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Trump y sus republicanos

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Por fin ganó las elecciones USA la candidatura Biden-Harris y Estados Unidos se ha convertido en un país mucho menos excitante. Hasta ayer uno abría entre divertido y curioso el NYT y el WaPo a ver con qué le sorprendían esa mañana: ¿una revelación asombrosa -digamos, Trump había propuesto levantar las sanciones económicas a Irán si el líder supremo Jamenei hacía comentarios elogiosos sobre una futura Trump Tower en Teherán- y salida de una fuente por supuesto anónima con acceso supuestamente preferente a la camarilla presidencial? ¿otra tropelía del presidente que en tiempos le hubiera llevado a una penitenciaría federal? ¿la declaración de impuestos que se había negado a hacer pública? ¿infaustas salidas como la que WaPo le recordaba en octubre 7, 2016 y que a punto estuvo de costarle su candidatura presidencialEn un audio desconocido hasta entonces, Trump alardeaba de sus proezas sexuales ante Billy Bush, el presentador del programa Access Hollywood de la cadena NBC mientras ambos se preparaban para un rodaje. La conversación privada ocurrió en 2005 y el artículo de WaPo que acompañaba a su texto la calificaba de extremadamente lasciva. En un momento dado, Trump, que acababa de ver a Arianne Zucker, una actriz de la casa que estaba esperándolos, se alargó. «Tengo que usar [un tranquilizante] o me abalanzaré a besarla. Me siento inmediatamente atraído por [las mujeres] guapas. Tengo que besarlas, es como un imán. Besarlas. No puedo esperar. Cuando eres una estrella, te dejan hacerlo. Puedes hacer cualquier cosa. Cogerlas por el coño [pussy]… lo que quieras». El incidente, en una cultura tan pacata cuando quiere serlo como la de los medios USA (el diccionario Merriam-Webster, por ejemplo, no se atreve a dar la versión cañí de pussy que acabo de usar y se queda en la mejor sonante vulva), tuvo muy serias repercusiones entre los jerarcas republicanos, hasta el punto de que muchos exigieron que Trump renunciase a su candidatura en aquel mismo instante (Cf. Tim Alberta. American Carnage. On the Front Lines of the Republican Civil War and the Rise of President Trump. Harper, Nueva York 2019, pp. 369 ss).  ?.

La nueva más conmovedora la leí hace pocos días cuando alguien le acusaba de haber convertido a Estados Unidos en una kakistocracia, palabra no reconocida por el DRAE, aunque no por eso menos exquisita. Se remonta, al parecer, al siglo XVII y su uso reciente, tan pródigo, se debe a John Brennan, un antiguo director de la CIA y enemigo acérrimo de Trump. Los enterados recuerdan que es una combinación de pésimo, el superlativo de malo (????? -????????) y de gobierno ? poder (??????), es decir, el gobierno, no ya de los malos, sino de los peores. Hermosa. Espléndida. Definitiva.

Hoy, desdichamente, uno lee la prensa globalista de aquel país o la traducción en sus equivalentes españoles y añora aquellas proezas semánticas. Hoy no hay más que alabanzas al nuevo presidente, a su diverso equipo de gobierno, al inminente final de la pesadilla pandémica y de su desastrosa gestión por Trump. Bostezo tras bostezo.

No es menos cierto que las sorpresas de ayer solían dejar indiferentes a la mayoría de los seguidores de Trump y furiosos a los más enardecidos. Al cabo, según los últimos recuentos, Trump ha obtenido 74 millones de votos, en las pasadas elecciones, una cifra jamás alcanzada por ningún candidato republicano. Entre ellos se encontraba un alto número de antiguos votantes demócratas. Y muchos, en especial entre éstos últimos, le votaban no por ser el candidato del Partido Republicano, sino simplemente porque se trataba de Donald J. Trump. Los entrevistados por Muravchik y Shields en su libro sobre los demócratas de  confiaban mucho más en él que en su partido, algo que puede parecer sorprendente cuando se trata de una personalidad tan, digamos, extemporánea como la del expresidente.

¿Por qué?

Hablemos por un momento de Trump como personaje público, aunque no es fácil. La pregunta: How psychologists evaluate Trump? muestra 10.200.064 resultados en Google. Elijo uno de ellos –The Mind of Donald Trumpun texto de Dan McAdams anterior, por su fecha, al triunfo de 2016, es decir, menos susceptible de responder a la posterior ejecutoria presidencial denostada sin cesar por los medios globalistas. También porque al haber aparecido en The Atlantic comparte ese inigualable tono de progresismo teñido de high-brow que caracteriza a la publicación.

