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¿Quién teme a la naturaleza humana?

LA TABLA RASA: LA NEGACIÓN MODERNA DE LA NATURALEZA HUMANA

Steven Pinker

Paidós, Barcelona

Trad. de Roc Filella Escolà

704 pp.

39 €

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Cuando Darwin planteó abiertamente en su obra La ascendencia del hombre (1871) la tesis de que nuestra especie había surgido de manera similar a cualquier otra, se desencadenó un intenso debate en torno a la concepción evolucionista del ser humano. Dos ejes fundamentales alimentaron la polémica. El primero se gestó en torno a la propuesta darwinista de que los seres humanos somos fruto de un proceso aleatorio controlado por selección natural y carente de cualquier atisbo de propósito o significado teleológico. El predominio, tras la muerte de Darwin, de un pensamiento evolutivo alternativo, de corte finalista, atestigua la resistencia a esa propuesta. El segundo surgió a partir de la discusión sobre si existe o no una naturaleza humana determinada biológicamente y sirvió para que algunos buscasen en el darwinismo la justificación natural de las diferencias de todo tipo existentes entre clases sociales, pueblos y razas. El darwinismo social de Herbert Spencer es un buen ejemplo de esta manera de pensar, que alcanzó cotas verdaderamente perversas con la legitimación teórica que hizo el nazismo de la supuesta superioridad biológica de la raza aria.

Mientras el primero de los debates suscitó la reacción de grupos conservadores que, en defensa de la religión, se oponían a las tesis darwinistas, el segundo supuso el rechazo de esas mismas ideas por parte de los movimientos progresistas de la izquierda europea y americana. La discusión en torno a la evolución se mitigó cuando la síntesis neodarwinista estableció una separación nítida entre la evolución biológica y la cultural como determinantes respectivos de la anatomía y fisiología humana, de un lado, y de la conducta, de otro. Quedó abierta así la posibilidad de compatibilizar el origen evolutivo de nuestra especie con la existencia de un ente espiritual, de un alma, responsable en último término del comportamiento humano. La Iglesia católica ha reconocido en buena medida el papel del proceso evolutivo en la génesis de las especies y sólo en Estados Unidos algunos grupos ultraconservadores protestantes, influyentes pero minoritarios, defienden posturas creacionistas. El único nubarrón que amenaza de forma seria la coexistencia pacífica entre evolución y religión proviene del intenso desarrollo, en los últimos años, de los estudios neurobiológicos sobre el origen de la mente y de la conciencia.

Más difícil fue apaciguar los ánimos en la disputa sobre la naturaleza humana, a pesar de que el neodarwinismo rebajó de entrada la posible influencia de ésta sobre la conducta. El consenso saltó por los aires a raíz del agrio debate que se produjo a finales de los sesenta y principios de los setenta en torno al papel que desempeñaban la herencia y la educación en la determinación del cociente intelectual (CI). Diversos autores, entre los cuales se encontraban científicos del prestigio de Richard Lewontin y Stephen Jay Gould, iniciaron un fuerte ataque contra los defensores de las tesis hereditarias del valor del CIUn análisis detallado de este debate puede encontrarse en la reseña de Laureano Castro y Miguel Ángel Toro titulada «¿Cociente intelectual o emocional? La inteligencia a debate», aparecida en Revista de libros, núms. 7-8 (julio-agosto de 1997), pp. 36-38, y en el capítuloVéase, por ejemplo, el artículo de Laureano Castro y Miguel Ángel Toro, «The evolution of culture: from primate social learning to human culture», en Proceedings of the NationalAcademy of Sciences, USA, vol. 101, núm. 27 (2004), pp. 10235-10240.del libro A la sombra de Darwin de Laureano Castro, Carlos López Fanjul y Miguel Ángel Toro (Madrid, Siglo XXI, 2003).. La solidez científica de buena parte de esas críticas, dirigidas en contra del mal uso del concepto de heredabilidad y de la extracción de conclusiones que no se derivan de los datos disponibles, inclinó la balanza de la polémica a favor de los críticos. Lo cierto es que ninguna postura, hereditaria o ambientalista, ni tampoco otras intermedias, se apoya en argumentos científicos rigurosos debido a la imposibilidad de efectuar experimentos con humanos provistos de un diseño adecuado.

