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Origen, de Christopher Nolan

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Christopher Nolan, el director de Origen, tiene cuarenta años. Hijo de padre inglés y de madre estadounidense, nació en Londres y estudió Literatura inglesa en el University College de Londres. Desde hace algún tiempo reside en Los Ángeles. No recuerdo haber visto otros trabajos suyos, a excepción de Memento, su primer largometraje, que tuve ocasión de ver en su día en la pequeña pantalla. Me llamaron la atención la originalidad de la historia y el talento para contarla, esa peripecia de un hombre acosado que sólo recuerda los últimos cinco minutos de lo que le acontece. Sus películas posteriores han sido muy valoradas por la crítica y celebradas por el público con grandes recaudaciones en taquilla. Baste decir que ha dirigido las dos últimas de la serie de Batman.

La campaña propagandística previa que sirve de obediente heraldo a las producciones de Hollywood, según viene siendo habitual en los informativos televisivos españoles, me había hecho creer que estábamos ante una película diferente, con cuestionamientos de índole poco menos que filosófica, una película que el espectador no olvidara inmediatamente después de haber visto la palabra «Fin» en la pantalla. Ya el título en español, Origen, a sólo unos meses de haber terminado el año del bicentenario de Darwin, distrae. Inoculación sería más idóneo o, acaso, implantación. Pues de eso se trata: de inocular o implantar una idea en el subconsciente de alguien.

En Origen pueden rastrearse secuelas de títulos memorables, unos más memorables que otros. Casualmente o no, he creído ver en las apariciones oníricas de Marion, la difunta esposa de Cobb, ecos de aquella fascinante e incomprensible El año pasado en Marienbad, de Alain Resnais, con argumento inspirado en La invención de Morel, de Bioy Casares; y, más claramente, de El golpe, de George Roy Hill, en el plan urdido para engañar al joven Robert Fischer; algo de Ciudadano Kane, de Welles, en ese final del padre en el castillo que guarda el molinillo de la infancia. O incluso, en las idas y venidas en el tiempo y espacio, algo de Abre los ojos, de Amenábar, luego convertida por Hollywood en Vanilla Sky; además, claro, de algún aparente paralelismo con Matrix, de Larry y Andy Wachowski, protagonizada por Keanu Reeves.

Dom Cobb, el personaje central, está interpretado por Leonardo DiCaprio, un actor con cara de bebé que acaso por eso tiende, como algunos actores españoles cuando interpretan al villano, a poses de excesiva seriedad, frunciendo el ceño y apretando los dientes. Pero a DiCaprio ni por ésas: siempre parece un Cupido vestido de agente del FBI. Pues bien, ahora DiCaprio es lo que se llama un extractor, no de petróleo, sino de ciertos secretos que arranca del subconsciente de sus víctimas. Su clientela es la gran industria, las grandes corporaciones internacionales. Cobb es el mejor extractor del mundo, pero tiene un serio problema: su mujer ya fallecida interfiere en sus sueños poniendo en peligro sus acciones. Está acusado de haberla asesinado, lo que le impide volver a Estados Unidos para reunirse con sus hijos. No se crea, sin embargo, que la actividad del extractor es una mera cuestión de dormir y hacer dormir, soñar y hacer soñar, pillar el botín y salir corriendo. Todo eso hay que hacerlo, sí, pero de una manera determinada o, mejor, inducida, con un monitor en estado de vigilia que en la medida de lo posible maneje cuanto ocurre en el sueño. Los sueños, además, han de ser compartidos y la víctima ha de ignorar que está soñando.

Un día Cobb acepta un encargo nunca antes realizado, tan arriesgado, según se nos advierte, que es casi quimérico. Lo acepta con la esperanza de volver a ver a sus hijos, pues el multimillonario japonés Saito (Ken Watanabe) le asegura que, si lo consigue, a él le bastará una llamada telefónica para que la justicia norteamericana retire los cargos contra Cobb y pueda reunirse con sus hijos. Esto de la llamada no se me fue de la cabeza mientras duró la película. Ni que decir tiene que eché de menos otras dos horas de proyección para contar los mecanismos por los que un empresario japonés puede, con sólo una llamada de teléfono, paralizar la acción de la justicia de Estados Unidos. Interesante fenómeno que no debería pasar inadvertido.

El caso es que a Saito le preocupan sus empresas y ha creído ver en el estado terminal del anciano propietario del imperio corporativo Fischer, directo competidor del suyo, una oportunidad para conseguir la hegemonía. Saito, Cobb y su socio, Arthur, deciden implantar en la mente del heredero, el joven Robert Fischer, interpretado por Cillian Murphy, la idea de desmantelar la corporación creada por su padre. La tarea es tan dificultosa que Cobb necesita complementar su equipo habitual con nuevos especialistas. Así que, a su socio Arthur, se añade ahora el propio Saito, que desea participar directamente en la empresa. Además, en Mombasa (Kenia), reclutan a Eames (Tom Hardy), un tipo capaz de incorporar cualquier falsa identidad, y a Yusuf, interpretado por Dileep Rao, el químico encargado de elaborar las drogas que inducen al sueño. Finalmente, en París, contratan a Ariadne, interpretada por Ellen Page, la joven arquitecta encargada de diseñar el mundo onírico.

