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Mentiras y posverdades

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Se diría que hablamos menos de las fake news y de la posverdad desde que no está con nosotros el malo perfecto, que era Donald Trump; aunque su regreso no puede descartarse a la vista de la decepcionante trayectoria que sigue la presidencia de Joe Biden en ese geriátrico en que se ha convertido la democracia estadounidense. Para muchos comentaristas, la victoria de Trump y el Brexit solo podían explicarse recurriendo a factores inéditos entre los que destacan las redes sociales y el oscuro empleo de la propaganda personalizada; por más que fuese Obama el que recurriese de manera pionera a los ingenieros de datos en dos exitosas campañas presidenciales. En realidad, no hay manera de saber cuál es exactamente el papel de rumores, fakes y mentiras en la conducta de los votantes: aislar el efecto mediático de cada tuit, eslogan o tertulia radiofónica es imposible. Y es que si el ciudadano mismo no sabe lo que le afecta en particular, difícilmente podrán averiguarlo los investigadores. Eso no quiere decir que la digitalización de la esfera pública deje de traer consigo notables consecuencias para el modo en que nos informamos acerca de los asuntos colectivos, debatimos sobre ellos y tomamos decisiones políticas; la mayor visibilidad de las posiciones extremistas y la creciente polarización, para empezar, no se entiende sin el concurso de las redes sociales. O mejor: sin el empleo instrumental de las redes sociales, que en sí mismas no prescriben un modo de uso por encima del resto. En algunos países, por ejemplo, los principales partidos democráticos no se dedican a la intoxicación propagandística a través de su cuenta en Twitter. Ya se sabe: hay gente para todo.

Que la victoria de Donald Trump podía explicarse sin recurrir a circunstancias excepcionales me ha parecido plausible desde el primer momento; sin que por ello haya de desatenderse la concurrencia de circunstancias excepcionales. En el sistema presidencialista norteamericano, la conexión emocional del candidato con eso que llamamos de manera elegíaca «pueblo» y detrás del cual se esconde el conjunto de los ciudadanos con derecho a voto, ha tenido siempre tintes populistas. Pocas democracias insisten tanto —quizá como reflejo de las enormes distancias que separan a la mayoría de sus habitantes de la sede del poder federal— en la idea de que es el pueblo quien gobierna. Eso conduce de manera casi rutinaria a sus representantes a prometer que serán ellos y solo ellos quienes acabarán con los special interests que contaminan la acción estatal; la única manera de hacerlo es, prometen, metiendo al pueblo en la Casa Blanca. Aunque se nos haya olvidado, esto es lo que —de nuevo– decía Obama en su camino insólito al poder; es también lo que suele decir Trump, solo que usando un lenguaje más vulgar y refiriéndose a Washington como «the swamp», el pantano que empantana las legítimas reivindicaciones populares.

También el cine nos lo ha mostrado, en especial el realizado en la década de los 70, tan caracterizada por el malestar colectivo y el descrédito del futuro: las pancartas del candidato al que quería matar Travis Bickle en Taxi Driver decían «Power to the People». Más aún, Hal Philip Walker, maverick del imaginario Replacement Party cuya furgoneta con altavoces recorre las calles de Nashville en la obra maestra homónima de Robert Altman, es alguien que —como Trump— ha ganado de manera sorprendente las tres primarias iniciales y amenaza al establishment con un discurso descacharrante contra las élites remotas de la capital:

«Queridos amigos, el Congreso está dirigido por abogados. Un abogado es alguien entrenado para hacer dos cosas, solo dos: una es clarificar; la otra, confundir. Hará cualquier cosa para favorecer a su cliente. ¿Has preguntado alguna vez qué hora es a un abogado? Te explicó cómo hacer un reloj, ¿verdad? ¿Alguna vez has preguntado a un abogado cómo llegar a la casa del Señor Jones? Te perdiste, ¿verdad? El Congreso está compuesto de individuos; 288 son abogados. Y aún te preguntas qué es lo que no funciona en el Congreso».