En medio de esta polémica, Edward O.Wilson publicó su conocido libro Sociobiología: la nueva síntesis (Barcelona, Omega, 1980), en el cual defendía la necesidad de explorar las bases biológicas del comportamiento social ­animal y humano­ desde una perspectiva evolutiva. Las ideas sociobiológicas ponían en cuestión la completa autonomía de los procesos culturales con respecto a los biológicos. El grupo antibelicista de científicos radicales de la izquierda norteamericana denominado Science for the People recibió estas propuestas sociobiológicas con una crítica durísima, acusándolas de servir de apoyo a posiciones ideológicas de carácter ultraliberal y de poseer claras connotaciones racistas. La muy poco consistente tesis de Wilson de que parte de las diferencias culturales entre grupos humanos podían deberse a diferencias genéticas entre los mismos, aparecida en su libro Genes,Mind and Culture (Cambridge, Harvard University Press, 1981), escrito en colaboración con Charles Lumsden, no contribuyó precisamente a relajar los ánimos. Wilson, científico brillante pero poco beligerante en cuestiones políticas, decidió abandonar estas investigaciones, concentrándose en la defensa de la biodiversidad y convirtiéndose en poco tiempo, de forma un tanto paradójica, en un líder para los movimientos ecologistas.

A pesar del frenazo que supuso para la sociobiología humana la renuncia de Wilson a proseguir sus estudios, su enfoque fue recogido en los años noventa por dos disciplinas de parecidos planteamientos: la ecología del comportamiento humano y, sobre todo, la psicología evolucionista. La primera sostiene que los seres humanos se comportan básicamente como actores racionales que tienden a maximizar su eficacia biológica adaptándose al medio concreto en que viven. En otras palabras, los individuos funcionan como si existiese un genotipo único humano que nos dota de una mente capaz de desarrollar diferentes tipos de cultura en función de los distintos ambientes. La segunda ­la psicología evolucionista­ defiende también una naturaleza biológica común a todos los seres humanos, pero con un papel más activo de los mecanismos innatos en la génesis de la cultura. La mente humana se habría configurado ­durante el período pleistoceno­ a partir del desarrollo de módulos cognitivos de carácter específico que funcionan como adaptaciones al modo de vida cazador-recolector de nuestros antepasados. El objetivo es determinar cuáles son esos módulos y cómo influyen en la cultura de los distintos grupos humanos actuales. Para los psicólogos evolucionistas, el problema no consiste en explicar la diversidad cultural, sino en servirse de ella para indagar qué clase de mecanismos psicológicos la han hecho posible.

La transformación experimentada por el proyecto sociobiológico ha favorecido una investigación más rigurosa y con menos carga ideológica de la relación entre naturaleza, cultura y evolución, en la que, además de las nuevas perspectivas ya mencionadas, se han consolidado otras,como las teorías coevolutivas de Robert Boyd y Peter Richerson o las de Luigi Luca CavalliSforza y Marcus Feldman, que ponen el énfasis en la idea de que para entender la conducta humana es necesario tener en cuenta que las culturas funcionan como auténticos sistemas de herencia, provistos de autonomía con respecto al genético, de manera que cada rasgo cultural es fruto de la interacción entre ambos sistemas. Algunos autores, como Susan Blackmore o Robert Aunger, han ido aún más lejos desarrollando una visión evolucionista de la cultura en la cual los caracteres culturales o memes, según la expresión de Richard Dawkins, compiten como replicadores culturales al margen de los genes por ver cuál logra propagarse mejor en las mentes humanas. Sin embargo, por el momento las tesis meméticas resultan más atractivas como replicadores culturales que fructíferas como teorías científicas. Podría decirse, por tanto, que a día de hoy el paradigma dominante en las ciencias de la conducta es una mezcla de las tres perspectivas anteriores: la ecológica, la psicológica y la coevolutiva.

