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Los Machado y la ciencia (I)

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Mi colegio estaba frente al convento donde alcanzó la santidad Sor Ángela de la Cruz, en una calle que llevaba su nombre. Si, al salir, se torcía a la izquierda, enseguida se cruzaba la calle Dueñas, con su huerto claro donde maduraba el limonero, y si se torcía a la derecha, en dos minutos se estaba en la calle Laraña, frente a la universidad, un espléndido convento jesuita desamortizado. Cuando me llevaron por primera vez al palacio de los Alba (que tenía y tiene seis patios), supe ya leer los versos del poeta, perpetuados en cerámica junto a una encalada alberca de aguas cristalinas. A la universidad me llevaba mi madre con frecuencia, terminado el colegio, para recoger a mi padre, cuyo laboratorio de química orgánica daba al balcón principal. No recuerdo cuándo fue la primera vez que me enseñaron el adyacente gabinete de historia natural, pero sí el desasosiego y el rechazo que me produjo. Dicho gabinete había sido organizado un siglo atrás por D. Antonio Machado y Núñez (1815-1896) al hacerse cargo de una cátedra de dicha materia. Yo soy gaditano porque, en la fecha de mi nacimiento, mi padre ocupaba la misma cátedra que D. Antonio había ocupado en tiempos para enseñar química a futuros médicos. Luego, también como D. Antonio un siglo antes, mi padre se trasladaría a Sevilla.

Ian Gibson ha tenido el acierto de darnos noticia de este singular personaje que merece un lugar más destacado del que se le asigna en la historia de la ciencia en España. No es frecuente encontrar en el siglo XIX español científicos de su talla. Entroncado con la gran tradición europea y pionero del naturalismo institucionista, dejó la práctica clínica por la ciencia básica y se formó en París con destacados maestros, entre los que estuvo Antoine Becquerel (1788-1878), catedrático de Física del Museo de Ciencias Naturales y cabeza de una saga de grandes físicos, el penúltimo de los cuales compartió el premio Nobel con los Curie por el descubrimiento de la radiactividad.

No es aventurado conjeturar que, como a mí, a Antonio Machado debieron enseñarle de niño el decimonónico gabinete de su abuelo: dos salas medianas con el típico olor a muerte maquillada para representar una naturaleza fingida. La colección de minerales atraería sin duda el interés del niño, con sus cuarzos auríferos, hematites, malaquitas, azuritas, galena, cinabrio y tantos otros milagros cristalizados, pero no necesariamente así los habituales esqueletos y cuerpos disecados de aves rapaces, serpientes y puercoespines (una de las especialidades del abuelo) o, sobre todo, la serie de feos fetos en formol, que pretendía reconstruir el proceso de gestación del ser humano, y el cabrito disecado de ocho patas y una sola cabeza, cuatro patas hacia arriba y cuatro hacia abajo, que quedaron grabadas en mi memoria como debieron de hacerlo en la del poeta. En suma, una primera visión palpable de lo monstruoso. Esta probable experiencia infantil debió de contribuir al marcado escepticismo del poeta respecto a la ciencia positiva.

Su abuelo, un padre en funciones para él hasta la treintena, fue un naturalista que escribió sendas monografías sobre las aves, los peces, los reptiles y los mamíferos de Andalucía en medio de la mayor de las inculturas científicas, creó en Sevilla los museos de Arqueología y Antropología, así como la Revista Mensual de Filosofía, Literatura y Ciencias, e introdujo sin dilación las ideas de Darwin, Spencer y Haeckel. Republicano, anticlerical y antitaurino, contribuyó al derrocamiento de Isabel II y desempeñó cargos relevantes como los de rector (en dos ocasiones), alcalde y gobernador provincial. En suma, un hombre de acción cuyo carácter contrastaría con el contemplativo de su nieto.

Por fortuna para la poesía, Antonio Machado debió de salir huyendo como alma que lleva el diablo de aquel gabinete de historia natural, fantasmagórica representación de las cenizas del fuego heraclitiano. Yo también salí huyendo, pero fui de inmediato seducido por el infernal olor a azufre del contiguo laboratorio de mi padre, quien soplaba el vidrio por arte de magia, como antes lo hicieron los alquimistas, y se dedicaba a sintetizar cientos de derivados azufrados de los azúcares, compuestos que eran como nuevas palabras y poemas no expresados previamente en la faz de la tierra. Pertenezco a la última promoción universitaria que usó el gabinete en la calle Laraña y pude comprobar que todavía me causaba el mismo desasosiego. Sobrevivió al traslado a la Fábrica de Tabacos, nueva sede de la Universidad de Sevilla, y luego supe que al final fue vendido por piezas, como la famosa biblioteca del archiduque. La ciudad de Sevilla dedicó una calle a mi padre y yo creí oír su carcajada desde ultratumba: la calle Profesor García González empieza entre limoneros y termina en la Facultad de Ciencias, una demostración fehaciente de que estos hermosos frutos pueden madurar en el mismo espacio que las ideas científicas.

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