Podrá aducirse que este tipo de candidaturas marginales solían estar condenadas al fracaso y que Trump representa, por eso mismo, una llamativa novedad. Y es cierto. Pero también lo es que el actor Ronald Reagan ganó la presidencia en 1981 y que el luchador Jesse Ventura —apodado The Body— fue nombrado gobernador de Minnesota en 1999. La extravagancia política conoce mil formas; aunque Trump represente una de sus culminaciones, su victoria no revela las dificultades que padece la democracia de masas para seleccionar a los mejores candidatos disponibles, sino que los confirma de manera irrefutable. Máxime si hablamos de democracias presidencialistas donde el sistema de primarias conduce, por eliminación, a una disputa a cara de perro entre dos candidatos únicos: es frecuente que la victoria de uno de ellos sea, en gran medida, efecto del rechazo que provoca su contendiente.

Ruptura y continuidad, por lo tanto; podemos fijarnos en la primera o poner el acento en la segunda. Así, por ejemplo, nos hemos acostumbrado a ver en las redes sociales la herramienta definitiva de la posverdad. Tenemos buenas razones para ello: el desorden de la oferta mediática va acompañado de una desjerarquización —relativa: el New York Times sigue teniendo más crédito que un fanzine tudelano— que hace más arduo separar el grano de la paja. El ciudadano ya no sabe a qué atenerse, si bien lo cierto es que la mayoría de los ciudadanos se han atenido siempre a lo que decían sus partidos y medios de referencia: el buscador imparcial de la verdad siempre ha sido una rareza. Acaso lo que haya desaparecido es la esperanza de que la opinión pública pueda comportarse de manera racional y benéfica si se le proporcionan los medios que permitan a los ciudadanos expresarse sin mediaciones. Eso no ha sucedido, ni va a suceder: la búsqueda de la verdad al margen de la ideología es un pasatiempo de minorías y casi merece la consideración de parafilia cognitiva. Pero eso ya era así en el pasado analógico; la diferencia es que la relación de los ciudadanos con el flujo informativo era mucho más distante: un par de telediarios al día en el mejor de los casos.

Aun reconociendo las desventajas que ha traído consigo la digitalización de la esfera pública, merece por ello la pena señalar por una vez lo que se gana con ella; aunque nos parezca poco. Pienso, sobre todo, en la posibilidad de desmentir las mentiras una vez que han sido difundidas: la verdad tiene hoy más resquicios por los que colarse. ¿O es que alguien puede controlar lo que se dice en el vasto espacio público digital de una sociedad democrática? Naturalmente, no todas las voces reciben la misma atención; sin embargo, las oportunidades de responder a una mentira con una verdad son hoy mayores que nunca. La alegría no es completa: también la mentira tiene hoy posibilidades inéditas de difusión. ¿Salimos ganando o salimos perdiendo?

Fijémonos en un caso célebre —dentro de un orden— que atañe a la sociedad francesa de comienzos de los años 80. Lo ha contado la propia víctima de la maledicencia: Consideraciones sobre el asesinato de Gérard Lebovici es un libro de combate publicado por Guy Debord, conocido teórico del situacionismo, en la editorial de Gérard Lebovici. El libro aparece en 1985; Lebovici ha sido asesinado un año antes; numerosas piezas periodísticas sugieren la complicidad de Debord en la muerte de su amigo. Las especulaciones solo se frenan cuando Debord interpone sucesivas querellas por difamación; sus Consideraciones son un intento por explicar lo sucedido a los franceses.

