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Sangre de un poeta

Defensa de la poesía

PHILIP SIDNEY

Edición de Berta Cano, Mª Eugenia Perojo y Ana Sáez Cátedra, Madrid

200 págs.

6,73 €

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No sólo matamos a nuestros poetas en guerras civiles (Manrique), no sólo nos los mataron (Garcilaso, Aldana), sino que también nosotros matamos a otros europeos. El poeta inglés Philip Sidney (1554-1586), nombrado por la reina Isabel I gobernador de Flesinga, en los Países Bajos, sitió al frente de sus tropas la fortaleza española de Zutphen. En uno de los asaltos, caído del caballo, fue alcanzado en una pierna por una bala de mosquete. La gangrena lo devoró cuando apenas contaba treinta y un años. Soldado, cortesano, hombre de letras, arquetipo del caballero renacentista, había estudiado en Oxford. Los españoles lo mataron y, curiosamente, otro español lo apadrinó a su llegada al mundo. Henry Sidney viajó a España para acompañar a nuestro rey Felipe II en el viaje a Inglaterra, con motivo de la celebración de sus esponsales con María Tudor. La estancia del monarca en Londres coincidió con el nacimiento de aquel varón, el primogénito de sir Henry y Mary Dudley. El ahijado llevó así el nombre del padrino. Sin embargo, nada más distintos el uno del otro. Al catolicismo férreo del austria y sus sucesores, opuso Philip la causa protestante, de la que fue uno de los adalides más destacados. La labor del poeta como soldado y diplomático rindió buenos servicios a su país. Sin embargo, la reina Isabel I no se portó todo lo bien con él como hubiera sido de justicia. Sidney vivió siempre con la amargura de su fracaso personal por el poco reconocimiento que obtuvo en su propio país, mientras alcanzaba una mayor consideración en el extranjero. Su primera misión diplomática en el continente –también como espía– lo apartó de la corte durante tres años. En Francia parece ser que asistió a los sangrientos sucesos de la noche de San Bartolomé, en agosto del 1572. En Italia es verosímil que el Veronés le hiciera un retrato, mientras que en Polonia le fue ofrecido el trono que estaba vacante. Además atravesó otros países como Alemania, Austria o Hungría. También se demoró tiempo en ciudades de su gusto, como Venecia, Viena o Heidelberg. Nada más regresar a la isla, en 1577, fue enviado de nuevo al continente. Llevó las condolencias a la corte austríaca tras la muerte de Maximiliano II, que coincidió con la del elector palatino Federico. Adquirió su presencia tal protagonismo en Holanda que le fue propuesto matrimonio con la hija mayor del príncipe Guillermo de Orange. Enterada su reina de esta noticia, no sólo se lo prohibió, sino que lo hizo retornar de inmediato a Londres, donde lo casó con Frances Walsingham. Sin embargo, el amor platónico de Sidney fue Penelope Deveraux, hija de lord Essex. Los sonetos de Astrophel y Stella están dedicados a ella. Son versos que el amante de las estrellas le dedica a una estrella. Estos poemas de resignación ante un amor imposible significaron la consolidación del petrarquismo en Inglaterra. Así se introdujo el soneto, la lírica amorosa que luego sería seguida por Shakespeare y Edmund Spenser.

Cansado de la política, Sidney se retiró de la corte y se dedicó únicamente a la lectura y a la escritura. Mientras que en Arcadia, siguiendo el modelo de Sannazaro, desarrolló toda su capacidad poética creadora, en Defensa de la poesía volcó todo su saber literario y su genio innovador como crítico y ensayista. Fue contemporáneo, nada menos, que de Michel de Montaigne. No menos destacada fue su labor como traductor, recogida en un volumen titulado Certain Sonnets. La palabra sonnets no sólo hacía referencia a ese metro tan de moda en aquel tiempo, sino a todo tipo de poemas. Poetas clásicos como Horacio o Catulo, y más cercanos, como Petrarca o Jorge Montemayor (el portugués, maestro de la novela pastoril española, que posiblemente acompañó a Felipe II a Inglaterra), pasaron al inglés a través de las versiones de Sidney. Lo mismo hizo con los Salmos. Y cuando ya tenía preparada la emigración o quizás un exilio voluntario en las Indias occidentales, de nuevo volvió a recibir una orden de su desconsiderada reina que, esta vez, lo mandó a la muerte. ¿La valentía del poeta se confundió con su propia desesperación? ¿Su acto fue una heroica inmolación suicida? Sea como fuere, la tempranísima hagiografía preparada por su amigo Fulke Greville, publicada en el año 1652, contribuyó a la mitificación heroica y literaria de su persona, rodeada de un halo romántico.

