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Ajuste de cuentas: el impacto de la crisis en la ciencia económica

Seven Bad Ideas. How Mainstream Economists Have Damaged America and the World

Jeff Madrick

Nueva York, Alfred Knopf, 2014

272 pp. $15.95

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Introducción

El inventario de daños causados por la crisis financiera desencadenada en el verano de 2007 no está completo. Aun cuando ya se ha hecho acreedora a la segunda posición en el podio de las más severas de la historia, tras la que condujo a la Gran Depresión, y probablemente a la primera por razón de su complejidad y capacidad de contagio, todavía quedan quebrantos por valorar. Entre ellos, desde luego, aquellos de más difícil aprehensión en los registros contables y estadísticos convencionales, fundamentalmente los considerados activos intangibles y, dentro de estos últimos, la confianza en su acepción más amplia. La depositada en las instituciones públicas –supervisores financieros, gobiernos, agencias multilaterales– y privadas –empresas financieras, fundamentalmente– y en la propia capacidad del sistema económico para autocorregir desequilibrios.

Se ha tratado de un amplio test para los conocimientos económicos, en especial para la política económica, cuyos resultados, siete años después, no han fortalecido precisamente la confianza de los ciudadanos en la capacidad para anticipar y gestionar episodios inevitables, recurrentes, en el funcionamiento de las modernas economías, como son las crisis económicas. Especialmente las de origen financiero.

La especial significación de esta crisis, de sus efectos, es en mayor medida comprensible si tomamos en consideración algunos de los rasgos que la han singularizado. El más destacado para los propósitos de estas notas es su epicentro. Esta no fue una crisis como la mayoría de las precedentes, originada en economías poco desarrolladas, con instituciones de calidad cuestionable, incapaces de gestionar sus desequilibrios tradicionales. Fue en Estados Unidos, con el sistema financiero más avanzado del mundo, en la principal factoría del conocimiento económico, donde se revelaron fallos y limitaciones de alcance que desembocarían en la Gran Recesión. Sus consecuencias reales y financieras también la hacen acreedora a una posición diferenciada en la historia económica.

Nunca antes, desde la Gran Depresión, la totalidad de las economías avanzadas se habían encontrado simultáneamente en recesión, llevando las tasas de desempleo a niveles sin precedentes. Tampoco es fácil encontrar experiencias asimilables a la crisis que se produjo en los mercados de deuda pública de la eurozona y la conformación de un bucle verdaderamente diabólico con los sistemas bancarios nacionales, hasta el punto de amenazar la propia viabilidad de la unión monetaria, dejándola sumida en una crisis de identidad de la que todavía no se ha repuesto. Más difícil y dilatada será la restauración de todas las formas de capital –físico, tecnológico, humano, social e institucional– dañadas en algunas economías, consecuencia no sólo del directo impacto de la crisis en su dimensión financiera y real, sino de la gestión de la misma, especialmente en la periferia de la eurozona.

Nunca antes, desde la Gran Depresión, la totalidad de las economías avanzadas se habían encontrado simultáneamente en recesión

Por todo ello, es en gran medida comprensible que sobre la economía y los economistas, en especial los académicos que supuestamente influyen en la política, se haya extendido la desafección o, en el mejor de los casos, el escepticismo. El debate en torno al estado de la disciplina y de sus profesionales ha sido más intenso en Estados Unidos que en Europa, a pesar de que el conjunto de los daños –reales, financieros, institucionales– han sido superiores en la eurozona. En Estados Unidos, la discusión sigue trascendiendo el ámbito estricto de los departamentos de economía y de finanzas de las universidades. Una de las más recientes muestras de la sensibilidad de la sociedad civil es la conferencia celebrada el pasado mes de marzo por The New York Review of Books.

La incapacidad para prever la crisis y para gestionarla adecuadamente ha sido la acusación más repetida y, en cierta medida, justificada. Entre las razones esgrimidas, algunas se refieren a la excesiva confianza en la «dureza» relativa de la ciencia económica. Se ha aprovechado para pasar factura por cierta altanería, por las reticencias a hermanarse con otras ciencias sociales, susceptibles de contribuir a la formulación de diagnósticos sobre el comportamiento de los agentes.

Han sido muchos los trabajos que bajo distintas perspectivas han asumido como propósito principal un cierto revisionismo de principios y políticas. Uno de los más contundentes y, por ello, más controvertidos es el quinto libro del periodista económico Jeff Madrick, Seven Bad Ideas. How Mainstream Economists Have Damaged America and the World. Excolumnista en The New York Times, colaborador de The New York Review of Books y Harper’s Magazine, director de Challenge Magazine, profesor en The Cooper Union y autor de varios libros sobre economía política, con una amplia preferencia por el análisis histórico, siempre ha estado inmerso en debates de política económica, desde una perspectiva que cuestiona el fervor académico por la eficiencia de los mercados. Los enunciados de esas siete malas ideas a las que se refiere el título de su libro son: la mano invisible, la Ley de Say y la economía de la austeridad, el limitado papel de los gobiernos y la locura de Friedman, la baja inflación como lo único importante, la inexistencia de burbujas especulativas, la globalización o la extendida locura de Friedman y, por último, que la economía es una ciencia.

A pesar de su empeño, esas siete ideas no se presentan claramente diferenciadas: la mayoría de ellas están muy interrelacionadas y, en algunos casos, son redundantes para la satisfacción del objetivo que se propone el autor. Algunas son corolarios de principios o ideas fundamentales. Pero es verdad que la propia crisis, en particular sus orígenes financieros, ha contribuido a dotarlas de aparente entidad. En su revisión, Madrick no deja escapar la oportunidad de ajustar cuentas con los principales economistas, mayoritariamente académicos, que defienden esas doctrinas.

Milton Friedman, 1988La proposición central de la obra es la asignación de la principal responsabilidad de la crisis a las ideas económicas que asumen como fundamentales los economistas desde hace más de treinta años. A pesar de ello, se lamenta Madrick, la sociedad sigue tomando en serio a los economistas, validando aquella afirmación de John Maynard Keynes en 1936: «Las ideas de los economistas y de los filósofos políticos, tanto si son acertadas como si son erróneas, son más poderosas de lo que normalmente se asume». A combatir ese respeto dedica Madrick todo su esfuerzo, centrando sus desautorizaciones en aquellos académicos más cercanos a la ortodoxia, los que siguen atrincherados en un doctrinarismo excesivo. A ellos les acusa de alimentar durante décadas una deshonestidad intelectual poco compatible con su contribución social a un área de conocimiento cuya misión no debería ser otra que garantizar la prosperidad, y con esta, la ausencia de tensiones políticas excesivas. Se trata de un texto intencionadamente provocador y controvertido: un panfleto en la mejor de las tradiciones.

Lo que propongo en estas notas es una revisión de los argumentos de Madrick, menos a través del hilo conductor de sus siete «malas» ideas que mediante una lectura de la crisis y de la incapacidad de la ciencia económica para su anticipación y gestión, incapacidad que trae su origen de esas siete servidumbres intelectuales que, según este autor, explican los fallos de los economistas. Intentaré hacerlo sin apartarme demasiado de esa revisión que Madrick realiza de las posiciones de los académicos que más le preocupan, es decir, los más afectados por las controversias que la crisis ha acentuado.