¿SE HAN CALMADO REALMENTE LOS ÁNIMOS?

Steven Pinker, prestigioso psicolingüista que ha desarrollado la mayor parte de su carrera científica en el MIT, aunque en la actualidad imparte docencia como «Johnstone Professor» de Psicología en la Universidad de Harvard, contesta a esta pregunta que no en su último libro, The Blank Slate (Hammondsworth, Penguin, 2003), traducido al español como La tabla rasa: la negación moderna de la naturaleza humana. Los seis libros que ha publicado, entre los que destacan el Instinto del lenguaje (Madrid,Alianza, 1996) y Cómo trabajala mente (Barcelona, Destino, 2004), han ido convirtiéndolo poco a poco en uno de los divulgadores científicos de mayor éxito y en un acreditado defensor de los principios de la psicología evolucionista. Aunque consciente de que el debate naturaleza versus educación puede considerarse agotado y de que ha dejado paso a un estudio más sereno de la interacción entre genes y cultura rico en nuevas hipótesis y planteamientos, Pinker manifiesta en el prefacio de su libro que su intención es hacer una defensa inequívoca de aquellos autores que todavía hoy sufren críticas durísimas por el simple hecho de sugerir que la herencia puede desempeñar algún papel en la génesis de la conducta y el pensamiento humano. El problema proviene, según Pinker, de que cualquier propuesta que avale una organización innata para la mente es atacada sin miramientos no por el hecho de que pueda ser errónea, sino porque se considera un pensamiento cuya concepción es inmoral, tal y como ocurría en las polémicas de los años setenta. Con sus propias palabras: «Mi objetivo en este libro no es defender que los genes lo son todo y la cultura no es nada ­nadie cree tal cosa­, sino analizar por qué la postura extrema ­la de que la cultura lo es todo­ se entiende tan a menudo como moderada, y la postura moderada ­a saber: que en la mayoría de los casos la explicación correcta surgirá de una interacción compleja entre herencia y ambiente­ se ve como extrema». Recalca Pinker, con razón, que reconocer que la naturaleza humana desempeña un papel en la determinación de la conducta no implica, desde un punto de vista lógico, los resultados negativos que tantos temen. Incluso va más allá y aboga por la tesis ­siguiendo la optimista sentencia de Chéjov: «El hombre será mejor cuando se le muestre cómo es»­ de que la influencia que pueden tener las nuevas ciencias de la naturaleza humana encabezando la marcha hacia un humanismo realista e informado biológicamente puede resultar beneficiosa en el afán de alcanzar una sociedad mejor.

Para lograr su propósito, Pinker construye a lo largo de las seis partes en que se estructura el libro tres argumentos principales. En las dos primeras expone como idea central su diagnóstico sobre los motivos que han llevado a considerar inmoral y perniciosa toda referencia a la naturaleza humana. El segundo argumento, visible en buena parte de la obra y muy especialmente en la tercera y en el capítulo final, sostiene que la nueva concepción de naturaleza humana que se propone, basada en los enfoques de la psicología evolucionista ­el libro está dedicado a cuatro de sus más distinguidos representantes­, resulta no sólo necesaria, sino también menos peligrosa y revolucionaria de lo que parece. Por último, defiende en las partes cuarta y quinta la tesis de que esta concepción evolucionista del ser humano puede aportar nuevas hipótesis y conceptos sobre la evolución del lenguaje, el pensamiento, la vida social y la moral, además de iluminar eficazmente importantes aspectos conflictivos en el ámbito de los estudios sobre política, violencia, género, educación o arte. A continuación, desarrollaremos por separado cada una de sus propuestas, haciendo una valoración crítica de las mismas y esbozando en ocasiones una reflexión alternativa que, siendo respetuosa con los presupuestos evolucionistas que maneja Pinker, conduce a conclusiones diferentes.

