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Tokio

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El nombre de Tokio es relativamente reciente, pues data tan solo de la renovación económica y política iniciada por Japón en 1868. Hasta entonces se había llamado Edo. Fue allí, en Edo, donde el shogunato de los Tokugawa, una dictadura dinástica, asentó sus reales a comienzos del siglo XVII. Lo de asentar sus reales, en este caso, hace impróvida injusticia al suceso histórico. Los Tokugawa gobernaron como monarcas absolutos, pero nunca se encapricharon con ese título ni reclamaron para sí el aún más elevado de «emperador», pese a haberse comportado como tales durante casi tres siglos. El emperador o tenno, que significa soberano celeste en la lengua del país, ocupaba el Trono del Crisantemo y no podía ser otro que un descendiente, más o menos por línea directa, del emperador Jimmu que fundara la dinastía allá por 660 a. C. Jimmu, a su vez, procedía de Amaterasu, una infrecuente deidad solar femenina, que a su vez era hija de Izanagi, que a su vez… Con los mitos fundantes se sabe dónde paran, aunque no siempre dónde empiezan. En cualquier caso, nadie duda de que Akihito, el emperador actual, sea de muy buena familia.

El tenno no sólo representaba la cúspide del poder secular: era también la cabeza de la religión nacional, el shinto, y tenía la última palabra en lo referente a sus ritos. Simbolizaba, pues, la fuente de toda legitimidad y seguramente por eso para los Tokugawa, que eran gente práctica, lo mantuvieron en el exilio de Kioto, la antigua capital, sin destronarlo, evitando así las preguntas incómodas que asediaban a los fundadores de las dinastías chinas. Mientras ellos disfrutasen del poder absoluto en Edo, poco importaba a qué título.

La restauración de la autoridad imperial que dio inicio a la era Meiji en 1868 imponía la ocupación del nuevo espacio del poder y selló su decidida ruptura con el pasado inmediato con el cambio del nombre de Edo por el de Tokio (la capital del Este). El shogunato Tokugawa y su régimen (bakufu) se habían agotado por muchas razones, y no había sido la menor de ellas la llegada del comodoro Perry. En 1852, fondeó en Uruga con su escuadrón (los barcos negros del folclore japonés) y no dejó dudas sobre su intención de abrir el país, velis nolis, al comercio con Estados Unidos. Por si no lo habían entendido bien, Perry amenazó con volver y así lo hizo. En 1854 el bakufu firmó con él el tratado de Kanagawa, que abría dos puertos locales al comercio con Estados Unidos. Era el fruto de una imposición que iba a ser muy resentida en Japón, pero la actitud de sus elites ante la nueva situación resultó más inteligente que la de los chinos. Los japoneses habían visto el futuro en la primera Guerra del Opio (1839-1842) y coincidieron en que más valía adaptarse a la nueva situación definida por las potencias occidentales que resistirse –con uñas y dientes, pero sin ejércitos dignos de ese nombre– como trataron de hacer en China.

La divisa de la etapa Meiji iba a ser, pues, Civilización y Luces y, del emperador para abajo, todos trataron de adaptarse a ella, desde los cuatro grandes conglomerados (zaibatsu) que se repartieron las cumbres de la economía hasta el ejército nacional, desde los nacientes partidos políticos hasta los escritores y los artistas. La gran metáfora de Tokio en la nueva era, que diría un deconstruccionista, se llamó Rokumeikan (Pabellón de la Berrea del Ciervo): «Su construcción se inició en 1881 y concluyó en 1883 […]. Un edificio de propiedad estatal donde se reunía la crema cosmopolita. También […] un avío para mostrar al mundo que los japoneses podían ser tan civilizados e ilustrados como el que más» (Edward Seidensticker, Tokyo from Edo to Showa 1867-1989. The Emergence of the World´s Greatest City, Tokio, Tuttle, 2010).

El Rokumeikan lo diseñó, como tantos otros edificios notables de la época, Josiah Conder, un arquitecto británico de gustos eclécticos muy apropiados a las incertidumbres del momento. ¿Cómo mantener el delicado edificio de la sociedad japonesa en medio del terremoto que la sacudía? La respuesta, como lo revelarían los acontecimientos años más tarde, iba a ser muy similar a la que, en esos mismos momentos, estaba ensayándose en Prusia: la modernidad como un tinglado tecnológico, complejo y eficiente, que asegurase, con las necesarias adaptaciones, larga vida a las instituciones del poder tradicional. Los saraos del Rokumeikan, con sus lindas damiselas aún inseguras sobre sus tacones, tan inestables, y esos caballeros envarados en sus rígidos fracs, pese a los observadores livianos como Ian Buruma (Inventing Japan 1853-1964, Nueva York, Modern Library, 2004), no auguraban nada bueno.

