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Prodigiosa Camboya (II)

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«Míralo. Aquí está», le dije con expresión triunfal. Mi amigo y yo estábamos revolviendo en las estanterías de una nueva librería, bien provista de títulos en inglés, en la resplandeciente galería comercial que AEON, una empresa japonesa, acaba de abrir al sur de Phnom Penh y andábamos a la busca de un reciente libro de Sebastian Strangio, Hun Sen’s Cambodia. Mi amigo había venido a pasar unos días en Camboya y no podía creer que en un país autoritario se permitiese vender un libro tan ferozmente crítico del régimen político camboyano actual. Él vive en Vietnam y allí eso hubiera resultado imposible. Pocas cosas tan tristes y mezquinas como las librerías «internacionales» de Hanói o Saigón, donde sólo se encuentran libros de cocina o de autoayuda y guías de turismo. Si acaso algunas obras clásicas (Shakespeare, Dickens, las Brontë) en ediciones anotadas para estudiantes de filología, versiones inglesas de obras de H? Chí Minh o historias de la pasmosa victoria del general Giáp en ?i?n Biên Ph?. Y poco más. De no haber sido por Internet y por los Kindle Books, por más que el país me resultase enormemente atractivo, hubiera sido impensable para mí vivir en Vietnam.

«Entonces, ¿puede uno leer aquí lo que quiera?» Ah, la pregunta aviesa e inevitable y su única respuesta posible: «Depende de quién sea ese uno». Porque en la Camboya de Hun Sen, como en un dibujo de Picasso, el mismo sujeto está compuesto desde perspectivas distintas pero sincréticas que, a primera vista, aparentan fundirse en una única imagen. Hay una Camboya exotérica que habla en lengua inglesa, cuenta con grandes hoteles y restaurantes internacionales y es más cosmopolita que los otros países de la región. Tanto o más que Tailandia. Y hay una Camboya esotérica: miserable, atrasada y analfabeta. Según «uno» se mueva en una o en la otra, el país es, al mismo tiempo, una cosa y su contraria. Sería un error identificar a cada una de las Camboyas, ya con los turistas y los expatriados, en el primer caso; ya con los nacionales, en el segundo. La cuestión es más compleja, porque a la primera se apuntan muchos camboyanos que hablan también lenguas extranjeras –inglés, francés (cada vez menos), chino (cada vez más)–, viven en las bellísimas villas coloniales de Daun Penh, el barrio de la gente bien, o en apartamentos modernos de estilo occidental, han estudiado en el exterior, se pirran por el diseño y saben perfectamente cuáles son los paraísos fiscales más seguros. No en balde suelen mantener allí sabrosos balances bancarios. En torno a ellos se mueve una creciente clase profesional de servicios y los comerciantes que van cambiando poco a poco sus viejas tiendas por negocios de informática y telefonía, de coches, de motos o de artesanía y diseño camboyanos. Esa misma gente, especialmente los poderosos, se refracta en la Camboya esotérica a través de sus apoderados, sus clientes, sus mandaderos y los caciques locales que gestionan y controlan al resto de la población, mayoritariamente rural. Aún en 2011 sólo uno de cada cinco camboyanos vivía en una ciudad.

Por lo general, los turistas internacionales que visitan Camboya van masivamente a Siem Reap para la imprescindible visita a Angkor Thom, la capital del gran imperio jemer que dominó buena parte del sudeste asiático entre los siglos IX y XIII, y luego saltan a Phnom Penh durante unos pocos días. Algunos de ellos compran durante su estancia uno de los dos diarios nacionales que se publican en lengua inglesa y, como mi colega, se maravillan de la libertad de prensa que existe en el país. Phnom Penh Post (PPP), primero, y Cambodia Daily, después, se fundaron al calor de la misión de Naciones Unidas (UNTAC, 1992-1993) posterior a la ocupación de Camboya por Vietnam (1979-1989) y ambos mantienen una línea editorial muy crítica con el Gobierno y la Administración de Hun Sen.

Strangio, que es autor del libro citado arriba y fue redactor de PPP durante varios años, señala cómo su diario y Cambodia Daily se ven, ante todo, a sí mismos como los defensores locales de los derechos humanos. Los periodistas «trabajábamos en relación estrecha con los grupos locales dedicados a su defensa y con las ONG, los otros beneficiarios de la misión de Naciones Unidas. Vivíamos una simbiosis informativa y generábamos enormes cantidades de datos que ponían de manifiesto la pertinaz resistencia de Camboya a cumplir con sus “obligaciones” en ese campo». Una misión noble, sin duda, pero a menudo poco crítica consigo misma.

