seducen más que unas gotas de pedagogía. Los Episodios Nacionales llegaron a todos los hogares. A los más aristocráticos y a los más humildes, a las escuelas y a los talleres. Escribe Menéndez Pelayo: «Han enseñado verdadera historia a muchos que no sabían; no han hecho daño a nadie, y han dado honesto recreo a todos, y han educado a la juventud en el culto a la Patria. Si en otras obras ha podido el señor Galdós parecer novelista de escuela o de partido, en la mayor parte de los Episodios quiso, y logró, no ser más que un novelista español; y sus más encarnizados detractores no podrán arrancar de sus sienes esta corona cívica, todavía más envidiable que el lauro poético».

Se ha hablado mucho del anticlericalismo de Galdós, pero su aprecio por el cristianismo está fuera de toda duda. No soportaba la intransigencia y la hipocresía del clero y nunca perdió la oportunidad de airear sus peores vicios. Sin embargo, siempre se sintió identificado con los valores del sermón de la Montaña. «Galdós es un hombre religioso —señala Leopoldo Alas—; en momentos de expansión le he visto animarse con una especie de unción recóndita y pudorosa, de esas que no pueden comprender ni apreciar los que por oficio, y hasta con pingües sueldos, tienen la obligación de aparecer piadosos a todas horas y en todas partes». Menéndez Pelayo recuerda su polémica con Galdós a propósito de Gloria, una novela contra la intolerancia religiosa, pero admite que es una de sus mejores creaciones: «por la gravedad de pensamiento, por lo patético de la acción, por la riqueza psicológica de las principales figuras, por el desarrollo majestuoso y gradual de los sucesos, por lo hábil e inesperado del desenlace». Menéndez Pelayo destaca el mérito de Fortunata y Jacinta, «una de las mejores novelas de este siglo». Aunque narra una historia vulgar, la sinceridad, la poesía, el humanismo y la compasión la convierten en una obra luminosa, poética. Galdós nunca fue materialista ni determinista y en todas sus novelas se aprecia «un hondo sentido de caridad humana, una simpatía universal por los débiles, por los afligidos y menesterosos, por los niños abandonados, por las víctimas de la ignorancia y del vicio, y hasta por los cesantes y los llamados cursis». Galdós nunca se afrancesó de espíritu, aunque incorporara a su literatura los procedimientos del naturalismo. Con Ángel Guerra, se acerca a Tolstói, abordando el conflicto entre lo místico y lo revolucionario, lo intemporal y lo utópico, pero su literatura sobre todo aprovecha las lecciones de Balzac y Dickens: síntesis de lo plástico y lo soñado, atención al lenguaje popular y a los fastos de la vida social, el cultivo del detalle y visión panorámica de la historia. Galdós no es un prosista con un estilo deslumbrante. No puede serlo con su ritmo de trabajo y el caudal de su obra, pero —según Menéndez Pelayo— «es poeta», si bien «le falta algo de la llama lírica». A cambio, su inventiva es inagotable y no cesa de alumbrar tramas, personajes, escenarios.

Leopoldo Alas, José María Pereda y Leopoldo Alas trazan una imagen muy favorable de Galdós, desmintiendo los mezquinos comentarios de González Ruano y Baroja, y cuestionando el juicio de Javier Cercas, sumamente injusto.  En 1921, Amado Nervo apunta que Galdós no ha necesitado del apoyo de la prensa ni de los gacetilleros para conseguir el respaldo de los lectores: «Sus libros se han abierto siempre camino dignamente, silenciosamente, y acontece y ha acontecido que toda una edición se agote sin que los periódicos hayan apenas dado cuenta de ella». La pluma de Amado Nervo se desborda cuando describe el perfil humano de Galdós: «Es grande como un águila y sencillo como una paloma. Tiene un cerebro genial y un corazón de niño. Su trato, porque he tenido la honra de tratarle, me ha hecho corroborar la natural idea de que, a medida que el valor de un hombre es mayor, es mayor asimismo su simplicidad, de tal suerte que los genios tienen esa divina y luminosa simplicidad de los diamantes». Azorín, más contenido, escribe sobre Galdós poco antes de su muerte, reconociendo su gran aportación a las letras españolas. Ciego e «injustamente vejado» en el último tramo de su vida, «ha hecho que la palabra España no sea una abstracción, algo seco y sin vida, sino una realidad». Su imagen está muy alejada de los grandes próceres. Siempre ataviado con un sombrero hongo algo grasiento, «gabán lustroso y terno casi pobre», parece un comerciante o un pequeño industrial. Sin embargo, ese hombre de aspecto gris y anodino ha contribuido decisivamente en la forja de una conciencia nacional: «ha hecho vivir a España con sus ciudades, sus pueblos, sus monumentos, sus paisajes». La nueva generación ha aprendido en sus libros a acercarse a la realidad de otra manera, dirigiendo su mirada a los más infortunados, a los que viven y mueren en la sombra, invisibles para las conciencias satisfechas. Azorín ve la huella de Galdós en Pío Baroja. Frente a la retórica hueca de los románticos, la austeridad y sencillez de la tradición realista. Los románticos profesaron un patriotismo exaltado, pero fue Galdós el que reveló España a los españoles. Son palabras de 1912 aparecidas en Lecturas españolas. Sorprende que en 1920 Azorín no homenajee al maestro en el momento de su muerte. La explicación hay que buscarla en un párrafo de su libro Madrid, que ve la luz en 1941: « Ley fatal es que los jóvenes combatan a los viejos. Y que los viejos opongan resistencia los jóvenes. Debe ser así. En la resistencia de los viejos encuentran los jóvenes, exasperados, corroboración para sus ideas y redoblamiento, aunque no sea más que por despecho venganza, para sus esfuerzos».

