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La ideología de la ideología (y II)

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Hace un par de días, con motivo de la celebración del Día de la Hispanidad, Ada Colau, alcaldesa de Barcelona, sugirió a través de Twitter que resultaba intolerable que un país conmemorase un genocidio, en alusión a la colonización española de América que se produjo allá por el siglo XVI. Se trata de una peculiar declaración cuyo valor performativo sólo puede entenderse en un marco ideológico: como el intento por desvelar la auténtica naturaleza de una conmemoración oficialmente dedicada a exaltar los valores contrarios de los denunciados por Colau. Esa operación de desvelamiento es, desde Marx, el ejercicio favorito de la ideología. Y como la sangre llama a la sangre, la denuncia de Colau puede ser denunciada a su vez como el producto de una ideología que encubre, en lugar de desvelar, una realidad histórica mucho más compleja y matizada por su contexto. Resulta así posible entrar en una estructura dialéctica de cajas chinas que no conoce final.

Pero ya decíamos aquí hace una semana, al hilo de una entrevista con Antonio Baños en la que el líder antisistema reclamaba la necesidad de la ideología para dar sentido al mundo, que se hace necesario distinguir entre al menos dos formas de entender la ideología: a fin de no volvernos locos con ella. Por un lado, la ideología es un sistema de creencias que nos hace ver el mundo de un modo y no de otro, porque uno es el sentido que proyecta sobre él en exclusión de todos los demás; en otras palabras, la ideología sería un régimen particular de percepción. En este sentido, siempre ha habido ideologías, porque cualquier forma de organización social tiene que presentarse a sus miembros como natural a fin de legitimarse. Incluida la democracia, podríamos decir, como dicen sus críticos; aunque no es así exactamente. Entre otras cosas, porque la segunda forma de entender la ideología es más restringida y remite a las ideologías políticas de la modernidad: sistemas de creencias rivales que prescriben diferentes formas de organización social sobre la base de distintos presupuestos antropológicos. Socialismo, liberalismo, conservadurismo, anarquismo: filosofías políticas que reclaman el monopolio de la percepción y denuncian a las demás ideologías como «falsas conciencias» de la realidad.

Podría decirse que este segundo sentido dimana del primero: las ideologías políticas modernas podrían entenderse como la consecuencia final del descubrimiento de que ningún sistema social es «natural», porque no existen verdades universales y todo conocimiento está situado en lugares y momentos históricos concretos. Si usamos la atractiva terminología de Richard Rorty, los vocabularios finales que utilizamos para justificar nuestro modus vivendi son, en último término, vocabularios contingentesRichard Rorty, Contingency, Irony, and Solidarity, Cambridge, Cambridge University Press, 1989.. Para quien lleve esta lógica a su extremo, ni siquiera los derechos básicos a la vida y la libertad podrían situarse fuera de la ideología. Es decir, que Antonio Baños tendría razón y sin ideología no habría forma de comprender el mundo; aunque lo que él dice exactamente es que sólo la ideología anticapitalista que él profesa ofrece una promesa cierta de inteligibilidad.

Sucede que la democracia no sería otra ideología más, sino el marco metaideológico en cuyo interior se enfrentan por medios no violentos las distintas ideologías modernas. Naturalmente, esta afirmación se complica si la democracia es vista no como un espacio para la competición ideológica, sino como un sistema social que incluye la economía de mercado y conduce, por tanto, a una cierta «naturalización» de la sociedad liberal. Pero, aunque así fuera, resultaría un tanto incongruente situar la democracia en pie de igualdad con otras ideologías que –como el fascismo o el comunismo– suprimen de facto el pluralismo político. Y es que una de las razones por las cuales, como veremos enseguida, se ha producido una neutralización del conflicto ideológico en las últimas décadas tiene que ver con la constatación de que, si ese conflicto se ventila extramuros del sistema democrático, los resultados son catastróficos. Si esas mismas ideologías compiten dentro del marco democrático, en cambio, terminan por ser domesticadas por la propia lógica del pluralismo, al tiempo que la limitación que padecen sus fines «oficiales» (no pueden perseguir la abolición del régimen democrático ni la vulneración de los derechos fundamentales) las hacen converger alrededor de los aspectos nucleares del sistema democrático.

