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¿Por qué avanza la derecha en Estados Unidos? (2)

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La Segunda Guerra Mundial acabó en Europa con la rendición de Alemania en 8 de mayo 1945 y en Asia con la de Japón en 2 de septiembre. ¿Hubiera acabado la guerra así de haber quedado al margen Estados Unidos? Es un contrafactual de difícil respuesta, pero no hay duda de que el desenlace efectivo no fue tan satisfactorio para los intereses americanos como sus gobernantes habían anticipado.

La declaración sobre la Europa liberada adoptada en la conferencia de Yalta (febrero 1945) con la concurrencia de la Rusia de Stalin anunciaba un futuro en el que los pueblos de Europa se dotarían de instituciones democráticas y convocarían elecciones una vez acabada la guerra. Sin embargo, entre 1945 y 1948, bajo un estricto control del Ejército Rojo, todos los países de la Europa del Este se convirtieron en democracias populares a las órdenes de Moscú. En el resto de Europa se celebraron elecciones libres. Sin embargo, en las legislativas francesas de 1946, el partido más votado (28,2% de los votos emitidos) fue el comunista; en Italia 1948 obtuvo 31% del voto popular, aunque la democracia cristiana quedaría en el primer puesto. En toda la Europa occidental Estados Unidos tuvo que emplearse a fondo (tropas y bases americanas, Plan Marshall, OTAN) para evitar que los comunistas se hiciesen con el poder.

Entre 1945 y 1950 la posición de Estados Unidos en Asia oriental empeoró con rapidez. El triunfo de los comunistas en la guerra civil china acabó con la proclamación de la República Popular en 1949 y su convergencia con la Unión Soviética. Tras la rendición de Japón, Corea se dividió en dos zonas: la República Popular y Democrática de Corea (comunista) en el norte y la República de Corea (dictatorial y conservadora) al sur. En junio 1950 el norte invadió el sur y en octubre un llamado Ejército Voluntario Popular chino intervino en favor del norte mientras que un contingente militar de Naciones Unidas, abrumadoramente compuesto por tropas americanas, apoyó al sur. La guerra duró hasta 1953 y acabó con ese armisticio inestable que dura hasta hoy.

Con posterioridad a Corea, en 1954 también se incendió el Sudeste asiático con la partición de Vietnam y la formación de un gobierno comunista en el norte del país. El desmantelamiento del imperio británico y del holandés no tuvo las mismas características de cesión y/o derrota ante el comunismo, pero la metáfora de unas piezas de dominó que arrastraban a las siguientes en su caída no dejaba de ser eficaz. La victoria de Estados Unidos y de sus aliados capitalistas y democráticos, que habían sido decisivos para el bando vencedor en la guerra mundial, parecía hurtárseles en el resto del mundo.  

Si, tras mucho debate previo y una gran movilización antibélica, el ataque japonés a Pearl Harbor en 1941 convirtió la participación de Estados Unidos en una guerra de necesidad, la victoria final iba a hacer del país el líder indiscutido del campo occidental –el mundo libre– y lo llevaría a asumir responsabilidades que no todo el mundo acogía sin ansiedad.

La gran expresión doméstica de esa dificultad fue el macarthismo. ¿Para qué el gigantesco despliegue financiero y moral durante la guerra si los posteriores éxitos del comunismo los hundían en la nada y, peor aún, habían echado sus raíces en casa? El macarthismo insistía en la culpa que correspondía en ese fracaso a los líderes del país, es decir, a los representantes del partido demócrata que lo había gobernado desde 1932. El New Deal había errado en su laxitud, cuando no complicidad con políticas radicales e intervencionistas que habían favorecido la opción comunista en el exterior y su infiltración en las instituciones domésticas. Era una acusación con escasos matices, pero contaba con argumentos favorables y amplio apoyo en el clima de frustración por los magros resultados internacionales de la guerra.