Los últimos años de Galdós fueron particularmente desdichados. Sentado de espaldas a una ventana, sus ojos ciegos y su cara inexpresiva componían una máscara mortuoria

Los últimos años de Galdós fueron particularmente desdichados. Sentado de espaldas a una ventana, sus ojos ciegos y su cara inexpresiva componían una máscara mortuoria, anunciando que el autor de los Episodios y Fortuna y Jacinta preparaba su despedida de la vida. Antonio Zozaya escribe: «Su actitud era la de una esfinge, y si le molestaba algún importuno, acababa por decir, en un murmullo casi imperceptible: “Quiero marcharme”. Era verdad: quería marcharse; sentía la nostalgia de lo infinito». Galdós pretendía regenerar la vida nacional, modernizar España, acabar con el clericalismo intolerante, promover las libertades y atenuar la pobreza. Fiel a esas convicciones hasta el final de su existencia, sufrió la desafección de los hombres del 98 cuando estos evolucionaron hacia posturas tradicionalistas o regresivas (Azorín, Maeztu, Unamuno), se instalaron en el nihilismo (Baroja) o el fervor revolucionario (Valle-Inclán). Cuando en 1913 se postula a Galdós para el Nobel, los del 98 callan, pero la siguiente generación aprueba la iniciativa, sumando a ella sus nombres. Firman la propuesta Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Moreno Villa. Un año más tarde el rey aporta diez mil pesetas a la suscripción abierta a su favor. Al margen de apoyos y defecciones, Galdós es una figura muy popular. En Madrid, nunca pasa desapercibido. Los hombres le saludan, quitándose el sombrero. Las mujeres señalan su figura a los niños, comentando: «Aquel es don Benito». En una ocasión, camina a tientas hacia el coche que le pasea por Madrid, pues sus piernas apenas lo sostienen. Un amigo lo sujeta del brazo cuando una modistilla, joven, bella y risueña, se adelanta, le abre la portezuela y le ayuda a subir. Ese fervor contrasta con la frialdad de las nuevas promesas de la literatura. En una fría tarde de enero de 1919 se inaugura en el Retiro la estatua que Victorio Macho hizo de Galdós. ¿Qué autores acuden al acto? Serafín y Joaquín Álvarez Quintero, Ramón Pérez de Ayala, Diego San José y otras plumas menores. Son los mismos que acuden a visitar a Galdós en la casa de su sobrino, donde el escritor pasa sus últimos años. Silencioso y retraído, conserva su ternura hacia los niños y los animales. Nunca ha sido un histrión. Su timidez permanece intacta. Prefiere escuchar a perorar. Paseando por Alberto Aguilera del brazo de su secretario, un niño se acerca a Galdós, se descubre y le besa la mano, exclamando: «¡Don Benito!». Emocionado, el escritor le acaricia la cabeza y le pregunta con cariño paternal: «Tú me quieres, ¿verdad?». Ramón Gómez de la Serna describe su figura en esa época: «Cuando le veía pasar por las calles de Madrid, me resultaba ahora un hombre del otro mundo, una especie de resucitado incierto, grafómano». Su grafomanía persiste incluso en el declive de su vida. Mientras agoniza, Galdós pide a sus familiares que lo lleven a su despacho: «Tengo mucho que trabajar, mucho… mucho».  

Caricatura de Galdós en Madrid cómico, 1898.

Galdós murió en el chalet de Hilarión Eslava donde había pasado sus últimos años. Su capilla ardiente se instaló en su despacho, situado en la planta baja. Se tapó las estanterías repletas de libros con paños negros y se colocó el cadáver junto a la ventana, a los pies de un enorme crucifijo. Cumpliendo los deseos del escritor, se utilizó como sudario una bandera de España. La izquierda protestó porque las tropas no escoltaran y rindieran armas al féretro. Se homenajeó al difunto en el Ayuntamiento. El Madrid más humilde desfiló ante el cadáver, sin ocultar su dolor. Se dice que Galdós se negó a recibir la extremaunción. Su simpatía por el mensaje moral del sermón de la Montaña convivió hasta su último minuto con un tenaz escepticismo en el aspecto sobrenatural. En una carta enviada a Pereda el seis de junio de 1877, confiesa: «En mí está tan arraigada la duda de ciertas cosas, que nada me la puede arrancar. Carezco de fe, carezco de ella en absoluto. He procurado poseerme de ella y no lo he podido conseguir».