1. La predicción de la crisis

El tópico más popular –y más simplista– es el que acusa a los economistas de ser mejores explicando el pasado que anticipando el futuro. Sin salirnos de ese lugar común, tenemos que recordar que hasta la reina de Inglaterra acabó reprochando a un grupo de representantes del gremio, en un acto en la London School of Economics celebrado en noviembre de 2008, su incapacidad para anticipar la crisis. Una carta dirigida a la reina el 22 de julio de 2009 por un grupo de académicos, encabezada por Tim Besley y Peter Hennessy, trató de dar respuesta a la cuestión en un alegato contra la profesión que puede considerarse en cierta medida precursor del libro de Madrick.

Y, efectivamente, nadie la vio venir. Quedan exceptuados, claro está, aquellos dedicados de forma permanente a la emisión de advertencias sobre más crisis de las que finalmente se producen. Entre las diversas investigaciones que han revisado el récord en las previsiones de crecimiento, una de las más recientes y completas es la llevada a cabo en el Fondo Monetario Internacional por Hites Ahir y Prakash Loungan, en la que se concluye que ninguna anticipó el colapso de 2008 y la subsiguiente recesión.

Pero evaluar la eficacia de la profesión únicamente por la capacidad de acertar en las previsiones no es el mejor criterio. En realidad, como recuerda Robert J. Shiller, premio Nobel de Economía por su crítica a la teoría de la eficiencia de los mercados y oportuno avisador de algunas burbujas, los economistas también fallaron en la anticipación de las principales crisis anteriores. La de 1920-1921, 1980-1982 y desde luego, la reina de las crisis, la Gran Depresión, tras el crash bursátil de 1929. En el rastreo de los archivos y hemerotecas del año anterior a estas recesiones, no encontró advertencia alguna. Destacan, en su lugar, las visiones optimistas de hombres de negocios y políticos. Ni John Maynard Keynes, Friedrich Hayek o Irving Fisher hicieron declaración alguna que anticipara lo que se venía encima en los años treinta. Según el historiador Douglas Irwin, el único que se aproximó a la caracterización de un escenario depresivo, pero sin voluntad de cuantificarlo, fue el economista sueco Gustav Cassel, quien en una serie de conferencias en la Universidad de Columbia en 1928 advertía de la posibilidad de «una recesión prolongada y de extensión mundial», según refiere el propio Shiller. A pesar de ello, las críticas de entonces a los economistas fueron mucho menores que las expresadas en esta ocasión.

 Efectivamente, era amplio el convencimiento de que las crisis eran cosas del pasado

Dicho esto, hay que reconocer que los economistas han pecado de un exceso de autocomplacencia. Los macroeconomistas, con bastante independencia de sus posicionamientos ideológicos, apenas mostraban inquietud sobre la validez de sus modelos mientras se incubaba la convulsión de 2007. Efectivamente, era amplio el convencimiento de que las crisis eran cosas del pasado y Madrick se encarga a este respecto de seleccionar algunas de las declaraciones que más traicionan la incuria de la profesión. Una de las más destacadas es la del conservador Robert Lucas, otro premio Nobel de Economía, en su alocución como presidente de la American Economic Association en 2003: Lucas afirmó que «el problema central de la prevención de las depresiones estaba solucionado». No muy distinta a la de Olivier Blanchard, etiquetado por Madrick de centroizquierda, antiguo director del departamento de Economía del Massachusetts Institute of Technology, cuando, dos días después de su toma de posesión como responsable de investigación del Fondo Monetario Internacional, en septiembre de 2008, proclamó que «el estado de la macroeconomía es bueno». Ahora, con motivo del anuncio de su retirada del Fondo en el otoño de 2015, le han recordado aquellos comentarios, y su predicción de que la economía global «puede sortear la crisis financiera con un coste limitado sobre la actividad económica».

Dos años más tarde, en un destacado trabajo, admitió la necesidad de «repensar las políticas macroeconómicas». Y en la extensión de la autocrítica, en 2013, durante una conferencia en homenaje al exgobernador del Banco de Inglaterra Mervyn King, de la que aporta David Wessel una crónica publicada por The Wall Street Journal, reconoció el optimismo excesivo sobre la continuidad de la fase expansiva que concluyó con la crisis. La historia se repite, vino a concluir en esta primera lección de humildad: hubo, efectivamente, «una infraestimación del riesgo sistémico», que no advirtió de las crecientes vulnerabilidades. Una excesiva complacencia de los decisores políticos en la prolongación de esa fase de expansión sostenida y estable que Ben Bernanke popularizó como «Gran Moderación», expresión acuñada al principio de la década por James Stock, un profesor en Harvard, que se extendería desde los inicios de los años ochenta del siglo pasado hasta 2007.

Asignado por Madrick al centroderecha, Ben Bernanke, profesor en Princeton y presidente de la Reserva Federal desde 2006 hasta el año pasado, declaraba a mediados de la pasada década que la economía mantenía la temperatura ideal desde comienzos de los ochenta, «ni demasiado fría ni demasiado caliente». Consideraba que el problema del ajuste macroeconómico había sido solucionado y, en consecuencia, no eran concebibles crisis en economías avanzadas. Pero, durante esa fase de prolongada estabilidad en las variaciones del PIB, la deuda creció mucho, demasiado, especialmente a medida que el ritmo de crecimiento iba moderándose y los salarios se estabilizaban. La desigualdad se amplió. Para Bernanke, la Gran Moderación fue en gran medida el resultado de asumir como objetivo fundamental de la política económica una baja tasa de inflación. En marzo de 2007, ya como presidente de la Reserva Federal, afirmaría que «el impacto sobre la economía y los mercados financieros de los problemas en el mercado de hipotecas subprime se contendrá».

Milton Friedman, el más influyente economista del último cuarto del siglo XX, mantenía esas mismas ideas un año antes de su muerte. A finales de 2005, en una entrevista con el periodista Charlie Rose, subrayaba que la estabilidad de la economía era la mayor de la historia, desaconsejando absolutamente la intervención de los gobiernos.

Los economistas seguirán fallando en sus ejercicios de anticipación, pero eso no quiere decir necesariamente que haya que invalidar sus trabajos. Robert Litan, de la Brookings Institution, recuerda que la predicción no es lo que todos los economistas hacen, y que el valor de las ideas económicas no debería ser medido por el éxito o el fracaso de los pocos que se dedican a hacerlas. No pueden dejarse de lado numerosas contribuciones inspiradas en el análisis económico –desde la mejora de la gestión empresarial en todos sus subsistemas hasta las aportaciones analíticas al cambio climático–, contribuciones que han generado prosperidad y progreso social y compensado los daños potenciales causados por las crisis.

