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Momentos de realidad
en el Kali Yugä

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1. Una antigua idea: el mundo, es decir, la naturaleza, no siempre fue como lo es ahora. Las plantas, los animales, los cuerpos humanos, eran diferentes. Nuestro planeta se encuentra en permanente declive, mucho antes de la intervención directa del hombre. El mito de las edades, en Hesíodo y, mucho más tarde, en Ovidio. En la cosmología hindú, la idea de los yugä, según la cual ahora nos encontramos al principio del Kali Yugä, o «edad de los conflictos», la última y más baja de las edades. Hay una parte de mí, primitiva o infantil, que realmente no concibe que aquellos mundos y el nuestro sean en esencia iguales.

2. Una de las fuentes de placer y de asombro que nos ofrece la pintura es la constatación de que existe una continuidad entre los hombres de otras épocas del mundo y nosotros. Cuando vemos un retrato fidedigno de siglos pasados de, por ejemplo, una mujer hermosa (pienso sobre todo en el lado «documental» de ciertas obras, no necesariamente valiosas, y en todo caso dejando aparte el verdadero valor artístico), algo en nosotros se maravilla profundamente de que surja una atracción desde nuestro cuerpo y nuestro corazón hacia esa mujer que murió hace cientos de años. «¡Así que las mujeres podían ser guapas también entonces!», nos dice una de nuestras voces inconfesables, una que imagino como un preadolescente un poco vulgar, locuaz, excesivamente sensible (a menudo lo siento al borde de las lágrimas). Vemos, por ejemplo, un retrato de 1840 de Regine Olsen, la que fuera prometida durante un año de Kierkegaard (precisamente ese año), y nuestra voz secreta, vulgar y despreocupada, salta: «¡Vaya con el bueno de Søren! ¡No era tonto el tío!», etc. El retrato es una obra en general insulsa, sin nada realmente interesante. Y, a pesar de ello, me parece notar que algo de la verdadera presencia de esa mujer ha permanecido misteriosamente en el lienzo, lo cual quizá ya es mucho. Al mirar la pintura, en la que Regine aparece con un vestido de color verde brillante y un chal oscuro sobre los hombros, con ojos grises y vivos, con bucles a la moda cayendo sobre sus mejillas sonrosadas, con labios del tipo que solemos asociar con ciertas bellezas de nuestra época que se nos antojan un tanto «artificiales», con delicadas clavículas y frente despejada, es muy fácil imaginar a esa mujer hablando con nosotros, riéndose, parpadeando, respirando, dejando la mirada perdida antes de contestar a una pregunta. «¡En 1840 esa mujer estaba comiendo y despertándose por la mañana y haciendo el amor y teniendo todo tipo de pensamientos! ¡En 1840!», me dice una voz de niño sobreexcitada. «¡Es como si estuviera al final de un túnel, sola, desvalida, sin nosotros, sin toda esta buena y segura realidad que nos pertenece a nosotros! ¿Cómo podía sobrevivir? ¿Cómo no murieron todas las personas de aquella lejana época, todas desvalidas, solas, perdidas como niños en el bosque?»

3. Cuando leemos sobre una enfermedad que padeció alguien en siglos pasados, no nos extrañamos: al fin y al cabo, ¿qué otra cosa podría esperarse? Y, más tarde, nos llenamos de admiración cuando leemos que esa persona se recuperó y llegó a vivir muchos años. «¡Esa gente estaba hecha de otra pasta!» El asombro de constatar que todas aquellas personas sobrevivían durante un período de años más o menos extenso, en medio de la arbitrariedad de los sucesos en torno a ellas, de las inmensas y ciegas fuerzas de la historia («¿Y nosotros? ¿Cómo es posible que sigamos vivos? ¿O es que no lo estamos?»), es algo que tiene que ver, de forma un tanto misteriosa, con la pervivencia de ciertas antiguas fuerzas en nosotros. Influencias de la psique, tendencias, fuerzas ocultas, demonios, espíritus. En Hesíodo, cuando la primera raza de los hombres, la áurea, fue sepultada por la tierra, Zeus los convirtió en dáimones terrenales, guardianes de los hombres mortales.

4. Por supuesto, en 1840 ya había fotografías, y aunque ese arte literal está mucho más cerca de nosotros que la pintura al óleo, la realidad normalmente está como velada en ellas (al contrario que en las pinturas, donde está iluminada… cuando lo está). Hay un daguerrotipo del Boulevard du Temple de París tomado por el propio Louis Daguerre en 1838. Está considerado como la primera fotografía en la que aparecen personas. Debido al prolongado tiempo de exposición, los viandantes y los coches de caballos en movimiento se han vuelto invisibles, de forma que la gran avenida aparece vacía, a pesar de que una infinidad de fuerzas transparentes pululan por ella. El cielo está quieto y plano, los edificios poseen ese aspecto bidimensional, vívido y quebradizo, como de maquetas, que cobran en las fotografías primitivas. Sólo se ve a dos personas en el paisaje: un limpiabotas, de rodillas, y su cliente, de pie ante él, inmóvil y triunfante en medio de un mundo vacío.