Al entierro de Galdós acudió el gobierno en pleno y representantes de partidos e instituciones, pero el verdadero protagonismo perteneció al pueblo de Madrid. Los comercios cerrados por propia iniciativa, las aceras y los balcones desbordados, vivas unánimes a Galdós. Cuando el cortejo fúnebre llega a la calle de Alcalá, una mujer de luto y deshecha en llanto, se asoma a un balcón del Hotel París y arroja unas flores. Es Margarita Xirgu, la famosa actriz. Entre la multitud hay muchos socialistas, convocados por la Casa del Pueblo, las Juventudes y la Federación Gráfica Española. Consideran al escritor uno de los suyos, un trabajador movido por el afán de justicia y libertad. Aunque Galdós no recibió los sacramentos, aceptó hablar con un sacerdote. Todo lo relacionado con esta cuestión resulta aún hoy poco claro, pues hay versiones opuestas. Lo cierto es que insistió en ser enterrado en la tumba familiar adquirida por la familia Pérez Galdós en el cementerio de la Almudena, descartando la posibilidad de ser inhumado en el cementerio civil. No quiso que su entierro se recordara como un gesto de hostilidad a la religión católica, pues sus críticas se habían volcado contra el clero más intransigente y sus intromisiones en la vida política, pero jamás había renegado de la fe. Poco antes de morir, María, la única hija de Galdós, le pide que escriba un pensamiento en su abanico. El escritor garabatea: «Pensamientos halagüeños, pensamientos de vida perdurable, venid, venid. Benito Pérez Galdós». Gregorio Marañón, que atendió al escritor en su agonía, escribió uno de sus primeros artículos de carácter literario para evocar al amigo desaparecido. Publicado en El Imparcial, se tituló: «Galdós, íntimo» y señalaba que el escritor era «un modelo inalterable de dulzura y tolerancia». Quizás el mejor epitafio lo escribió el propio Galdós, cuando hablando de la muerte de su querida Fortunata, señalaba que un sacerdote, abrumado por la mala suerte de la desdichada, piensa: «No ha podido confesar. Cabeza trastornada… ¡Pobrecita!, dice que es ángel… Dios lo vera…».

LA OBRA

Se ha llegado a decir que Galdós es un autor para los quince años, como Verne o Dumas, incapaz de resistir la perspectiva de un adulto que busca algo más que sano entretenimiento. Es un juicio absurdo, pues Galdós no se queda en la superficie de las cosas. Sus novelas no son simples folletines, sino profundas indagaciones que escenifican pasiones, problemas morales, conflictos políticos y espirituales. En Fortuna y Jacinta, la pasión sexual se revela como un poder destructivo que desborda cualquier objeción racional. En Ángel Guerra, el fervor revolucionario muestra su faz más dañina y el misticismo exhibe su vertiente inhumana, abriendo un abismo entre dos personas que podrían haberse amado. En Misericordia, el perdón adquiere una dimensión trascendente, evidenciando que el sentimiento religioso consiste en aceptar ser rehén del otro, como apunta Lévinas. Galdós es el heredero legítimo de Cervantes. Al igual que el autor del Quijote, asimiló las lecciones de un género que consideraba imperfecto. El folletín le enseñó a mantener un ritmo vertiginoso en sus tramas, sin ocultar los aspectos menos gratos de la vida. En un artículo de 1866, escribe el joven Galdós: «¡La novela!, dennos novelas históricas y sociales, novelas intencionadas…; novelas de color subido, rojas, verdinegras, jaspeadas… […] Realidad, realidad… Queremos ver el mundo tal cual es; la sociedad, tal cual es, inmunda, corrompida, escéptica, cenagosa, fangosa…». Aunque Galdós fue parco en textos teóricos sobre el arte de novelar, no escribía a ciegas, sin reparar en las posibilidades y peculiaridades del género. La novela es la mejor fórmula para abordar la realidad de un país, lo que ha sido, lo que es y lo que podría ser. Galdós advierte que los disparates del folletín pervierten la imaginación del lector.  La literatura se convierte en una mentira sin gracia ni poesía, simple truculencia concebida para movilizar las pasiones más abyectas. En sus novelas, Galdós no oculta su voz, siguiendo el modelo de su admirado Balzac. Su intención no es narrar desde una imperturbable objetividad, como si su pluma se limitara a levantar acta de lo sucedido. En el prólogo de El abuelo, señala que la impersonalidad del autor es un objetivo irrealizable: «Por más que se diga, el artista podrá estar más o menos oculto; pero no desaparece nunca ni acaban de esconderle entre bastidores del retablo, por bien construidos que estén». Galdós siempre está presente en sus novelas, pero sus personajes tienen voz propia e independiente. No son proyecciones de su forma de hablar o entender el mundo. Poseen una identidad perfectamente diferenciada. Galdós escoge cuidadosamente el punto de vista apropiado a cada carácter. No lo hace de forma intuitiva, sino meditada y pulcramente ejecutada. Combina con maestría la primera y la tercera persona, la sátira, la epístola, las memorias y el diálogo. Sus novelas son sinfonías que cuidan hasta la última nota, no dejando nada al azar. A veces sermonea, afeando el conjunto, pero no es el rasgo predominante. Solo es constante y reiterativo en su mirada benevolente sobre el ser humano. Nunca se habría permitido exabruptos como los de Baroja. Galdós recurre a la ironía, pero nunca es cruel con sus personajes, como sí lo es Leopoldo Alas, movido por un implacable pesimismo. De hecho, podemos decir que La Regenta es la apoteosis del desengaño, un festín barroco en las postrimerías del siglo XIX.

