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Las guerras maternales

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Nada más entretenido que una querella filosófica en las páginas de los periódicos. Si la querella es menos filosófica que meramente argumental, pero tiene lugar en una revista tan atractiva como El Estado Mental, también nos vale. Y eso es lo que ha sucedido estos últimos meses, a cuenta de un artículo inicial donde se cuestionaba la razonabilidad de tener hijos ahora que puede elegirse no tenerlos, al que pronto siguieron piezas que defendían la decisión contraria o explicaban las causas del mal denunciado por la primera. En conjunto, el debate proporciona una reveladora muestra de los conflictos que se asocian contemporáneamente a la maternidad –aunque también la paternidad– en las sociedades avanzadas. Mi intención, aparte de glosar este entretenido intercambio de razones y emociones, es proponer un argumento menos alternativo que complementario para explicar el llamativo lugar que la maternidad ha pasado a ocupar en nuestra cultura tardomoderna.

Tal como sucede con cualquier Kulturkampf digna de tal nombre, los norteamericanos empezaron antes las hostilidades. En un ensayo publicado en The New York Times en 2005, la novelista Ayelet Waldman causó un considerable escándalo cuando declaró que amaba a su marido más que a sus cuatro hijos; razón por la cual, aducía, su pareja se mantenía sexualmente viva. A su juicio, la fortaleza de su matrimonio proporciona un saludable sentimiento de seguridad en sus hijos en lugar de producirles un trauma por desatención. De resultas de sus palabras, Waldman fue insultada como una «mala madre» y amenazada por desconocidos. Para Danielle y Astro Teller, que arrancaban de este caso para formular su crítica a la maternidad contemporánea en la revista Quartz, esta reacción no es propia de una sociedad civil abierta, sino «el modo en que una religión persigue a un hereje». Este credo se caracterizaría por la obsesión paternal con los propios hijos, expresada en una sobreprotección que incluye no hablar nunca de ellos en términos críticos. My children, right or wrong. Los Teller terminaban señalando que, a la vista del aumento de la tasa de divorcios que se registra con la –allí temprana– emancipación de los hijos, quizás habría que replantearse este culto de nuevo cuño.

En su versión española, el debate ha adoptado una forma distinta. En el artículo inaugural, Purificació Mascarell empieza declarando solemnemente que tiene treinta años y ninguna expectativa de tener hijos. Sobre todo, apunta, porque no hay sitio para ellos en su dinámica existencia:

¿Dónde meterlo? ¿Entre la lasaña para microondas y la última traducción de Strindberg? ¿Entre el ensayo del miércoles y el power point para la clase del viernes? ¿Entre el concierto, la reseña, el pilates, el blog y la estancia en Roma?

De acuerdo con su relato, el contraejemplo de su propia madre –una mujer trabajadora que tuvo cuatro hijos a los que se dedicaba en cuerpo y alma sin apenas ayuda paterna– ha sido decisivo: sus piernas artríticas le recuerdan el precio a pagar por la reproducción biológica. Sobre todo, sin embargo, le repele la transformación que a sus ojos experimentan quienes se convierten en padres:

Estoy elaborando una teoría tal vez muy equivocada, pero basada en muchas personas que conozco. Creo que, actualmente, la gente que tiene hijos se atonta y se amuerma, se vuelve prosaica y gris, envilece su mente y estanca su intelecto.

Quienes no los tienen, tampoco se salvan: a ellos les toca volverse «psicóticos y ególatras», además de excéntricos. Ahora bien, dado que hoy en día elegimos si tener hijos o no, es la decisión de tenerlos la que más le sorprende, hasta el punto de concluir que sólo puede explicarse como efecto de una ilusión irreflexiva.