LA HIPÓTESIS TRINA

Pinker defiende la idea de que la cultura occidental trabaja con un concepto de naturaleza humana que funciona casi como una doctrina religiosa construida a partir de tres elementos. El primero es la teoría del filósofo Locke de que la mente funciona como una pizarra en blanco ( blank slate), una tabula rasa que se moldea completamente por la experiencia. Los individuos carecen de capacidades y rasgos de personalidad innatos, y son la educación, la cultura y la sociedad en que vive las que configuran su mente. El segundo proviene de la idea rousseauniana del buen salvaje, según la cual el hombre es por naturaleza esencialmente bueno y su perversión proviene del influjo negativo que ejerce sobre él la propia organización social en la que se halla inmerso. El tercer elemento sobre el que se ha construido ese rechazo hacia la naturaleza humana tiene mucho que ver con el dualismo cartesiano y la tradición religiosa judeocristiana que separa claramente el cuerpo y el alma. Se trata de lo que Pinker denomina ­siguiendo a Ryle­ el espíritu en la máquina, que proclama que la parte más importante de nosotros es independiente de nuestra biología y posee un carácter inmaterial.

Una vez identificado el problema, Pinker critica con habilidad cada uno de estos principios desde el conocimiento que aportan las modernas ciencias cognitivas. Frente a la idea de la tabula rasa defiende la existencia de un cerebro modular condicionado por la existencia de tendencias innatas, de valores biológicos de placer/displacer ligados al sistema límbico hipotalámico ­claves en los procesos de aprendizaje­ y de mecanismos psicológicos surgidos para resolver problemas concretos tales como la elección de pareja, la adquisición del lenguaje, las relaciones familiares o la cooperación, a los que han tenido que enfrentarse durante miles de años nuestros antepasados: de un cerebro, en fin, moldeado por selección natural tras un azaroso proceso evolutivo. Frente al buen salvaje de Rousseau opone Pinker la evidencia abrumadora en favor de una naturaleza humana en la que coexisten tendencias innatas que propician el altruismo, la cooperación o el cuidado parental con otras que respaldan la desconfianza, la agresividad y el comportamiento egoísta entre seres humanos. Por último, al espíritu en lamáquina contrapone los recientes estudios neurobiológicos sobre la conciencia, que permiten alumbrar, a partir de la lógica evolucionista, una teoría científica sobre el origen de la mente como propiedad emergente de nuestro cerebro. Culmina Pinker su argumento con una crítica agresiva de aquellos personajes que se han opuesto a cualquier intento de modificar la doctrina dominante, que unifica bajo el nombre de Tabla Rasa, ya que, de los tres elementos que la configuran, parece ser éste el más decisivo. De pronto, el texto deja de ser aceptable y, por momentos, excelente divulgación científica, para convertirse en acerbo panfleto armado de todos los artificios retóricos con el fin de desacreditar a sus rivales. Resulta especialmente belicoso y, en nuestra opinión, injusto con algunos científicos que, como los mencionados Lewontin o Gould, han atacado la falta de rigor de determinados intentos de la sociobiología por introducir una perspectiva evolucionista en la investigación del comportamiento humano.

Compartimos plenamente su propuesta de que las ciencias humanas deben asumir las tesis de la biología evolutiva actual ­máxime en el ámbito cultural europeo, donde cualquier referencia biológica es desechada sin miramientos por reduccionista­ y reflexionar, cada una dentro de su ámbito, desde esa referencia fundamental sobre nuestro origen. Coincidimos con Pinker en que el rechazo visceral a todo lo que supone la noción de naturaleza humana ha hipotecado gravemente las explicaciones procedentes de esas ciencias. Sin embargo, discrepamos del modo en que explica Pinker el origen de ese recelo ante lo biológico, muy especialmente de su hipótesis de la Tabla Rasa que fuerza una sinergia difícil de encajar entre la tabula rasa, el buensalvaje y el espíritu en la máquina.