El profesor Alan Blinder, de la Universidad de Harvard, también se ha incorporado al grupo de los que exculpan a la profesión. Admitiendo «los prejuicios ideológicos que han infectado a algunos economistas», la ciencia económica sólo ha tenido una pequeña parte de culpa, sostiene en su crítica al libro de Madrick, y esta recae mayoritariamente en sus exponentes conservadores. Admite en parte las responsabilidades de la macroeconomía por la no previsión; destaca, entre otros factores, los peligros de un sistema financiero infraregulado, incapaz de lidiar con la creciente sofisticación financiera. Y no omite «la adhesión acrítica de algunos economistas a las hipótesis de eficiencia de los mercados» (véase la respuesta de Madrick y la posterior réplica de Blinder, publicadas también por The New York Review of Books). Reconoce, sin excluirse él mismo, los errores que el conjunto de los economistas han cometido al transmitir sus conocimientos al gran público, contribuyendo a que algunos estudiantes convirtieran la mano invisible de Adam Smith en la proposición de Gordon Gekko: «La codicia es buena».

En una posición mucho más crítica, coincidente en gran medida con la de Madrick, se encuentran Paul Krugman y Alfred Stiglitz, entre otros. Ambos coinciden en alegar que las servidumbres intelectuales, los excesivos prejuicios, no facilitaron la anticipación de la crisis; y añaden que tampoco contribuyeron a gestionarla. El primero afirmó del libro de Madrick que le había ayudado a comprender la relación entre algunas de esas malas ideas gracias a una acertada reconstrucción de las políticas con que, desde el inicio, se intentó combatir la crisis.

2. Análisis de las causas de la crisis

2.1. La mano invisible

Como era de esperar, las «malas ideas» de los economistas influyentes son muy tributarias de la que ocupa el primer lugar en la jerarquía de Jeff Madrick. Me refiero a la asunción a pie juntillas de la mano invisible, que Adam Smith, una sola vez por cierto, en La riqueza de las naciones y otra en La teoría de los sentimientos morales. Tampoco creo que sea muy relevante en este contexto entrar en las disquisiciones de algunos historiadores acerca del grado de firmeza o ironía con que Smith acuñó la expresión. Es un hecho, en todo caso, que constituye el punto de partida de la economía tradicional y una de las grandes y más influyentes ideas de la historia, como admitió el muy respetable keynesiano y premio Nobel, James Tobin. El propio Larry Summers, profesor en Harvard y exsecretario del Tesoro con Bill Clinton, hizo un largo paréntesis en su condición de keynesiano para reivindicar el «redescubrimiento de Adam Smith» y la relevancia de las señales que transmiten los precios en un sistema descentralizado.

La belleza y simplicidad de la idea están fuera de duda: constituye la más clara posibilidad de explicar mucho con muy poco. Fundamenta la ausencia de participación o intervención pública en la actividad económica; se cede el protagonismo a las señales que envían los precios, al tiempo que queda explicada la capacidad del mercado para la autocorrección. Pero existe otra cara de la moneda. Llevados de la teoría de la mano invisible, es posible que nos veamos tentados a ignorar o minimizar los factores que vician el libre juego de la oferta y de la demanda. Por ejemplo, el poder del mercado, la influencia de las grandes empresas en la propia determinación de los precios y en los mecanismos de regulación y supervisión, el acceso a la información reservada, la disposición de información asimétrica y tantos otros.

Es verdad también que esa idea ha servido para depositar una excesiva confianza en el mercado, infravalorando la conveniencia de intervención de los gobiernos. La experiencia ha puesto de relieve las numerosas imperfecciones que impiden el funcionamiento de la mano invisible en su versión más pura. La ilimitada fe en la misma induce la creencia errónea de que las economías son estables y se autoajustan hasta alcanzar el equilibrio general. En el verano de 2007, se demostró una vez más que esto no era así.

En la discusión, antes comentada, que mantuvo con Jeff Madrick en The New York Review of Books tras publicarse su primera crítica del libro, Alan Blinder reconoció el peligro de que la mano invisible fuese homologada por la corriente de opinión académica más rígida al equivalente de la ley de Galileo sobre la caída de los cuerpos, la cual se verifica sólo en el vacío. Las numerosas imperfecciones que se observan en el funcionamiento de los mercados impiden que la mano invisible traslade a la realidad todas sus virtudes teóricas. Ello no es óbice, sin embargo, para que la mayoría de los economistas coincidan en señalar que, en mercados suficientemente libres y competitivos, la mano invisible pueda desempeñar sus funciones mejor que cualquier mecanismo alternativo. Mejor incluso que el exceso de interferencias en el funcionamiento de los mercados.

La consecuencia más inmediata de esa fe en el automatismo de los mercados no puede ser otra que la exigencia de que el gobierno no intervenga en la actividad económica. En esto, precisamente, consiste la tercera mala idea de Madrick, no muy distinta, como advierte Paul Krugman, de la séptima mala idea, la que confía en la libre dinámica del proceso de globalización.

La apelación a Milton Friedman es obligada en este punto. Su influencia es manifiesta incluso en los economistas menos fundamentalistas, es decir, en los que consideran que las intervenciones sólo deben verificarse para corregir fallos de mercado, aunque no siempre resulte fácil concretar cuando estos tienen lugar.

2.2. Las hipótesis de eficiencia de los mercados financieros

Entre el principio de que las instituciones públicas deben inhibirse de la actividad económica y las causas de la crisis existe una vinculación evidente. De hecho, se promovió la desregulación de la actividad financiera, o, lo que resulta equivalente, se proclamó que sus operadores podían autorregularse. Lo último nos remite a uno de los principios básicos y más influyentes de las modernas finanzas, el de la eficiencia de los mercados. La aplicación de este principio ha generado, igualmente, abundante información empírica, muy útil para comprender la crisis en su dimensión financiera. El asunto, sin duda, merece nuestra atención.

La hipótesis de eficiencia de los mercados financieros tiene en Eugene Fama, profesor de la Universidad de Chicago, y su trabajo de 1970 a su principal expositor. Discípulo de Milton Friedman, Fama fue galardonado con el premio Nobel el mismo año que Robert Shiller, en una decisión tan irónica como estrictamente salomónica: mientras este último es conocido por la impugnación de ese principio y el anticipo de burbujas especulativas (la quinta mala idea de Madrick), el primero sigue negando la existencia de estas últimas.

La formulación de la hipótesis de Eugene Fama no puede ser más sugerente. Los precios de los activos financieros, de los bonos y de las acciones, principalmente, reflejan siempre toda la información relevante disponible. Las cotizaciones de esos activos se ajustan rápidamente a la nueva información a medida que esta se encuentra disponible. Un mercado es eficiente, puntualizó el propio Fama, «cuando existe un gran número de maximizadores de beneficio racionales que compiten activamente, cada uno tratando de predecir los valores futuros de activos financieros individuales, y donde la información importante está libremente disponible para todos los participantes». Una descripción ciertamente muy cercana a la de un mercado perfectamente competitivo, en el que cada vendedor obtiene un beneficio «normal»: la cuantía suficiente para sobrevivir como empresa, pero insuficiente para atraer competidores. Si generalizamos esta proposición a cualquier mercado de capitales, las oportunidades para obtener beneficios extraordinarios es imposible, dado que toda la información nueva quedará reflejada rápidamente en las cotizaciones.

