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El escritor como hombre de acción

CUENTOS

Ernest Hemingway

Lumen, Barcelona

Trad. de Damián Alou

596 pp.

24,90 €

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En el verano de 1959 Ernest Hemingway reflexionaba, a pocos kilómetros de Málaga, sobre el arte del cuento, a la espera de que el torero Antonio Ordóñez se recuperara de una cogida. El editor Charles Scribner Jr. le había pedido un prefacio pedagógico para una edición escolar de sus relatos, y Hemingway dedicó al relato breve una prosa alcohólica y bravucona, o así le pareció a su mujer, Mary, y a su editor, y hoy a mí: aquello no valía para los colegios, a pesar de que Hemingway probablemente pensara que había encontrado el estilo afín a un patio de recreo. Enviado por la revista Life a cubrir la rivalidad entre Luis Miguel Dominguín y Ordóñez, Hemingway meditó en una finca llamada La Cónsula (había pertenecido al cónsul de Prusia en Málaga) acerca del orgullo y la valentía que exige el trabajo de escribir. «No publico nada de lo que no esté orgulloso», dijo. La devoción y el respeto que, según Hemingway, exige su trabajo al escritor son equiparables a la devoción y el respeto que merece el suyo a un sacerdote. Pero escribir también exige oído selectivo, fino y «the guts of a burglar»: las agallas de un ladrón.

Escribir es una cuestión de palabras, aunque, según el modelo del cine y la novela de serie negra, un héroe debe hablar lo menos posible. Es el detective, el strong silent man, «el hombre fuerte que sabe callarse», como decía Claude-Edmonde Magny: «No habla porque no piensa, pues para él el pensamiento coincide con la acción». Los personajes de Hemingway no piensan demasiado y sufren experiencias terribles, la Gran Guerra, la guerra española de 1936, las tensiones de la España taurina y el África de la caza mayor, la no menos agó­nica paz mortalmente aburrida de las parejas insatisfechas. Los abruma una especie de nada interior, los ilumina el interés del momento concreto, fugaz como «frotar un fósforo para encender un cigarrillo breve y sensacional, y se acabó», escribió Hemingway. El arte del cuentista consiste fundamentalmente en saber callar, saber cortar. «Escribir es fácil… Tienes que saber dónde parar. Esto es lo propio de un relato breve: que sea breve». Y, para su edición escolar, para niños, en La Cónsula repetía Hemingway lo que ya había repetido otras veces: «Si eliminas cosas importantes de una historia, la historia gana fuerza, pero si dejas fuera algo porque no lo conoces, la historia pierde». Como dice Wilson, uno de los cazadores intrépidos de sus cuentos: «No pleasure in anything if you mouth it up too much» («Si se habla demasiado de una cosa, pierde la gracia», traduce Damián Alou). Hemingway presumía de ser capaz de escribir un cuento de cinco palabras: «Vendemos zapatitos bebé sin estrenar».

Pero el arte es exageración, aun cuando aparenta ser parco, y D. H. Lawrence ya vio, al reseñar los primeros cuentos de Hemingway, el exceso de sentimentalismo en las secas anécdotas de amantes, soldados, cazadores, toreros y otras víctimas masculinas. Hemingway cultivaba la elipsis como una técnica consciente, calculada para impresionar. «Lo que vemos es la octava parte del iceberg», formulaba a propósito de sus historias. En París era una fiesta (la traducción es de Gabriel Ferrater) había dado una versión más precisa de la teoría de la omisión: «La parte omitida comunica más fuerza al relato, y le da al lector la sensación de que hay más de lo que se le ha dicho». Puesto que Hemingway empezó a escribir en el negocio del periodismo, hay quien ha relacionado su despojamiento y brevedad con la economía verbal de un corresponsal de prensa. Hemingway, sin embargo, aprendió como reportero que la literatura podía ser tan sensacional como un reportaje, y más aún. A los datos presumiblemente objetivos del periodista, el cuentista tiene el derecho, e incluso el deber, de añadir emoción. El arte de la omisión, que, según Susan Beegel, practicaba Hemingway, consistía en añadir, en exagerar: es arte de la emoción. Por ejemplo: enviado por una agencia de noticias estadounidense a la guerra de España en 1938, aprovechó sus notas y su informe sobre la evacuación de Amposta para el cuento «El viejo en el puente», pero, confirmando la tendencia hacia la intensificación sentimental que había detectado D. H. Lawrence, el viejo del cuento era más viejo que el de la realidad periodística y abandonaba en su huida más animales que su modelo real. Ernest Hemingway incluyó a última hora esta pieza en el volumen The Fifth Column and The First Forty-Nine Stories (1938), reunión de los cuentos publicados en sucesivos libros entre 1924 y 1935, con el añadido de los nuevos que nacieron de sus experiencias en lugares exóticos como África y España (el narrador de «El viejo en el puente» observa «el aspecto de paisaje africano del delta del Ebro»), y el drama español La quinta columna. Los cuentos ahora traducidos por Damián Alou son esos cuarenta y nueve primeros cuentos.