El error principal de Pinker se produce al considerar que el dualismo cartesiano implica la ausencia de restricciones innatas sobre el alma, la cual se comportaría, por tanto, de manera muy parecida a una tabula rasa como la descrita por Locke. Sin embargo, el dualismo cartesiano del espíritu en lamáquina, por su defensa del innatismo, no sólo no se lleva bien con la tabula rasa de Locke en términos epistemológicos, sino que supone una concepción infinitamente más determinista de la naturaleza humana que la defendida por los sociobiólogos más extremistas. En efecto, el mecanicismo del siglo XVII apenas vislumbraba la posibilidad de pensar el libre albedrío, obsesionado como estaba por fantasías de animales/hombres máquina. Probablemente no haya existido ninguna época más preocupada por una naturaleza tan matemáticamente inexorable y fatalista como la que se manifiesta en las obras de los pensadores del Barroco . Realmente, el espíritu en la máquina es una metáfora para poder pensar al mismo tiempo la máquina ­una naturaleza humana percibida como terrible amenaza para la libertad y la salvación del alma­ y la responsabilidad personal. Por ello, tanto el dualismo cartesiano como su original modelo judeocristiano no sólo son clamorosamente incompatibles con la tabula rasa, entendida como la maleabilidad radical de la mente humana, sino que representan justamente la afirmación más contraria a la misma, a saber: una condición humana pesimista, envenenada y corrompida por las pasiones, la culpa, el pecado y el mal. De ahí el escepticismo que nos embarga como lectores a la hora de pensar la tabula rasa y el espíritu en lamáquina como responsables solidarios, simbióticos, de la negación de la naturaleza humana a lo largo de los últimos siglos. Además, Pinker parece olvidar que, si bien el tercer elemento que maneja ­el buen salvaje de Rousseau­ ha ejercido una enorme influencia sobre el paradigma moderno, lo ha hecho de manera compartida con el homo homini lupus de Hobbes, el cual ha servido para santificar en nombre de una supuesta naturaleza humana todo género de servidumbres y sumisiones en pueblos e individuos. Para bien y para mal, en la modernidad coexisten ambos imaginarios a la hora de legitimar el orden/desorden social.

EL MIEDO A LA NATURALEZA HUMANA

Sostiene Pinker que la Tabla Rasa se comporta como una doctrina que sirve de justificación racional del sentido de la vida y de la moral ilustrada y que, por ello, las ciencias de la conducta que asedian los principios sobre los que se asienta dicha teoría son percibidas como peligrosas. La preocupación que comporta la introducción de la naturaleza humana la resume en cuatro temores: el miedo a que la discriminación se justifique, si se acepta que las personas son diferentes de forma innata; el miedo a no poder mejorar la condición humana, si las personas son inmorales de forma innata; el miedo a que no pueda responsabilizarse a la gente de sus actos, si las personas son producto de su biología, y el miedo a que por eso mismo la vida carezca de un sentido y propósito superior. Pinker analiza cada uno de esos miedos y muestra con habilidad que en todos los casos los temores se fundamentan sobre una falacia lógica; en otras palabras, que de los supuestos no se siguen esas implicaciones y que aceptar la naturaleza humana no tiene que suponer un riesgo para nuestra moral. Aunque no se esté de acuerdo con su explicación sobre el origen de esos miedos, es indudable que Pinker tiene razón: conocer cómo somos carece de valor normativo sobre nuestros valores morales y, además, puede ayudarnos a entendernos mejor. Por ello, no podemos sino compartir su denuncia sobre la necesidad de terminar con ese rechazo sistemático de todo aquello que suene a biológico.