Bastaba con confiar en la autorregulación, como defendió Greenspan hasta que fue testigo de las desastrosas consecuencias de la actual crisis

De sus tres formas, en su formulación más estricta, la hipótesis de eficiencia de los mercados financieros es tributaria del enfoque conocido como «camino aleatorio»: la senda que siguen las cotizaciones de las acciones no está sujeta a predicción alguna. En consecuencia, cualquier inversor, con independencia de su cualificación o información, puede obtener rendimientos equivalentes a los de los cualificados inversores con carteras de valores suficientemente diversificadas. Con esa hipótesis en su modalidad «fuerte», es poco menos que imposible batir al mercado con una estrategia de inversión activa.

A lo largo de la década de los setenta, los trabajos de Fama y otros colegas de la Universidad de Chicago condujeron a intensificar el grado de formalización matemática de las finanzas, propiciaron el desarrollo de modelos de valoración de activos cada vez más sofisticados y, algo no menos relevante, el hermanamiento con las posibilidades que propiciaban las tecnologías de la información. La creciente capacidad de computación y la fácil conectividad impulsaron enormemente la dinámica de innovación financiera. A partir de ahí, el reconocimiento académico se extendió, incluidas concesiones de varios premios Nobel al ámbito de las finanzas y la intensa atracción de talento. Todo ellos se tradujo en influencia sobre las decisiones políticas y la conformación de la regulación y supervisión financieras. La mano invisible dispuso a partir de los trabajos de Fama de argumentos adicionales a favor de la desregulación de la actividad financiera, basada en la presunción de que los mercados se autocorregirían. Se entendió que no era necesario supervisar la innovación: bastaba con confiar en la autorregulación, como defendió Alan Greenspan hasta que fue testigo de las desastrosas consecuencias de la actual crisis y hubo de admitir su ingenuidad ante el comité bancario del Senado de su país. Marion Fourcade, Etienne Ollion y Yann Algan subrayan igualmente que la influencia relativa de esa área de conocimiento en el conjunto de las disciplinas económicas y de las ciencias sociales fue uno de los factores que contribuyeron a confirmar la aparente «superioridad de los economistas».

2.2.1. La evidencia: las burbujas existen

La realidad es contundente: los mercados pueden mantener su irracionalidad más tiempo que usted o yo su solvencia, afirmó Keynes. La idea de que la gente tiene un comportamiento estrictamente optimizador, dispuesto a actualizar toda su información, no se ajusta a la realidad, no ayuda a explicar cómo se comportan en efecto los mercados. Los mercados no se ajustan por sí solos y las burbujas en las cotizaciones de las acciones o los activos inmobiliarios son un hecho. La realidad demuestra comportamientos gregarios, de manada, y volatilidad excesiva. Muchos grandes inversores se han enriquecido aprovechando las ineficiencias de los mercados, que no son pocas.

Con cierta independencia de las lecciones aportadas por la realidad, la investigación teórica también intentó completar o directamente contestar las hipótesis de eficiencia. El trabajo de Sanford Grossman y Joseph Stiglitz es quizá la referencia más conocida y una de las más autorizadas al respecto. Muy probablemente, contribuyó a que concedieran al último el premio Nobel en 2001. A pesar de ir acompañado de un aparato formal no desdeñable, el argumento esencial de estos autores no era precisamente alambicado. La conocida paradoja Grossman-Stiglitz es simple: si toda la información considerada relevante estuviera reflejada en las cotizaciones de mercado, los operadores no tendrían incentivos para adquirir información influyente en la formación de los precios. Otros trabajos más directamente basados en la observación empírica han puesto de manifiesto anomalías en el comportamiento de los precios de los activos financieros en grado suficiente como para cuestionar las hipótesis de eficiencia, al menos en sus dos versiones más fuertes.

A pesar de ello, la capacidad defensiva de Fama es sorprendente. Su fe en la eficiencia y racionalidad de los mercados financieros parecía a prueba de contrastes. Todavía en 2013, cuando le concedieron el premio Nobel junto a Robert Shiller y al también profesor de la Universidad de Chicago, el estadístico Lars Peter Hansen, Fama decía no entender lo que eran las burbujas financieras. Aquellas que Shiller había venido señalando desde el observatorio de volatilidad de la Universidad de Yale, en el que desde hace años se deja constancia de vaivenes impredecibles en los precios de las variables financieras, en especial las cotizaciones de las acciones, que los fundamentos económicos no explican. Sus aproximaciones iniciales fueron consideradas poco menos que intentos heréticos por erosionar la muy extendida tesis de la eficiencia de los mercados financieros. Los análisis de Shiller y su equipo han ido extendiéndose a otras variables, como los precios de los bonos o los activos inmobiliarios. Un resumen de sus aportaciones, en colaboración con otros autores, sobre el análisis de las fluctuaciones, incluido el crash bursátil de 1987 (este estudio indujo a Robert Samuelson a recomendar encarecidamente el libro), se encuentra en el libro ya citado de Shiller (1992).

La propia trayectoria de Robert Shiller constituye la demostración de que no pude evaluarse la utilidad de los economistas únicamente por la elegancia de sus propuestas teóricas y, mucho menos, por sus capacidades de previsión. Las advertencias acerca de los excesos asociados a las hipotecas de alto riesgo o del uso indiscriminado de los derivados fueron formuladas junto a otros economistas, aunque no datara el momento de su explosión. Pero sí la advirtió, incluso en presencia del propio Alan Greenspan. En el transcurso de una reunión en la que comentaron la evolución de los mercados financieros, el presidente de la Reserva Federal le pidió permiso para utilizar esa caracterización de «exuberancia irracional» que, según Shiller, atravesaban los mercados. Greenspan la usó días más tarde en un importante foro de operadores financieros, encendiendo la chispa del desplome bursátil de los valores tecnológicos, muy sobrevalorados tras una especulación excepcional. Esa misma expresión daría título al libro más leído del propio Shiller.

Si se hubieran procesado acertadamente las emociones que condujeron a la Gran Depresión, se habría evitado la Gran Recesión de la que acabamos de salir

El título más reciente de George Arkelof y Robert Shiller (2009), además de reivindicar las intuiciones de Keynes acerca del comportamiento de los agentes económicos, sintetizaría las aportaciones más relevantes a la economía conductual («behavioral economics»), reivindicando el papel de la psicología en la explicación del comportamiento de los agentes en general, no sólo de los inversores. La capacidad explicativa de los «animal spirits» –los impulsos humanos, el temor, la ansiedad, la confianza– de Keynes se ha visto confirmada en las diversas crisis financieras. Los «animal spirits» sitúan en un primer plano la necesidad de intervención de los gobiernos en la actividad económica y financiera con el fin de garantizar un correcto funcionamiento de los mercados, de asegurar, entre otros activos intangibles, la confianza de todos los agentes. Como destacó Louis Uchitelle, conviene tener en cuenta no sólo a los economistas académicos, sino también a los decisores políticos. Si se hubieran procesado acertadamente las emociones que condujeron a la Gran Depresión, se habría evitado la Gran Recesión de la que acabamos de salir.