Defensa de la poesía –magnífica la edición de Cano, Perojo y Sáez– es un manifiesto a favor no sólo de este género, sino de la literatura misma considerada en aquellos tiempos como algo inútil, sin interés, fomentadora de la ociosidad y un peligro para la mente. Para el autor de este gran ensayo, la literatura era el camino más corto para conseguir la mejor guía en la conducta. La literatura era la forma suprema de conocimiento. Sidney defiende el valor del fingimiento, el valor de la ficción, la invención de un mundo imaginario. Como Boccaccio, piensa que el velo de la ficción, de la invención literaria más allá de la realidad, no es una forma de oscurecer el significado, sino que restituye la fuerza del espíritu, consuela, provoca deseos de saber y, mientras entretiene a los ignorantes, los doctos aprovechan su mensaje. Sidney defiende a la literatura más allá de la gramática, de la retórica, de la poética. El valor de la literatura lo traslada más lejos de lo social y lo didáctico adentrándolo en la estética, en el estilo, en el pensamiento. Sidney trata de reunir los fines que se había impuesto Cicerón y la retórica (demostrar, deleitar y conmover) con los de Horacio (instruir y deleitar) y los de Minturno que, a su vez, había mezclado todas las ideas de los anteriores y sus cambiantes posibilidades (instruir, deleitar, conmover). En la era cristiana, la ficción literaria y la metáfora poética estaban bajo sospecha, fundamentalmente por incitar al deleite y al vicio en vez de adoctrinar. Los poetas eran marginados, prohibidos, censurados o perseguidos. La finalidad de la literatura para el poeta inglés podía aunarse en el deleite. No un deleite hedonista, sino aquel que lleva aparejado un conocimiento que conduce, a través de la persuasión, hacia la virtud. Como Escalígero, Sidney defiende la instrucción y el deleite, dejando el placer meramente estético para un segundo plano. Sidney, con las armas de la palabra, se batió contra autores que, como Cornelio Agripa en su libro La vacuidad de las ciencias y las artes (1531), denunciaban el pecado de estas disciplinas engañosas, incitadoras de vicios y de una forma manifiesta de locura. Sidney se refiere a la literatura y a la poesía como una fuente de conocimiento, con una función civilizadora, moralizante y persuasiva. Al escritor, fundamentalmente al poeta, lo pone bajo la protección y la fuerza del aliento divino. Crea cosas por delegación del propio Dios, a cuyo servicio está para incitar a la virtud. Bardos, vates (adivino, vaticinador o profeta), «la naturaleza nunca cubrió la tierra con un tapiz tan rico como lo han hecho una gran variedad de poetas, ni con ríos tan placenteros, árboles tan fructíferos, flores tan fragantes, ni con ninguna otra cosa que haga de esta bien amada tierra un lugar más amable. Su mundo es de bronce, sólo los poetas dan origen a un mundo de oro». Sidney, basándose en un viejo proverbio latino, creía que mientras el orador se hacía, el poeta nacía con su genio. El poeta no conducía a la poesía, sino que más bien era ella quien conducía suavemente al poeta. La poesía, que el inglés clasificaba como heroica, lírica, trágica, cómica, satírica, yámbica o bucólica, no afirmaba nada, y por lo tanto nunca mentía, a diferencia de la historia, la filosofía o la medicina, que permanentemente estaban dando respuestas «al afirmar muchas cosas», pero que «apenas pueden librarse de decir muchas mentiras, dada la nebulosa del conocimiento humano».

Al final de su libro, que el autor no publicó y sólo fue conocido por su grupo de amigos, Sidney escribió esta maldición para todos aquellos que no estimaban a la poesía y se dedicaban a combatirla: «Que mientras viváis, viváis enamorados y nunca consigáis el favor de vuestras damas por no saber escribir un soneto y que, cuando muráis, vuestra memoria en la tierra muera también por falta de un epitafio». Así sea.

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