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Noticias del futuro

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He pasado unos días en Oslo y allí he entrevisto el futuro: porque el futuro es Oslo. Es decir, el modelo social escandinavo que Noruega representa. Incluida su dosis de hipocresía: sabido es que su imagen sostenible se paga con un petróleo exportado a medio mundo, por más que no les agrade que nadie se lo recuerde. En todo caso, quiero referirme a Noruega como Francis Fukuyama se refiere a Dinamarca en su última obra: como una abstracción que sirva como referencia para la sociedad del futuro. Fukuyama se refiere a la sociedad deseable, aun admitiendo que esa deseabilidad no es universal y encuentra por ello obstáculos de toda índole. Yo quisiera más bien tomar la actual Noruega –o Dinamarca, tanto da a estos efectos– como indicio de la sociedad probable del futuro al margen de su deseabilidad. Más exactamente, me gustaría razonar por qué puede concebirse como el desarrollo lógico de nuestras actuales sociedades; por qué, en otras palabras, parecemos condenados a avanzar en esa dirección. Un fin de la historia que es también su final.

Vaya por delante que no ignoro las tensiones sociopolíticas que aquejan a los países escandinavos, donde han emergido últimamente con fuerza partidos que hacen de la xenofobia su bandera; algo que no es de extrañar en sociedades históricamente homogéneas y acostumbradas a un alto nivel de vida. Y no es un secreto que la sociedad sueca se embarcó en prácticas eugenésicas con frío entusiasmo positivista. Pero, de nuevo, me interesan menos los detalles que la visión de conjunto, la coherencia interna de las razones por las que, junto al esplendoroso edificio de la Ópera que parece emerger de las aguas del mar en las riberas de Oslo, me pareció vislumbrar el futuro de la especie. Y ello sin descartar que el crecimiento exponencial de las innovaciones tecnológicas o la posibilidad de que se produzca una invención revolucionaria en campos como la energía o la biología nos sitúen en un escenario inédito que nada tenga que ver con el aquí entrevisto. Aun así, las razones –bien sencillas– que explican mi intuición seguirían siendo de aplicación allí donde los seres humanos se vean obligados a convivir.

Tradicionalmente, las representaciones culturales del futuro han oscilado entre la utopía hipermeliorativa y la distopía admonitoria: de la sociedad sin clases marxista al apocalipsis ecológico. Sus representaciones en la cultura popular han sido múltiples, todas ellas concernidas con la proyección imaginativa de los rasgos percibidos como dominantes en el momento de su realización. Tienen especial interés aquellas formas de presentar la sociedad posible que, en lugar de invocar un futuro lejano, se sitúan en un indefinido futuro inmediato que resulta ser la mera estilización –deseable o indeseable– del presente. En Alphaville (1965), la influyente fábula de Jean-Luc Godard, la futuridad se deduce del cambio en la naturaleza de las relaciones sociales y el papel de la tecnología, no de un paisaje urbano que es, de hecho, el París del año mismo de su rodaje. También se nos presentan como distopías cercanas la bizarra sociedad corporatista de World on a Wire (1973), la película que Rainer Maria Fassbinder rodara para televisión anticipando los temas de Matrix (1999), o el Silicon Valley de El círculo, novela en la que Dave Eggers compone la primera distopía de la era digital convirtiendo a Google en un Leviatán bienintencionado pero destructivo. Sin embargo, parece mucho más razonable esperar que la sociedad del futuro se parezca a la representada por Spike Jonze en Her (2013), lograda parábola sobre la relación entre el single transmoderno y la inteligencia artificial.