Se ha llegado a decir que Galdós es un autor para los quince años, como Verne o Dumas, incapaz de resistir la perspectiva de un adulto 

Galdós crea un orbe novelístico que recoge todas las preocupaciones de su tiempo. España necesita librarse del tradicionalismo que ahoga las libertades, pero no debe descuidar su herencia cultural. La modernización del país no está reñida con la preservación de esa espiritualidad que hace del español un místico. En Halma, Galdós destaca la peculiaridad del genio ibérico: «Es místico el sacerdote, que todo lo sacrifica a su ministerio espiritual; místico el maestro de escuela que, muerto de hambre, enseña a leer a los niños; son místicos y caballerescos el labrador, el marinero, el menestral». Y hasta los escépticos son místicos, pues su racionalismo no les impide fantasear con el ideal. Galdós conocía muy bien las vidas y las obras de san Juan de la Cruz y santa Teresa de Jesús, donde apreciaba las cualidades del cristianismo primitivo. En Leré se aprecia perfectamente la huella de la reforma teresiana: sincera vocación, firmeza, alegría, serenidad, altura de miras sin ridículas ingenuidades, voluntad sin fisuras. La indiferencia hacia las cosas materiales y la entrega incondicional a Dios ahuyentan cualquier temor, proporcionando al personaje una fuerza que parece de otra época, cuando el trato con lo divino no vivía ensombrecido por la duda: «El miedo es la forma de nuestra subordinación a las leyes físicas, y Leré se había emancipado en absoluto de las leyes físicas, no pensando nunca en ellas, o mirándolas como accidentes pasajeros y sin importancia». Leré posee esa fuerza varonil que santa Teresa de Jesús postulaba para sus novicias y que le permitirá redimir a Ángel Guerra. Su concepción de una vida cristiana evoca la noche activa de san Juan de la Cruz, que aniquila los sentidos y vacía el alma de anhelos terrenales. También recuerda el camino de perfección de santa Teresa de Jesús, que en sus escritos celebra las persecuciones, las deshonras y las enfermedades. «Tío —afirma Leré—, convénzase usted de que el desamparo es un bien positivo, y el no tener nada, tenerlo todo, y el ser rechazado en todas partes, la mejor compañía, y el estar enfermo, prepararse para la verdadera salud, y el cegar, ver, y el hundirse, subir, subir y llegar hasta arriba. Todo se reduce a esperar en calma, esperar siempre, pensando en la verdadera vida».

La huella cervantina está presente en toda la obra de Galdós, pero destaca de forma especial en el ciclo de las «novelas espirituales». La vocación mística siempre es un impulso heroico. Las desventuras de Nazarín evocan las aventuras de Don Quijote. A ojos del vulgo, se trata de dos peripecias disparatadas, pero cuando Alonso Quijano recupera el juicio se precipita su muerte, evidenciando que la locura era vida. Nazarín no renuncia a su anhelo de perfección y conserva la vida, logrando que su locura sea considerada santidad. La redención de Ángel Guerra se realiza gracias a su adoración por Leré, una especie de Dulcinea. Su pureza lleva un paso más allá la ensoñación cervantina. Leré no es una fantasía, sino la encarnación de una feminidad que derrama ternura sobre las heridas del mundo real. En ese sentido, se parece a Benina, otra Dulcinea, al menos para el moro Almudena. Halma es la Dulcinea de José Antonio Urrea. Su ínsula no es un territorio imaginario, sino un espacio donde el amor humano y el amor divino convergen, logrando un raro equilibrio. Leré, Benina y Halma transitan por la senda del misticismo, pero no se trata de la mística contemplativa que se cobija en las moradas del alma, sino de una mística activa y transformadora. Los tres personajes cambian su entorno: redimen y acogen, salvan y perdonan, consuelan y abren un cauce al mañana. Galdós asimila la perspectiva cervantina para fundirla con la tradición mística española. No se trata de una simple suma, sino de una síntesis: el ideal, que fracasa en la desdichada peripecia de Don Quijote, triunfa con Leré, Benina y Halma. No es un éxito clamoroso, sino una humilde victoria. No hay que morir por impotencia, como le sucede a Alonso Quijano, sino sobrevivir por apego al ideal, aunque su realización sea imposible o insuficiente.