Y acierto: no hay sorpresas. «En resumen, un examen de los rasgos de personalidad básica de Donald Trump sugiere que su presidencia podría ser altamente combustible. Una de las posibilidades es que sea un presidente enérgico, activista, con una relación menos que cordial con la verdad. Podría ser un gestor abrumadoramente osado que necesita desesperadamente obtener los resultados más pujantes, más impresionantes, más brillantes, más pistonudos sin pensar en los daños colaterales que deje tras de sí. Duro. Belicoso. Amenazador. Explosivo». Poseído como lo estaba por un insondable amor a sí mismo y por sus aledañas aspiraciones al esplendor y al privilegio, Trump se vería condenado a reencarnar a Narciso y ahogarse al tratar de abrazar su imagen reflejada en el agua. Su más profundo anhelo era la promoción de su propia grandeza para que todos acabasen por rendirse a ella. Lo que no es más que una reflexión caprichosa del autor. Si McAdams fuera un orteguiano se habría dado cuenta de que el gesto trágico de Narciso no era otra cosa que el encuentro con el otro que le revelaba que no estaba solo, que le recordaba su condición aristotélica de animal social. Pero no nos metamos en dibujos.

Personalmente siento una gran desconfianza por la tendencia de tantos psicólogos sociales a atenazar la complejidad de la peripecia individual bajo unos cuantos rasgos fabulados que pueden invocarse a voluntad. Si Hegel tenía razón -y la tenía- al hacer de la lucha por el reconocimiento ajeno la clave de la autoconciencia, todos albergamos a Narciso en la nuestra, es decir, todos somos Trump. The horror, the horror. Pero, sin necesidad de invocar al amo y al esclavo more Kojève para que nos saque de ésta, el duelo entre el yo y el otro se resuelve menos épicamente en múltiples runas de suyo imprevisibles. Por más que yo me ame y quiera que los demás se rindan ante mi, mi eventual éxito se verá siempre menguado si alguien -basta con que sea uno solo- no concurra en reconocerme. Y ésa es una clave fundamental: con Trump convinieron 74 millones de votantes; conmigo no. ¿Por qué, cielos, por qué?

McAdams lo resolvía echando mano, ahora sí, aunque seguramente sin saberlo, del Hegel de Kojève: por la tendencia de tantos americanos a plegarse a su papel de esclavos. O, lo que es lo mismo, a revelar su personalidad autoritaria, tan certeramente descrita -el juicio es exclusivo de McAdams; el mío no coincide exactamente con el suyo- por Adorno y sus gregarios en un libro de menor cuantía allá por 1950.  McAdams: «Cuando los individuos proclives al autoritarismo ven amenazada su forma de vida pueden entregarse a líderes fuertes que les prometan seguridad. Como Donald Trump. Un reciente trabajo a escala nacional […] concluía que el predictor más relevante de apoyo político a Trump era un alto grado de autoritarismo». Acabáramos. Justo la interpretación dominante entre los medios globalistas. Trump era un aspirante a dictador emboscado entre unos secuaces deseosos de consentir sus caprichos. Una evidente conspiración de necios.

No sé si me estoy perdiendo, porque estas disquisiciones sobre Hegel, Adorno, los americanos y su necesidad de entregarse a las personalidades autoritarias parecen innecesariamente complejas para tenérselas con un personaje como Trump que, en una entrevista para The New Yorker, otra revista progre y high-brow (hay otras muchas que no son progres pero sí high-brow, ahí está, por ejemplo, The New Criterion), a la pregunta ¿qué define para usted a una compañía ideal? contestaba sin pararse a pensarlo ni un segundo: «un buen trasero».

Si hay algo que le interese a Trump es su deseo de ganar a toda costa en cualquier transacción. Su libro sobre el arte de la negociación no es más que una miscelánea de pretendidos triunfos. Gana siempre y cuando todos sabemos que no, él insiste en nuestra ignorancia. Así obtiene fuerzas para empezar otra vez. El ejemplo más reciente ha sido su disparatada maniobra de pretender invalidar la victoria de Biden en las elecciones recién pasadas sin tener a su favor los menores elementos de prueba. Pero Trump es incansable y no ha dejado piedra sin remover: el voto por correo; las máquinas que ayudaron a llevar a cabo los recuentos; los recuentos en varios estados; los funcionarios que validaron las elecciones en Georgia. Incluso llegó a convencer al fiscal general republicano de Texas para que pidiese a la Corte Suprema la anulación de 10,4 millones de votos favorables a Biden en cuatro estados (Georgia, Michigan, Pennsylvania y Wisconsin) sobre los que Texas carecía de jurisdicción , como dejó rápidamente claro el alto tribunal. Un nuevo y final revolcón judicial que abría paso a la reunión del Colegio Electoral del pasado 16 de diciembre donde se formalizó la victoria de Biden con 306 votos favorables. Inmediatamente después, Mitch McConnell, el líder de los republicanos en el Senado, expresaba su parabién y el de su partido al presidente electo. El próximo 6 de enero Mike Pence, el vicepresidente de Estados Unidos, que actúa como presidente del Senado, presidirá una sesión conjunta del Congreso en la que se hará el recuento definitivo de votos y se proclamará el resultado.