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Joseph McCarthy, un senador republicano por Wisconsin que llegó a contar con una alta cuota de poder desde un subcomité senatorial de investigación, desarrolló una infatigable actividad entre 1950 y 1954 denunciando actividades comunistas y a personas concretas. En 1953 mantuvo que la administración Truman rebosaba de comunistas, lo que no era tan cierto como sus seguidores creían ni tan infundado como lo mantenían los medios del statu quo oficialista.

A su vez Eisenhower y la nueva administración republicana elegida en 1952 se sentían inquietos ante un competidor poderoso e inquisidor que amenazaba con revolverse contra ellos. En marzo de 1954 Richard Nixon, el vicepresidente elegido por Ike para cubrir su flanco derecho (había sido un miembro correoso de HUAC, el comité de la Cámara de Representantes encargado de perseguir las actividades comunistas) subrayó sus diferencias con McCarthy en una intervención televisiva: la lucha contra la amenaza comunista también tenía que respetar el principio de imparcialidad y el derecho a la defensa. La distancia entre McCarthy y el establecimiento republicano se ahondó a partir de ahí y a finales de ese año el senado aprobó una moción de censura contra el senador. Su insistencia en incluir en sus sospechas a sectores del ejército y de la diplomacia contribuyó con rapidez al final de su carrera.  

McCarthy selló una profunda cesura en la sociedad americana. También en el partido republicano, donde los defensores del establecimiento se erigieron en representantes de un patriotismo responsable frente a los partidarios de otro más resuelto (engaged). Entre los últimos se contaba William F. Buckley Jr. que, con un colega de sus tiempos en Yale, había escrito una matizada defensa de McCarthy: su instinto anticomunista era correcto, aun a fuer de excesivo y falto de base, pero la furiosa reacción en contra de los demócratas y de sus medios había sido profundamente deshonesta. Todas las sociedades se apoyan en las instituciones que se han dado y pueden decidir la exclusión de determinadas ideologías en su seno. Si no lo hacen acaban por desaparecer. ¿Era la de los autores una invitación a recortar las libertades constitucionales USA o puramente la expresión de una reflexión personal? No lo dejaban claro.

Pero su descontento no les llevaba únicamente a una explicación académica de las razones para la irrupción del macarthismo ni de su final abrupto que achacaban a las críticas de los medios de comunicación de solera. Aún más les preocupaba la ausencia de un aparato mediático equivalente entre los republicanos, especialmente entre los resueltos del sector conservador más activo. Cubrir ese hueco, pensaban Buckley y su círculo, era una tarea imperiosa. Y en 1955 apareció el primer número de National Review, una publicación bimensual que ha llegado con vida hasta hoy. A Buckley y sus colaboradores más cercanos no había que explicarles la necesidad de lo que hoy llamaríamos la batalla de las ideas o guerra cultural. Una guerra cuyo éxito dependía de su capacidad de obtener respeto intelectual y credibilidad ante la sociedad. Varios impulsores de NR eran católicos y profundamente conservadores, pero no ignoraban la evolución que se había dado entre algunos círculos de intelectuales marxistas pasados al anticomunismo.

NR nacía, pues, con una clara voluntad de oposición a la ideología política de los demócratas y de los republicanos pusilánimes y, en general, a la cultura dominante impuesta por los medios liberales. En NR sabían -decía su editorial fundacional- que estaban «fuera de lugar porque en su avanzada madurez América había rechazado el conservadurismo para entregarse a un experimento social radical», pero precisamente por eso era imprescindible su presencia. «La tradición de postulados inamovibles sobre el significado de la existencia, la relación del estado con el individuo y del individuo con sus congéneres tan claramente enunciada en los documentos fundacionales de nuestra república» había sido abandonada en favor del positivismo y del relativismo. Con mayor detalle, la revista se definía por su oposición al crecimiento de la burocracia pública; por su defensa de un orden moral estable; contra el acomodo con el comunismo, contra la supuesta superioridad intelectual de los medios liberales, contra el republicanismo ponderado de Eisenhower; contra el globalismo encarnado en Naciones Unidas; y contra los deseos de los republicanos pacatos de ser aceptados por las élites culturales establecidas. Si ése era el camino implacable de la historia, NR se plantaría en medio. Sus fundadores se proponían convertirse en los líderes de un ejército intelectual capaz de competir en su propio terreno con las mejores fuerzas de la izquierda académica, intelectual y política.