Fue Malcolm Cowley quien subrayó el gusto de Hemingway por una geo­gra­fía especial, sacralizada por el uso de bebidas especiales, armas especiales, formas especiales de hablar y de vivir. Los asuntos de sus historias dan casi todos para un reportaje, enfocados hacia situaciones de peligro o habilidad física o tensión moral: la guerra, el toreo, el boxeo, la caza, la pesca, la vida en familia. Una anodina anécdota de pescar truchas se justifica por la excitación del pescador, la tensión que lo consuela momentáneamente con «la sensación de haberlo dejado todo atrás, la necesidad de pensar, la necesidad de escribir, otras necesidades». El lector, de pronto, siguiendo lo que le están contando, se siente identificado con el pescador, a quien, por un rato, se le ha quitado de encima el peso de la propia existencia. Hemingway di­luía en sus cuentos los límites entre experiencia y fábula. Nick Adams, personaje central de su primer libro de relatos, En nuestro tiempo (1924), comparte con su creador rasgos y biografía, los años de formación y el paso por la primera guerra mundial, la guerra greco-turca de 1922, la España taurina, el anonadamiento posbélico. Adams y otros héroes de Hemingway viven, según Claude-Edmonde Magny, como anestesiados después de una herida, ante un mundo al que, sin indignación, encuentran tan inexplicable como la obligación de sufrir y morir, aunque el sufrimiento y la muerte sean atractivos, es decir, dignos de ser contados.

Pero yo veo a Hemingway bastante indignado en el cuento «Una historia natural de los muertos» (1929-1931), por ejemplo, donde el narrador pretende «ofrecer algunos hechos racionales e interesantes sobre los muertos», a partir de lo vivido en el frente italiano durante la Gran Guerra, y tomando como punto de partida la explosión de una fábrica de municiones cerca de Milán. Es chocante o, con más claridad, periodística la aparición de mujeres muertas, impro­bable visión en una guerra, y el pelo largo de los cadáveres es lo más chocante (hay otra larga cabellera muerta, femenina, en el relato «Después de la tormenta», basado en la anécdota sobre un barco hundido con todos sus pasajeros que un marino de Kay West le contó a Hemingway en 1928). El narrador observa minuciosamente, como un naturalista ante una colección de plantas, muertos que cambian cada día de color, tamaño, textura y olor. «Casi todos los hombres mueren como animales, no como hombres», dice el narrador. Piden un Goya que los pinte, pero Goya está muerto. Allí, en la ofensiva austríaca de 1918, estaba Hemingway, que más tarde convertiría sus recuerdos en sátira, citando a naturalistas viajeros como William Henry Hudson y Mungo Park, y desembocando en un puro relato de guerra, ante un moribundo abandonado en el montón de los muertos, con «la cabeza partida como un jarrón» y «un agujero en el que te cabía el puño, si te­nías un puño pequeño y querías meterlo ahí». La guerra debe ser tratada con precisión si se quiere conmocionar al público.

Paul Goodman decía que los personajes de Hemingay parecen al alcance de la mano, aunque no hay modo de entrar en su interior o identificarse con ellos. Serían un caso de distanciamiento brechtiano, que Goodman juzga más conseguido en Hemingway que en Brecht. Oigamos lo que apuntaba Brecht en su diario, en marzo de 1939, a propósito de la nueva literatura «realista» (el entrecomillado es de Brecht) estadounidense, de Hemingway, por ejemplo, fruto de la experiencia del cine, de los gestos exagerados del cine mudo, decía Brecht, que subrayaba el papel de la acción en los nuevos escritores, su conductismo o psicología con ojo de cámara, operarios de una fábrica de emociones, productores de emociones que recurren a las emociones como fuerza motriz. «Surge así el pequeño burgués con alma de alpinista, una naturaleza romántica», concluía Brecht. Hemingway, por su parte, aplicaba sus técnicas de concentración épico-periodística incluso a las escenas de interiores, momentos intensos de punto muerto emocional (pienso en cuentos como «El señor y la señora Elliot», «Gato bajo la lluvia», «Un lugar limpio y bien iluminado», «Colinas como elefantes blancos»…), entre la soledad incurable, mal esencialmente masculino, y la guerra silenciosa entre mujeres y hombres, una batalla de aburrimiento y desilusión. Hombres y mujeres no casan bien («La breve vida feliz de Francis Macomber», «Un relato muy breve», «La patria del soldado»…), ni cuando son madres e hijos, y, aparte de revelar la distancia entre lo que uno esperaba y lo que recibe, el matrimonio supone una mutilación: uno debe renunciar a amigos y costumbres, perder la infancia y la juventud para que otros, los hijos, tengan infancia y juventud.

