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Sin rumbo

Avoiding the Fall: China’s Economic Restructuring

Michael Pettis

Washington DC, Carnegie Endowment for Int’l Peace

260 p.

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No sé qué piensa Xi Jinping de sí mismo, no estoy en su cabeza. En la mía, sin embargo, se destaca cada vez más como un nacionalista irredento a fuer de comunista.

Pero ¿no es Xi, ante todo, el secretario general del PCC? Su cargo de presidente de la República Popular no se debe a la elección de sus conciudadanos sino a su designación por los órganos de su partido. Formalmente fue elegido por el Congreso Nacional del Pueblo, pero a esa corporación que dice representar al pueblo chino sólo concurren miembros del partido. Su legitimidad popular es de cartón piedra. Bajo la actual constitución, Xi o quienquiera que pudiese sustituirle es y será, pues, una criatura del partido: comunista antes que fraile.

Pues no exactamente. Xi tiene más de nacionalista irredento que de comunista. Se ha insistido mucho últimamente en su deseo de rivalizar con Mao, pero en el fondo Xi no es maoísta. Si algo definía al Gran Timonel era su inconmovible fe en la utopía del comunismo como aquella sociedad sin división del trabajo, sin estado y sin clases que estaba convencido de poder alcanzar en el tiempo de su vida. Por comparación Xi es un agnóstico.

Su meta es otra: convertir a China en una comunidad próspera o una sociedad de prosperidad común, que de ambas formas las llama. Pero nunca se compromete a definirlas con exactitud; menos aún les marca hitos: por ejemplo, conseguir un nivel X de PIB per cápita en tal fecha o cualquier otra métrica comprometida. La fantasía de Mao en 1957 de sobrepasar en quince años a Gran Bretaña se ha cumplido hace ya tiempo, pero el ideal comunista se ha esfumado. Ni en China ni en el seno del partido se habla de lucha de clases. La contradicción principal tiene hoy una dimensión geopolítica. El rasgo que mejor define los deseos de Xi es nacionalista: convertir a China en un espejo de comunidad próspera donde las naciones del mundo querrían ver reflejada su imagen. En definitiva, una puesta al día del pasado imperial y de su régimen tributario.

No es, pues, al comunismo como fin de la historia a lo que se aferra Xi, sino a algo más limitado: al partido comunista como aparato de poder. Ante todo, porque el partido es la fuente de la legitimidad histórica de su régimen. De ahí, de la necesidad de acoplarla a los nuevos tiempos, brota seguramente el anuncio del Politburó (18 de octubre pasado) de publicar una nueva versión de su historia que, sin duda, tratará con mayor lenidad los crímenes de Mao y se olvidará de las censuras de Deng al poder unipersonal.

Pero, en definitiva, el partido no es más que un instrumento. Bien afilado, pero instrumento al cabo. Desde 1949 ha aprendido a imponer con eficacia y con una represión implacable cuando lo consideraba menester los planes de sus dirigentes que, a falta de sanción democrática, necesitan anticipar las expectativas cambiantes de su sociedad y acertar en el diagnóstico.

En política económica que es, al cabo, donde tienen que alinearse los deseos con la escasez, Xi ha mostrado serias dificultades para definir con claridad su línea general y anda aún buscando cómo y dónde apuntalarla. Por más que cada cierto tiempo apareciesen  nuevas versiones de su contenido, Xi no acabó de perfilarla durante su primer quinquenio.

A falta de una etiqueta mejor, a sus primeros años se los reputó como de nueva normalidad. Lo normal, al parecer, consistía en integrar y justificar la pérdida de velocidad de la economía, que se mantuvo estacionaria en un 6-7% entre 2013 y 2017 y se ve asediada hoy por un previsible descenso adicional tras la eclosión del virus de Wuhan.

El objetivo de la nueva normalidad se resumía en una respuesta práctica y contundente a la estrategia de reequilibrio económico propuesta por muchos analistas. A mi entender, la mejor síntesis del reequilibrio se encuentra en un libro de Michael Pettis aparecido justo al tiempo de la llegada de Xi a la cumbre (Avoiding the Fall: China’s Economic Restructuring, Carnegie Endowment for Int’l Peace: Washington DC 2013). Sigamos su argumento.