De hecho, Oslo se parece a Her. Reina el silencio, las calles están limpias, la autoconciencia estética multiplica el número de hipsters y ejecutivos chic, mientras que los comercios están primorosamente decorados y el mobiliario de interiores destaca por la mezcla de funcionalidad y colorismo propio del estilo escandinavo. Por supuesto, hay suburbios e inmigrantes desfavorecidos: no hay luz sin sombra. Pero son las normas fundamentales de organización de la sociedad, en un contexto de relativa abundancia material, lo que llama mi atención como borrador para el futuro global. Básicamente, hablamos de una sociedad cuya organización socioeconómica pivota sobre dos ejes latentes: el solucionismo pragmático fundado en la tecnología y la neutralización consensuada del pluralismo agonístico. ¡Ahí es nada! Me explico.

Por una parte, nos encontramos con problemas de producción material y distribución de recursos. Es razonable esperar –pese a periódicos episodios de desesperación colectiva– que terminará por imponerse la tendencia latente hacia el pragmatismo cooperativo: una técnica de solución de los problemas socioeconómicos cuya premisa es el estudio pormenorizado de los datos al margen de las ideologías y el posterior debate sobre las soluciones disponibles, muchas de las cuales implicarán el uso de tecnologías digitales hoy todavía en su infancia. Más que un conflicto general de valores cuya reconciliación se da por imposible, avanzaríamos, como ya hacemos, hacia una convergencia general cuyo ideal es una sociedad a la vez próspera y justa en la que la iniciativa individual coexiste con una extensa protección estatal que garantiza a todos los ciudadanos unos mínimos estándares materiales. Por eso, el debate se centra en los medios más adecuados para hacer posible el cumplimiento de ese fin general: una cuestión de detalles más que de totalidades. Insisto en que no estoy planteando aquí la deseabilidad o indeseabilidad de una sociedad así, sino simplemente sugiriendo su inevitabilidad. Tampoco hablamos de cincuenta o setenta años como plazo para su potencial universalización: es cuando nos manejamos en los doscientos o trescientos cuando –si no media una catástrofe socioecológica– el escenario gana toda su plausibilidad.

Pensemos, por ejemplo, en la baja por maternidad para ambos cónyuges, que esta pasada semana demandaba The Economist para Estados Unidos, haciendo así una vez más gala de su incipiente pragmatismo posideológico. Digamos que no se trata ya de discutir si el Estado ha de arbitrar o no medios que permitan a la vez la incorporación de la mujer al trabajo (o su continuidad en él) y el desarrollo demográfico, sino de preguntarnos quién ha de correr con el coste correspondiente. Eso sí, ponderando a su vez cuál de las posibles atribuciones de ese coste –padres, empresas, arcas públicas– resulta más eficaz para la mejor resolución del problema. Y, en ese sentido, la acumulación de una cantidad de datos cada vez mayor, estudiados por un creciente número de analistas, a partir de un número de experimentos sociales cada vez más abundantes y repartidos globalmente, ayudará a encontrar la solución más adecuada en términos comparativos. Pero no se trata de dar forma a una pesadilla tecnocrática que –datificación mediante– suprima el papel de las preferencias ni la realidad de su frecuente conflicto, sino de reconocer que los problemas eternos conviven con soluciones sobrevenidas gracias a la experiencia, en un mundo cada vez más civilizado a pesar de sus barbaries.