No obstante, Pinker va más allá y defiende que lo que debería realmente darnos miedo es la insistencia de algunos en negar la naturaleza humana. Para dar fuerza a su afirmación pretende demostrar que el éxito o el fracaso de muchos fenómenos socioeconómicos surge como resultado de su adecuación o no a la naturaleza humana. Se trata, por ejemplo, de mostrar cómo los regímenes comunistas se habrían estrellado por su ingenua creencia en la maleabilidad radical de las conductas ­la tabula rasa­ contra la protesta de una sustancia humana irreductible a los ideales comunistas. En palabras del sociobiólogo Wilson, el marxismo sería una teoría magnífica, pero aplicada a una especie equivocada; y, en versión pinkeriana, la ambición de rehacer la naturaleza humana convirtió a sus líderes en déspotas totalitarios y en asesinos de masas. De esta guisa, la barbarie totalitaria se transmuta, por razones discursivas, en exquisita inopia socrática: la atrocidad es ignorancia. O, en el lado positivo, Pinker no esconde su entusiasmo por el modo de vida americano cuyo éxito procede de su admirable compatibilidad con todo aquello que las ciencias cognitivas, neurológicas, genéticas y psicoevolutivas han mostrado sobre la naturaleza humana, eliminando de paso cualquier recelo ante nuestra herencia biológica.

Pensamos, sin embargo, que las cosas son un punto más complicadas. Lo poco que sabemos hasta el momento sobre la condición humana parece, para bien y para mal, compatible con manifestaciones culturales tan diversas como las frecuentes guerras entre los yanomamö, la caridad cristiana, los grandes imperios hidráulicos de la antigüedad, el estalinismo, el nazismo, el capitalismo liberal que condujo a la crisis del año 1929, y su corrección keynesiana que alumbró el Estado del bienestar. Por ello, nos parece poco razonable buscar el éxito o el fracaso de determinados movimientos sociales o políticos en argumentos relacionados con la existencia en los mismos de un déficit epistemológico sobre los límites de nuestra naturaleza.

LA PERSPECTIVA EVOLUCIONISTA
 

La tercera línea argumental que maneja Pinker, y la más interesante desde un punto de vista estrictamente científico, hace referencia a la necesidad de utilizar ­y de incrementar­ nuestro conocimiento sobre la naturaleza humana para elaborar un marco teórico más rico que pueda servir de punto de partida para la investigación y la reflexión en las ciencias humanas. Frente a las tesis sociobiológicas iniciales de Wilson, defendiendo que una parte de las diferencias culturales entre grupos humanos podían deberse a diferencias genéticas, habría que explorar qué tienen en común las distintas culturas, para poder así definir un conjunto de universales humanos que fuesen el reflejo de una naturaleza humana compartida. Se trataría de averiguar los mecanismos cognitivos que han evolucionado en la mente de nuestros antepasados durante el proceso de hominización y en qué forman moldean la vida sociocultural de los grupos humanos.

Constituye un acierto de la obra la presentación actualizada de las explicaciones biológicas ­y la revisión crítica que hace de otras concepciones alternativas tradicionales­ sobre la evolución de algunos rasgos esenciales del ser humano, como son su capacidad para la cognición y el lenguaje, el razonamiento, la vida social o el comportamiento moral.A partir de ese conócete a ti mismo, Pinker especula sobre las repercusiones que dicho conocimiento puede tener para mejor comprender y organizar aspectos esenciales de nuestra vida que dependen directamente del mismo. Se abre así la posibilidad de iluminar aspectos de nuestra vida tan diversos como las relaciones sexuales y familiares, la violencia, la educación, las diferencias de género, los medios de comunicación o las artes, por citar algunos. Consigue Pinker presentar de forma amena un conjunto de datos, hipótesis y especulaciones que están siendo objeto de estudio en ámbitos especializados de las ciencias de la conducta, sobre todo en el mundo anglosajón, y que resultan bastante desconocidas para un lector de formación humanista, lo que acrecienta su interés. El único problema radica en que no siempre queda claro cuándo las ideas que propone son hipótesis de cierta entidad, avaladas por datos rigurosos, y cuándo son especulaciones y ocurrencias más o menos ingeniosas de Pinker o de otros autores que, pudiendo ser ciertas, distan mucho de haber sido siquiera parcialmente contrastadas.