De orígenes rumanos, judíos y humildes, Gérard Lebovici —nos informa Luis Andrés Bredlow en el prólogo a la edición española del libro— logra hacerse una carrera como representante de actores en la pujante industria del cine francés de los años 60, que en el curso de una década le coronaría como uno de sus más importantes miembros con la creación de la poderosa agencia Artmédia. No obstante, los sucesos de Mayo del 68 provocan impresión en Lebovici, que empieza a frecuentar los ambientes de la izquierda radical y termina por fundar en compañía de unos amigos la editorial Champ Libre: aquí se publicarán, con la libertad que proporciona desentenderse de la cuenta de resultados, textos de la izquierda heterodoxa y clásicos del pensamiento de todas las épocas. Aquí, también, se reedita La sociedad del espectáculo, obra clave de Guy Debord que había aparecido originalmente cinco años antes, o sea en el mismo 1967 en que se disolvió a sí misma la Internacional Situacionista fundada en 1957. Lebovici se hace amigo de Debord; Debord ejerce influencia sobre Lebovici. En 1974, Lebovici se niega a publicar una novela de Gérard Guégan, director literario de la editorial que contiene alusiones peyorativas sobre Debord; el conflicto resultante termina con el despido de los colaboradores, alineados todos con Guégan. En los años que siguen, Lebovici sigue publicando a Debord e incluso produce sus abstrusas películas, llegando a adquirir una sala parisina dedicada en exclusiva a su proyección: eso es un amigo.

Mientras tanto, sin embargo, Lebovici se iba ganando enemigos. Mantenía pésimas relaciones con los medios de comunicación y con los intelectuales progresistas; su correspondencia, autoeditada, muestra a un consumado aficionado a la injuria. Para colmo, la editorial decide publicar las memorias de Jacques Mesrine, celebérrimo delincuente francés culpable de robos, secuestros y asesinatos que sufrirá una muerte violenta a manos de la policía a finales de 1979. También Lebovici, como se ha dicho, morirá violentamente: tras ser atraído con una nota falsa a una cita en la tarde del 4 de marzo de 1984, será encontrado sin vida en el interior de su automóvil por el vigilante nocturno de un aparcamiento. Cuatro disparos de rifle en la nuca: trabajo de profesionales. Pero la Brigada Criminal, protagonista de incontables polares en pantalla grande, no llega a ninguna parte con su investigación. Abundan los rumores, entre ellos los que vinculan el crimen al negocio de las copias ilegales de cintas de vídeo; escasean las conclusiones. Por su parte, la prensa se dedica a escudriñar las relaciones personales de Lebovici y son muchos los periódicos que de manera más o menos abierta señalan a Debord como «mala compañía» e, incluso, posible instigador del crimen. El teórico situacionista pondrá fin a esta clase de informaciones recurriendo a los tribunales y dará cuenta del asunto en un libro breve y tajante.

Lo más ilustrativo de las Consideraciones está en los abundantes pasajes de la prensa francesa de la época, que Debord cita por extenso antes de dedicarles una glosa herida e hiriente. Son desmentidos en los que se transparentan por igual la indignación serena del ultrajado y la arrogancia desacomplejada de quien dice despreciar a la sociedad en la que vive: Debord no se esfuerza por caer simpático y por eso no resulta antipático. Hay que perdonarle cuando se da demasiada importancia: «Hace casi veinte años que califiqué toda una fase muy importante del capitalismo, un siglo entero, con el nombre que le quedará» (la cursiva es mía). Pero no parece que Debord mienta cuando dice que apenas ha encontrado cinco o seis hechos verdaderos en lo que se cuenta sobre él, personaje elusivo y hermético donde los haya: «Jamás tantos falsos testigos han rodeado a un hombre tan oscuro». Al siglo le reprocha falta de gusto por la verdad, la generosidad y la grandeza; no sabemos lo que habría opinado del que ha venido después, pero podemos sospecharlo. Enumera los errores de la prensa en lo que a la Internacional Situacionista se refiere, insistiendo de manera acaso sorprendente en que su movimiento fue no solo revolucionario sino también «proletario». Esto es sorprendente porque pocas cosas se antojan más alejadas del proletariado realmente existente que la teoría situacionista; salvo, claro, que el situacionismo sea tomado como el enésimo intento por emancipar al alienado que ni siquiera se ha parado a pensar en su alienación.

