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La función social de la ciencia en España

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En una reciente fiesta familiar, un pariente próximo dijo, de una forma un tanto extemporánea y sin que yo le oyera, que si dependiera de él, «suprimiría por completo la inversión pública en I+D», una afirmación que podía parecer ofensiva en un hogar donde ambos cónyuges han completado su carrera profesional en dicho ámbito. Cuando me enteré del comentario, hube de acallar mi irritación antes de intentar armar los argumentos en contra, cuya formulación no es nada trivial. Vino en mi ayuda la publicación de una columna del politólogo Roger Pielke Jr. en la revista Nature, centrada en el libro titulado The Social Function of ScienceHistoria social de la ciencia, trad. de Juan Ramón Capella, Barcelona, Península, 1967., que en 1939 publicó el cristalógrafo John Desmond Bernal.

Empieza Pielke citando al senador republicano Tom Coburn, quien en un reciente informe para la National Science Foundation de Estados Unidos expresa la función de la Ciencia como la de «transformar y mejorar nuestras vidas, avanzar nuestra comprensión del mundo y crear nuevos empleos significativos». Esta concepción, expresada en estas u otras palabras, es la que prevalece en la política científica de los diversos países, independientemente de la ideología política imperante en cada uno de ellos, a pesar de que en su origen fue formulada por Bernal, pionero de la cristalografía y recalcitrante marxista.

Bernal fue el primero que empezó a llevar la cuenta de los gastos gubernamentales en investigación, antes de que los propios gobiernos empezaran a hacerlo hacia la mitad del siglo pasado y lo convirtieran en punto central de los debates de política científica. Bernal formaba parte de un club universitario junto a Julian Huxley, J. B. S. Haldane y Solly Zuckerman, y sería precisamente este último, en 1964, el primer consejero científico jefe en la historia del Gobierno británico. El libro The Social Function of Science puede considerarse como el punto de partida del continuado examen de la relaciones entre la Ciencia y la Sociedad, así como de la disciplina que se ha bautizado como Ciencia de la Ciencia.

El concepto de la Ciencia como cuestión de Estado vino a chocar con las ideas imperantes entonces de la ciencia pura y la indagación libre. La visión de Bernal era puramente marxista, al considerar la investigación como motor y soporte de una sociedad centralmente planificada. En algún momento se intentaron templar gaitas entre los planificadores y los que, con el químico Michael Polanyi a la cabeza, eran partidarios de la libre indagación: «porque, aunque defendemos que el impacto social de la Ciencia tiene suficiente importancia como para requerir un estudio constante que desemboque en una planificación consciente, estamos igualmente convencidos de que debe ser el hombre de ciencia a quien debe dejarse que realice la planificación en consulta con otros. De esta forma, su libertad no sería coartada», rezaba un editorial de la revista Nature (vol. 158, 26 de octubre de 1946, pp. 565-567).

Las ideas de Bernal sufrieron descrédito cuando la Genética fue prohibida por la sociedad centralmente planificada, léase Stalin, y se impusieron por la fuerza las ideas mitchurinistas de Trofim Lysenko, pero, a la larga, las tesis de Bernal se han impuesto a escala global, estando la planificación en manos de burócratas gubernamentales con la ayuda de los científicos. El investigador ha conservado ciertas cotas de libertad porque, aunque se hila fino a la hora de financiar proyectos, se suele ser menos estricto a la hora de comprobar que se ha seguido la hoja de ruta. Si los desvíos del guión dan lugar a resultados notables, no sería justo armar escándalos. En investigación, todo plan está destinado a ser traicionado por las circunstancias.

En los treinta años anteriores a la crisis económica actual, la investigación española había experimentado un avance relativo que era superior al de cualquier otra comunidad científica, un proceso de recuperación que estaba a punto de situarnos en el lugar que nos corresponde por nuestras dimensiones económicas, pero la magnitud de los tajos recibidos en los últimos años y lo indiscriminado de éstos han dado al traste con lo que había llevado tres décadas construir y que, siendo optimista, llevará otro tanto reconstruir. Esto último sólo en caso de que no prevalezcan las ideas de mi pariente, que es un distinguido vendedor de pinturas pasado por un MBA, precisamente el perfil de los políticos que ahora están regentando nuestra investigación, que no tienen una idea clara de la proyección social de la actividad científica y la interpretan de un modo mezquino y a corto plazo.

El papel de la investigación en un país medio como España jamás debe enfocarse con una óptica cortoplacista, propia de vendedores, porque sus beneficios, que son de naturaleza múltiple, no se prestan a tal tipo de contabilidad, ya sea porque son inmateriales, porque son materiales pero indirectos, o porque son a largo plazo. Por supuesto que existen beneficios económicos tangibles a corto plazo, que son muy superiores a lo que suele creerse, ya que no se trata sólo de la venta de propiedad intelectual y patentes, como a menudo se intentan cifrar, sino también de una nada desdeñable transferencia de tecnología y conocimientos a las empresas cuya contabilización nadie realiza. Muchos se sorprenderían al conocer el gran número de empresas (Spin-offs; Start-ups) que están surgiendo desde los laboratorios de investigación pública. Una balanza tecnológica negativa no significa gran cosa en sí misma, puesto que suele ser el caso incluso para muchos de los países más avanzados. Siempre serán más numerosas las patentes importadas de las grandes potencias investigadoras que las que nosotros exportemos, pero, por negativa que sea su balanza tecnológica, todos los países se empeñan acertadamente en tratar de achicarla. Personalmente, considero que haber vendido patentes en el mercado internacional ha sido una de mis aportaciones más importantes al progreso de mi país, pero, desde luego, no ha sido la única.

Todo país debe contribuir al avance global del conocimiento en la medida de sus posibilidades económicas, lo que justificaría una aportación pública no muy distinta en magnitud a la dedicada a otros ámbitos culturales, una aportación que en todos los países es una fracción muy modesta del total de lo dedicado a la investigación. Se olvida sistemáticamente que un producto central de la actividad investigadora es la formación en los arcanos del método científico de un número elevado de profesionales que acaban incorporándose a instituciones y empresas donde contribuyen significativamente a su desarrollo y progreso. Esto es particularmente cierto en España, donde gran parte del trabajo experimental lo realizan bajo tutela doctorandos en formación. Una tercera razón para tener una actividad investigadora tan vigorosa como sea posible es que ésta es la única forma de conectar y beneficiarnos de la inversión mundial en investigación e innovación, empezando por la inversión con que, para ese fin, contribuimos a la Unión Europea: no hay otra forma. La cuarta pata del banco de la investigación es, por supuesto, la de obtener aplicaciones útiles a la sociedad.

El «que inventen ellos» de mi pariente y de Guindos & Co. supone aplicar criterios globalizadores a un ámbito al que jamás deberían aplicarse. En ningún momento he dicho que el sistema de investigación no necesite mejoras y reformas, sino que insisto en la idea de que un país como España necesita tener una ciencia más vigorosa de la que tiene, incluso en el caso de estar condenado a ser un «todo a cien» turístico que importe toda la ciencia y tecnología que necesite. Hasta para ser meros compradores debemos andar más listos de lo que andamos. La política científica necesita estadistas, pero, por ahora, sólo tiene vendedores.

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