Su artículo fue respondido por la periodista Barbara Celis, quien recuerda haber mirado a los padres con idéntica perplejidad cuando tenía la misma edad; pero, advierte, con mayor humildad. Se ve a sí misma diez años antes y no se gusta: ególatra, maniática, psicótica. Ahora, la maternidad le ha hecho enfrentarse a una realidad contundente que menoscaba de golpe toda egolatría:

Te enfrentas de golpe a algo intelectualmente mucho más sencillo que un doctorado pero emocionalmente mucho más denso que una tesis sobre Kant. […] Cuando tu hijo por fin duerme no tienes ganas de leerte a Aristóteles, ni de irte a un congreso de intelectuales sesudos. Quieres descansar. No nos volvemos idiotas de golpe, simplemente estamos agotados. Y, pese a ello, intentamos mantener nuestro cerebro en activo.

A los méritos de anteriores generaciones, Celis opone los propios: jóvenes educados para tener ambición profesional y retrasar la maternidad, cuya carrera sufre un impacto brutal cuando tienen hijos. Es eso que, con su habitual ingenio, The Economist denominó la «Generation Xhausted» cuyo pico profesional, avanzada la treintena, coincide con la maternidad: para ellos y para ellas. Más interesante aún es cómo justifica Celis la decisión de tener hijos, incurriendo en una cierta contradicción:

Y eso sin contar que cuando el reloj biológico hizo tic-tac (sí, existe, el cuerpo te pide tener hijos, es tan simple como eso, y da gracias porque esos niños pagarán no sólo mi pensión, sino también la tuya) resulta que para muchas ya era tarde y no podían concebir, así que ahí están un montón de españolas invirtiendo sus ahorros en intentarlo artificialmente. No hay nada «irreflexivo» en esa decisión.

Da la impresión de que Celis no acaba de decidirse entre la razón y el instinto, proclamando simultáneamente que el cuerpo pide tener hijos –con esa capacidad persuasiva que sólo el cuerpo sabe tener– y que la decisión de hacerle caso es perfectamente reflexiva. Esta indefinición se refuerza en su andanada final contra Mascarell, quien se había investido de la condición de romántica frente a las «realistas que trituran fruta con eficiencia», cuando, así Celis, la romántica es ella: «el último acto de romanticismo que hoy queda en un mundo que venera el yo, el aquí y el ahora es decidir ser madre». Siempre y cuando, podamos añadir, la decisión sea verdaderamente libre y carezca de todo componente egotista: si no, el romanticismo será un adorno retrospectivo.

Finalmente, la querella se completa con la aportación de dos hombres que, además, son padres. Sergio del Molino, escritor y periodista, relata su vida como miembro de la pareja encargado del cuidado cotidiano de su hijo pequeño. Es un retrato en el que se reconocerá cualquier padre: una mezcla de agotamiento y satisfacción. De hecho, así es como la psicología social retrata el impacto de los hijos sobre nuestro relato vital: una adición de sentido existencial que aumenta la satisfacción con la propia vida contemplada en su conjunto, acompañada por un aumento de la infelicidad cotidiana. Para el autor, ser padre se ha convertido en una parte nuclear de su identidad: «Si me tengo que definir, me defino antes como padre que como escritor o como señor con barba». Más:

No sé si me ha vuelto más prosaico y gris, tonto y muermo, con la mente envilecida y el intelecto estancado, como tú crees que son los padres. Eso lo tendrán que juzgar los demás. Yo me gusto más. Me parezco mejor de lo que era antes de ser padre.

No obstante, concede, tener hijos no es para todo el mundo; se puede ser feliz sin ellos. Otra cosa es cómo seamos felices con ellos, viene a decir Nicolás Agustín Mattera, último de los contribuyentes al debate. Su posición es la más abiertamente política: a su juicio, las actuales generaciones de padres no se atontan a consecuencia de tener hijos, sino por tenerlos en el contexto que nos hemos dado, conforme al relato de maternidad que nos contamos. ¡Luego sí se atontan! A su modo de ver:

somos una generación cagona. Tan poco comprometida como complaciente, que sencillamente ha encontrado en la maternidad/paternidad el centro de toda su justificación: la M/P como nueva religión, con Niños Dioses a quienes no se les pone límites. Esa épica, repetida y reproducida incansablemente, es la causa de la hijocracia en la que vivimos, con niños dictadores repletos de basura para entretenerse. Es comprensible, en un contexto como el nuestro, que la maternidad/paternidad sea la excusa perfecta: necesitamos exacerbarlo para escondernos en ella.