Pero la democracia no es, curiosamente, la única metaideología posible. También la Modernidad, en cuyo seno nacen las grandes ideologías políticas, es candidata a serlo. Esas ideologías son religiones intramundanas que ocupan el espacio libre dejado por las creencias ultraterrenas, rápidamente rellenado por una nueva fe. Si bien se mira, la propia estructura narrativa de las grandes ideologías, orientadas hacia la absoluta redención en el futuro, dificulta la aceptación del prosaísmo de la democracia y aumenta, por consiguiente, nuestra frustración con ella: contaminados de trascendencia, exigimos lo imposible. Todas esas ideologías, empero, son inconfundiblemente modernas. Aunque las diferencias entre ellas parecen formidables, dejan de serlo si las contemplamos en el contexto más amplio de una Modernidad apenas discutida, ya que pocos defienden un retorno a la sociedad premoderna, lo que sería signo de una ideología auténticamente reaccionariaFred Eidlin, «Ideology», en Michael T. Gibbons (ed.), The Encyclopedia of Political Thought, Londres, Wiley-Blackwell, 2014, pp. 1777-1787..

Sin embargo, cualquiera que se asome a la conversación pública quedará espantado ante la cantidad de ruido ideológico que aquella contiene: un incesante white noise que constituye la banda sonora permanente de las democracias liberales. Parecería que la lucha ideológica es más enconada que nunca: tales son la polarización, la visceralidad, el exhibicionismo. Sin embargo, este paroxismo retórico coincide con la controvertida proclamación del ocaso de las ideologías. Fue Daniel Bell, un agudo pensador norteamericano, quien plantease abiertamente allá por 1960 –antes del derrumbe del experimento soviético– que las ideologías habrían llegado a su final, un asunto sobre el que no hemos dejado de discutir desde entonces. Para Bell, la era ideológica ha terminado porque existe en el mundo occidental un sólido consenso entre las elites sobre las cuestiones políticas fundamentales: el Estado del Bienestar, la descentralización del poder, la economía mixta, el pluralismo político. Y porque, como razona en un ensayo de 1988 donde vuelve sobre su famosa tesis, predominaría un estilo político basado en la resolución pragmática de problemas como forma de remediar las dificultades y los males sociales dentro de la estructura de los valores liberalesDaniel Bell, «El final de la ideología en Occidente» y «Retorno al final de la ideología», ambos en El fin de la ideología, trad. de Ángel Rivero, Madrid, Alianza, 2015.. Aquí reside el núcleo de la razonable tesis de Bell, que no debe en ningún caso confundirse con una defensa de la tecnocratización política:

Y aunque siempre he reconocido la necesidad de fundamentos empíricos para las políticas sociales, también he insistido siempre en la primacía de los principios y valores, y del juego necesario de la política en la formulación de políticas públicas.

Para Bell, no hay que confundir el fin de las ideologías políticas con el de la filosofía política. Sin embargo, esta última precisión resulta algo confusa, porque la función psicológica y emocional de la ideología no parece poder predicarse también –sin perder matices por el camino– de la filosofía política. De hecho, la distinción quizá sea demasiado escolástica, a menos que definamos con mucha precisión qué separa una ideología de una filosofía política. Y, en este punto, quizás haya que volver sobre el nivel del consumidor para poder distinguir entre una y otra, pero no está claro que esta distinción sea plausible en el nivel y del modo sugerido por Bell. Quizá lo que éste quiera enfatizar es que las filosofías políticas contemporáneas son las viejas ideologías, una vez que han aceptado operar dentro del marco democrático y han renunciado a rebasarlo.

Por su parte, Michael Freeden plantea dos grandes objeciones a la tesis del fin de las ideologías, que sirven para resumir el conjunto de las recibidas por tan polémica proposición. Para el pensador inglés, Bell y sus epígonos confunden la convergencia de las distintas ideologías en algunos asuntos (como el Estado del Bienestar) con el fin del conflicto ideológico. Máxime cuando las ideologías no tienen por qué discrepar entre sí solamente sobre las grandes cuestiones sociales, sino que pueden hacerlo asimismo –de hecho, lo hacen– sobre cuestiones periféricas (por ejemplo, cómo obtener el dinero necesario para financiar el Estado de Bienestar o qué límites habría de tener su intervencionismo)Michael Freeden, A Very Short Introduction to Ideology, Oxford, Oxford University Press, 2003.. Freeden acierta en eso, pero, ¿no estamos entonces diciendo lo mismo con diferentes palabras? ¿No desean unos dejar fuera de juego el término «ideología» por sus connotaciones rupturistas, mientras que los otros prefieren mantenerlo vivo precisamente para evitar la sensación de que no queda ya nada sobre lo que hablar?