En este sentido, recordemos las famosas páginas en las que Alexandre Kojève, comentando a Hegel, sugería que Estados Unidos había alcanzado ya la fase final del comunismo marxista, de forma que la forma de vida norteamericana se le presentaba –por razones de abundancia material– como el «eterno presente» de la humanidad y, por tanto, como «el género de vida propio del período poshistórico»Alexander Kojève, Introducción a la lectura de Hegel, trad. de Andrés Alonso Martos, Madrid, Trotta, 2013, pp. 489-491.. A su juicio, se trataba de una forma de vida inhumana, marcada por el consumismo y la banalidad, que contrastaba con la formalización ritual de las formas de vida que, también famosamente, Kojève encontraría en Japón en el curso de un viaje a ese país. Tal fue la impresión recibida que la japonización del mundo pasó a constituir para él una esperanza de rehumanización del hombre después del hombre. En su magnífico y reciente libro sobre la creciente estetización del mundo capitalista, Gilles Lipovetsky y Jean Serroy sostienen, sin embargo, que el sueño del esnobismo formalista a la japonesa no parece despuntar en el horizonte, sino que más bien lo hace un «emocionalismo consumista»Gilles Lipovetsky y Jean Serroy, La estetización del mundo. Vivir en la época del capitalismo artístico, trad. de Antonio-Prometeo Moya, Barcelona, Anagrama, 2015, p. 51.: un estilo de vida basado en la realización personal a través de experiencias y sensaciones que el mercado se encuentra presto a satisfacer: desde el viaje a las Maldivas hasta el curso de decoración. Nada de esto es, empero, incompatible con el futuro aquí sugerido, si bien parece conveniente corregir la apreciación de Kojève en el sentido de que la vía estadounidense no parece ser exactamente la que terminará por imponerse, como demuestra el giro socialdemócrata que la propia sociedad norteamericana –a pesar del interesante griterío libertario– está experimentando. Un efecto, acaso, de su desarrollo sociodemográfico, con la consiguiente erosión de la mayoría blanca y el ascenso de minorías como la hispana o la asiática: un país sin centro étnico.

Más claro aún me parece el papel que corresponde desempeñar a la neutralización progresiva de eso que he llamado más arriba pluralismo agonístico, que no es otra cosa que aquel pluralismo –de valores y de formas de vida– que produce de manera constante conflictos aparentemente insolubles entre grupos humanos. Joshua Greene describe a éstos como «tribus morales» cuyas diferencias no son susceptibles de difuminarse mediante la deliberación consensual, al estar arraigadas en última instancia en razones evolutivasJoshua Greene, Moral Tribes. Emotion, Reason, and the Gap Between Us and Them, Londres, Atlantic Books, 2014.. Sucede que las reglas que rigen esos conflictos sí pueden modificarse, porque ellas sí pueden ser objeto de consenso, y cobrar conciencia de que el consenso sobre los valores es imposible puede, irónicamente, facilitar la organización de los desacuerdos. En otras palabras, si desistimos de convencer a los demás, quizá nos sintamos liberados. De lo que se trata, en consecuencia, es de crear un marco democrático en el que las diferencias entre individuos y grupos no sean disfuncionales, productoras de desorden, sino un aspecto ampliamente aceptado de la vida social. De nuevo, hay que introducir aquí una cautela: en el larguísimo plazo, la intensificación inevitable de la globalización, nacida de la hipercomunicación digital, puede homogeneizar las formas de vida en una medida que todavía no alcanzamos a adivinar.

Sea como fuere, ¿de qué manera puede neutralizarse el pluralismo agonístico? La respuesta es muy sencilla y sus fundamentos se encuentran ya presentes in nuce en nuestras sociedades liberales, aunque más en unas que en otras: evitando la expresión pública de todo aquello que pueda resultar ofensivo a los demás. ¿Prohibir la libertad de expresión? No exactamente: alcanzar un grado de refinamiento en su ejercicio que excluya las agresiones morales a los demás. Siempre que los demás, huelga decirlo, operen en el mismo marco pluralista y democrático. Todo aquello que pueda provocar irritación social habrá de ser evitado.

Así, se deja de fumar en los lugares públicos, porque no todos fuman; se suprime el empleo de un léxico peyorativo hacia las minorías; se prohíbe la publicidad que pueda resultar ofensiva para algún grupo social; se evita el hilo musical en espacios también públicos, porque no todos los ciudadanos tienen el mismo gusto; se neutralizan las diferencias en el atuendo entre los distintos sexos (como sucede en Suecia; de hecho, resultaba chocante ver anuncios de lencería en las calles de Oslo); se igualan los roles de hombres y mujeres en el hogar; se democratizan las relaciones humanas, sometiéndose a deliberación razonada la toma de decisiones en el interior de los matrimonios, las familias, los grupos de amigos; se evita la ofensa a los credos religiosos por razones pragmáticas; y así sucesivamente. Este ethos público empieza a inculcarse en la más tierna infancia, como sucede en Escandinavia a través de las guarderías públicas. En Noruega, más aún, un niño no es «propiedad» de sus padres, sino de la sociedad: por leve que sea, un azote propinado en público a un infante rebelde conducirá probablemente a una denuncia y, tal vez, a una privación de custodia.