Para Mattera, hacer de la maternidad/paternidad una conquista generacional implica dotar a esa dimensión de nuestra identidad de un carácter excluyente: «si eres madre no puedes, en términos de identidad, ser otra cosa». Si, en cambio, conservásemos el compromiso político de anteriores generaciones, los hijos serían una parte de nuestra vida, pero no el centro obsesivo de la misma.

Hasta aquí, este debate a cuatro bandas que –al menos de momento– no ha conocido contrarréplicas. Sea cual sea la sofisticación de los argumentos expuestos, como ya se ha dicho, resulta provechoso a la hora de indagar en la evolución psicosocial de la maternidad y el lugar que los hijos ocupan en nuestra cultura. Su significado político, como la teoría feminista ha puesto de manifiesto, está fuera de duda. Sobre todo, el feminismo se ha ocupado de enfatizar cómo la maternidad –ya se la entienda como práctica, experiencia o conjunto de creencias– está influida por normas políticas, expectativas sociales y políticas públicas: su objetivo es revelar el modo en que los factores políticos, sociales y económicos dan forma a las experiencias maternales y a nuestra percepción de las mismasRonnee Schreiber, «Motherhood», en Michael T. Gibbons (ed.), The Wiley-Blackwell Encyclopedia of Political Theory, Malden, Wiley-Blackwell, 2015.. En nuestra querella, es visible un conflicto entre percepciones dispares sobre la deseabilidad y las consecuencias de la maternidad. No exento de consecuencias políticas: rasgo central del feminismo es su crítica de la separación de las esferas pública y privada; por entender, en lema celebérrimo, que lo personal es político. Y sin duda lo es, porque produce efectos públicos, del mismo modo que la organización de la vida colectiva –aunque no sólo ella– impacta sobre la vida privada. Dicho de otro modo, el feminismo vincula las experiencias personales y culturales a las estructuras políticas y económicas: lo que parecía personal se convierte, así, en socialEn Jane Mansbridge y Susan Moller Okin, «Feminism», en Robert. E. Goodin et al. (eds)., A Companion to Contemporary Political Philosophy, Malden, Wiley-Blackwell, 2012, pp. 332-339.. Al igual que sucede con cualquier otra teoría que aspira a la totalización de un punto de vista, esta labor detectivesca puede desembocar en una distorsión paranoica que ve causalidades donde sólo hay correlaciones; en conjunto, sin embargo, su aportación al canon filosófico-político contemporáneo posee una relevancia indudable.

Un interesante precedente en esta materia concreta es la Maternidad Republicana, un movimiento político del siglo XVIII que trataba de promover la participación de las mujeres como madres en la esfera pública. Más modernamente, en palabras de Anne Philips, el feminismo ha mantenido una relación a la vez celebratoria y tensa con la maternidad, que combina el imperativo de la crítica con el de su recuperaciónAnne Phillips, «Introduction», en Anne Phillips (ed.), Feminism and Politics, Oxford, Oxford University Press, 1998, pp. 1–22.. Entre quienes se inclinan por resignificar la maternidad desde un punto de vista feminista, se cuentan las maternalistas que emplean la maternidad como herramienta crítica contra el individualismo liberal-capitalista: la ética del cuidado y la concepción relacional de la intersubjetividad serían su fundamentoSara Ruddick, «Maternal Thinking», Feminist Studies, vol. 6, núm. 2 (1980), pp. 342-367.. Algo parecido sugiere Barbara Celis cuando se define como la verdadera romántica frente a la individualista Mascarell. De acuerdo con esta posición, los valores sociales podrían girar en la dirección de una mayor atención a las necesidades de los demás: sueño de una sociedad más pacífica que generalice los valores maternales. Huelga decir que, de acuerdo con sus defensores, el maternalismo podría ser ejercido por cualquier persona, sea cual sea su sexo o estatus. Para los críticos, sin embargo, el maternalismo olvida que la maternidad no es una experiencia inevitable y desatiende la relación de las prácticas maternas con la política democrática. Recordemos que el mismísimo Rousseau había excluido a las mujeres del ejercicio activo de la ciudadanía, por considerar que sus vástagos absorbían su atención y las incapacitan para la acción política. Quizá por eso se deshizo el filósofo ginebrino de los suyos.