¿Se acabó?

Todo hace pensar que Trump seguirá negando la evidencia. Pero no se trata sólo de un berrinche personal. Como lo ha hecho notar uno de sus más conocidos valedores intelectuales, Trump tratará de que su agenda MAGA (Make America Great Again) se convierta en el programa político del Partido Republicano y « tiene un año o más para decidir si quiere convertirse en el Gran Elector del futuro candidato republicano o tratar de volver a intentarlo por segunda vez […] Para entonces el país estará harto del giro hacia la izquierda de Biden impuesto por el sector Alessandria Ocasio-Cortez de su partido». La conclusión no deja de ser una profecía; la premisa parece inescapable. Trump no permitirá dejar pasar su oportunidad sin plantear una dura batalla. Oportunidades no le van a faltar.

En el pantocrátor de los demócratas americanos a la derecha del Creador se sienta siempre Franklin Roosevelt. En el de los republicanos el Espíritu Santo es el vivo retrato de Ronald Reagan. No es que no haya habido otros demiurgos anteriores, pero hasta el propio Lincoln se difumina para los fieles de hoy ante los rasgos del GipperReagan había sido un actor de serie B, un líder sindical anticomunista y un votante demócrata en sus años de Hollywood (1937-1960). En 1940 actuó en la película Knute Rockney All American, un biopic de Rockney, el famoso entrenador del equipo de futbol de la universidad de Notre Dame, en el papel de George The Gipper Gipp, un jugador aquejado por una enfermedad mortal que desde su lecho de muerte animaba a Rockney a «ganar un partido más para The Gipper». Cuando en 1988 el Partido Republicano eligió a George H.W. Bush para sucederle Reagan le animó con el mismo latiguillo..

A lo largo de su historia reciente, al Partido Republicano se lo ha definido como el defensor del capitalismo liberal, de los grandes intereses financieros, de las clases altas y de las políticas conservadoras. Pero desde el crac de 1929 bajo la presidencia de Herbert Hoover, el republicanismo entró en crisis. No sólo los demócratas dominaron la política nacional desde 1932 hasta 1968 con el inicio de la Great Society de Johnson -una versión diminuta del Estado de Bienestar europeo-, sino que los paréntesis de Eisenhower (1952-1960) y de Nixon (1968-1974) fueron a la contra de su imagen tradicional: Eisenhower no acabó con el New Deal; Nixon remató el patrón oro, impuso una política de control de salarios y rentas e inició las políticas de Affirmative Action para favorecer a las minorías. No exactamente lo que se espera de los conservadores.

En 1964 Barry Goldwater, que ya había sido muy crítico con la política interior y exterior de Eisenhower, dio el primer clarinazo del disenso y consiguió la nominación republicana para la presidencia. A la plataforma de Goldwater la caracterizaba, ante todo, su ambición por ganar la guerra fría y, por tanto, un profundo anticomunismo no demasiado interesado por los problemas de la economía nacional, excepto en lo que tocaba a la defensa. En un momento en que el país lloraba al asesinado John Kennedy, la guerra en Vietnam estaba aún en sus inicios y se quería profundizar en la distensión con la Unión Soviética. Su fracaso fue total. Goldwater sólo ganó en seis estados: cinco del Deep South y Arizona, el original suyo. Por su parte, la dimisión forzosa de Nixon en 1974, acosado por una eventual destitución (impeachment) tras la crisis del Watergate, y la derrota de Gerald Ford ante Jimmy Carter en 1976 añadía a la aparente crisis mortal de un Partido Republicano sin convicciones, sin políticas conservadoras y con una ética geopolítica desnortada por la realpolitik de Henry Kissinger.

