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Una investigación sobre el horror comunista

Tres minutos

Ismaíl Kadaré

Alianza Editorial, Madrid, 2023

Traducción de María Roces González

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El sábado 23 de junio de 1934, se produjo en Moscú la llamada que ha inspirado a Ismaíl Kadaré su nueva novela, Tres minutos, finalista del Premio Booker Internacional. «Se ha determinado con exactitud el nombre de los dos interlocutores: Iósif Stalin, jefe supremo del Estado más amenazador de la época, y Borís Pasternak, distinguido escritor y a la vez malquisto por ese Estado y por su jefe», nos cuenta el principal autor balcánico vivo. Estos tres minutos de intercambio entre el Kremlin y el apartamento moscovita de Pasternak suscitaron numerosas versiones que, sin embargo, coincidían en lo fundamental: el amo y señor de la URSS había preguntado al escritor su opinión sobre el arresto del poeta Ósip Mandelshtam, quien en un epigrama se había referido despectivamente a él como «el montañés del Kremlin»; Pasternak se había distanciado de su colega caído en desgracia, y Stalin, tras despreciarle por su deslealtad, le había colgado el teléfono. Mandelshtam salió libre en esa ocasión, pero cuatro años más tarde caería víctima de la Gran Purga: fue deportado y murió de fiebre tifoidea en un campo de tránsito hacia el gulag.

Pese al desprecio del dictador, Pasternak sobrevivió al estalinismo ―por Moscú circulaba el rumor de que, cuando le propusieron su arresto, el Líder Supremo respondió: «A ese no le toquéis, que vive en las nubes»―, pero volvió a tener problemas con el régimen soviético en la era Jruschov. Consciente de que, en la URSS, su novela Doctor Zhivago jamás iba a ver la luz del día, Pasternak decidió publicarla en una editorial extranjera, la italiana Feltrinelli, en un auténtico desafío al poder. Al cabo de un año, en 1958, la Academia Sueca le proclamó ganador del premio Nobel de Literatura. Enseguida el régimen emprendió una campaña destinada a que Pasternak renunciase: fue vituperado en todos los medios y censurado por sus compañeros de profesión. Cuando las autoridades le comunicaron que, si asistía a la entrega del premio en Estocolmo, jamás volvería a entrar en la URSS, Pasternak optó por renunciar al Nobel. Luego atravesó un periodo depresivo con ideaciones suicidas y, al cabo de solo dos años, murió de un cáncer de pulmón.

«Fue una corona de terror», afirma el narrador de Tres minutos. «Borís Pasternak expiró, abatido por su premio Nobel. Poco más de medio siglo después de que el premio fuera instituido, el poeta ruso era su primera víctima». La figura de Pasternak siempre ha obsesionado a Kadaré, quien vivió la campaña contra él de bien cerca. Por aquel entonces, el albanés era estudiante del Instituto Gorki de Moscú, adonde acudían jóvenes escritores procedentes de los países en los que se había implantado el socialismo. En su novela autobiográfica El ocaso de los dioses de la estepa, una crítica al realismo socialista y a la mediocridad e hipocresía de sus autores, la figura de Pasternak resulta crucial para la trama. A lo largo del libro, el protagonista encuentra una edición en samizdat de Doctor Zhivago, ve al propio Pasternak cavando la tierra frente a su dacha cerca de Moscú, asiste a la asamblea donde los alumnos del Instituto Gorki se unen a la condena general contra el flamante Nobel e incluso se cruza en la residencia con la hija de su amante, quien, a causa de la situación, tiene los ojos encharcados en lágrimas.

La primera parte de Tres minutos es autoficcional: un escritor que acaba de volver a Albania tras estudiar en el Instituto Gorki termina una novela sobre lo vivido allí, fácilmente identificable como El ocaso de los dioses de la estepa. Sin embargo, el escritor duda sobre si entregar el libro para su publicación por tratarse de un material de riesgo, ya que Albania ha roto relaciones con la URSS y las purgas se multiplican: «Era como mantener un hermoso pájaro, pero muy peligroso, en una jaula». Sigue un relato de las inquietudes del autor por los elementos de la novela que podrían enfurecer al régimen: aparecen escritores espías, se sugiere una identificación del narrador con Pasternak, la Moscú asfixiante del libro podría verse como un trasunto de Tirana… El manuscrito circula por un universo kafkiano, habitado por censores, comités y organismos desconocidos, pero potencialmente letales, ya que si uno de ellos advierte intenciones subversivas en el texto puede ser el fin del autor. Aquí Kadaré reproduce una vez más la atmósfera de la Albania socialista: el individuo no comprende exactamente qué está sucediendo ni por qué, pero tiene la certeza de que nadie está a salvo.