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NR no estaba sola. Por ese mismo paisaje empezaban a discurrir otros posibles compañeros de viaje, insatisfechos también con el progresismo ambiente, como Samuel Huntington, Daniel Bell o Irving Kristol. Pero NR marcaba claramente las lindes de su territorio. Ayn Rand, libertaria y abiertamente atea, y sus admiradores (entre los que se encontraba un joven Alan Greenspan) no cabían en él. Más importante aún, insistían, el enemigo principal estaba en el campo republicano: los conservadores pacatos que bailaban al compás que marcaba Eisenhower. Incapaces de enfrentarse con las consecuencias económicas y sociales del New Deal; lapsos y relapsos en una política internacional indolente frente a la expansión comunista, tal y como lo mostraba su pasividad ante el aplastamiento de la resistencia húngara por el Kremlin en octubre 1956.

NR mantenía otro contencioso especialmente comprometedor con el grueso de los republicanos acusados de mansear. Buckley y sus colegas criticaban abiertamente la política de integración racial. Ike no era ningún radical, pero como presidente no podía asistir impasible a la actuación de los demócratas sureños en defensa de la discriminación de los ciudadanos negros. Esa rama del partido opuesto había luchado con la Confederación y se había opuesto tercamente a los limitados intentos integracionistas del período de Reconstrucción (1863-1877) hasta conseguir dejarlos en poco más que nada. En 1957 Eisenhower firmó las dos primeras leyes de derechos civiles y envió tropas federales a Arkansas para apoyar la integración de una escuela local.

NR lo criticó por varias razones. La primera tenía que ver con el papel limitado que la constitución reservaba al estado federal y que, según los editores de la revista, exigía un respeto total hacia las decisiones de los estados del Sur. Legalmente, empero, la suya era una posición indefendible, pues la igualdad de los ciudadanos con independencia de su raza era un derecho constitucionalmente reconocido que el presidente tenía que hacer respetar.

La segunda estaba motivada políticamente: la desobediencia civil empleada por los resistentes negros frente al trato desigual era un síntoma de anomia que erosionaba las bases de la convivencia social. La tercera era obtusamente oportunista: ceder ante los demócratas sureños los atraería hacia las posiciones republicanas y debilitaría el poder de la mayoría demócrata en el Congreso. Finalmente, en estos comienzos de la lucha por los derechos civiles NR adoptó una actitud abiertamente racista. Un infausto editorial de 1957 sostenía que la comunidad blanca tenía derecho a mantener la discriminación «porque, por el momento, es la raza avanzada». Buckley tardaría años en corregir esa línea que, sin duda, cerraba su acceso a una parte considerable de la sociedad americana amén de ser inaceptable para otra de las corrientes intelectuales del conservadurismo que NR pugnaba por atraer: el jusnaturalismo de Leo Strauss y sus discípulos que no toleraba funambulismos inestables en materia de derechos humanos. Strauss y otros colegas suyos eran judíos que habían conseguido escapar de la Alemania nazi.

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La vida política seguía su curso, empero, más allá de estas discusiones y las elecciones legislativas de 1958 constituyeron un revolcón para los republicanos al tiempo que empujaron a un sector del partido a buscar nuevos líderes entre los conservadores radicales. Uno que despuntaba era Barry Goldwater, senador por Arizona. Los tiempos estaban cambiando y el conservadurismo activo había empezado también a atraer a intelectuales de variadas tendencias en torno a un proyecto de batalla sin tregua al progresismo de los demócratas. Pero en la política diaria su resistencia era aún una disposición minoritaria.