Es precisamente esa negación de las burbujas especulativas la que constituye la quinta de las malas ideas, en realidad un corolario de las hipótesis de eficiencia. Como ha demostrado Shiller, la presunción de que la gente está permanentemente optimizando su comportamiento, calculando y dispuesta a actualizar su información, apenas se correspondería con una muy reducida proporción de inversores, inferior al 1%, y no sirve para explicar el mercado en su conjunto. Las dos burbujas más recientes –la tecnológica de principios de 2000 y la inmobiliaria que precipito esta crisis– son suficientemente representativas al respecto.

2.2.2. Regulación e incorporación de la actividad financiera en los modelos macroeconómicos

Bajo el dominio intelectual de los principios que ya sabemos, la larga fase de la Gran Moderación favoreció el no intervencionismo en los mercados financieros, llegando a defenderse la autoregulación de sus operadores. La administración Clinton compró esas ideas respaldando la Financial Services Modernization Act, que reemplazó en 1999 a la Glass-Steagall Act de 1933.

La actitud tolerante respecto a la autonomía de los mercados financieros tuvo en Alan Greenspan y Larry Summers a dos valedores cualificados, con la conocida oposición a la regulación de los mercados de derivados, cuyo colapso acentuó la crisis financiera. Fue el caso de los credit default swaps, los instrumentos que permiten asegurar o especular frente al riesgo de quiebra de un país o una empresa, pero de los que se hizo un uso abusivo y excesivamente especulativo en los años que precedieron a la crisis financiera.

La excesiva confianza, rayana en la arrogancia, ha tenido unos costes enormes. La insuficiente regulación, además de facilitar el aumento del volumen transaccional de los mercados y la permeabilidad de las innovaciones financieras, estimuló la asunción imprudente de riesgos, también los de carácter sistémico. No se estimaron sus consecuencias lo suficiente y se vieron desbordadas en no pocas ocasiones las capacidades de los supervisores. Esa misma fe ciega en la autonomía de los mercados propició prácticas de los operadores financieros distantes del juego limpio, incluso la existencia de manifiestos conflictos de interés, como los revelados entre las agencias de calificación crediticia y los emisores de los títulos evaluados. Sólo cuando se hizo balance de las causas de la crisis financiera, esa actitud tolerante hacia la autoregulación cambio de forma significativa. Es verdad, como admite Olivier Blanchard, que hasta entonces la regulación financiera se consideraba al margen de la estructura de la política económica: no se entendía que su necesidad fuese fundamental.

En la dificultad para percibir señales anticipadoras de crisis influyó la insuficiente comprensión del impacto de la dinámica específica de los sistemas financieros y, en particular, de la correspondiente al endeudamiento de los agentes. Por ello, otra de las conclusiones relevantes es la necesidad de incorporar en los modelos macroeconómicos aspectos relativos al funcionamiento –y fragilidad– de los sistemas financieros. El propio Olivier Blanchard admitía este mismo año que la crisis financiera había sido consecuencia de la interacción entre un excesivo apalancamiento en el sistema financiero y la amplia interconexión y complejidad de los balances de los bancos y de las entidades no bancarias.

Alan Greenspan, durante el Festival de las Ideas de Aspen, 2009

Es decir, la crisis reveló la presencia de grandes riesgos sistémicos no detectados. Por eso ha terminado de convencer a académicos y profesionales de que «la regulación macroprudencial ha de formar parte de la caja de herramientas básicas de la macroeconomía», como admite Blanchard, sin menoscabo de requerimientos de capital suficientes que al menos permitan que una parte significativa de los quebrantos sean asumidos por los propietarios, a diferencia de lo ocurrido en algunos países europeos.

En este punto, en el capítulo de exculpaciones, hay que destacar la posición de Raghuram Rajan, profesor de Finanzas de la Universidad de Chicago y execonomista jefe del Fondo Monetario Internacional, hoy gobernador del Banco de India e inequívoco defensor de la libertad de los mercados financieros. Sus advertencias sobre los riesgos antes comentados, así como de la fragilidad de los sistemas financieros, quedaron explicitas en 2003 en un libro escrito junto a Luigi Zingales que llevaba el expresivo título de Save the Capitalism from the Capitalists. En un artículo publicado en agosto de 2013, Rajan destacaba las limitaciones de los modelos macroeconómicos relativos a las economías avanzadas del sistema financiero. Esa suposición en exceso simplificadora de que los sistemas financieros funcionan correctamente la atribuía a la ausencia de grandes crisis financieras desde la Gran Depresión. No era la primera vez que Rajan destacaba esos riesgos. Ocho años antes, ante la convención anual de banqueros centrales de Jackson Hole, destacó los peligros acumulados en el sistema financiero durante la etapa de Alan Greenspan como presidente de la Reserva Federal. Advirtió de los riesgos bancarios a partir de su trabajo «Has Financial Development Made the World Riskier?». En concreto, señalo los peligros derivados del insuficiente control de algunas innovaciones, como los ya comentados credit default swaps, que actúan como seguros contra la insolvencia de bonos. Aunque Greenspan también estaba allí presente, fue Larry Summers quien arremetió contra él por catastrofista.

Nadie cuestiona a estas alturas la necesidad de fortalecer la regulación financiera, aun cuando esta no sea fácil de precisar instrumentalmente, o diferenciar entre políticas macroprudenciales y regulación financiera. Las primeras consistirían en una vía de adaptación dinámica de la regulación convencional. Han de facilitar la adecuación a la intensa transformación operativa de los sistemas financieros, a esa suerte de mestizaje institucional que está produciéndose en los modernos sistemas financieros entre la intermediación bancaria tradicional y otras formas de mediación financiera. No es suficiente, por tanto, regular muy estrictamente a los bancos tradicionales si otros operadores que llevan a cabo actividades cercanas a las bancarias, como las que genéricamente se agrupan en la denominada banca en la sombra (shadow banking), definen un diferencial regulador que acaba traduciéndose en nuevos riesgos.

Sorprendentemente, un grupo de banqueros y operadores financieros relevantes han proclamado la necesidad de una adecuada regulación financiera. Lo abona un documento que acaba de difundir el World Economic Forum: se comprueba allí que una veintena de altos directivos de importantes entidades financieras abandonan su resistencia a la regulación, y reclaman actuaciones que eviten crisis financieras futuras. Apoyan especialmente la necesidad de políticas macroprudenciales: el uso de herramientas para limitar la adopción de posiciones de riesgo sistémico con el fin de asegurar un adecuado equilibrio entre estabilidad financiera y crecimiento económico. Es más claro, sin embargo, definir el propósito que anticipar los efectos de la aplicación de esas políticas, pero la experiencia deja lugar a pocas dudas acerca de la necesidad de intentar neutralizar las tensiones subyacentes en cualquier sistema financiero moderno y, por tanto, complejo.

Las economías, lejos de estar en permanente equilibrio, sufren episodios de inestabilidad y crisis recurrentes

Los propios directivos de esas empresas financieras son conscientes, en definitiva, de que la estabilidad financiera es un bien público y ello exige control ante las no pocas «ineficiencias que emergen en los sistemas financieros, tales como la “sobreexuberancia” en algunas clases de activos, como los inmobiliarios». También en la oferta de crédito es necesario el control estricto, con el fin no sólo de que sea sostenible sino, también, de que reciba una asignación adecuada.