Por ejemplo, el apéndice del libro recoge una lista de universales humanos, elaborada por Donald E. Brown en 1991, a los que se han añadido otros nuevos incorporados desde entonces. El problema con los universales es que Pinker tiende a convertirlos sin mayor discusión en evidencia fehaciente de la presencia en nuestro cerebro de unos supuestos mecanismos cognitivos que los explican. Sin embargo, para demostrar la evolución por selección natural de un determinado rasgo presente en las culturas humanas no basta con ser capaz de imaginar una historia en clave adaptacionista sobre su origen, al modo de las just so stories de Rudyard Kipling: hay que probar si existe variabilidad genética para el carácter y debe analizarse la relación de éste con la eficacia biológica en el ambiente ancestral en que se movían nuestros antepasados, lo cual de por sí complica tanto las cosas que obliga necesariamente a extremar la prudencia. Una cosa es investigar la naturaleza humana y otra darla por supuesta.

Lo que menos nos gusta de esta parte radica en la insistencia de Pinker en proponer un mismo esquema de razonamiento retórico que termina por ser molesto para cualquier lector avezado. En efecto, primero se critican con sensatez y eficacia los tópicos de la corrección política que pretenden negar la existencia de ciertos rasgos inscritos en nuestra naturaleza, como el carácter a menudo violento de la misma o las naturales diferencias de género. Se señala que la tabula rasa, latente en psicología y en ciencias sociales, tendría la máxima responsabilidad epistemológica en tales desviaciones. En segundo lugar, se presentan los respectivos universales psicobiológicos, aceptándolos como probados y advirtiéndonos de su inexorable alcance: difícilmente existirá una sociedad no violenta, o las mujeres (y los hombres) nunca podrán escapar a su condición. A continuación intenta demostrarse que la sociedad occidental es la organización social que más y mejor minimiza los posibles efectos negativos de estos universales sobre el destino de nuestra especie. Finalmente, se elige un chivo expiatorio que convierta la responsabilidad epistemológica de la tabula rasa en culpabilidad histórico-social: siguiendo el ejemplo, ingenuos pacifistas o resentidas archifeministas aparecen como responsables de tales desvaríos.

Pinker considera que ha llegado el momento de sustituir el modelo estándar de las ciencias sociales, en expresión de Leda Cosmides y John Tooby, por otro alternativo elaborado a partir de la psicología evolucionista. El modelo estándar remite a una concepción de las ciencias sociales según la cual lo social sólo puede explicarse por lo social, lo cultural por lo cultural, y no por variables más profundas de orden psicobiológico. Pinker rechaza esta concepción y sugiere que debemos indagar cómo condiciona la naturaleza humana el funcionamiento de la mente, algo que resulta indispensable para entender la génesis y dinámica de los cambios culturales y sociales, ya que ciertamente sin naturaleza no existe cultura.

En nuestra opinión, el error que muestra el modelo estandard, con su hipóstasis de una esfera sociocultural autónoma, casi ajena a la actividad empírica de los individuos, se produce por su negativa a percibir los anclajes de los imaginarios sociales en la naturaleza psicobiológica humana y, muy especialmente, en los eficaces sistemas de aprobación/reprobación de la conducta que resultan imprescindibles para el funcionamiento de las culturas como sistemas de herencia 2 . En efecto, si se prescinde de este anclaje parece como si las racionalidades sociales se reprodujesen mágicamente en una esfera autónoma al margen de las mentes de los hombres. En la actualidad parece que estamos en disposición de reconocer no sólo parte de los universales psicobiológicos reivindicados por Pinker, sino también el carácter biológico de unas racionalidades humanas empapadas en múltiples, y a veces contradictorios, deseos y emociones. En todo caso, ya no es de recibo ningún planteamiento que, en nombre de cualquier antirreduccionismo biológico, se niegue a pensar, afrontar y asumir el origen y el carácter biológico, o vital, si se quiere, de la razón misma como estrategia filogenética para optimizar nuestras expectativas de supervivencia.Algo que, por cierto, Ortega y Gasset denominaba con tanto esmero como descaro la razón vital o la vida funcionandocomo ratio.

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