Más adelante, Kadaré procede a desglosar las trece versiones de la llamada de Stalin a Pasternak, «aquellos doscientos segundos fatales en los que el ritmo de la tragedia había hecho que se tropezaran el poeta y el tirano». Entre las versiones que detalla, figuran las dadas por personajes de los círculos íntimos de Pasternak (su esposa, su amante) y Mandelshtam (su viuda, Nadezhda); pero también por autores de estudios dedicados al tema y por literatos como Ana Ajmátova o Isaiah Berlin. Sin embargo, pronto queda claro que el objetivo de Kadaré en estas investigaciones no es tanto arrojar luz sobre el desarrollo de la conversación como reflexionar acerca de la relación entre escritores y dictadores o, por formularlo a su manera, entre «el poeta y el tirano»: «El poeta y el príncipe. La comparación, más exactamente, la antigua rivalidad, vieja como el mundo, se había convertido en una suerte de tormento en el régimen comunista. Se había obviado el calificativo de “príncipe”, sustituyéndolo por “guía” o “dirigente”, pero el paradigma subsistía».

Olga Ivinskaya, amante de Pasternak, dejó escrito en sus memorias: «Creo que, entre Stalin y Pasternak, existe un notable duelo silencioso». Este pulso sordo entre el literato y el autócrata tampoco resultaba ninguna novedad en la historia rusa, y Kadaré explora algunos de sus antecedentes. El más antiguo es el registro que efectuó la policía zarista en el domicilio de Pushkin buscando el manuscrito de su poema Exegi monumentum, en el que compara su obra ―un monumento «no hecho con las manos»― con una columna más alta que la de «Alejandro». Temerosas de que el lector interpretase que la alusión no se refería a Alejandro Magno, sino al zar Alejandro I, las autoridades sustituyeron el nombre del gobernante imperial por el de Napoleón. Ya durante el comunismo, el narrador constata que Lenin, hostil a la literatura ―«¡Abajo los hiperescritores!», reza su consigna más célebre al respecto― mostraba una benevolencia insólita con Gorki y le dejaba pasar toda clase de conductas: «Los errores, los caprichos, las maneras burguesas […], la ofensa que infligía a la Rusia soviética al no regresar a su país. […] Simplemente, cada vez que se le mentaba, la mirada de Lenin se volvía de hielo».

En el caso de Pasternak y Stalin, la timorata reacción del poeta a la llamada ―ya fuese por sorpresa, por cobardía o por cualquier otro motivo― parece haber otorgado la victoria al tirano, como el Estado ruso venció al lograr que Pasternak renunciase al Nobel. Mandelshtam se convirtió en mártir por atacar explícitamente al dictador, pero las ambigüedades de Pasternak forman parte de una historia mucho más común en Europa del Este: «El tránsito de los grandes escritores de la época burguesa a la comunista se vivió dolorosamente en todos los países del campo socialista, tras la Segunda Guerra Mundial. El terror y las cárceles fueron la parte más tangible del cuadro. La otra, la de los dramas interiores, la de las rupturas y concesiones, que continúa sin ser analizada hasta el presente, ha acabado por ser la más incomprensible». Ante esta frase, cualquier conocedor de la biografía de Kadaré no puede evitar pensar en las acusaciones que, desde hace décadas, persiguen al autor por su tacticismo al tratar con el régimen de Enver Hoxha. En la eterna lucha entre poetas y tiranos, Kadaré se habría alejado de la confrontación de Mandelshtam para aproximarse al posibilismo de Pasternak.

El autor albanés se ha defendido de estos reproches alegando que debía calibrar al milímetro tanto lo que escribía como su difusión posterior «para no llamar la atención del monstruo». El tema del enfrentamiento entre el literato y la dictadura ya figuraba en su libro Invitación al taller del escritor, donde Kadaré comparaba a sus críticos con espectadores del circo romano que «contemplando al gladiador aislado, peleando en la arena cubierta de sangre, se dedican a darle lecciones de moral», y sus exigencias con «pedirle a un individuo que, de golpe, se encuentra bregando con una serpiente o un tigre […] que afronte el combate frente a frente». La vulnerabilidad que mostró Pasternak frente a Stalin no resulta ajena ni a Kadaré ni al narrador de Tres minutos, quien fantasea con recibir una llamada idéntica a la que da pie al libro, pero realizada por Hoxha: «Va a hablar con usted el camarada Enver». Este Hoxha imaginado le pregunta su opinión acerca de varios autores albaneses ―algunos encarcelados, otros en libertad― y el narrador vacila en responder. Hasta que el dictador le inquiere sobre sí mismo: «Yo, como todos, pienso escribir sobre la vida…».