En definitiva, cobran actualidad las viejas formulaciones de Hyman Minsky, quien subrayó en 1986 que las economías, lejos de estar en permanente equilibrio, sufren episodios de inestabilidad y crisis recurrentes. Aunque la aproximación de Minsky a la inestabilidad viene de lejos y es heredera de la teoría general de Keynes, la obra aquí reseñada contiene una exposición especialmente comprehensiva de la hipótesis que asociamos a su nombre. La elaboración de la hipótesis de Minksy, por cierto, coincidió con la etapa más intensa de desregulación de la actividad financiera en Estados Unidos. Minsky murió en 1996, pero sus advertencias sobre la inestabilidad financiera y el escepticismo acerca de la autorregulación han renovado la pertinencia de buena parte de sus trabajos.

3. La gestión de la crisis: el retorno de Jean-Baptiste Say

Una vez desencadenada la crisis, los economistas no coincidieron en cómo abordarla. O recurrieron a opciones que la propia evidencia había desautorizado hacía tiempo. Pero los errores no estaban en los manuales contemporáneos, sino en que se habían ignorado las prescripciones con mayor respaldo empírico. Así ocurrió con los proponentes de la austeridad expansiva. En este punto, Jeff Madrick conecta con la segunda de las malas ideas, la denominada Ley de Say, formulada en 1803 por Jean-Baptiste Say, principal amparo doctrinal de las políticas de austeridad.

La esencia de la Ley de Say, que Keynes llamó «la falacia de Say», es que la restauración del crecimiento económico no exige el estímulo de la demanda. Sería la oferta, la producción, la que crea su propia demanda. Una visión que sería ampliada por los economistas clásicos James Mill y David Ricardo. Say descarta, por tanto, que puedan existir reducciones de la demanda agregada, ya que todos los ahorros serán automáticamente invertidos en inversiones productivas. En algún destino habrá que colocar la liquidez, y, en consecuencia, nunca habrá desempleo, ya que el descenso de los salarios acabará determinando la ocupación de los desempleados.

No es necesaria la intervención de los gobiernos: los estímulos no consiguen sino expulsar la inversión privada. De la ley se desprende que la economía se encontrará siempre cercana al pleno empleo. No debería haber desempleo por insuficiencia de demanda. Como respuesta a esta insuficiencia caerán los precios, aumentará el poder adquisitivo de las rentas y, en consecuencia, volverá a subir la demanda hasta que el exceso de oferta quede eliminado. Todos los incrementos de producción serán absorbidos. La completa flexibilidad de precios, salarios y tipos de interés facilitará ese equilibrio entre oferta y demanda. En resumen: de hallarse en lo cierto las aproximaciones neoclásicas, no existirán excesos de producción, de ahorro o de trabajo.

Los resultados de las políticas aplicadas durante la Gran Depresión constituyen la principal refutación de la Ley de Say. Durante la Gran Depresión el desempleo fue masivo y prolongado, y la producción fue incapaz de igualar a la demanda. El secretario del Tesoro estadounidense entre 1921 y 1932, Andrew W. Mellon, confió en esa purga automática, incluidos recortes en el gasto público, y la economía se contrajo aún más hasta que las actuaciones sugeridas por Keynes, más gasto público y reducción de tipos de interés, fueron adoptadas por la administración Roosevelt, lo que facilitó la recuperación. El análisis de la economía clásica, incluidas las proposiciones de Say, ocuparon los primeros capítulos de la Teoría general de Keynes. Ello no impidió que las tesis del economista francés volviesen a inspirar la gestión de la crisis actual. Fue John Kenneth Galbraith quien dijo que la Ley de Say era el ejemplo más explícito de la estabilidad de las ideas económicas, incluso cuando son incorrectas.

La experiencia posterior a los años treinta también ha demostrado que en toda recesión se produce insuficiencia manifiesta de la demanda agregada. En algunos países de la eurozona, por ejemplo, a pesar de la devaluación salarial, el desempleo sigue siendo elevado y la demanda se muestra insuficiente para absorberlo. Pero el automatismo tampoco funciona en la asignación de liquidez a, por ejemplo, proyectos de inversión. Excesos de liquidez como los actuales coexisten con necesidades de inversión, en una situación cercana a una «trampa de liquidez», en la que la preferencia por mantener posiciones líquidas es superior a los proyectos de inversión para asignarla, con el consiguiente efecto depresivo sobre la demanda agregada. La aversión excesiva al riesgo, la falta de confianza, pueden incluso determinar que esa liquidez se refugie en activos poco rentables y productivos. La preferencia por bonos públicos con tipos de interés cercanos a cero, o incluso negativos, constituye un ejemplo cercano. Hemos sufrido estos efectos en la gestión de la crisis dentro de algunas economías, las de la eurozona de forma destacada.

Las decisiones políticas frente a la crisis han sido bien distintas en Estados Unidos y en la eurozona. Allí, los decisores políticos, desde luego su banco central, han sido más conscientes de las lecciones deparadas por la Gran Depresión. Han pesado más las recomendaciones keynesianas, en definitiva. Los norteamericanos reaccionaron rápido, adoptando decisiones de estímulo fiscal y monetario acordes con la severidad excepcional de la crisis. No se les ocurrió subir tipos de interés en plena crisis, ni precaverse de una inflación que cedía rápidamente su protagonismo a una más desconocida deflación. Más bien todo lo contrario. La reacción de las autoridades estadounidenses se atuvo a la experiencia acumulada o, si se prefiere, a lo que convenía hacer conforme a las lecciones aprendidas en el pasado.

En realidad, la verdadera heterodoxia se practicó en la eurozona, influida por planteamientos incompatibles con la estricta racionalidad económica e inspirados en buena medida en una mentalidad moralista y retributiva. La «letra con sangre entra» reemplazó a la experiencia y puso en juego la propia viabilidad de la Unión Monetaria. Hay que señalar, sin embargo, que fue en el Departamento de Economía de Harvard donde las autoridades alemanas contaron con la coartada intelectual más elaborada. Me refiero, en particular, al trabajo de Alberto Alesina y Silvia Ardagna. Para estos autores, un mayor rigor presupuestario generaría un aumento de la confianza de los inversores internacionales; esta inversión de origen foráneo serviría para paliar la insuficiencia de inversión doméstica y propiciaría el retorno al crecimiento económico. En una reunión de los ministros de Economía y Finanzas de la Unión Europea en Madrid en abril de 2010, Alesina defendió que recortes en el gasto público «amplios, creíbles y decisivos se verían seguidos de crecimiento económico». El mediador en esa relación causal sería el fortalecimiento de la confianza. Sería la investigación del Fondo Monetario Internacional la que, en el otoño de aquel año, cuestionara con mayor respaldo empírico el fundamento de esa tesis. También la evidencia demuestra, como se comenta en un artículo propio, que ha sido en la eurozona donde los resultados de la aplicación de esa política han sido manifiestamente peores que en Estados Unidos. En la eurozona, la contracción del crecimiento desplomó la recaudación, y el desplome contribuyó a un aumento importante de la deuda pública, especialmente en las economías consideradas periféricas.