La elección presidencial 1960 lo iba a recordar con crudeza. Aunque por un número limitado y discutible de votos, el nuevo presidente sería John F. Kennedy (JFK), otro demócrata, y no el acomodaticio Richard Nixon. Para los conservadores activos esa derrota marcó un punto de inflexión: si querían prosperar tenían que ofrecer propuestas aceptables para una mayoría de los votantes. Y eso exigía establecer una clara línea de demarcación respecto de quienes querían confinar al partido en opciones fanáticas. Para Buckley y su grupo había llegado el momento de despejar el lastre que suponía la derecha apocalíptica, lo que imponía romper con algunas de las ideas que ellos mismos habían defendido en el pasado.

John Birch Society (JBS) se fundó en 1958, un año después de la muerte de Joseph McCarthy, y recogió buena parte de su herencia. Su creador fue Robert Welch, un empresario que consiguió extender su implantación con rapidez. El John Birch que daba su nombre a este nuevo movimiento conservador había sido un misionero americano asentado en China y asesinado en 1945 por los comunistas locales. Lo que inspiraba a los birchers era la lucha contra una pretendida conspiración comunista universal responsable, entre otras atrocidades, de la muerte de su icono. En tan vasta conspiración hasta Eisenhower habría desempeñado un papel fundamental. Pero el objetivo de JBS era inicialmente similar al que perseguía el grupo NR: dar voz a los americanos que no se sentían representados por JFK, pero tampoco por Nixon.

Si McCarthy había sido un notable aficionado a la paranoia, Welch era un consumado profesional. El enemigo de todos los americanos decentes era un grupo secreto de manipuladores a los que llamaba The Insiders (enterados, intrigantes, conspiradores) instalado en los más altos niveles de la política americana y cuyo programa satánico era imponer una tiranía comunista planetaria. Ellos habían sido los traidores de Europa oriental, los inspiradores del comunismo en China, los responsables del empate en Corea y también de la muerte de algunos republicanos de bien. JBS se oponía a la OTAN, a la ayuda exterior y a la aventura en Indochina. En casa, el movimiento de derechos civiles era otra de las caretas de la conspiración comunista universal.

La agitación JBS empezó a crear problemas serios cuando el general Edwin Walker, uno de sus miembros, repartió sus materiales entre los soldados a su mando y, tras ser destituido, dejó el ejército para dedicarse al completo a la política. Al tiempo, seguidores y simpatizantes de JBS empezaron a poner en duda la determinación anticomunista de JFK especialmente tras Bahía Cochinos, un intento de invasión de la Cuba de Castro que acabó en un fiasco monumental. El presidente repondría su buena fe en 1962 con la crisis de los misiles, pero las críticas de JBS siguieron implacables.

El problema acuciante, empero, para los republicanos de toda índole era decidir quién de entre ellos podría enfrentarse exitosamente con JFK en 1964. Y era muy difícil que nadie lo consiguiera sin atraer el voto de los seguidores de JBS y, al tiempo, sin desmarcarse de su ideología apocalíptica.

Entre los republicanos activistas empezó a resonar con fuerza el nombre de Goldwater. El senador por Arizona había publicado en 1960 con ayuda de Brent Bozell, un cercano colaborador de Buckley, su libro The Conscience of a Conservative, una declaración de radicalismo conservador, de la que en 1964 se habían vendido ya tres millones y medio de ejemplares. Su filosofía no era demasiado original, con su insistencia en que la política era el arte de conciliar un máximo de libertad individual con el mantenimiento del orden social. Pero a su público le excitaban sus objetivos prácticos: rechazo del liberalismo, abandono del New Deal y derrota del comunismo. Justo el programa de los conservadores activos. Pero también similar al que encandilaba a los seguidores de JBS.