Algo parecido viene a sugerir el filósofo esloveno Slavoj Žižek cuando dice que la fantasía posideológica no es en sino la fantasía ideológica definitiva, el prodigioso juego de manos del sistema que, sacando fuera de la disputa política asuntos decididamente políticos, nos devuelve a la acepción marxista original: la ideología como falsa conciencia. Sólo aquello que se nos presenta como no ideológico, en suma, puede ser aceptado hoy por los ciudadanos, atentos como están al matiz peyorativo que arrastra la ideología tras el sangriento siglo XXSlavoj Žižek, The Sublime Object of Ideology, Londres, Verso, 1989.. Pero el resultado, para Žižek, no es el triunfo del pragmatismo sobre la ideología, sino la apoteosis de ésta: invisible, omnipresente, inerradicable. Así que no hay final alguno de las ideologías, en plural, sino triunfo definitivo de una ideología –la liberal-capitalista, claro–, en singular. Para el filósofo esloveno, por tanto, la ideología política liberal se habría convertido en el régimen de percepción generalizado: una filosofía política concreta se habría hecho cuerpo en la realidad y sería ahora nuestro cuerpo de creencias por defecto.

Si aceptamos su propuesta, entonces estaríamos desdibujando la distinción entre el sentido amplio de ideología (régimen de percepción) y su sentido restringido (régimen persuasivo). Y no solamente es importante mantener esa distinción, sino que es necesario un sistema –ideológico a fortiori en el primer sentido, pero no en el segundo– que regule y organice la competencia entre distintas ideologías políticas. Ese sistema es, como se ha señalado ya, la democracia. Sus virtudes no sólo radican en la capacidad para ordenar el pluralismo, sino también en la eficacia que ha demostrado, al menos en comparación con sus alternativas, a la hora de proteger los derechos individuales y, en alianza con la economía de mercado, producir rendimientos materiales crecientes aunque desiguales. Pero, ¿es esto un fin de la ideología?

Si entendemos por ideología el atajo cognitivo que nos permite interpretar la realidad social dando preferencia a unos significados –de la libertad, la igualdad o la justicia– sobre otros, si la ideología, en fin, es un truco cognitivo que nos proporciona una sensación de sentido, ¿cómo podría proclamarse su final? Ahora bien, hay algo contraintuitivo en la afirmación tajante de que todo es ideología. Es una afirmación liberadora, pero también inquietante, porque las subsiguientes divergencias ideológicas nos harían vivir en dimensiones paralelas, compartimentos estancos entre los cuales la comunicación y el acuerdo serían imposibles: como no nos comprendemos, que gane quien consiga comprender a un mayor número de ciudadanos. ¡Menudo peligro! Desde luego, hay que precaverse también de quienes dicen describir el mundo tal como es, porque esa aparente cautela epistemológica se ha convertido con el paso del tiempo en una estrategia prescriptiva más. Pero si todo es ideología, ¿qué hacemos con el cuerpo de saberes acumulados a lo largo de la historia, gracias al cual estamos en condiciones de afirmar unas cuantas «verdades», siquiera sea en sentido débil, sobre la naturaleza de la especie y acerca de la forma más adecuada de organiza su vida colectiva?

Ni que decir tiene que tampoco existe un acuerdo completo sobre las conclusiones derivadas de la experiencia colectiva, pero sería igualmente exagerado sostener que esa experiencia no sirve para nada. Por ejemplo, Jorge Semprún afirmó en cierta ocasión que la gran enseñanza política del siglo XX había sido el fracaso del comunismo, una idea cuyo atractivo natural habría quedado con ello neutralizada. Y si bien quedan nostálgicos de la cosa, no puede decirse que el proyecto comunista como tal conserve mucho crédito colectivo. Otra cosa es que el anticapitalismo pueda adoptar formas nuevas que resulten, especialmente en épocas de crisis, atractivas; pero su propia evolución se desarrollará bajo la sombra de aquel fracaso y en guardia contra él. De ahí que, frente a la idea de que todo es ideológico o debe resolverse ideológicamente, por depender todo en último término de los valores que subyacen a nuestras proposiciones, deba reivindicarse la posibilidad de una política pragmática, que, si no suprime, sí constriñe al menos el papel de la ideología en el proceso político. Pero no el papel de los valores ni los significados como tales, sino el de su organización ideológica, así como el de la correspondiente movilización de los afectos a partir de la misma.