La austeridad no fue precisamente expansiva. El FMI demostró que el valor de los multiplicadores fiscales (los efectos contractivos a corto plazo sobre la actividad económica de los recortes de gasto público o elevaciones de impuestos) era superior al anunciado. El trabajo de Olivier Blanchard y Daniel Leigh analizó la relación entre los errores de previsión del crecimiento y el ajuste fiscal decidido por algunos gobiernos. La conclusión a la que llegan deja poco lugar a dudas: en las economías avanzadas, las decisiones de consolidación fiscal han estado asociadas con menores crecimientos económicos de los esperados, con una intensa relación estadística y económica entre ambas. La interpretación más natural, según los autores, es que «los multiplicadores fiscales eran sustancialmente más elevados de los que implícitamente se había asumido». Con independencia de la controversia sobre los valores concretos de esos multiplicadores, sí podríamos convenir en que ahora son significativamente superiores a los existentes antes de la crisis.

Paul De Grauwe, profesor de la London School of Economics y antiguo diputado del partido liberal belga, ha aportado evidencia adicional sobre el impacto del ajuste fiscal en las economías de la periferia de la eurozona. En un trabajo publicado junto a Yuemei Ji demuestra el doble efecto de las políticas de austeridad adoptadas a partir de 2010. Además de inducir contracciones del crecimiento significativas en las economías del sur, en modo alguno compensadas por la expansión de las economías del norte, la austeridad generó una ampliación de la deuda pública sin precedentes. Se aplicó atendiendo menos al deterioro de las finanzas públicas que a los diferenciales frente a los bonos del Bund alemán en los momentos de mayor tensión en los mercados de deuda pública. Cuanto mayores eran las distancias frente a esa referencia, más intensa era la austeridad y su concentración en el tiempo. Las medidas de austeridad fueron impuestas, en algunos casos, antes de haberse acordado programas de ayuda o rescate. Fue el caso de España, sujeta a las orientaciones de austeridad a partir de mayo de 2010, a pesar de que sus desequilibrios en las finanzas públicas eran inferiores al promedio de la Unión Europea, Alemania incluida, cuando se inició la crisis. El aumento de los déficits públicos en la mayoría de las economías avanzadas fue consecuencia, en buena parte, de colapsos en la recaudación impositiva. Cuanto más duras han sido las medidas de austeridad, mayor ha sido el subsiguiente incremento en los ratios de deuda pública sobre PIB, como demuestra también De Grauwe.

El reproche a los economistas vuelve a ser comprensible a tenor de los resultados de este experimento. La distribución temporal de los ajustes estuvo lejos de la racionalidad: en plena recesión no es aconsejable llevar a cabo ajustes fiscales intensos y, mucho menos, de forma simultánea en la práctica totalidad de la eurozona.

En plena recesión no es aconsejable hacer ajustes fiscales intensos y, mucho menos, de forma simultánea en la práctica totalidad de la eurozona

El necesario respeto a las reglas de saneamiento de las finanzas públicas en el seno de una unión monetaria no debe impedir cierto sentido de la oportunidad en la aplicación de las decisiones correctivas de los desequilibrios. Especialmente en el contexto de una crisis tan severa y singular como la que sufría la eurozona. En lugar de ceñirse a la Ley de Say, o de abusar de la moralina del escarmiento, las autoridades europeas habrían hecho mejor compensando el desplome de la demanda agregada y aplicando los ajustes en momentos de recuperación de las economías, sin olvidar las reformas estructurales necesarias.
Las consecuencias sociales y políticas de esas actuaciones han sido importantes: desempleo, devaluaciones salariales y ampliación de la desigualdad son las más explicitas entre los estratos de población con menor capacidad defensiva. Las implicaciones menos objetivables no han sido menores: el ascenso de la desafección no sólo ni fundamentalmente hacia los economistas, sino, en mayor medida, hacia el propio sistema económico, las instituciones políticas o, incluso, la moneda única.

4. Recapitulación forzada

La crisis ha sido algo más que un banco de pruebas en el que verificar la utilidad de la economía, en especial, de la política económica. Se ha puesto de manifiesto que los políticos no siempre se valen del trabajo de los economistas para entender o deducir cursos de acción racionales. Con más frecuencia aún, lo utilizan para avalar decisiones basadas en prejuicios, o para legitimar opciones poco permeables a la evidencia. También se ha visto que algunos economistas académicos pueden pasar por alto los resultados de la observación empírica.

Como contrapartida, conviene destacar que, desde dentro de la propia profesión, están adoptándose diversas iniciativas que reflejan la voluntad de deducir lecciones de lo ocurrido en estos siete años. Con independencia de sus resultados concretos, esa actitud está sirviendo para, cuando menos, prestar mayor atención a visiones hasta hace poco distanciadas de las corrientes dominantes.

Es conveniente en este punto volver a la principal expendeduría de certificaciones de solvencia macroeconómica: el Fondo Monetario Internacional. Su economista jefe, Olivier Blanchard, admitía recientemente que siete años después de la emergencia de la crisis estamos todavía tratando de establecer cómo ésta ha cambiado nuestras visiones sobre las políticas macroeconómicas. Esa institución ha tomado la iniciativa de un significativo revisionismo, que se ha concretado en diversos seminarios y documentos de trabajo. Dos conferencias en 2011 y 2013 dieron lugar a sendos volúmenes de valor desigual, pero ciertamente significativos: In the Wake of the Crisis y What Have We Learned?. En los días en que se concluyen estas notas, tiene lugar una tercera, también auspiciada por el FMI , con Raghuram Rajan, Ken Rogoff, Larry Summers y el propio Blanchard como organizadores, con un enunciado no menos significativo Rethinking Macro Policy III. Progress or Confusion? Por encima de las conclusiones que de momento van formulándose, interesa la dinámica abierta, la apertura intelectual que permiten iniciativas de ese tipo.

Se han revisado varios de los prejuicios con que se enfrentó la crisis en un principio. Desde luego, ha cedido puestos la idea de mantener a toda costa una tasa baja de inflación. Esta es la cuarta de las ideas de Jeff Madrick. La evidencia sugiere la oportunidad, al menos hasta la superación de los efectos de la crisis, de atender a objetivos manifiestamente incompatibles con una inflación muy baja. Pienso, por ejemplo, en el empleo. Esa línea de revisión es especialmente pertinente si quiere evitarse, en lo que hace al desarrollo de las economías avanzadas, el peligro de un «estancamiento secular», por emplear una expresión muy usada de un tiempo acá por los académicos.

La combinación de bajo crecimiento, desempleo, baja intensidad de la inversión y tipos de interés históricamente reducidos sugiere alteraciones de cierta significación en el comportamiento de las grandes economías. Y en mayor medida cuando ello se produce en un contexto de un elevado endeudamiento y una evolución demográfica nada favorable. La noción de secular stagnation, introducida en 1938 por Alvin Hansen, el primer introductor de Keynes en Estados Unidos, ha vuelto a renovar su atractivo de la mano de académicos, como es el caso de Larry Summers de forma destacada. En un texto propio se resumían los puntos básicos y el temor a que las economías avanzadas, especialmente las de la eurozona, no vuelvan a crecer suficientemente para garantizar la proximidad al pleno empleo sin hacer uso de políticas económicas no convencionales. El riesgo de «japonización» en toda regla no está en modo alguno descartado.