La Gran Recesión 2008-2009 pilló de sorpresa a los dirigentes chinos que respondieron con el programa de estímulo conocido como el Plan de los 4 Billones (en moneda local). Su consecuencia imprevista fue enraizar el modelo de crecimiento sobre un colosal volumen de inversión financiada por deuda emitida por la banca oficial y, más tarde, por la banca opaca. Esa opción tenía su reverso: el igualmente sorprendente y rápido descenso de la participación del consumo en el PIB.

Era un fenómeno relativamente nuevo. Entre 1990 y 2002 la renta de los hogares había estado entre 64 y 72% del PIB. El punto más alto se alcanzó en 1992 pero, a partir de ahí, se inició un descenso hasta el 66% en 2002 que más tarde acabaría por situarse establemente en torno al 50%. ¿Cómo explicar esa brutal caída porcentual si se tiene en cuenta que durante ese período el consumo y la renta de los hogares crecieron en torno a 7-8% anual?

La clave del misterio reside en los enredados mecanismos que han creado un descomunal flujo de subsidios poco perceptibles pero muy eficaces para la industria, las infraestructuras y la construcción. Fueron esos sectores los que estimularon -y siguen en ello- un gran aumento del empleo y, al tiempo, enormes beneficios para los inversores privados y, aún más, para el sector público (SASAC -el conjunto de empresas estratégicas en manos del gobierno central- y SOEs, empresas también públicas, pero propiedad de los gobiernos locales y otras instituciones públicas).

Las transferencias circulan por tres cauces. El primero, la migración rural a las ciudades que aumentó exponencialmente el mercado de trabajo y mantuvo bajos los salarios por la competencia entre los nuevos trabajadores. Recuérdese además que la creación de sindicatos independientes era y sigue siendo ilegal y que la existencia del hukou excluía a los recién llegados de la de por sí escasa red de asistencia social en su nuevo lugar de residencia. Esos límites redujeron brutalmente la capacidad de consumo y constituyeron un enorme subsidio para sus empleadores. Quien haya leído El Capital recordará que allí se le daba un nombre más preciso: plusvalía.

El segundo cauce es, posiblemente el decisivo: la represión financiera, es decir, la diferencia entre el tipo de interés que reciben los ahorradores por sus depósitos bancarios y el que pagan a la banca quienes obtienen créditos. Pettis calculaba que, con unos tipos de interés tan dispares -entre 4 y 7 puntos inferiores al crecimiento real del PIB- la diferencia a favor de los grandes beneficiarios del crédito (empresas públicas y privadas) pudo estar entre 3 y 8% anual. «Las empresas chinas se comportan como si el capital y no el trabajo fuera el más barato de sus recursos. Tienen razón. El trabajo puede ser barato, pero el capital les sale gratis». Se crea así un impuesto -gigantesco al tiempo que encubierto- sobre la renta de los hogares que se presenta al cobro todos los meses cuando los chinos ingresan sus ahorros en la cuenta del banco.

Finalmente, el comercio internacional. En 2007 el superávit comercial de China en relación con el PIB mundial llegó a un punto álgido. La clave había que buscarla en la balanza comercial. La producción que el consumo nacional no podía absorber se colocaba en el exterior, especialmente en Estados Unidos y la Unión Europea, cuyas economías no bastaban para satisfacer los deseos de sus propios consumidores. O, de otra manera, la demanda internacional contribuía a mantener la baja tasa de consumo en China. Adicionalmente, la devaluación que el gobierno chino imponía a su divisa actuaba también como otra tasa adicional. Todos los hogares chinos que compraban bienes o servicios importados, es decir, todos menos los que sobrevivían en una economía de subsistencia, la pagaban.