Todas estas investigaciones sobre poetas y tiranos vienen envueltas en un halo de misterio, generado según el método particular de Kadaré: el suceso ―aquí la llamada de Stalin a Pasternak― se difumina, en este caso por la acumulación de versiones, hasta que la única certeza parece ser que llegó a producirse, e incluso eso se pone en duda. Kadaré también introduce transiciones bruscas entre algunos pasajes referidos a Pasternak y otros centrados en el narrador autoficcional para plantear, al tiempo que la emborrona, la posibilidad de identificación entre ambos. Todos estos procedimientos destinados a ofuscar la narración responden a la voluntad de recrear la incertidumbre exasperante que reinaba en las sociedades comunistas: «Quizá el principal rasgo de los enigmas del comunismo es precisamente su aparición donde menos se los espera». Sin embargo, el narrador de Tres minutos sugiere que hay una clave de interpretación en la literatura: «El caos campaba por sus respetos. Las palabras resultaban incomprensibles, igual que los pensamientos, por no hablar de los hechos mismos. ¿No comprende nada?, había preguntado un buen día el director Meyerhold medio en broma. Para añadir de inmediato: para llegar a comprender algo lea Macbeth».

En el trasfondo de la novela se halla la impugnación del comunismo, empezando por sus padres político y filosófico: Lenin y Marx. El narrador evoca la implacabilidad de Lenin a la hora de fusilar al zar Nicolás II junto a toda su familia e impulsar el Terror Rojo, pero es en Marx en quien se detiene como supresor de la conciencia moral: «Con solo hojear a Karl Marx se podía comprender sin dificultad que el hombre que había consagrado su vida a derrocar por medio de la violencia el orden establecido no había dedicado ni media página en sus decenas de libros al desasosiego y arrepentimiento que produce el hecho de verter sangre humana […]. Se podría decir que Karl Marx le propone a la humanidad la gran carnicería, pero sin acompañarla, al menos, de esta sencilla recomendación humana: ¡cuidado, no obstante, con el remordimiento de conciencia!». Es el propio Marx quien aplana el camino a los crímenes de Lenin y Stalin, una responsabilidad que Kadaré presenta como no depurada. Cuando un compañero letón del Instituto Gorki le predice que, un día, serán juzgados todos los terrores, el narrador se repite a sí mismo: «Incluso a Marx le llegará la vez».

En la novela, la llamada que hizo Stalin a Pasternak condensa el horror de la época comunista, la misma que el compañero del narrador define como «la más pérfida que jamás haya existido». Incluso afirma que, por el simple hecho de haberla vivido, le embarga el sentimiento de culpa: «Pienso que también tú habrás tenido ese deseo, ¿verdad? El deseo de no sentir tanta vergüenza de esta época puesto que, al fin y al cabo, habíamos pecado por culpa suya». La voluntad de expiación mueve al narrador a escribir sobre aquel tiempo, resumido en tres minutos de conversación entre el poeta y el tirano: «Fue, sí, un contacto de mal agüero, que no debió acontecer y sin embargo sucedió, para desgracia de aquellos a los que consideramos nuestros hermanos de sangre. Por eso nosotros, que algo sabemos al respecto, debemos dar testimonio de ello, incluso cuando esto resulte improbable […]. Lo mismo que él y aquellos a los que consideramos nuestros hermanos de sangre habían dado testimonio quizá por él, sin que nadie lo supiera y sin ponerse de parte de nadie. Porque el arte, al contrario que el tirano, no aspira a la piedad. Solo la ofrece».

Marc Casals es escritor y traductor especializado en los Balcanes. Es autor de La piedra permanece: historias de Bosnia-Herzegovina (Libros del KO, 2021), escribe textos sobre la región en varios medios y traduce literatura del BCMS (Bosnio, Croata, Montenegrino, Serbio) y del búlgaro.

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Destrucción del monumento a Stalin, Budapest, 1956. Imagen: Wikipedia
Destrucción del monumento a Stalin, Budapest, 1956. Imagen: Wikipedia

Ficha técnica

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