Buscar

Liberty Valance en Vasconia

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Cuando ETA asesinó a José Luis López de Lacalle el 7 de mayo de 2000, Arnaldo Otegi –por entonces portavoz de EH (Euskal Herritarrok)– declaró que la banda terrorista pretendía «señalar sus apreciaciones sobre el poder de los medios de comunicación en el conflicto». Con esa retórica de carlistón con sotana que le ha permitido prosperar como líder en las filas de la izquierda abertzale, añadió que debía ser ETA la que explicara «por qué ha realizado esta acción», pero que probablemente su intención era «poner sobre la mesa el papel de los medios de comunicación y de determinados profesionales de esos medios que, a juicio de ETA, plantean una estrategia informativa de manipulación y de guerra en el conflicto entre Euskal Herria y el Estado». Volví a leer estas declaraciones hace unos días y, de inmediato, pensé en Liberty Valance golpeando violentamente a Dutton Peabody en la oficina del Shinbone Star. Valance es un inquietante pistolero interpretado por Lee Marvin. Cínico, asocial, fanfarrón y despiadado, trabaja al servicio de los grandes ganaderos, intimidando, maltratando y asesinando a los propietarios de pequeños ranchos. Dutton Peabody (un magnífico Edmond O’Brien) es el fundador, editor y único redactor del Shinbone Star, el modesto periódico local. Es un hombre elocuente, de mediana edad, un borrachín entrañable y un chispeante tertuliano. No sabe manejar un arma, pero asume el riesgo denunciar los crímenes de Valance, exigiendo justicia y libertad. No es un gesto temerario, sino un valiente acto de ciudadanía. Acompañado por sus matones, Liberty asalta la redacción y le propina una brutal paliza con su látigo de empuñadura de plata. Creyendo que lo ha matado, lo arroja al suelo y le cubre la cara con el periódico que relata el último asesinato del pistolero. Sin embargo, el periodista aún respira y su corazón no ha dejado de latir. Cuando acude en su auxilio el abogado y friegaplatos Ransom Stoddard (un inolvidable James Stewart), Peabody se incorpora con el rostro magullado y ensangrentando, balbuciendo unas heroicas palabras: «¡Le he hablado a ese Liberty Valance de la libertad de prensa!». Peabody se recupera y continúa con su actividad periodística, apoyando la carrera de Stoddard hacia el Senado.

Desgraciadamente, López de Lacalle no tuvo una segunda oportunidad. Un pistolero de ETA lo mató a traición, disparándole cuatro tiros por la espalda, mientras otro le cubría y un tercero les esperaba en el coche. Cumplía órdenes de Francisco Javier García Gaztelu, «Txapote», el infame asesino de Miguel Ángel Blanco. Todos procedían de la kale borroka y se consideraban «libertadores», pese a actuar como las hordas pardas que en la Alemania de los años treinta hostigaron a los judíos y, algo más tarde, arrojaron al fuego los libros de Thomas Mann, Emil Ludwig, Sigmund Freud, Erich Maria Remarque, Stefan Zweig, Franz Kafka o Heinrich Heine.

Los Liberty Valance de Vasconia justifican su violencia, alegando que se limitaban a ofrecer resistencia al opresor. En el año 2000, hablar de opresión era tan grotesco como pretender que había existido un territorio mítico llamado Euskal Herria –en realidad, el Reino de Navarra– invadido en 1512 por Fernando el Católico, rey de Aragón. La Euskal Herria invocada por los abertzales me recuerda a la Atlántida, presunto origen de la raza aria, de acuerdo con las teorías esotéricas de las SS. No hace falta ser un erudito para saber cuáles son las consecuencias de fundir nacionalismo y socialismo, pero en Vasconia el dato histórico se interpreta conforme a intereses políticos, mezclando con descaro ignorancia y oportunismo. El Arrano Beltza o Águila Negra es un sello de Sancho VII, rey de Navarra, pero se agita como símbolo de la república socialista que surgirá cuando el pueblo trabajador vasco logre la autodeterminación. Miguel de Unamuno definió el nacionalismo vasco como la «petulante vanidad de un pueblo que se cree oprimido». El 2 de julio de 1932 ya había manifestado en las Cortes, refiriéndose a Cataluña: «Hablar de nacionalidades oprimidas –perdonadme la fuerza, la dureza de la expresión– es sencillamente una mentecatada; no ha habido nunca semejante opresión, y lo demás es envenenar la Historia y falsearla». Con enorme clarividencia, Unamuno proclamó: «Somos los vascos, por ser vascos, dos veces españoles y en español está lo que hemos hecho de duradero».