En 1980 Ronald Reagan, que se había ganado los laureles necesarios para ser el candidato republicano durante los 1970s, se convirtió en el nuevo presidente y, contrariamente a todas las expectativas, impuso una nueva etapa de hegemonía republicana que, con el paréntesis de Bill Clinton (1992-2000), se extendió hasta la victoria de Obama en 2008. Desde entonces el republicanismo ha pasado por una rápida trasformación ágilmente descrita por Gerald Seib, un conocido periodista del WSJ (We Should Have Seen it Coming. From Reagan to Trump – A Front Row Seat to a Political Revolution. Random House: Nueva York 2020).

Reagan sacó al Partido Republicano de la indefinición en que lo había dejado Nixon para reconvertirlo en un partido conservador a carta cabal. De hecho, la suya era en buena medida una actualización de la agenda Goldwater. Ante todo, con mucha mayor atención a las llamadas políticas de oferta –Reaganomics-: bajadas de impuestos y reducción de la intervención pública en la economía para permitir una recuperación del sector privado. En el terreno internacional, Reagan apostó por una vigorosa contención de la Unión Soviética, sin ceder un ápice en su aspiración de mantener la determinación y la hegemonía americana aun a riesgo de posibles confrontaciones militares y de un fuerte aumento de los gastos militares. Reagan siempre fue un optimista que creía en la superioridad del modelo capitalista frente al comunista y la superioridad de la democracia sobre el totalitarismo. Aunque su éxito en este campo fue de su sucesor, Reagan contribuyó decisivamente al derrumbamiento de la Unión Soviética. Finalmente -y esto es algo en lo que su aportación es menos conocida- favoreció la renovación intelectual del conservadurismo americano con su apoyo incansable a centros de investigación como Americans for Tax Reform, Heritage Foundation o Federalist Society, decisivos en campos como la fiscalidad, la cultura o la jurisprudencia.

El giro conservador fue, pues, considerable, no radical. Bajaron los tipos impositivos, pero pese a la retórica sobre la reducción del sector público el gasto gubernamental creció en más de USD300 millardos anuales, dando paso a un déficit presupuestario creciente. Más preocupante, el índice Gini comenzó a crecer notablemente, una tendencia que no se ha frenado en las décadas siguientes. Frente a la creciente divergencia que empezaba a aparecer en su partido sobre la cuestión migratoria, Reagan mantuvo siempre su actitud positiva.

Con el tiempo, sin embargo, empezaron a verse signos de que los cimientos sobre los que Reagan había reconstruido al partido mantenían a duras penas el edificio. El conservadurismo compasivo de Bush Jr., su respuesta al terrorismo islámico y su apertura a la llegada de nuevos inmigrantes hicieron crecer una frustración creciente con las élites políticas y financieras republicanas y el acercamiento al partido de sectores de trabajadores industriales y habitantes de áreas rurales y pequeñas ciudades que se veían expulsados de su tradicional cobijo demócrata abrieron una nueva época cuyo primer representante iba a ser Donald Trump.

Trump, lo he dicho aquí a menudo, no sabe muy bien qué es eso de la ideología, menos aún el conservadurismo. Valga eso lo que valga -la etiqueta populista se repite incesantemente sin entender que un concepto al que se le atribuyen ideas y movimientos tan contradictorios no puede ser una buena brújula-, Trump es un populista pragmático. Olfatea los movimientos de la opinión pública y sabe ponerse al pairo de los que afectan a los grupos sociales descontentos con el estatus quo. No comparte la visión reaganiana de la inmigración porque sabe que una gran parte de los trabajadores americanos considera a los inmigrantes como una competencia desleal en el reparto de los escasos bienes públicos con los que cuentan. No cree en el libre comercio ni en la globalización que tantos perjuicios les ha acarreado. No se le pasa por la imaginación que no pueda llevarse a cabo por medio de decretos todo aquello en lo que el Congreso no consigue romper la parálisis partidista. Es un entusiasta de la seguridad social y de Medicare y se mostraba dispuesto a ampliarlas. Ha criticado las guerras interminables en las que Bush Jr. y sus neoconservadores han metido a su país. Se ha casado tres veces. Tiene un repertorio de aventuras extramatrimoniales del que presume. Puede ser cualquier cosa, pues, pero no es un conservador al uso.

Y, sin embargo, -concluye así Seib su libro- «nada en su historial le descalificó en 2016. Más aún, mucho de él aumentaba su atractivo. Era un disruptor en un tiempo en el que muchos en su partido anhelaban precisamente eso: la disrupción».

¿Podrá seguir siéndolo? Y, si no, ¿quién recogerá su herencia?

A los republicanos les queda un gran trecho que recorrer para hallar la respuesta.

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