Galdós, por Franzen, 1901.

El mundo galdosiano mantiene un inequívoco parentesco con la pintura de Goya. Al igual que el pintor aragonés, el escritor canario se sumerge en la vida popular, explorando su grandeza y su miseria, su alegría y su estrépito, su colorido y su negrura. El Madrid de los bajos fondos de Galdós combina la luz y la penumbra, la claridad y las tinieblas. Se podría decir que reúne el carácter festivo de La pradera de san Isidro (1788), con su equilibrio neoclásico y su técnica impresionista, con la atmósfera lúgubre y espectral de La romería de san Isidro (1819). En el «garbancero» Galdós ya está la lógica del esperpento, una palabra que emplea al menos en tres ocasiones en Fortuna y Jacinta. Lo grotesco no es algo accidental, sino un importante aspecto de su literatura. Ramón Villamil, el cesante de Miau (1888), despide un patetismo que excede los cánones realistas, mezclando farsa y tragedia. Su muerte es «esperpéntica», pues combina la exactitud del pistoletazo que taladra su cráneo con el estupor de una conciencia que esperaba fracasar también en el suicidio. Matemática y crudeza, geometría y negrura. Quintaesencia de lo español, siempre ubicado en el claroscuro. El talento de Galdós para el dibujo se refleja en su prosa: perfila cuidadosamente las cabezas, capta los detalles, introduce perspectivas insólitas, crea fondos que refuerzan el dramatismo de la acción, desdibuja los rostros para evidenciar su ambigüedad moral, retrata el alma mediante pequeños detalles que lo dicen todo con unos poco trazos, hila atmósferas de gran densidad, esquematiza sin simplificar, sombrea sin borrar lo esencial, bosqueja sin abrumar con posibilidades infinitas, pero dejando siempre abierta la puerta a lo imprevisto, al feliz hallazgo.

Se ha comparado muchas veces a Galdós con Balzac. Su influencia es indiscutible. En 1867, el escritor canario viaja a París para visitar la Exposición Universal. Paseando por la orilla del Sena se topa con un puesto de libros donde descubre Eugenia Grandet. Impresionado por la novela, se lanza a leer la Comedia Humana, a la que llama «selva encantada» en los Episodios Nacionales. Balzac encauza la vocación literaria de Galdós, que aún no había publicado su primera novela, La Fontana de Oro. Del francés aprenderá a utilizar la sociedad como materia artística, pero con una gran diferencia: cada uno se enfrenta a una realidad diferente. Balzac narra el ascenso de la burguesía. En cambio, Galdós escribe la crónica de un estancamiento histórico. Tras su decadencia, España se ha estancado, incapaz de progresar social y económicamente. Balzac se entusiasma con los cambios sociales, adoptando una perspectiva semejante a la de Augusto Comte, si bien no le cita en ningún momento. Francia avanza hacia la plenitud del espíritu positivo, rebosante de vitalidad y ambición. Galdós no es testigo de nada semejante. Frente al optimismo de Balzac, opone la melancolía del forense que practica una autopsia. Balzac narra una epopeya; Galdós esboza un cuadro lleno de melancolía. Carlos Ollero ha señalado que Galdós pinta a lo Delacroix y Balzac a lo Degas.  Para Balzac, la vida es una comedia; para Galdós, una tragedia. Gracias a la ironía y a sus extraordinarias dotes de psicólogo, Dickens integra ambas dimensiones en su obra. En Balzac, no hay ternura. Deforma y maltrata a sus personajes. En cambio, Galdós se compadece de ellos. Balzac los mueve como si fueran títeres, tirando de los hilos conforme a su capricho. Galdós los observa, dejándolos caminar. Balzac es nietzscheano. Admira la fuerza, la energía, la voluntad de poder. El triunfo individual le parece más ejemplar que cualquier conquista espiritual. Galdós, apegado a la moral cristiana, no tributa ese reconocimiento al éxito social. Balzac, con una prosa de menos altura que Galdós, cultiva un patriotismo histriónico. Galdós ama a España, pero sin esa exaltación que ignora el sufrimiento de los más humildes. Liberal, idealista, místico y cervantino, el escritor canario no se preocupa de las esencias de lo español, sino de los españoles, atrapados en un colapso donde no se atisba ningún signo de reanimación.