No puedo criticar el independentismo vasco y catalán sin hacer examen de conciencia. Siempre he simpatizado con la izquierda, quizá porque mi generación se educó en las presuntas virtudes del marxismo-leninismo. Cuando estudié Filosofía en la Universidad Complutense, aún pervivían los rescoldos del franquismo y ser comunista parecía la opción más ética. Muchos profesores y compañeros hablaban alegremente de la revolución, justificando la lucha armada. Los que opinaban de otro modo, simplemente eran «fascistas» y merecían toda clase de oprobios y desprecios. Al finalizar la carrera, mantuve mi izquierdismo por razones sentimentales, no racionales. Cuando empezó la crisis, el auge de las fuerzas políticas alternativas desempolvó la herencia marxista, cantando las excelencias de la Unión Soviética, la revolución cubana y la Venezuela de Hugo Chávez. De paso, se blanqueó la historia de la izquierda abertzale, asegurando que la violencia de ETA obedecía a razones políticas. Su estrategia militar había sido semejante a la de cualquier otro movimiento de liberación nacional. De hecho, los argelinos y los vietnamitas habían empleado los mismos métodos. En fin de cuentas, el terrorismo es el arma de los pobres, que no pueden desplegar un ejército convencional, y posee una aureola romántica, siempre y cuando no contemples de cerca las piernas amputadas de Irene Villa o los cuerpos calcinados de las víctimas del Hipercor de Barcelona.

Durante un tiempo, suscribí un discurso que ahora me repugna, condicionado por el lastre ideológico que arrastraba desde mis años universitarios. La corrupción ha causado un daño gravísimo a nuestro sistema democrático, pero el populismo no ha resultado menos catastrófico, agitando banderas que han sembrado el odio y la intolerancia en un pasado reciente. Se habla de superar la división entre izquierdas y derechas, mientras se glorifica o minimiza la escalada de terror que desató el nacionalsocialismo abertzale. Llamar «acción» al asesinato de López de Lacalle me parece tan abominable como encubrir la política genocida del Tercer Reich con el nombre en clave «Noche y niebla». Arnaldo Otegi no es un preso político, sino el muñidor de Liberty Valance, intentando convencer al público de la honradez del pistolero. No recuerdo el nombre del personaje en la memorable película de John Ford, pero sí al actor que lo representa, un John Carradine con casaca sudista y una retórica repelente. Me parece deplorable que Adolfo Pérez Esquivel, Desmond Tutu, José Mújica, Noam Chomsky o Teresa Rodríguez, secretaria general de Podemos en Andalucía, soliciten la liberación de un personaje que pertenece por méritos propios a la galería de los Miloševi?, los Karadži? o los Jóvenes Turcos, responsables del genocidio armenio. Los crímenes de ETA son crímenes de lesa humanidad y la izquierda aún se resiste a reconocerlo. Obstinarse en no hacerlo es tan grave como justificar la represión franquista desde una perspectiva de derechas. Evidentemente, el liberalismo nunca transigirá con esa clase de lealtades, pues su convicción esencial es el respeto a la pluralidad y la convivencia pacífica. Las diferencias se resuelven con argumentos, no con pistolas. El liberalismo no es de izquierdas ni de derechas, sino escrupulosamente democrático y por eso despierta mis simpatías.

La mejor manera de honrar a Dutton Peabody o a José Luis López de Lacalle es escribir sin miedo, denunciando las felonías de los Liberty Valance que ocultan su rostro bajo un pañuelo o un pasamontañas. Tom Doniphon (John Wayne) mató a Valance, pero Peabody y Stoddard fueron quienes construyeron una sociedad civilizada, sin utilizar otras armas que la prensa y los libros de leyes. La violencia no es la partera de la historia, sino el fracaso más estrepitoso del ser humano. La España democrática siempre estará en deuda con los López de Lacalle, que se enfrentaron a la barbarie con un paraguas rojo o con dos barras de pan, como fue el caso de Manuel Zamarreño, concejal del PP en Rentería.

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Ficha técnica

5 '
0

Compartir

También de interés.

Sombras de bohemia

Tragedias en tiempo presente

En 1955, Albert Camus dictó en Atenas una conferencia sobre «el futuro de la…