Ha sido Giovanni Sartori quien con más ahínco se ha negado a aceptar que todas las formas de razonamiento y asignación de valor deban ser consideradas ideológicasGiovanni Sartori, Elementos de teoría política, trad. de María Luz Morán, Madrid, Alianza, 2002, p. 126.. Su propuesta se basa en la distinción entre diferentes sistemas de creencias, atendiendo no a lo que sus miembros creen, sino a cómo creen. Porque ésta es la variable decisiva: cómo creemos lo que creemos. Y cómo nos enfrentamos a los sesgos cognitivos y prejuicios hermenéuticos que, inevitablemente, nos aquejan: porque estamos situados en contextos determinados y sometidos a influencias particulares. Pero no es lo mismo tomar conciencia de esa circunstancia que ignorarla. Sartori describe la ideología como un sistema de creencias basado en 1) elementos fijos, caracterizado por 2) una alta intensidad emotiva y por 3) una estructura cognitiva cerrada. Por su parte, el pragmatismo se caracterizaría por contener 1) elementos flexibles, 2) una baja intensidad emotiva y 3) una estructura cognitiva abierta. Huelga decir que la realidad no conoce tipos puros, razón por la cual conviene hablar más bien de un continuo pragmático-ideológico, a lo largo del cual se mueven y mezclan los tipos concretos. Puede así contemplarse un declive de las ideologías cuando sus elementos fijos pierden fuerza y su estructura cognitiva se abre gradualmente.

Igualmente interesante es otro aspecto de la explicación del politólogo italiano, que sirve para comprender la propagación de las ideologías. Dice Sartori que podemos clasificar los distintos sistemas de creencias con arreglo a las siguientes propiedades: 1) su pobreza o riqueza de articulación; 2) su poder de constricción, según la mayor o menor conexión lógica entre sus elementos; y 3) la divisibilidad en estratos de creencia entre distintos «públicos creyentes». Los sistemas de creencias ricos corresponden a las elites y los sistemas pobres, a las masas; los primeros son autoconstrictivos y los segundos heteroconstrictivos. Y ello porque cuanto más bajo es el nivel de formación de un sujeto, menor es su capacidad para comprender globalmente el sistema de creencias y la lógica de sus conexiones, no digamos ya su habilidad para cuestionarlo. No es por eso de extrañar que los sistemas de creencias se difundan en «paquetes» que los consumidores aceptan como «conjuntos naturales»; por eso, justamente, son constrictivos: porque cada uno de sus elementos arrastra al conjunto. Y también por eso, para Sartori, conviene estudiar las ideologías en el nivel de las elites que las producen.

Se deduce de aquí que la política pragmática es no ya posible, sino necesaria. Y ello, diría, en dos sentidos: por un lado, demandando de las afirmaciones de raigambre ideológica la máxima demostración empírica posible, a fin de que sus proponentes no puedan recurrir a la cláusula de cierre que consiste en invocar llanamente las diferencias de valor como meras opiniones distintas de igual dignidad; por otro, produciendo el máximo número posible de ciudadanos capaces de tomar conciencia del carácter contingente de sus vocabularios finales y menos preocupados por la coherencia interna de sus creencias que por dar forma a esas mismas creencias en contacto con la realidad. Ese ciudadano ideal también se despreocuparía de la adscripción ideológica de sus convicciones y de las ajenas, juzgándolas autónomamente por lo que valen al margen de su lugar en los «conjuntos naturales» formados por la izquierda, la derecha o cualquier otra modalidad de empaquetamiento ideológico. Se trata, en definitiva, de establecer una relación fluida entre la observación de la realidad y el proceso intelectual, en permanente sospecha hacia las propias conclusiones y en guardia contra los propios sesgos ideológicos, biográficos, cognitivos o emocionales. Se diría que esta disposición, más que la ideología, es imprescindible para orientarnos en la realidad, aunque la orientación que logramos sea menos «redonda» que la proporcionada por aquélla. A su vez, en la medida en que esa demanda de pragmatismo se inscriba en la cultura política y la práctica institucional de una democracia, mejor funcionará ésta y también su sociedad, porque mayores serán los recelos dentro de la misma contra las afirmaciones genéricas o cuasirreligiosas. Si esto es una utopía racionalista, así sea. Pero aspirar a menos supone rendirse antes de empezar.

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