Galdós estima que España se ha quedado atascada en el siglo XVII, aferrada a un mundo de ilusión que se resiste a ser sometido al escrutinio de la razón. Distanciada de la Europa que ha abrazado la ciencia como camino de progreso y criterio de realidad, se ha emboscado en dogmas y ritos, cultivando las apariencias y la santa intransigencia. Galdós considera que el reformismo es insuficiente para salir de ese estado. Hay que cambiar la mentalidad colectiva, la manera de ser de los españoles. Solo así podremos desechar las quimeras y afrontar la realidad, abandonando definitivamente el oscurantismo. Es lo que intentan Pepe Rey, el ingeniero de Doña Perfecta, y Teodoro Golfín, el médico de Marianela, con desigual fortuna. En los Episodios, Galdós reitera esta postura, combinando la fidelidad al dato y la libertad imaginativa. En las primeras entregas, chispea la ilusión del cambio, pero la serie final recrea una España tan lúgubre como las pinturas negras de Goya. La pluma de Galdós prolonga el desengaño de Quevedo y anticipa el fatalismo de Valle-Inclán. Nada permite augurar un futuro mejor. Después de un largo viaje por el siglo XIX, un implacable pesimismo se apodera de Galdós. Su colosal esfuerzo con los Episodios no respondía tan solo a un propósito histórico y literario, sino a la voluntad de captar la esencia del carácter español para impulsar una conciencia nacional. Solo conociendo el ser más profundo de una nación se puede lograr su transformación. No hay que fijarse únicamente en los grandes acontecimientos. La «pequeña historia» es tan reveladora como las conmociones que pasan a la memoria colectiva. Mariclío, un personaje que recrea con ironía a Clío, musa de la historia, se comunica con el esperpéntico Tito Liviano, inequívoco remedo de Tito Livio. Mediante la ninfa Efémera, le indica que debe aplicarse a «la historia interna, arte y ciencia de la vida, norma y dechado de las pasiones humanas». La musa de Galdós no se parece a la solemne y didáctica Clío. La «tía Mariclío» comercia con antigüedades y papeles viejos. No se sabe su edad, pero sí que ha venido a menos. «Hay quien asegura que nació un poquito después del principio del mundo. […] Sabe más de lo que parece, y cuando escribe lo hace con primor». Mariclío afirma que la Restauración marca el inicio de los «tiempos bobos». Tiempos de molicie, mediocridad y laxitud. España es «un solar desgraciado» donde no existe la libertad y hasta respirar es «un escabroso problema». Galdós pone en boca de la musa su frustración, que no es desafección por España. En una entrevista, declara: «Cercano al sepulcro y considerándome el más inútil de los hombres, ¡aún hace brotar lágrimas de mis ojos, el amor santo de la patria! Maldigo al escéptico que la niega, y al filósofo corrompido que la confunde con los intereses de un día». Ese amor explica su dolor ante la mediocridad del presente y las escasas expectativas de mejora. España parece no tener remedio. Solo cabe fantasear con una revolución, pero esa posibilidad parece lejana y quimérica.

El último Galdós, cercano al socialismo, ya no repudia los estallidos revolucionarios

El último Galdós, cercano al socialismo, ya no repudia los estallidos revolucionarios. De hecho, piensa que lo mejor está en el pueblo. Frente a la pompa y la hipocresía de la burguesía, la corrupción de los políticos y el clero, la degradación de la aristocracia y la incompetencia de las instituciones, solo cabe esperar algo de las clases populares. Quizás la salvación venga de las prostitutas, los mendigos y los locos. En ellos está el corazón de España, lo mejor de nuestra historia. Todos los que han intentado reformar el país mediante la razón y el pragmatismo han sucumbido, como Pepe Rey, o apenas han logrado nada, como Teodoro Golfín. La esperanza solo puede venir de locos quijotescos como Nazarín, mendigos de nobles entrañas como Benina o mujeres de vida desordenada como Fortunata. Mariclío formula una profecía desalentadora: «Los políticos se constituirán en casta, dividiéndose hipócritas en dos bandos igualmente dinásticos e igualmente estériles, sin otro móvil que tejer y destejer la jerga de sus provechos particulares en el telar burocrático. No harán nada fecundo; no crearán una nación». Ese dictamen anticipa varias décadas de historia. Cuando Galdós habla de revolución no piensa en motines, sino en un esfuerzo colectivo. Mariclío indica el camino: «Declaraos revolucionarios, díscolos si os parece mejor esta palabra, contumaces en la rebeldía… Siga el lenguaje de los bobos llamando paz a lo que en realidad es consunción y acabamiento… Sed constantes en la protesta, sed viriles, románticos». Los Episodios no son mera novela histórica, sino un proyecto de regeneración nacional.