Por eso, como piensa el cazador de «La breve vida feliz de Francis Macomber» (1934-1936), los estadounidenses quisieran ser niños siempre. Es una manera de evitar el sufrimiento, la responsabilidad que sustituye a la inocencia. Y quizá escribir sea una manera de persistir en un mundo libre de responsabilidades adultas, fuera de la Historia mientras uno mira y escribe, como sugiere una nota de 1922 en los diarios de Kafka (leo la traducción de Andrés Sánchez Pascual y Joan Parra Contreras): «Consuelo de la escritura, más notable, más misterioso, quizá más peligroso, quizá más redentor: ese escapar de un salto de las filas de los asesinos mediante la observación de los hechos». Pero Hemingway había descubierto en su primer libro de cuentos la trabazón entre Historia e intimidad, con su captación de un tiempo de paz atravesado por viñetas históricas, de violencia, como los recuerdos de guerra se filtran en la memoria de los personajes para tejer su ­carácter. Esas viñetas, señaladas con numeración romana, seleccionan acontecimientos de una década, de 1914 a 1923, desde la muerte en los campos de batalla europeos hasta Kansas y Chicago, donde la ley mata extranjeros a tiros o en la horca, mientras nos asomamos a las corridas de toros españolas o al fusilamiento de seis ministros en la tapia de un hospital griego, antes de acabar cortando rosas en el jardín de los reyes de Grecia. Este procedimiento de inserción de realidad periodística en la ficción adelanta lo que luego haría John Dos Passos en su trilogía U.S.A. (1937). Hemingway partía de sus experiencias de herido de guerra. Su dolorido efectismo, como si creyera que incluso las experiencias falsas se convierten en verdaderas al ser escritas de modo emocionante, es una marca de la época, los años de La tierra baldía, de Eliot, o El gran Gatsby, de Fitzgerald, propicios a una épica inútil, mutilada, sin héroes, de víctimas en delirio. El gusto de Hemingway por la ficción con emoción estaba lleno de sentido histórico, y su primer título, En nuestro tiempo, era el eco intempestivo de una oración del siglo XVI: «Señor, danos la paz en nuestro tiempo».

El sensacionalismo agónico, o bélico, de Hemingway alcanza a la relación entre sus hombres y sus mujeres. Pasivamente aburridas, o bajo los efectos de una impaciencia caprichosa, son esposas rémora, o simplemente asesinas, como Margaret, la mujer de Macomber, el cazador cazado. Hemingway, en el prólogo que preparaba en Málaga en 1959, decía no saber si Margaret disparó a propósito contra su marido, aunque podría saberlo si quisiera: por algo era el autor del cuento. Y añadía para los colegiales: «Lo único que podría apuntar es que creo que es muy bajo el índice de maridos a los que ha disparado accidentalmente y con éxito una esposa que es una zorra». Hemingway es muy difícil de traducir, y sus cuentos han encontrado ahora un excelente traductor, Damián Alou, sin desfallecimientos, atento siempre y capaz derevelaciones como ésta: «Si un cabrón se casa con una zorra, ¿qué clase de animales serán los hijos?» («If a four-letter man marries a five-letter woman, what number of letters would their children be?»). Pero, fiel en lo básico, Damián Alou ha optado por dignificar o normalizar a Hemingway, de acuerdo con el español literario estándar de la Península. Por ejemplo, si antes de entrar al quirófano un soldado se propone no caer en «los momentos de estúpida locuacidad» que provoca la anestesia, en el original sólo pensaba en «the silly, talky time», expresión que parece menos trivialmente literaria. Damián Alou elimina repeticiones, amplía el vocabulario, arregla la puntuación y corrige alguna vez la inclinación al polisíndeton, esos rasgos de Hemingway (1899-1961) en los que Robert Penn Warren veía una depuración del lenguaje similar a la que el romántico William Wordsworth había realizado en sus Baladas líricas, de acuerdo con el siguiente programa (1805): «Me he propuesto imitar, y en la medida de lo posible adoptar, exactamente el lenguaje de los hombres». 

 

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