Por el camino, claro, Debord va dejando constancia de sus extravagantes tesis acerca de la democracia liberal. El terrorismo político de los 70, por ejemplo, sirve «para gobernar los Estados y otorgarles a contrario patentes de democracia»; de hecho, más tarde aludirá despectivamente «a los que quieren vender a los vascos a una democracia en la que los votos de los generales se cuentan aparte». ¡Ahí queda eso! El terrorismo, no obstante, le parece ajeno en ideas y métodos a «la subversión profunda de la que el año 1968 marca un verdadero hito». Dejemos a un lado el debate sobre la profundidad de esa subversión y fijémonos en que Debord desacredita sin vacilaciones las insinuaciones de los principales periódicos franceses, empeñados en ver peligrosidad allí donde solo había una vida hermética que, por eso mismo, se prestaba a la especulación malintencionada: el foco de los medios busca la oscuridad igual que la polilla en las noches de verano, a condición de que esa oscuridad sirva para construir una buena historia. ¡Y no habíamos acuñado el concepto de click-bait! Debord rechaza así la insinuación de que es un hombre irascible que acaba peleándose con todos sus amigos: «No es verdad que me peleo con todos mis amigos uno tras otro. Mis amigos son aquellos con los que no me peleo». Prueba de amistad sería el hecho de que Lebovici pusiera a disposición de su cine una sala en el Barrio Latino; negar que se trató de un regalo extravagante quizá sea ir demasiado lejos en la defensa de la propia posición. Claro que Le Journal du Dimanche no apuesta por la moderación:

«Guy Debord es en la vida de Lebovici el lado de las tinieblas, el «diablo». Un Mefisto de pacotilla para una verdadera tragedia: la del embrujamiento de un hombre. Detrás de la cara más oculta de Gérard Lebovici está siempre Guy Debord».

De manera parecida, Le Monde habla de testimonios que confirman que Lebovici se iba «alejando progresivamente de la norma socialmente aceptada por su entorno profesional», abocándolo «a un descarrío psicológico e intelectual conducido —de eso estamos seguros— por el «gurú» Debord». ¿Y si fuera cierto? Lo cierto es que Debord no tiene manera de demostrar lo contrario. Pero influir sobre otro no es un delito y tampoco lo es, como escribiera Le Quotidien de Paris, que un preboste del cine francés promoviese «contradictoriamente» el no-cine de Debord. El propio Debord termina por encontrar amparo en las instituciones judiciales de la república francesa, como no dejaron de señalar algunos medios, pese a considerar que la democracia liberal es un espectáculo alienante al servicio de quienes en ella ostentan el verdadero poder. Escribe Debord:

«No sé por qué me llaman «Mefisto de pacotilla» quienes no han sabido ver que estaban sirviendo a una sociedad de pacotilla y que se los gratifica, alimenta y aloja justamente de pacotilla. ¿O será precisamente por eso?».

Por fortuna, los jueces no emitieron sentencias de pacotilla, circunstancia que no logra debilitar ni por un momento la convicción de Debord: él tiene razón contra todos los demás. Atesora así un secreto bien escondido que la Internacional Situacionista se esforzó por divulgar: «¿Detestan tanto a los situacionistas porque estaban equivocados o porque tenían razón?». Es crucial que el pensador francés se refiere a un tipo de verdad distinta a aquella cuya defensa pide a los tribunales: una cosa es decidir si la sociedad democrática es un espejismo y muy distinta otra resolver si hay pruebas de la complicidad de su principal teórico en el asesinato de un amigo suyo. Cuando Debord exagera diciendo que «decir que dos y dos son cuatro está a punto de convertirse en un acto revolucionario», solo puede estar refiriéndose al tipo particular de las verdades fácticas o demostrables, entre las que ciertamente se encuentra el hecho de que dos más dos son cuatro. De la misma manera, la campaña padecida por él mismo no puede identificarse automáticamente como la prueba de que los mass media están llevando a cabo con éxito «la gran empresa de falsificación de lo real». También los mass media son reales, aunque la representación fidedigna de la realidad no suela concernirles demasiado. Más acertada se antoja otra de sus máximas: «Entender la sociedad y su movimiento es sumamente útil para no dejarse engañar y reconocer lo verdadero ahí donde está». En ocasiones, Debord trata de ayudar a sus enemigos: ante la falta de fotografías suyas, incluye una —orondo, severo— en el libro. Su resumen final es elocuente:

«Hegel decía que inocentes son sólo las piedras. Pero es admirable que nadie se atreva a decir qué es exactamente lo que se me reprocha, y que todos acumulen, no solamente sin prueba alguna, sino sin el menor viso de verosimilitud, las mismas incriminaciones estúpidas que no se prueban sino por repetición».

Si da el paso excepcional de recurrir a los tribunales, aclara, es porque nunca se le había acusado de asesinar a un amigo. Lo que no sabemos es si los fallos judiciales en su favor repararon el daño que hubiera podido sufrir su imagen ante la opinión pública: como sabemos por el caso Camps, analizado con detalle por Arcadi Espada en uno de sus libros, los medios de comunicación pueden arruinar la reputación de una persona cuando se dan las condiciones adecuadas para ello. La existencia de un público dispuesto a creer lo que se le diga acerca de una persona que ya es detestada con antelación por parte del público es una de esas condiciones; aunque Francia sea un país más cultivado que España, es dudoso que Debord fuese bien conocido por el ciudadano medio. Hay otros que no tienen tanta suerte y sufren campañas abominables. Lo que el caso Debord muestra es que no necesitamos Internet para sucumbir a la rumorología, el fake o la posverdad. Su advertencia final, no obstante, parece haberse realizado plenamente con la digitalización: «Muy pronto los juicios en newspeak se parecerán todos al que por esta vez se ha inaugurado para mí». Si pensamos en las campañas públicas de señalamiento desplegadas en Twitter, habrá de concluirse que no le faltaba razón. Todavía no sabemos si por posverdad hay que entender el descrédito de la verdad, que habría dejado de tener importancia a ojos del público, o si más bien designa un proceso de fragmentación que desemboca en la defensa de distintas «verdades» que se sienten como tales por parte de grupos o individuos particulares. De alguna manera, es la misma cosa: solo si dejamos de creer en la verdad, podemos sostener que haya distintas verdades en liza. Irónicamente, Debord habría contribuido a erosionar el ideal de la verdad con sus teorías acerca del espectáculo: al considerar este último como modelo de la entera vida social, lo verdadero se presenta como un momento de lo falso. Pero si el mundo real es anulado por el espectáculo y todo es espectáculo, el laberinto carece de salida: solo una sociedad completamente transformada por la revolución será capaz de alumbrar el renacimiento de lo real y, con ello, la restauración de la verdad. ¡Largo nos lo fía! No hace falta semejante grandilocuencia: como recuerda el propio Arcadi Espada en La verdad, recopilación de sus artículos sobre la verdad factual y el periodismo, los hechos son sagrados y las opiniones libres. Pero no podemos tener opiniones sin fijar los hechos, por escurridizos que puedan ser. Eso es lo que trata de hacer Debord cuando acude a los tribunales y publica su libro: aunque por el camino quiera formular una Gran Teoría Social, hay que empezar más modestamente por discriminar lo verdadero de lo falso. Y la cuestión es, justamente, si queremos hacer ese esfuerzo: si la verdad sigue importándonos o —como sostiene Espada— ya no es el caso. Es una de las preguntas de nuestro tiempo y yo, sin que sirva de precedente, no he tratado aquí de darle respuesta.

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