La idea de que los hombres pueden practicar algo parecido a los valores maternales asoma en el artículo de Sergio del Campo, quien se ha hecho cargo del cuidado de su hijo. Sin embargo, Celis es clara a la hora de afirmar que el instinto biológico desempeña un papel en la decisión reproductiva. Parece ampliamente demostrado que las mujeres experimentan un impulso reproductivo mayor que el de los hombres, lo que no significa que la decisión de tenerlos carezca de mediación reflexiva. Las diferencias biológicas son un tema espinoso para el feminismo, porque su reconocimiento podría menoscabar la demanda de igualdad que constituye su razón de ser. Tal como señalan Jane Mansbridge y Susan Okin, no sabemos aún lo suficiente sobre la importancia o extensión de las diferencias biológicas entre hombres y mujeres. El propio desarrollo de la epigenética –estudio de la influencia ambiental sobre el funcionamiento de los genes– podría deparar sorpresas a ese respecto. En todo caso, el feminismo más inclinado a subrayar las diferencias entre hombres y mujeres rara vez se apoya en disposiciones biológicas; más bien, contempla esas diferencias como el producto histórico –no ontológico– de la subordinación de la mujer. No suele admitirse, en este punto, que quizá sólo el desarrollo capitalista ha creado las condiciones necesarias para la emancipación de la mujer: para su liberación de tareas que le eran asignadas funcionalmente por razones de eficacia (el varón a la guerra, la mujer a la casa). Quien se salga del guión que niega la influencia a los factores biológicos, corre el riesgo de ser acusado de esencialismo; de ahí la preferencia por el argumento histórico.

No obstante, hay algo insatisfactorio en esa completa neutralización de los instintos, entre los que sin duda se cuenta el instinto reproductivo. Aunque éste no es el único: no miramos a los bebés de la familia como miramos a los demás bebés, ni parece que podamos prescindir del deseo sexual para explicar la supervivencia de la especie. Distinto es que la mayor sofisticación humana, que hay que agradecer a las mediaciones lingüísticas y culturales, refinen esos instintos biológicos. Dicho esto, aun cuando atribuyésemos un mayor deseo reproductivo a la mujer, como Celis viene a confirmar, ha de permanecer forzosamente abierta –a la espera de nuevas noticias de la ciencia– la pregunta por la medida en que ese deseo puede ser moderado o reconducido por la cultura: no todas las mujeres tienen hijos, ni todas lamentan no haberlos tenido.

Volviendo a nuestro debate, el reproche principal de la joven Mascarell es que los hijos suponen una pérdida sustantiva de libertad, que nos impide hacer cosas interesantes y nos confina en una esfera de preocupaciones domésticas sólo interesante para quienes también se han sumergido en ella. Es probable que esta domestización sea el efecto inevitable de los costes de tiempo y atención que comporta el cuidado de un bebé. En ese sentido, la presencia rotunda del hijo crea su propia ideología, un sistema de creencias y un código de comunicación que se refuerza en contacto con quienes se encuentran en la misma situación. ¿Cómo no va a ser parte nuclear de la identidad de los nuevos padres el hecho de que son padres? ¿Y cómo no racionalizar una decisión que a veces es reflexiva, a veces irreflexiva, pero siempre posee un inevitable componente instintivo? ¿No desempeña la emoción que suscitan los hijos propios un papel en la conformación de los discursos maternales/paternales? ¿Significa eso que Mascarell no tiene razón y sus antagonistas, que prefieren las versiones actuales de sí mismos, sí?

