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Vino español

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Según leo en Internet, actualmente hay más de ciento setenta restaurantes chinos en Madrid, lo que supone un cambio espectacular para la ciudad que conocí. En los años sesenta, que yo supiese, sólo había uno, cuyo nombre no consigo recordar. Hoy está cerrado y ni siquiera Wikipedia, que lo sabe todo, se acuerda de él. Se había establecido en la calle de Valverde, muy cerca de la Telefónica, y solía tener una clientela fiel y relativamente numerosa para algo entonces tan insólito.

Precisamente, a dos pasos de allí, en el teatro Fontalba y unos años antes, yo me había enterado por primera vez de que había sitios diferentes de aquel Madrid de posguerra al que me habían traído mis padres y la negra suerte; había, por ejemplo, un lugar que se llamaba Nueva Yó, con gentes raras que «no beben por la ley seca / y sólo al que está enfermo despachan vino», como lo contaba Concha Piquer. En aquellos tiempos, el mundo, para la mayoría de nosotros, y desde luego para mí, se acababa en los Pirineos y en la raya de Portugal, y como lo que había entre medias, aun a mi corta edad, ya me había defraudado, no conseguía entender por qué el público del Fontalba se enardecía con la celebrada superioridad del vino español y me juré que algún día iría a Nueva Yó y a cualquier otro sitio en el que las cosas resultasen ser distintas de las de aquí.

A su manera, el chino de Valverde era un anticipo. Cuando por invitación de un familiar inteligente y curioso crucé sus puertas por primera vez, ya me había percatado de que, por fortuna, había otros mundos; de que estaban en éste; y de que uno podía escapar, siquiera por unos días, del tiovivo de cristal del general, que giraba y giraba siempre, cansino pero tozudo, sobre su propio eje. Sin ir más lejos, a unos pocos kilómetros de Irún, ahí estaba San Juan de Luz ,con la Maison de la Presse de la rue Gambetta, en la que podía comprarse Le Monde y Le Canard Enchaîné (luego, ya más crecido y más radical, Harakiri y Charlie Hebdo) y también comprender, al fin, qué significaba ese don de la preternaturalidad del que, según nos decían en el colegio, iban a estar dotados los cuerpos gloriosos, cuando, como guiado por un kamikaze, es decir, por un viento divino, uno abría una publicación, hasta entonces desconocida, que se llamaba Paris-Hollywood, y allí se topaba de manos a boca –es un decir: qué más hubiera querido yo– con el torso orgulloso y desnudo de Brigitte Bardot, «el sueño imposible de todos los hombres casados». Nueva Yó seguía aún distante, misterioso e ignoto, y no digamos la China; pero el chino de Valverde le permitía a uno abrir un resquicio en el telón de bambú y dejarse llevar por la imaginación a Cantón, a Shanghái, a Pekín, a Hong Kong.

Como a todo objeto de deseo, uno dotaba a esos lugares de las características que querría que tuviesen, fueran o no verosímiles, y aceptaba con la fe del carbonero lo que fuera menester para verse en ellos, por chocante que resultara. Así seguía yo al gurú que me decía que la especialidad de la cocina china consistía en aportar a la mesa platos que debían mezclarse entre sí en el propio, rematados, por supuesto, por una ingente pella de arroz: «Estos chinos son tan raros…». Y revolvía en una mezcolanza disparatada el cerdo agridulce con el pollo Kung Pao, los rollitos de primavera, las gambas con nueces garrapiñadas y el arroz tres delicias. Bendita ignorancia que me llevaba a devorar y a declararme satisfecho con algo tan improbable e insípido como lo sería el revolver unos calamares fritos con un estofado de rabo de toro, huevos esparragaos y migas cacereñas o, aún peor, con una infame poción, deconstruida y molecular, salida del laboratorio de alguno de esos divés calés a quienes el Dios del Antiguo Testamento confundirá por los siglos de los siglos, hasta la décima y la vigésima generación.

Cuando, siguiendo con la Biblia, finalmente conocí a China, es decir, la penetré y me vi dulcemente mecido en sus entrañas, mi ilusión infantil se tornó real, menos fantástica, sí, pero mucho más grata. No había allí esa cosa llamada comida china. Eso no era más que un invento, como el chop suey y el low mein de algunos cocineros chinos para no lastimar el rústico paladar norteamericano y así poder hacer negocios en San Francisco. Aún hoy, cuando uno va allí a un restaurante chino con un amigo de esa procedencia, a él le sacan una carta diferente, sólo para chinos.