Con esa compañía la aceptación del votante medio decaía y, al tiempo, sin ella Goldwater perdía una sólida base de apoyos y, en especial, de activistas para su campaña. Como siempre, la adecuación entre estrategia y táctica era el más serio obstáculo para una decisión correcta.  Y ahí Buckley empezó a fajarse con los detalles prácticos de una campaña electoral hasta conseguir que Goldwater aceptase que no cabía permitir que la bandera conservadora se tiñese con la irresponsabilidad de esos socios, una conclusión muy parecida a la que había empleado Nixon contra McCarthy en su discurso televisivo de 1954.

La suerte no acompañó a Goldwater. Por un lado, los segregacionistas sureños empezaron a usar la violencia para frenar al movimiento de derechos civiles y el candidato no se decidía a denunciarlos públicamente; por otro, en octubre 1963 el ex general Walker organizó en Dallas una tumultuosa protesta contra Adlai Stevenson, un conocido político demócrata que a la sazón era embajador ante Naciones Unidas. Otro comunista más según Walker. Pocos días más tarde, JFK viajó a la ciudad y allí fue asesinado por Lee Harvey Oswald, un antiguo infante de marina que se había pasado a la URSS, que era un activista pro-Castro y que hacía poco había disparado contra Walker. La versión del suceso puesta en marcha por los medios favorables a los demócratas culpó, empero, del crimen a la atmósfera extremista que, según esos medios de solera, la derecha, sin distinción, había creado en la ciudad.    

A principios de enero 1964 Goldwater anunció su candidatura a la nominación republicana para presidente de la nación. Era una decisión audaz pues, tras el asesinato de JFK, al nuevo presidente Johnson le favorecía la angustia que se había apoderado de muchos de sus compatriotas. Entre sus razones para esa opción, sin embargo, los consejeros de Goldwater le apuntaron que, de no aprovecharla, el candidato republicano sería Nelson Rockefeller, lo que acabaría por convertir al republicanismo moderado de Eisenhower en la doctrina oficial del partido.

En la elección de noviembre Lyndon Johnson aplastó a Goldwater con 61% del voto frente a 39% y 44 estados en su favor. Y, sin embargo, los conservadores activistas no se sentían derrotados por varias razones. Desde la brutal derrota de Hoover en 1932 no habían conseguido tener a un candidato con el que identificarse plenamente. Goldwater no se había dejado intimidar por la prensa de solera que lo había tratado como si fuera un nazi. Su discurso ante la convención republicana en San Francisco («No permitamos que nuestro republicanismo deje de ser claro y decidido para convertirse en algo borroso y fútil hecho de etiquetas fáciles y estúpidas […] Dejadme que os recuerde que el extremismo en defensa de la libertad no es un vicio y también que la moderación en defensa de la justicia no es una virtud») volvió locos a una mayoría de delegados. Los demócratas contestaron con un contundente anuncio en televisión: una niña recogiendo flores en un delicioso paisaje mientras al fondo aparecía el hongo de una nube nuclear.

Había nacido al fin una nueva estrella… conservadora, pero fugaz.

***

A JFK no le hacía falta ganarse a pulso la admiración ajena. La conseguía fácilmente y ahí se postraban rendidos ante el nuevo presidente decenas de famosos intelectuales, artistas, celebridades y…Marilyn Monroe. Por supuesto, a los medios de solera los tenía habitualmente en el primer tiempo de saludo.

No había sido ésa la suerte de Lyndon Johnson, un tejano en absoluto refinado, un marchante de votos y un negociante de oscuras politiquerías al que habían colocado en la papeleta presidencial como un imán para los incontables horteras de su misma condición. Durante los años del relumbrón de JFK su destino fue el desván de los sirvientes cuando no directamente la perrera de Camelot.