Y es que también puede argüirse que la validez de esos distintos argumentos es contextual, referida a una situación que, en palabras habituales de los concernidos por ella, «te cambia la vida». Inevitablemente: el hijo es un suceso cuya novedad radical no puede sino demandar toda la atención de sus padres, que a continuación procederán a justificar el cambio así experimentado con los argumentos que encuentren a mano. Tienen razón quienes, desde esa posición singular, advierten a quienes les juzgan desde fuera –los solteros– que «no puedes comprenderme, lo harás cuando estés en mi lugar». Es lo mismo que afirma un octogenario cuando charla con un veinteañero: y es verdad. Pero eso no convierte en inválidas las razones de quienes carecen de esa experiencia: su contexto produce otra experiencia y por ello otras razones. Precisamente, la potencia de una experiencia semejante convierte la reflexión previa a la decisión –tener hijos o no tenerlos– en un ejercicio de impotencia evaluativa: tenerlos implica haberlos tenido y no poder dar marcha atrás en un curso de acción cuyas consecuencias, como se ha señalado, produce de inmediato su propia justificación: nadie se arrepiente de tenerlos. ¡Pero sí de no haberlos tenido! Sin embargo, quien no los tiene, pero sopesa tenerlos, decide sobre una experiencia que por sus características inherentes no se parece a ninguna otra y, por tanto, no hay ejercicio intelectual previo que sirva para llegar a una conclusión definitiva.

Asimismo, el atontamiento de los padres contemporáneos –si aceptamos que lo padecen– puede explicarse de dos maneras. Por un lado, los hijos demandan en sus primeros años de vida una atención incompatible con el cultivo intensivo de otras actividades más allá –si no queda más remedio– de las profesionales. Parafraseando a Brecht, primero es la comida (del bebé) y luego la moral (propia). En The Lobster, la cómica distopía cinematográfica de Giorgios Lanthimos, una mujer encargada de promover nuevas parejas entre los solteros recluidos en el hotel dedicado a tal fin aconseja así a quienes, tras conocerse y gustarse, pasan a una segunda fase del procedimiento establecido, consistente en consolidar la relación:

Si ven que surgen conflictos entre ustedes que no saben resolver, se les hará entrega de un hijo adoptivo que les privará de tiempo para cualquier otra cosa.

En este sentido, convendría recordar que no todos tienen una vida que defender: para muchas personas, los hijos proporcionan precisamente el contenido vital y emocional que da sentido a sus existencias; la familia no es la unidad básica de la especie por casualidad. Asimismo, la gradual igualación –todavía no igualdad– de los sexos en el cuidado de los hijos, que alcanza su paroxismo en los parques de Estocolmo donde se congregan los padres suecos con permiso de paternidad, impide que los varones continúen ocupando la vieja posición de privilegio que les aseguraba el tiempo necesario para su esparcimiento (igualación que disminuye los incentivos masculinos para la reproducción, factor no desdeñable a la hora de explicar las declinantes tasas de natalidad).

Por otro lado, hay que tomar asimismo en consideración la patología señalada al comienzo del artículo: la transformación de la maternidad en una nueva religión. Es decir, la idolización de unos hijos convertidos en centro absoluto de la vida personal, con la consiguiente depreciación de la pareja y la rutinización del vínculo amoroso: el prosaico tránsito del romance a la familia. De nuevo, convendría diferenciar entre la imposibilidad de evitar esta transformación debido a las presiones estructurales que comporta la crianza, y la plusvalía aportada por la nueva religión o –quizá mejor– ideología de la maternidad. A este respecto, me parece poco plausible el argumento que apunta hacia la falta de compromiso político de las actuales generaciones como razón para el maternalismo tremendista. Me inclino a pensar que las razones son más endógenas y derivan del modo en que se experimenta la maternidad en comparación con otras experiencias. A lo que habría que sumar, tal vez, el mayor valor relativo de los hijos en una sociedad donde los niños escasean tanto como abundan los hijos únicos.