Estos planteamientos no han logrado concitar hasta el momento, pese a todo, el consenso de los macroeconomistas. Pero sí han conseguido sensibilizar a los ministros de Finanzas y banqueros centrales del G-7, que en la reunión en Dresde de finales de mayo de este año convocaron a economistas como Robert J. Shiller y Larry Summers, entre otros, para discutir la virtualidad de esos escenarios de bajo crecimiento y baja inflación. La recomendación, por parte de ambos, de más inversión pública en infraestructuras ya no resultó tan incómoda a responsables económicos que hasta hace bien poco no contemplaban una aplicación tan directa de los presupuestos gubernamentales.

Jeff MadrickLa polémica ha afectado menos a la microeconomía, precisamente porque las grandes observaciones de importe empírico han sido de naturaleza macroeconómica. Con todo, el revisionismo doctrinal se extiende al conjunto de la ciencia económica, a su lugar en las ciencias sociales y a la conveniencia de romper el aislamiento en que se ha tratado de mantenerla con relación a otras disciplinas sociales. Madrick también adopta en este punto posiciones en mi opinión demasiado simplificadoras, cuestionando la dimensión científica de la economía como tal. Aparece aquí la séptima idea mala que destaca en su libro, tributaria en gran medida de la excesiva petulancia y autosuficiencia de los economistas. Sobre todo, de la deriva hacia una excesiva formalización matemática, en ocasiones meramente decorativa. De ello da fe el radicalismo de Robert Lucas, y su idea de que el análisis matemático es la única forma de hacer teoría económica: «Teoría económica es análisis matemático».

La «superioridad de los economistas» ha sido también revisada, desde un nuevo punto de vista, por Marion Fourcade, Etienne Ollion y Yann Algan en un trabajo, ya citado, de 2015. En él, se investiga sobre todo el aparente trato de privilegio que ha recibido en Estados Unidos la economía dentro del conjunto de las ciencias sociales. Los autores se centran especialmente en la autosuficiencia de los economistas, amparada en la mejor posición material que mantienen profesionalmente, ya sea en la academia o en otras actividades como, por ejemplo, las vinculadas al asesoramiento o la consultoría. Una supremacía estrechamente vinculada, según leemos, a la percepción subjetiva de autoridad: a la confianza en la capacidad analítica de la disciplina económica para abordar ella sola los problemas globales. Ello ha favorecido su incursión en la política y, en todo caso, su influencia.

En relación con ese aislamiento disciplinar resulta pertinente la afirmación de Adam Gopnik cuando, en su comentario de la biografía de Adam Smith de Nicholas Phillipson, sostiene que al «aislar La riqueza de las naciones de su otro gran libro, La teoría de los sentimientos morales, no sólo prescindimos de una de las mitades del pensamiento de Smith, sino que “lobotomizamos” nuestra propia comprensión de la realidad actual, haciendo de la economía una aislada cuasiciencia estadística en lugar de, como intentó Smith, una rama de las humanidades». Situar la sociedad en el centro de la economía es también la pretensión de quienes defienden el maridaje con otras disciplinas, como la sociología y, desde luego, la psicología, tal como ha sugerido, entre otros,  Robert Shiller a tenor de los comportamientos observados durante la crisis.

Lo que es evidente, en todo caso, es la necesidad de prestar mucha más atención a la observación empírica. A las evidencias que esta crisis ha dejado. No es sólo Madrick quien reclama que los economistas «miren más debajo del capó». Y en esta dirección de regeneración de la reflexión crítica han emergido algunas iniciativas interesantes. La más destacada, probablemente, es la que ha llevado a la creación del Institute for New Economic Thinking de Nueva York. Según sus promotores, el propósito es ampliar el debate para hacer frente a algunos de esos cuestionamientos comentados páginas atrás, reivindicando al tiempo la necesidad de una investigación que conduzca a un «nuevo pensamiento económico», esto es, a una actitud disciplinar más abierta.

El libro de Jeff Madrick ha cumplido su propósito, constituyendo, como pretendía, una «condena completa de la economía ortodoxa», con excesiva simplificación en no pocos casos, como los etiquetajes políticos de los distintos académicos que con tanta facilidad despliega a lo largo del libro. En todo caso, ha contribuido a que figuras relevantes de la profesión hayan reaccionado ante la trascendencia social que han tenido las críticas a la disciplina y a quienes la administran. Si uno pudiera completar la dedicatoria que Madrick dirige «A los economistas que hicieron bien su trabajo», precisaría que entre ellos hay no pocos ortodoxos. Pero si, además, fuera posible insertar una recomendación a los lectores, incluido el que haya resistido hasta el final de estas notas, ésta sería la de desconfiar de los economistas que nunca han tenido un momento de duda.

Bibliografía adicional

George A. Akerlof, Olivier Blanchard, David Romer y Joseph Stiglitz, What Have We Learned? Macroeconomic Policy after the Crisis, Cambridge, The Mit Press, 2014.

Olivier Blanchard, David Romer, Michael Spence y Joseph Stiglitz, In the Wake of the Crisis. Leading Economists Reassess Economic Policy, Cambridge, The MIT Press, 2015.

Paul Krugman, «How Did Economists Get It So Wrong?»

Paul Krugman, «The Profession and the Crisis»

Stephanie Lo y Kenneth Rogoff, «Secular Stagnation, Debt Overhang and Other Rationales for Sluggish Growth, Six Years On»

Emilio Ontiveros, La confianza quebrada. Los daños intangibles de la crisis (de próxima aparición en 2015).

Emilio Ontiveros, «Decepciones y escarmientos», en Maurici Lucena y Rafael Repullo (coords.),Ensayos sobre economía y política económica. Homenaje a Julio Segura, Barcelona, Antoni Bosch, 2013.

Robert J. Shiller, «What Good Are Economists»

Larry Summers, «Secular stagnation»

Coen Teulings y Richard Baldwin (eds.), «Secular Stagnation: Facts, Causes and Cures»

La comunicación empresarial y la gestión de los intangibles en España y Latinoamérica, Anuarios de Villafañe y Asociados.

Emilio Ontiveros es catedrático de Economía de la Empresa en la Universidad Autónoma de Madrid. Fundador y Presidente de Analistas Financieros Internacionales. Autor de numerosos artículos sobre economía y finanzas y de varios libros, entre ellos La economía en la red. Nueva economía, nuevas finanzas ?(Madrid, Taurus, 2001), sus últimos libros publicados son Global Turning Points. Understanding the Challenges for Business in the 21st Century (con Mauro Guillén; Cambridge, Cambridge University Press, 2012), Una nueva época. Los grandes retos del siglo XXI (con Mauro Guillén; Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2012), El rescate (con Ignacio Escolar; Madrid, Aguilar, 2013), El ahorrador inteligente (con David Cano; Barcelona, Espasa, 2014), A New Era in Banking. Landscape after the Battle (con Ángel Berges, Mauro Guillén y Juan Pedro Moreno; Brookline, Bibliomotion, 2014) y Hablando se entiende la gente. Un debate plural sobre la economía española (con Daniel Lacalle y Juan Torres; Barcelona, Deusto, 2015).

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