La comida de verdad, la que comían los chinos en China, tenía muchas encarnaciones (al menos, ocho, que no voy a enumerar porque ya las trae Wikipedia), a menudo contradictorias como las del Visnú hindú, no en vano apodado el Restaurador. Ya me contarán qué pueden tener en común los delicados pastelillos de arroz, o los envueltos de hoja de loto, o los bollos rellenos de carne de cerdo que vocean los camareros desde sus carritos en los restaurantes de dim sum en Cantón o en Hong Kong, las grandes sedes de la cocina meridional, con las barbacoas musulmanas de Xinjiang, o con los feroces cocidos de Chengdú, o con la sopa de col fermentada de Harbin, posiblemente llegada con los rusos blancos allí refugiados tras la revolución bolchevique, o con los judíos escapados del Tercer Reich poco después, que, por si las moscas, luego se mudaron a Kobe, en Japón.

Una vez se acostumbra uno a los palillos, ya no puede poner en cuestión la inteligencia ancestral de los chinos. Que trabaje la cocina. A la mesa no deben llegar porciones que no puedan introducirse en la boca de un jalón, o que no sean deshechas con facilidad en bocados de escaso porte sobre el plato. Aquí, en Occidente, nos hacemos lenguas de los tenedores que Catalina de’ Medici puso de moda en la corte francesa a mediados del siglo XV, pero para qué demonios se necesita un tenedor si el cocinero ya se ha encargado de cortar el filete o de deshuesar al pato por nosotros. Cuando vuelvo de China y tengo que fajarme con uno de esos descomunales steaks con los que tan estúpidamente se pavonean en Estados Unidos, empiezo a pensar que tal vez haya algo de cierto en lo de la decadencia de Occidente.

Si algo de orgullo nacionalista compartía aún al llegar a China con el de la Piquer por el vino español, era un gran desprecio por el servicio de comedor à la française (lo que hoy se llama un bufé) y, sobre todo, por el más común, à la russe, cuando la comida llega emplatada individualmente y ¡ay de quien se atreva a meter la cuchara en plato ajeno! A las tapas en picadera las tenía yo por una de las pocas, si bien monumentales, aportaciones españolas al acervo cultural universal, algo así como el autogiro de De la Cierva o el submarino de Monturiol. Sabido es, empero, que Jehová abomina y humilla la soberbia de Sión.

Así sucedió en el primer banquete chino al que me llevaron y ha vuelto a repetirse en todos los demás –muchos– a los que me han invitado después. En China no hay carta ni comandas individuales; el menú se compondrá de los platos que el anfitrión, según su gusto y sus posibles, elija en unas dependencias adjuntas al comedor: acuarios por los que se deslizan con elegancia unos pescados ajenos a la que se les viene encima; si el restaurante es de lujo, jaulas con serpientes, pequeños caimanes, faisanes de plumaje caprichoso, todos ellos candidatos a la cazuela; exhibidores de aletas de tiburón o imitaciones de nidos de golondrina; sopas, diversos platos de pasta, masas rellenas, ensaladas y demás.

Los platos seleccionados pasan rápidamente a la cocina y, de allí, con un ritmo aún más vivo, a la mesa, sobre la cual se disponen en una plataforma giratoria que se mueve en el sentido de las manecillas del reloj. Los comensales esperan a que les llegue su bocado favorito y entonces se lo llevan a la boda con los palillos. Son caprichosos: una tajadita de fiambre aquí, un pastelito relleno de gambas allá, algo de verdura entre medias o alguna rajita de pepino envuelta en escarola después, esta molleja de pato o una presilla de cerdo luego, pero cada cual se queda con lo que le gusta porque, por lo general, la selección suele ser mucho mayor que la que hacemos con las tapas entre nosotros. «¿Y el arroz? ¿Cuándo llega el arroz?», le pregunto a mi vecina de la derecha con un hilo de voz viendo que pasa el tiempo y no aparece por ningún lado. «¿Arroz? ¿Qué arroz? Eso sólo lo comemos en casa cuando no tenemos nada mejor que llevarnos a la boca».

Tampoco China es ya lo que era.

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