5. Cuando contemplo una fotografía muy antigua, por ejemplo del siglo XIX, en la que no aparece ningún ser animado, y sobre todo si representa objetos no naturales, percibo a menudo algo amenazante, casi cruel, a veces profundamente vulgar. Por ejemplo, esa fotografía del estudio de Emerson en su casa de Concord, Massachusetts, de 1882, tomada poco después de su muerte. El motivo repetido del papel de las paredes, las sillas satisfechas, esa chimenea que hace como si nada, los cuadros colgados con gruesos cordones, exultantes, disimulando apenas. Sólo los libros parecen inofensivos, como si formasen parte del que acaba de morir, como si se fueran durmiendo poco a poco.

6. Durante años, por alguna razón, he tenido colgado en mi habitación un daguerrotipo de 1847, tomado por alguien llamado Henri Ziegler a un muchacho llamado Gaspar Ziegler, probablemente su hermano. Este es el año en que Emerson publicó sus Poemas; el año en que se publicó Cumbres borrascosas. Es una fotografía claramente espontánea, fruto de un capricho, de una broma secreta, de un momento de aburrimiento. En la imagen aparece el joven Gaspar, de unos veinte años, a la intemperie, hasta la mitad del tronco. Tiene el pelo grasiento, el cuello de la camisa torcido, las uñas quizá demasiado largas. Sostiene un reloj de bolsillo junto a la oreja derecha, casi como si se probase un pendiente, y mira hacia un lado con apenas una sonrisa cansada. El reloj marca las siete y media, probablemente de la tarde. El octágono en que está inscrita la imagen se ha oscurecido por el paso de los años, y parece que viéramos a ese muchacho a través de una tormenta, de espesas brumas, de un larguísimo túnel. Quizá la razón de que la conserve es que me parece verme a mí mismo en 1847, el año en que Regine Olsen, sin haber perdonado a Kierkegaard, se casó con su antiguo tutor; el año en que Tolstói abandonó la Universidad de Kazán y volvió a la casa familiar; el año en que Flaubert, a los veintiséis años, le escribió en una carta a Louise Colet: «Ya no escribo, ¿para qué? Todo lo hermoso ha sido dicho. Y bien dicho». Es también el año en que Thoreau abandonó la cabaña junto al lago Walden y en que contestó a un cuestionario por el décimo aniversario de su graduación de Harvard: «Soy un Maestro de Escuela – un Tutor Privado, un Agrimensor – un Jardinero, un Granjero – un Pintor, quiero decir un Pintor de Casas, un Carpintero, un Albañil, un Jornalero, un Fabricante de Lápices, un Fabricante de Papel de Lija, un Escritor y, a veces, un Poetastro». Algo me dice: yo existía en 1847, o al menos pude existir, lo cual en cierto sentido es la misma cosa. También conservo la foto de Gaspar Ziegler, porque me recuerda a mi hermano.

7. Roland Barthes, en Camera lucida, dice que cuando vio por primera vez una fotografía de 1854 de Jérôme Bonaparte, el hermano de Napoleón, se dijo («con un asombro que después no he podido despejar»): «Veo los ojos que han visto al Emperador». Hay fotografías antiguas que son puentes entre una época desaparecida, inimaginable, y nosotros, y al menos durante un instante nos permiten constatar que ese cavernoso pasado existió realmente. Cuando vemos al anciano Alfred Tennyson en esa foto de Julia Margaret Cameron en la que aparece con la Odisea sobre las rodillas, sujetando el libro con manos que parecen de bronce bruñido, nos preguntamos cómo es posible que ese hombre esté en el mismo nivel de realidad que nosotros, ese hombre que conoció a Coleridge y a Wordsworth y cuyo padre nació antes de la Revolución francesa. Las fotografías de Whitman, de Thoreau, de Emerson; la fotografía de Flaubert de joven que le hizo Maxime Du Camp. La voz de Tennyson leyendo un poema, grabada en un cilindro de cera; la voz de Walt Whitman; la voz de Robert Browning en 1889, olvidándose de sus propios versos.