Cambodia Daily, el diario que leo habitualmente cuando estoy en Phnom Penh, cuenta con un grupo de redactores, muchos de ellos y ellas camboyanos, jóvenes y valientes que destapan sin desfallecer los manejos de la cleptocracia gubernamental y su clientela: expropiaciones sin compensación; permutas fraudulentas de tierras urbanizables; concesión venal de explotaciones madereras o mineras; represión de las actividades sindicales; una judicatura que bendice todo tipo de represión gubernamental; manipulación y venta de cargos públicos; la jerarquía budista que legitima al Gobierno y expulsa a los monjes que protestan de su seno; y otro largo etcétera de abusos, normalmente bien documentados. El diario no tiene editoriales propios, pero al lector nunca se le dejan dudas sobre la legitimidad de cualquier protesta si así lo avala alguna de las múltiples ONG internacionales o locales. La información internacional, por su parte, se confía a noticias y análisis de Reuters y Associated Press, con sus peculiaridades y sus simpatías progresistas. Hace un par de días, por ejemplo, un despacho de Reuters recogido por el diario veía en las elecciones andaluzas del 22 de marzo «un vuelco del escenario político español» y la reacción de Teresa Rodríguez, la candidata de Podemos («Somos los protagonistas del cambio, de la creación de nuevas alternativas […]. El mapa político de Andalucía y de España ha cambiado»), resultaba el único juicio citado textualmente. La línea política del PPP no es muy distinta.

No hay datos fidedignos sobre la circulación de ambos diarios. Cambodia Daily no los suministra y del PPP se dice que lo leen «más de veinte mil personas en más de cuarenta países». En realidad, por esa audiencia, tan limitada, es por lo que compiten ambos diarios. Tampoco hay que esforzarse mucho en saber dónde está. Descontados los pocos ejemplares de ambos medios que leen los turistas de paso, sus lectores son prácticamente los mismos que sus fuentes: el personal de las ONG más algunos expatriados y, por supuesto, los burócratas locales, que van así ampliando el expediente que algún día esgrimirán en su contra. Como bien reconoce Strangio, «en Singapur tanta claridad acarrearía una lluvia de querellas; y en Vietnam largas penas de cárcel».

El enigma lo desvela también el autor: «Había algo de extrañamente abstracto en la libertad de que disfrutábamos. Escribiéramos lo que escribiésemos mis colegas camboyanos y yo, pocas cosas cambiaban. Los ricos y los poderosos sólo respondían ante sí mismos». Sin que eso suponga desdoro a su trabajo profesional, ambos diarios predican exclusivamente para una misma parroquia, pequeña y básicamente extranjera, que, igualmente sin desdoro de sus esfuerzos, no consigue llegar a la mayoría de la Camboya esotérica. La libertad con que se desempeñan es, al cabo, la hoja de parra con que la cleptocracia local tapa sus vergüenzas ante unos donantes internacionales que tampoco tienen demasiado interés en descubrirlas. Si el régimen de Hun Sen llega a cambiar algún día, no será por los diarios en inglés.

El régimen tiene otras muchas cosas a su favor. Una, la escasa urbanización del país, ya se ha apuntado. Otra es la gigantesca red clientelar que su partido (Cambodia People’s Party) ha extendido por los más remotos rincones del país. Los caciques locales premian a sus seguidores y castigan duramente a los de la cáscara amarga. El partido necesitaría contar con un serio opositor político, pero el que hay (Cambodia National Rescue Party) carece de rumbo, depende de las erráticas decisiones de Sam Rainsy, su líder inmerecidamente único, y está cegado por un chauvinismo antivietnamita que no augura nada bueno. Hasta en eso Hun Sen tiene suerte.

A mi entender, Camboya no cambiará mientras su sistema educativo siga siendo un desastre. Las estadísticas oficiales son optimistas, aunque chocan con datos anteriores de otras fuentes. Es posible que, efectivamente se hayan producido avances rápidos desde 2005, especialmente en enseñanza primaria. Pero, a medida que se avanza en la pirámide educativa, los resultados son menos halagüeños. Los especialistas hablan de un doble desfase. «Un desfase de escolarización que depende básicamente de los números: bajas tasas de enrolamiento, altas tasas de abandono y escaso porcentaje de diplomas terminales en cada fase. En resumen, el desfase de escolarización crece porque no hay suficientes estudiantes en los centros y porque no acaban los grados propuestos. El desfase de aprendizaje surge de la baja calidad educativa y de que los estudiantes no aprenden lo suficiente aunque vayan a la escuela, no la abandonen y obtengan sus correspondientes diplomas» (Khieng Sothy, Srinivasa Madhur y Cham Rethy, eds., Cambodia Education 2015. Employment and Empowerment, Phnom Penh, CDRI, 2015).

Si estos juicios son ciertos, no auguran nada bueno para el futuro de la economía y la sociedad camboyanas. Pero, para Hun Sen y sus golfos apandadores, la ignorancia, el analfabetismo y la adicción a la televisión (que el Gobierno controla férreamente) como fuente noticiosa básica son un maná celeste. Así pueden permitirse que la prensa en inglés les ponga diariamente en la picota. Los que la leen ya están de antemano convencidos.

Y turistas y expatriados seguiremos maravillándonos de la libertad de la prensa local.

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Ficha técnica

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