No había, pues, una urgente necesidad de frenar la economía china a pesar del desequilibrio entre producción y consumo o, lo que es lo mismo, había razones para que el modelo chino se sostuviese… mientras lo hicieran esas enormes transferencias al sector empresarial. Pero eso no era posible en una economía al ralentí. Que era lo que sucedía bajo Xi.

Vista de esta forma, la economía china adolecía de un profundo desequilibrio entre su necesidad de ahorro para mantener inversiones crecientes y baratas y la escasa capacidad de consumo real de las familias, impuesta por una parca red de asistencia social, la represión financiera y el superávit de la balanza comercial

Con la palabra desequilibrio muchos analistas independientes apuntaban a que, con el tiempo, la preponderancia de la inversión no sólo disminuiría el consumo privado; tampoco aumentaría la eficiencia del gasto empresarial. De esta forma, la inversión tendría que seguir creciendo en cada nuevo ciclo y contribuiría a disparar aún más la deuda. En un futuro no lejano aparecería una disyuntiva poco grata: o una rápida reducción de la inversión o una eventual crisis de deuda. Tal vez ambas cosas a la vez. Sólo una fuerte recuperación del consumo podía devolver a la economía china un crecimiento equilibrado a medio plazo (5-10 años).

Esa estrategia podía imponerse por mecanismos diferentes que se resumían en dos: revertir las transferencias de recursos al sector inversor (subida de los tipos de interés, revaluación de la divisa china, aumentos salariales, bajada de impuestos al consumo) en plazos variables o rápidos programas de privatización. En definitiva, elegir entre una evolución temporal flexible, a riesgo de alargar en el tiempo la carga de las reformas y un big-bang como el que siguió al ocaso de los países socialistas en Europa oriental. Hasta aquí la estrategia del reequilibrio.

Ninguna de esas dos opciones gozaba del agrado de los dirigentes chinos. A lo largo del primer quinquenio de Xi, proliferaron los Pequeños Grupos para la Reforma en distintos ámbitos, generalmente encabezados por él mismo. Sin duda, dedicaron gran atención a esas y otras potenciales opciones y, finalmente, concordaron en que a la nueva normalidad le sentaba mejor un programa al que bautizaron como Reforma Estructural desde la Oferta (SSSR por sus siglas en inglés).

Un apelativo poco afortunado que evocaba los fantasmas de Ronald Reagan y Margaret Thatcher con su predilección por las rebajas impositivas y la contracción de regulaciones administrativas.

Obviamente no era eso lo que tenía en la cabeza el Personaje de Autoridad que se encargó de popularizar la propuesta en mayo 2016. Ante la relativa desaceleración acarreada por la nueva normalidad, el Personaje explicaba que la economía iba a entrar en una fase donde habría que descartar las recuperaciones en V de ocasiones anteriores. «Estabilidad se suele entender a la “vieja usanza”, es decir, como predominio de la inversión, amplia presión sobre el equilibrio fiscal en algunas áreas, probable aumento de riesgos […] Pero hoy la principal contradicción es más estructural que cíclica» . Había que dar un paso atrás para reflexionar y, luego, dar dos adelante.

Esa era la tarea de la SSSR esbozada a finales de 2015 para guiar la nueva normalidad una vez que la política keynesiana de inversión parecía necesitar un profundo cambio Tras años de un crecimiento ilimitado, los excesos monetarios y fiscales habían creado un clima propicio para el aumento de la deuda y la aparición de numerosas empresas zombis (incapaces de generar ingresos suficientes para pagarla). Lo que se imponía, pues, era una economía menos dependiente de los estímulos fiscales y más productiva mediante regulaciones e incentivos para que las empresas invirtiesen en producir lo que la sociedad demandaba. Con el tradicional gusto del marketing político chino por las fórmulas pegadizas, el plan se resumía en tres recortes (de sobrecapacidad industrial, inventarios y deuda), una reducción (de costes empresariales) y un reforzamiento (de sectores débiles).