8. Cuando contemplamos los frescos de la Villa de los Misterios de Pompeya, inmediatamente comprendemos que nos hallamos ante visiones de otro mundo. Son sueños, son los dioses o los dáimones, es la vida de la psique profunda; en cualquier caso, no es una representación literal. En cambio, ante los retratos de momias de El Fayum, por ejemplo, la visión es quizá más superficial, pero al mismo tiempo hay en ella un vértigo y un asombro que tienen que ver con una vasta extensión de tiempo abolido. Ambos conjuntos los forman pinturas de uso ritual. Siempre me ha fascinado el retrato de El Fayum del niño Eutiques (que se conserva en el Metropolitan de Nueva York). La palidez del rostro, la rojez en torno a los ojos demasiado grandes (es probable que el pintor tomase como modelo el cuerpo del niño ya muerto). Y el pelo, corto y normal; tan nítidamente el pelo castaño brillante, algo erizado, quizás un poco sucio, de un chaval cualquiera de diez u once años (algo que mi preadolescente, que se ve quizá reflejado con un escalofrío, relaciona con bicicletas, helados, armas de plástico, mochilas escolares y golosinas fluorescentes). El hecho de que la tablilla de madera sobre la que está pintada esa imagen se encontrase sobre la cabeza embalsamada y vendada de la momia del propio Eutiques, en una tumba egipcia del siglo II, hace que todo sea posible. Quizá porque entonces, por un instante, parece que todo lo que ha ocurrido, lo que ocurre y lo que ocurrirá tiene lugar exclusivamente en nuestro interior. Y que sólo hay un interior, es decir, una sola persona en todos los siglos de la historia.

9. Hay un relato muy breve de Chéjov, de 1894, titulado «El estudiante». Un Viernes Santo por la noche, Iván Velikopolski, estudiante de la academia eclesiástica (una especie de seminarista), vuelve a casa a través de un paisaje pantanoso. Hace mucho frío y está helando; parece como si el invierno hubiera regresado; Iván siente la propia naturaleza como algo terrible y caído. Piensa que «ese mismo viento soplaba en la época de Riúrik, de Iván el Terrible y de Pedro el Grande y que también entonces había existido esa atroz pobreza, esa hambre, esas agujereadas techumbres de paja, esa ignorancia, esa tristeza, esa soledad, esa penumbra, ese sentimiento de opresión. Todos esos horrores habían existido, existían y seguirían existiendo». Entonces Iván llega a una huerta donde una madre y su hija, ambas viudas, están sentadas ante un fuego al aire libre. La madre no reconoce al estudiante al principio. Le dice: «Eso es que va usted a ser rico», pues en Rusia existía la creencia de que no reconocer a alguien en un primer momento era augurio de riquezas futuras. El estudiante se detiene un rato junto a ellas para calentarse. Comienzan a charlar. Iván recuerda la noche en que juzgaban a Jesús y Pedro se calentó a la lumbre de los criados del sumo sacerdote de Jerusalén, y cómo tres personas lo reconocieron como un discípulo y cómo Pedro lo negó tres veces, cumpliendo así la predicción de Jesús, y cómo después se retiró a un lado y lloró amargamente. Y entonces las mujeres, sin decir nada, se ponen a llorar, profundamente conmovidas, e Iván se despide de ellas y se queda pensando que el suceso de Pedro en el patio del sumo sacerdote tiene relación con el presente, con él, con esas mujeres. Si lloran es porque algo verdadero los une, a ellas y a él, con aquel suceso remoto, piensa Iván, y en medio de la oscuridad de los campos, se vuelve y ve una vez más el fuego solitario a lo lejos, que parpadea tranquilamente en la noche, y entonces una alegría de revelación le inunda; le parece acabar de ver los dos extremos de una cadena: al tocar uno de ellos, ha vibrado el otro. Y piensa: «La verdad y la belleza, que habían guiado la vida humana en el huerto de los Olivos y en el patio del sumo pontífice, y habían perdurado de manera ininterrumpida hasta el día presente, constituirían para siempre lo más fundamental de la vida humana y de todo cuanto había sobre la tierra. Un sentimiento de juventud, de salud y de fuerza –sólo tenía veintidós años– y una dulce e inefable esperanza de felicidad, de una misteriosa y desconocida felicidad, se apoderaron poco a poco de él, y la vida se le antojó maravillosa, encantadora, imbuida de un elevado sentido».

10. Erich Auerbach escribió que el episodio de las negaciones de Pedro y de su llanto no tenía antecedentes en la literatura antigua. Era «demasiado serio para la comedia, demasiado contemporáneo y cotidiano para la tragedia, políticamente demasiado insignificante para la historia». Es un momento puro de realidad. Como cierta luz transmitida por un pincel, o por un cuadrado de fina gelatina, y que perdura misteriosamente.

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