El objetivo es inculcar en el joven Fischer la idea de que debe desmantelar el imperio heredado, evitando la menor sospecha de que ha sido inducido a ello. Pero, ¿cómo? Ya no se trata de llevar al otro a tu propio sueño, el de Cobb o el de alguno de sus ayudantes, para allí desorientarlo y aturdirlo hasta poder extraer lo que interesa. Ahora se trata de introducir en la mente del dormido una idea a la que ha de ser fiel de por vida. Una idea firme, rotunda, casi un credo. Lo dice Cobb: «Una idea es el virus más resistente que existe, si está bien instalada en la mente resulta casi imposible de desalojar». Esta consideración de la idea como un virus me pareció interesante y reconozco que de inmediato pensé en algunos de esos nacionalistas de andar por casa, acérrimos servidores de ese pequeño virus que un día entró en sus cabezas.

Cobb explica que las emociones positivas presentan más resistencia que las negativas. De modo que ese impulso de desmantelamiento habría que implantarlo como una idea de construcción, más que de destrucción. Debe convencérsele al joven Fisher de que su propio padre habría aplaudido esa conducta con el argumento de que, en caso de que se destruyera lo heredado, se haría para construir su propio imperio, del que su padre se sentiría orgulloso. Pero una implantación de ese tipo requiere soñar más de una vez dentro del propio sueño, algo así como una matrioska de los sueños. E implantar la idea en la última de ellas. En este caso, para garantizar el objetivo es necesario traspasar tres niveles de sueño, soñar dentro del sueño tres veces, lo que multiplica las dificultades en progresión geométrica. El químico del grupo explica cómo, en los sueños, la mente trabaja a mucha mayor velocidad que en la vigilia. Diez horas en la vida real equivalen a una semana vivida en sueño, en un sueño del primer nivel, pero a seis meses en el de segundo nivel, y a nada menos que diez años en el del tercero. De ahí que, cuando la furgoneta caiga desde un puente en el primer nivel del sueño, parezca eternizarse en el aire sin acabar de llegar al río, mientras que, en cambio, los soñadores de los otros niveles flotan en el aire como astronautas.

Si a esta complejidad le añadimos que, como ya hemos comentado, Dom Cobb ve interferidos sus sueños, digamos profesionales, por imágenes muy perturbadoras de su mujer, o de sus hijos, a los que jamás puede ver el rostro; si además existen también organizaciones encargadas de contrarrestar su atrevido proyecto mediante contracreaciones oníricas que pueden tener consecuencias letales en la vida real; si, como ya hemos apuntado, cada nivel de sueño tiene autonomía y requiere de un monitor que atiende a la implicación de los distintos niveles de sueño, entenderemos la inmensa dificultad de convertir esto en una película. Atreverse ya es un mérito. Y mucho más que lo que se cuenta sea inteligible y entretenido. El público, entre palomita y palomita, parecía no tener problemas para seguir la historia, salvo dos chicas jóvenes que se salieron a la media hora de proyección.

El tema del sueño es muy narrativo o, mejor dicho, muy literario. Basta recordar La vida es sueño de nuestro clásico, donde el príncipe Segismundo no sabe si su cautiverio es soñado. A Shakespeare cuando hace decir a Hamlet: «¡Morir…! ¡Dormir! ¡Dormir…! ¡Tal vez soñar! ¡Sí, ahí está el problema!». Ya el filósofo chino Chuang Tzu escribió hace más de mil años que soñó que era una mariposa y al despertar ignoraba si era Chuang Tzu que había soñado que era una mariposa o era una mariposa que estaba soñando que era Chuang Tzu.

Christopher Nolan, sin embargo, a pesar de sus estudios de Literatura en el University College londinense, nos propone algo distinto. La mujer de Cobb, la bella Marion Cotillard, ha confundido la vida con el sueño, igual que la mariposa de Chuang Tzu. Pero aquí, y es lástima, la reflexión de hondura es sustituida por una muestra de psicología freudiana algo ramplona. Al final se trata de liberar a Cobb/DiCaprio de su sentimiento de culpa por lo persuasivo que ha sido con ella, prefiriendo el sueño a la vigilia. En Origen, morir es despertar y Marion se ha entregado a la muerte para despertar, tras haber experimentado hasta el límite la intensidad de su amor en ese otro mundo de la no vigilia, entre construcciones ideadas por ella y Cobb, nacidas de su subconsciente, ciudades inquietantes, dormidas también y amenazantes de una estética futurista y algo daliniana, en playas con imposibles acantilados, lugares realmente poco apetecibles como nidos de amor que, sin embargo, ellos se resisten a abandonar, ensimismados en su romance, y hasta cincuenta años de tiempo onírico llegan a vivir allí envejeciendo con las manos entrelazadas, con lo difícil que es hacer envejecer a DiCaprio.