El teatro de Galdós ha sido menospreciado durante mucho tiempo. Sin embargo, Ramón Pérez de Ayala apreció en Casandra «gigantesca majestad y magnífica grandeza». Enrique Díez-Canedo estimó que la adaptación teatral de Doña Perfecta, realizada por el propio Galdós, perdió muchos aspectos de la novela, pero logró mantener con todo su espesor el conflicto entre la libertad y el fanatismo, desplegando «gran finura» y una vigorosa expresión dramática. En cuanto a Electra, que despertó el fervor de los noventayochistas en sus inicios y desató una sonada polémica con la Iglesia, Díez-Canedo dictamina: «Es, sin duda alguna, el tipo casi perfecto del drama popular, por su noble pensamiento y su alto sentido humano, independientes de las circunstancias que determinaron la resonante explosión de su estreno, allá en 1901». La principal objeción contra el teatro de Galdós es que son dramas novelados, sin esa capacidad de síntesis que caracteriza a una buena pieza teatral. Abundan los detalles innecesarios, los parlamentos tediosos, las escenas sin interés dramático. Gonzalo Sobejano objeta que esos reproches nacen de la incapacidad de apreciar la intención de fondo de Galdós: «regenerar el drama por aproximación a la novela». El escritor canario busca un nuevo cauce para promover la reforma social, exaltando la libertad de pensamiento, la tolerancia y la justicia social. Piensa que el teatro es una forma de comunicación inmediata, donde es posible conmover y persuadir con más energía. Se puede decir que Galdós hace teatro de ideas. No le mueve tanto el afán artístico como el pedagógico. No le interesa lo formal, sino movilizar las conciencias. Podemos encontrar ecos de este planteamiento en Bernarda Alba, el personaje de García Lorca, una nueva versión de doña Perfecta. Lorca y Galdós se encuentran en la denuncia de la España que odia la libertad y cultiva el resentimiento. Pese a sus insuficiencias, el teatro galdosiano amplió el horizonte del género, introduciendo una perspectiva que escenificaba la lucha entre una minoría satisfecha y una muchedumbre desesperanzada.

Es imposible hablar de Galdós sin mencionar Fortuna y Jacinta, una novela —según Menéndez Pelayo— donde la vida es tan densa y profunda que «caben holgadamente todas las transformaciones morales y materiales de Madrid desde 1868 a 1875». Se trata de una novela que trasciende lo anecdótico y local hasta crear tipos y situaciones de resonancia universal. «Todo es vulgar en aquella fábula —continúa Menéndez Pelayo—, salvo el sentimiento; y, sin embargo, hay algo épico en el conjunto». Ciertamente, Fortunata no es solo una mujer elemental de fuertes impulsos eróticos, hermosa, irreflexiva y manipulable, sino un símbolo de una España deshecha por el egoísmo de una burguesía autocomplaciente, y unas oligarquías aliadas con un clero corrupto e intolerante. El desdichado Maximiliano Rubín expresa la impotencia de una minoría ilustrada para salvar a una nación escarnecida y maltratada. Fortunata es explotada y cosificada por una burguesía que la desprecia por su sensualidad y desinhibición. Solo Rubín, mitad místico, mitad loco, intenta rescatarla de su infortunio. Inicialmente, desde su perspectiva de farmacéutico amante de la razón, pero su impotencia —física e intelectual— desemboca en el fiasco y la enajenación mental. Es inevitable contrastar Fortunata y Jacinta con La Regenta, publicada un año antes. Se ha dicho que Ana Ozores es la respuesta «humana» a Emma Bovary. Frente al desdén de Flaubert hacia su personaje, la compasión de Leopoldo Alas, que describe a la adultera como una víctima de la irracionalidad, un rasgo muy español. Maxi Rubín responde a esa irracionalidad con una hermosa locura, intentando salvar a una mente incendiada por fantasías románticas de su infausto destino. Fracasa, pero su gesto revela la importancia del idealismo como fuerza de transformación social. El trágico final de Rubín es un eco de descalabro de Don Quijote, derrotado por un mundo reacio a cualquier utopía. Quizás por eso dijo Emilia Pardo Bazán que Fortunata y Jacinta era «la admirable epopeya de Maxi Rubín».