El programa, empero, nacía enteco. Insistir en que las empresas ofreciesen productos deseados por los consumidores resultaba inverosímil cuando esos mismos consumidores no podían elegir qué comprar porque carecían de medios. Tenían que ahorrar y aceptar que, además, a esos ahorros los recortase la represión financiera. ¿Cómo podía el gobierno proponer una reducción de la sobrecapacidad y los inventarios a las empresas productoras de acero, cemento y otros materiales de construcción sin generar desempleo ni reducir los programas de las inmobiliarias? La reducción de deuda era un objetivo loable. Sin embargo, los esfuerzos por controlar las actividades de los gobiernos provinciales y locales sufrieron retrasos insuperables gracias a una maraña de regulaciones y maniobras burocráticas.

Supuestamente el gran éxito de la SSSR sería una fuerte reducción del crédito y la deuda. Se produjo, sí, pero sólo con una incidencia limitada y sobre la banca opaca. Al final de 2018 la financiación irregular estaba aún en RMB40 billones ($6 billones) con una participación de 22% en el crédito total. Por su parte, éste, que en 2013 estaba en 198,8% se colocó en 256,2% en 2017.  Recientemente el Banco Internacional de Pagos lo estimaba en 290%, el doble que en 2008.

El mayor perjudicado por la SSSR fue, pues, el sector privado que necesitaba recurrir a la banca opaca porque difícilmente podía cumplir con las estrictas regulaciones del crédito oficial. En esas condiciones, empezó a denunciarse que la obtención de nueva financiación favorecía claramente al sector público. La SASAC estatal y las infinitas SOEs provinciales y locales habían ganado.

Otro triunfo de Mao sobre los mercados.

¿Por qué la nueva normalidad tenía que desistir del reequilibrio?

Habría una posible razón inicial: la mayoría de sus defensores eran partidarios de dejar actuar sin trabas a los mecanismos del mercado. Tal vez fuera necesaria una profunda crisis de deuda, pero bienvenida sería si volvía a colocar al consumo en el lugar del que había sido desplazado a partir de 2008-2010. Pasado un tiempo, la economía se tornaría más productiva. Pero el dejar hacer a la mano invisible, empero, nunca ha formado parte de la herencia intelectual de los líderes comunistas de cualquier pelaje. Todos ellos se han formado en la misma escuela y abominan de cuanto no reconozca el protagonismo económico de su partido.

Una cuestión que adicionalmente les estremece es la posibilidad de lo que llaman desorden social. Desde Tiananmen 1989 han conseguido contenerlo incluso durante la «reforma con perdedores» de Zhu Rongji (1998-2003) cuando millones de trabajadores de las empresas públicas fueron despedidos. Lógicamente no quieren volver a jugar con fuego.

A mi entender, el rechazo de la estrategia de reequilibrio se explica mejor cuando se recuerda que, para los dirigentes chinos, del sintagma política económica lo que verdaderamente cuenta es el sustantivo. Y su política a secas se encamina hacia el nacionalismo, que ofrece tres grandes ventajas.

Ante todo, contribuye a la legitimidad del partido que, según se enseña hasta la saciedad en escuelas y universidades, salvó a China del destino colonial que le preparaban los países imperialistas durante los cien años de humillación que siguieron a las guerras del opio. Sin el partido, el país hubiera acabado dividido y los chinos seguirían siendo coolies de amos extraños.

Esa faceta de su legitimación se ha reforzado con el hecho de que el partido ha presidido durante los últimos cuarenta años el éxito económico que ha hecho de China la segunda o primera, según se mire, economía mundial. Xi y sus colegas están convencidos de que lo que llaman Consenso de Pekín sustituirá no sólo a la economía de mercado, sino también a la hegemonía internacional de Estados Unidos.

Y, finalmente la porfía de Xi por crear una comunidad nacional próspera permite ocultar a la perfección que su partido es el instrumento fundamental de una nueva clase de cuño capitalista que agrupa a sus militantes, sus familiares y sus clientes. Es lógico que Xi no quiera ni oír hablar de la lucha de clases.

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Xi_Jinping_at_Great_Hall_of_the_People_2016

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