En Origen, como en cualquier relato de ciencia ficción, el espectador se halla predispuesto a aceptar invenciones quiméricas o meras conjeturas sin viabilidad alguna, pero que se hacen verosímiles al insertarse en la lógica del relato. En Origen no se trata sólo de soñar, sino de soñar en compañía. El extractor sabe que sueña y que la vida que vive en el sueño es una vida de la que extrae experiencias y beneficios para la vigilia, mientras que sus víctimas desconocen que lo que están viviendo es un sueño. Pero, a tenor de lo vivido por Cobb y Marion, podría también vivirse en sueños durante casi una eternidad, siempre con la posibilidad de despertar poco menos que en plena juventud, como ya ocurre con Saito, el empresario japonés que ha recibido un disparo mortal en el tercer sueño. Porque hay que subrayar la importancia de esos tres niveles de sueño, los sueños dentro del sueño, e incluso ese otro nivel, llamado el limbo, de improbable retorno, en el que cae Saito. Transitar por unos y otros conduce a saltos continuos en la acción y en el tiempo, lo que añade dificultades al relato. En literatura, la reflexión, por leve que sea, surge de cada página, a veces de cada línea. Disculpe el lector la cita, por su pertinencia, de este microrrelato mío titulado Sueño que dice así: «Murió y no supo que había despertado de un sueño».

En Origen, morir es también despertar. Pero no de la misma manera. En Origen, el sueño es una falsa vida de la que se sale muriendo o con un simple zarandeo, es decir, como todo el mundo sabe de sobra, despertando. Su originalidad y su interés nacen de haber hecho del sueño una actividad empírica tremendamente lucrativa, en directa competencia con la propia vida en vigilia. Pero el cine estadounidense de hoy no concede reposo. Y Nolan ha optado por ser fiel a ese ritmo. Apenas hay en Origen lugar y tiempo para la reflexión. Su ritmo no lo permite. Si hubiera que calificarla dentro de un género, más que de ciencia ficción, hablaríamos de una película de acción, acción trepidante, otra más. En eso no difiere de las que ahora tanto abundan, referencia dominante del cine estadounidense de nuestros días.

Sueño y realidad se alternan y se confunden, como se alternan escenarios oníricos y reales. Pasamos del Tokio real, una ciudad que parece construida por hormigas a las que se hubiera dotado de poderes humanos, al París de los sueños, lo que tiene un punto metafórico acaso inconsciente, un París que aun cuando se doble sobre sí mismo, en imagen ciertamente singular en la que los tejados se colocan invertidos sobre otros tejados como las páginas de un libro cuando se cierra, sigue teniendo una medida cordialmente humana.

Pero una vez más se imponen esos ingredientes tantas veces comentados propios de juegos de videoconsola: estruendos, explosiones, disparos, asaltos, puñetazos, muertes, persecuciones de coches, incluso de trenes, sin que apenas haya momento de respiro, como en un recorrido por una de esas montañas rusas donde las sensaciones dominantes son las emociones primarias de sustos, miedos súbitos, sobresaltos. Al espectador no se le ofrecen muchas oportunidades de ser cómplice de una hipotética aventura de conocimiento, más bien se le aturde con episodios torrenciales y atronadores como si navegara por un rápido, atento exclusivamente a no salir despedido de la embarcación.

Y el caso es que poder entrar así, a capricho, en los sueños, según se hace en la película, podría sustituir benéficamente a cualquier droga. Sueños compartidos, se dice, que permiten viajar a los confines del mundo con la compañía deseada y sin levantarse de la cama. Sueños que mantienen alerta el espíritu y no engañan, pues quien así sueña sabe que está soñando y discute sus planes y proyectos, como si se hallara en la oficina o en el taller y se pasea por París mientras las calles se doblan y los coches suben calzadas verticales. Una auténtica gozada. Mucho más sabiendo que se está soñando, que se está viviendo lo que uno quiere vivir, sin desgaste ni peligro, salvo –claro– que se dedique a robar subconscientes, salvo que uno sea extractor. Entonces sí que hay riesgo, porque los grandes empresarios han tomado medidas y pueden lanzar trenes a toda velocidad por las calles de una populosa ciudad, pues –previsores ellos– también han montado su legión de soñadores capaces de mantener ejércitos en los castillos más escarpados rodeados de nieve. En fin, que, como dicen los castizos, la policía no es tonta.
 

Origen, de Christopher Nolan, está distribuida por Warner Bros.

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