Disponemos de varias biografías de Galdós. Desde mi punto de vista, la de Pedro Ortíz-Armengol, Vida de Galdós, publicada en 1995, constituía hasta ahora el trabajo más sólido y completo. Galdós hizo todo lo posible para pasar a la historia con un perfil difuso, preservando su intimidad con escrupuloso celo. Ortega y Gasset lamentaba que el escritor hubiera escamoteado a sus futuros biógrafos las claves de su forma de ser, ocultando cualquier rastro que permitiera averiguar sus motivaciones más profundas. Su arte era una biografía sin resolver. Gregorio Marañón, amigo íntimo y médico personal de Galdós, manifestó en varias ocasiones su intención de escribir una biografía definitiva, pero nunca lo hizo. Solo nos dejó unas pinceladas sueltas: «Soltero, por probable influencia de la emoción materna, hombre superviril y mujeriego, aunque tímido con las mujeres; y de inagotable ternura para con los niños…». Díaz-Armengol se pregunta por qué aparecieron enseguida biografías de Dickens y Balzac y, en cambio, se demoraron tanto las de Galdós, un escritor con la talla necesaria para representar una época de España. ¿Quizás porque España sigue siendo una nación a medio hacer? ¿Tal vez porque no ha fructificado una conciencia nacional que se reconozca en símbolos incuestionables y definitivos? Reacio a las entrevistas, Galdós respondió con sarcasmo a su amigo Leopoldo Alas cuando este le pidió datos para escribir una semblanza. «He nacido en Las Palmas», contestó, indicando que lo único interesante de su vida se hallaba en sus libros. Galdós se sumergió deliberadamente en un anonimato oscuro. Es fácil pensar que obró así por timidez, pero no parece descabellado pensar que se ocultó para protegerse, quizás porque se sentía vulnerable. «Nada de ti sabemos, Galdós misterioso —escribió Eugenio d’Ors en 1907—. Y en verdad que en este desconocimiento nuestros se cifra tu más perfecta obra de arte». José F. Montesinos aventura que Galdós se comportó de ese modo porque no quería ser objeto de chismes de sacristía o logia.

Díaz-Armengol reconstruyó admirablemente la vida de Galdós, pero veinticinco años después se hacía necesaria una nueva biografía que recogiera todas las novedades y hallazgos que habían surgido en ese tiempo. El primer centenario de su nacimiento ha propiciado la aparición de nuevos ensayos biográficos. Ninguno ha sido tan riguroso, inteligente y ameno como Galdós. Una biografía, de Yolanda Arencibia. XXXIII Premio Comillas, el monumental trabajo de Arencibia arroja luz sobre los pasajes que permanecían en penumbra, ayudándonos a comprender mejor al escritor. Arencibia aclara que su divisa de trabajo ha sido «el hombre es la obra». Galdós nació en una provincia de ultramar, vivió un tiempo histórico intenso, se comprometió en la política activa («por una ridícula antigualla, el patriotismo»), nunca se desvió de las enseñanzas de Cervantes en el terreno de la escritura.  «Siempre se sintió como un testigo —escribe Arencibia—, pero también como un intelectual e ideólogo que cree en el poder pedagógico-social de la literatura. Ars, Natura, Veritas fue el lema que identificó su pensamiento. Ninguno mejor». Arencibia ha puesto el listón muy alto. Será complicado escribir una biografía que supere su nivel de detalle, análisis y comprensión. Una biografía que casi puede leerse como una novela de Galdós o quizás como un nuevo Episodio, pues lleva a cabo un admirable retrato de la España de la época.

Miguel de Unamuno afirmó que El amigo Manso era la novela más personal, introspectiva y autobiográfica de Galdós. Máximo Manso nos cuenta que tiene treinta y cinco años y es soltero. Miope, con buena salud y buen apetito, piensa que —desde el punto de vista del atractivo físico— pertenece al justo medio. No hay en su apariencia nada desagradable. Alumno aplicado en su infancia, ejerce la docencia como catedrático de filosofía. Observador, solitario, templado, imaginativo, se siente dueño de su propio destino. Serio y sobrio, solo tiene vicios pequeños, como fumar y frecuentar los cafés. Su concepción de la pedagogía refleja un inequívoco parentesco con la Institución Libre de Enseñanza. Manso cree que es posible mantener la vida a raya, refugiándose en el trabajo intelectual, pero la vida acaba irrumpiendo en su existencia, introduciendo el desorden inherente a los afectos. Su labor pedagógica no inculca la perfección soñada, pero sí obtiene pequeños triunfos. Su esfuerzo no ha sido en vano. Algo semejante podría decirse del amigo Galdós. Dedicó su pluma a educar a sus compatriotas, promoviendo las ideas de libertad, tolerancia y progreso. Solo un insensato podría afirmar que fracasó del todo. Su «desprendimiento poético», por utilizar una expresión de María Zambrano, sigue constituyendo una inspiración en un país que nunca ha dejado de interrogarse sobre su ser y su incierto porvenir. España debería volver a mirar a Galdós, intentando aprovechar su espíritu quijotesco, su nada hiriente ironía y su ternura —casi— franciscana.

Rafael Narbona es escritor y crítico literario. Es autor de Miedo de ser dos (Madrid, Minobitia, 2013), El sueño de Ares (Madrid, Minobitia, 2015) y Peregrinos del absoluto. La experiencia mística (Madrid, España Taugenit, 2020).

image_pdfCrear PDF de este artículo.
img_articulo_5510

Ficha técnica

32 '
0

Compartir

También de interés.

Civilización o barbarie en la era del entretenimiento

Mario Vargas Llosa publicó en 2012 La civilización del espectáculo, un ensayo que suscitó no…