Si yo fuera una ciudad, preferiría tener un amante menos complaciente, como Seidensticker. Es una pena que sus dos libros sobre Tokio (la edición que acabo de citar los reúne en uno solo, lo que acarrea repeticiones no por disculpables menos fastidiosas) no estén publicados en castellano. La suya es una biografía inteligente y compleja de la ciudad, en diálogo, especialmente en el primer libro, con algunos de los grandes escritores japoneses sobre sus cambios desde los tiempos del emperador Meiji. Para Seidensticker, más que la derrota de 1945, el terremoto del Gran Kanto (Kanto es el nombre de la región del sudeste de Japón donde se enclava Tokio) fue el momento decisivo en la evolución moderna de la ciudad.

Como plaga de langosta, cayó sobre ella el 1 de septiembre de 1923. En 2004, un estudio pormenorizado hablaba de 105.385 muertes confirmadas. Junto a todas esas vidas tronchadas, los fuegos provocados por el seísmo se llevaron también por delante buena parte de las casas de madera: la mayoría. A la catástrofe natural le siguió una serie de disturbios en contra de la comunidad coreana, a la que se acusaba de contribuir a los incendios, de pillaje incontrolado y, cómo no, de haber envenenado las fuentes. Los incendios tardaron dos días en ser controlados y, una vez apagados, el paisaje urbano era desolador, especialmente en la Ciudad Baja, la meseta aluvial del río Sumida sobre la que había crecido el antiguo Edo alrededor del área de Nihonbashi (todavía hoy el kilómetro cero de las distancias en Japón). Muy a pesar de su población, el terremoto de 1923 iba a ofrecer la ocasión de definir hacia dónde se orientaría el Tokio moderno.

Tanizaki lamentaba una oportunidad perdida. La ciudad de 1934, cuando escribía sus reflexiones, no se había convertido en la que él soñó como posible en 1923: «Mi imaginación me tomó la delantera. La occidentalización no ha estado a la altura de lo que yo esperaba». Si el paisaje urbano había ido a mejor, las costumbres sólo habían cambiado en la superficie. La adaptación a la modernidad sólo era epidérmica. Escribiendo por los mismos años, Kawabata llegaba a una conclusión opuesta. De paseo por la nueva avenida Showa, a veces comparada con los Campos Elíseos o Unter den Linden, «yo veía el sufrimiento de Tokio. Podría, si fuera necesario, imaginarla como un nuevo punto de partida, pero mayormente vi la aspereza de las heridas, el cansancio, una apariencia de salud triste, vacía». Tokio estaba orgullosa de los nuevos puentes construidos tras el desastre, pero, «¿por qué parece imposible levantar edificios en un estilo verdaderamente japonés?» A sus ojos, 1923 había consumado lo que a otros les parecería haber ocurrido tan solo años después, con la derrota en la Segunda Guerra Mundial: Japón se había perdido a sí mismo. Nagai Kafu no es tan conocido como Tanizaki o Kawabata. También era más viejo, y tenía una actitud más radical. En Durante las lluvias, una novela de 1931, Kafu, un asiduo de la vida nocturna y de la juerga, resumía su juicio sobre los cafés que habían abierto en Ginza después del terremoto y sobre el estilo y los nuevos gustos de su clientela: eran deplorables. Los antiguos antros habían desaparecido y se habían llevado consigo el buen gusto. Para siempre.

Seidensticker asiente. Por eso, a mi entender, la segunda parte de su libro, donde cubre los años de la era Showa (el larguísimo reinado de Hirohito), es menos apasionada, más convencional, poco afortunada. Culturalmente, insiste, 1923 no fue un buen año para Tokio. La crónica de la victoria final de Tokio sobre Edo que representó la expansión hacia la Ciudad Alta, la de las colinas del Oeste, no despertaba sus pasiones: «Hoy [1989], ese ascenso ha culminado. La Ciudad Baja, la llanura menos adinerada, daba pie para el interés durante los años de entreguerra. El centro de la cultura popular estaba allí, en Asakusa. Desde la Segunda Guerra Mundial las cosas han cambiado».

Como para Asakusa, también para Seidensticker la cultura popular era su centro de gravedad y ésa se había transformado desde 1923. De ahí que a su entusiasmo por Tokio se le notase un punto de rebeldía. «Hay algo de inevitable en que, cuando hay poco que decir del lugar que a uno le resulta particularmente grato, haya que hablar de otros que uno tiene en menos. Muchas cosas interesantes han sucedido en la Ciudad Alta y Tokio, que en el terreno cultural es hoy la Ciudad Alta, sigue siendo una de las ciudades en las que uno tiene menos excusas para aburrirse. Pero he tenido que hacer un continuo esfuerzo para evitar que se me note el enojo con la forma en que la ciudad ha decidido gastar su dinero. Si no lo he conseguido a satisfacción y se me nota a veces, especialmente en lo que se refiere a los arquitectos de fama internacional, sólo me queda esperar que lo equilibre mi afecto por sus gentes».

Me agrada la honestidad de Edward Seidensticker, pero no comparto sus consecuencias.

Otro día me explicaré.

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Ficha técnica

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