Mi argumento es otro: su valor, si lo tiene, es complementario y en modo alguno excluyente. Pero me parece que en el análisis de las formas sociales y los discursos de la maternidad, que combinan un sentimiento épico con la aludida sobreprotección, desempeña un papel importante la sorpresa que muchos padres experimentan ante el hecho de la maternidad. Surge así un tipo de discurso que ensalza el valor de la maternidad, descrita como «la experiencia más importante de mi vida» o «lo más grande que puede pasarte», e incluye a menudo la constatación de que «no sabía que esto era así», e incluso un «es como si me enamorara de mi hijo». Afirmaciones que no suscriben todos los padres, pero están presentes en la esfera pública gracias a las redes sociales y las entrevistas en esa fuente inagotable de indicios sociológicos que son las revistas femeninas. Vaya por delante que nada hay de malo en esos sentimientos. Se trata de explicar su novedad, no de juzgarlos. Y digo novedad porque no parecen estar presentes en generaciones precedentes ni de figurar en la historia de las representaciones culturales de la maternidad; se dirían un producto de nuestro tiempo. Vale decir: producto de las condiciones sociales nuevas que produce nuestro tiempo.

A esos efectos, si nos preguntamos qué ha cambiado, la respuesta parece estar en las propias biografías: la revolución más importante del siglo XX ha hecho posible que las mujeres vivan hoy en día –no sin dificultades y obstáculos– vidas en las que la domesticidad reproductiva desempeña un papel secundario o, cuando menos, diferido. Antes, viven como viven los hombres: ambos estudiamos, trabajamos y, sobre todo, vivimos. Eso quiere decir que conducimos nuestras vidas conforme al imperativo de la experimentación biográfica, con todos los instrumentos que tenemos a mano: viajes baratos, redes sociales, libertarismo moral. Nuestras vidas carecen de otro peso que no sea el Angst adolescente o la decepción ocasional ante las dificultades laborales. Todo está permitido y es obligado aprovechar esa licencia: una heteronormatividad de primer orden. Por eso acumulamos aventuras, amores, viajes, conciertos y platos de sushi, entre otras muchas ocupaciones triviales que se prolongan ad nauseam, con su debido reflejo en ese teatro de apariencias que son las redes sociales. Hasta que, pasada la treintena, reparamos en que la vida quizá, después de todo, vaya en serio, y nos planteamos –por ejemplo– tener una familia. Es el momento en que la hojarasca del experimentalismo biográfico deja paso al contacto con un rasgo fundamental de la especie: la reproducción y la crianza. En comparación con la ligereza de los antecedentes biográficos, la seriedad de la empresa nos sorprende; máxime cuando hemos perdido los vínculos con una tradición que, antaño, integraba sin dificultad la práctica materna en el curso normal de las cosas: un hijo era un hijo era un hijo. Nada menos, pero nada más.

En suma, nuestra desconexión previa con los hechos vitales fundamentales, a los que accedemos ahora con un retraso considerable que rompe la continuidad generacional propia de las sociedades tradicionales, ayuda a explicar la sobrerreacción que se produce en el momento de la (re)conexión con aquellos. De alguna manera, los artículos de Mascarell y Celis aciertan a servir de ejemplo para esos dos momentos sucesivos: el abrazo de la trivialidad inconsciente que precede a la maternidad y la gravedad autoconsciente que le sigue: la despreocupación y la solemnidad. Es difícil pensar que esas actitudes pudieran surgir hace setenta años, cuando la maternidad era un episodio natural que acontecía en la primera juventud y raramente se sujetaba a deliberación consciente. Ahora que lo es, el encuentro con la rotunda realidad del hijo produce una legítima impresión en madres y padres, impresión cuya causa mayor es el fuerte contraste con unas vidas cuyos rasgos distintivos durante la juventud son la libertad de elección y experimentación. Ya se ejercite o no esa libertad, podemos añadir, con la deseable autonomía. Pero ésa es otra historia.

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