No obstante, habría que subrayar el hecho de que esta pacificación general es el producto de una conclusión pesimista sobre la razonabilidad de la especie, similar a la que alcanza una persona madura tras décadas de observación de la comedia humana: condenados como estamos a un cierto grado de desacuerdo, e incluso a una frustrante incomunicación interpersonal, limitemos al menos ex ante las posibilidades de agredir a los demás. Podríamos hablar de una civilización que alcanza el refinamiento intrasocial por omisión: renunciando al exhibicionismo público en beneficio de la convivencia. Las normas para el parque humano son así, ante todo, normas de no agresión: un producto del escepticismo ilustrado que constituye la mejor receta para una sociedad global compuesta por minorías obligadas a convivir entre sí.

¿Y las pasiones? ¿No habría romances, divorcios, traiciones en esta sociedad del futuro que empieza a vislumbrarse como una de las posibilidades de nuestro presente? Naturalmente que sí. Pero, como de hecho sucede en los países nórdicos, el espacio natural para su desenvolvimiento es la esfera privada. Públicamente, en contra de lo que defiende Martha NussbaumMartha Nussbaum, Political Emotions. Why Love Matters for Justice, Cambridge, Harvard University Press, 2013., las pasiones no tendrían ningún papel especial que cumplir; y cabe pensar que, a largo plazo, incluso las pasiones nacionales dejarán de ser el eje vertebrador –cada vez más debilitado– de las identidades colectivas. El futuro ha de ser cool, porque sólo de esa manera es viable la convivencia de sujetos cuyas manifestaciones pasionales –cuyos objetos de deseo– difieren: mientras sigan difiriendo.

Dejando aparte la nada desdeñable posibilidad de que un repentino salto tecnológico –o el resultado agregado de varias innovaciones decisivas– nos introduzca directamente en un escenario poshumano, hay razones para pensar que la sociedad del futuro se parecerá bastante a la que acabo de describir en términos generales. Ningún pesimista aceptará semejante descripción, por supuesto; pero me parece que es una posibilidad contenida en las condiciones del presente.

Desde el punto de vista de las ciencias sociales, la literatura que más apoyo prestaría a esta hipótesis es la conformada por los modelos evolutivos, cuya idea básica es que la sociedad adopta la forma que adopta porque a lo largo del tiempo sus elementos se han visto sometidos a un proceso reiterado de «selección por adecuación»Véanse Jon Elster, Nuts and Bolts for the Social Sciences, Cambridge, Cambridge University Press, 1989, capítulo 8, y Ellen Ostrom, Governing the Commons. The Evolution of Institutions for Collective Action, Nueva York, Cambridge University Press, 1990.. Dentro de este cuerpo doctrinal se cuentan los análisis de la evolución de la cooperación, tanto en teoría de juegos como en contextos sociales, que analizan el desarrollo histórico de las instituciones que permiten la cooperación social y la acción colectiva. Ya me lo decían en Noruega: los escandinavos no han nacido cooperativos, sino que se han hecho así a través del aprendizaje y la práctica sociales.

Quizás el futuro aquí bosquejado nunca llegue a hacerse realidad. Es posible que la creciente desigualdad, la disrupción tecnológica o el ascenso del modelo chino conduzcan a la humanidad en una dirección muy diferente y considerablemente más conflictiva; acaso las distopías terminen por ser las que digan la verdad final sobre la especie. Sin embargo, hay que plantearse también la posibilidad de que, con los matices que la realidad imponga, la sociedad del futuro se parezca a la que, inspirado por mi breve visita a Oslo, he dibujado aquí. Y decidir, en consecuencia, si nos parece o no deseable.

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