Pero ahora ostentaba la púrpura y el poder de la presidencia. Y la suya -explicaba- iba a conectar directamente con las grandes transformaciones que había alentado FDR. Johnson ya la había bautizado en sus ensueños pre-presidenciales: la Gran Sociedad. No, no. No ésa sociedad, no, sino la que se incluía al conjunto de ciudadanos de los Estados Unidos y a la que se proponía perfeccionar en una triple dimensión: guerra a la pobreza; igualdad de oportunidades; y anticomunismo. Sus cuatro años de presidencia fueron un verdadero ciclón legislativo orientado a colmar los detalles de esas ambiciones.

No lo consiguió. Ante todo, porque, como lo ha explicado minuciosamente Amity Shlaes (Great Society. A New History. Harper: Nueva York 2019), pese a su riqueza, el país no contaba con medios suficientes para alcanzarlos todos de un jalón. También porque una serie de acontecimientos imprevistos (violencia interracial; resistencia a la guerra en Vietnam; asesinatos de Martin Luther King Jr. y de Robert Kennedy) mostró que el partido demócrata carecía de una estrategia capaz de abordarlos y que Johnson no había sido llamado a formularla. Sin apoyos en el partido, asediado por los manifestantes contra la guerra, acosado por unos medios que hasta hacía poco le habían mimado, Johnson tiró la toalla en 31 de marzo 1968 y anunció su renuncia a ser candidato a la reelección. La coalición social y política sobre la que se había asentado el New Deal desde 1932 estaba abierta en canal.

Por si era necesario certificarlo, la convención demócrata de Chicago lo iba a retransmitir en directo y por televisión. La policía local se vio en serias dificultades para imponerse a las protestas callejeras de estudiantes llegados de todo el país. En el interior de la convención los liberales, ahora despreciados por moderados, y la izquierda del partido chocaron en todos y cada uno de los puntos de discusión desde la política en Vietnam y los derechos civiles hasta los más nimios detalles del procedimiento de votación. La candidatura de compromiso de Hubert Humphrey no cerró las heridas; antes, las roció con sal.    

La situación del partido republicano era menos complicada. Pese a su atractivo para amplios sectores de votantes, Barry Goldwater no era una buena solución y él mismo había optado por quedarse en el Senado. Así que todos los ojos se volvieron hacia Nixon que llevaba años lamiendo sus llagas de 1960 y de 1962 (derrota en la elección como gobernador de California) y no ocultaba su deseo de volver, volver, volver. Su mayor problema era la desconfianza que despertaba entre los republicanos activistas, pero Nixon tenía importantes activos en su haber. Ante todo, su experiencia en política internacional. También la falta de contrincantes tras la renuncia de Goldwater. Ronald Reagan, que acababa de ganar el gobierno de California en 1966, carecía aún de las credenciales necesarias para competir en una carrera presidencial.

Pero el envite de 1968 iba a ir más allá de una comparación entre biografías. Lo que había cambiado eran no sólo los jugadores sino las propias reglas del juego ancestral entre conservadores y liberales. En 1964 James Burnham se había referido al síndrome liberal (los europeos lo entenderíamos mejor si en vez de liberal leyésemos socialdemócrata o, con Hayek, socialista multipartido)como «la ideología del suicidio de Occidente; la forma específica en que la élite norteamericana trata de reconciliarse con su declive». Tras Chicago, empero, cambió de opinión: la izquierda radical era mucho más peligrosa para la civilización que el liberalismo (alias socialdemocracia) de los demócratas tradicionales. «Básicamente los conservadores criticamos al liberalismo porque sus políticas debilitaban la defensa de las instituciones frente a la barbarie y porque sus ideas minan la capacidad de resistirla. Pero la izquierda real -la izquierda revolucionaria comunista, vieja o nueva- pertenece a otro orden de magnitud. Su objetivo específico es derrocar, destruir lo que llama capitalismo, establecimiento, statu quo, sociedad de consumo; en suma, la estructura básica de la civilización que hemos construido». Y -concluía- ese nuevo escenario imponía un cambio estructural de alianzas.

Quede ahí su aviso para la próxima entrega.

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