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La era de la profusión informativa

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En los debates sobre el lugar de la prensa en la democracia, suele citarse la célebre afirmación de Thomas Jefferson, tercer presidente de los Estados Unidos: «Si tuviera que elegir entre gobierno sin periódicos o periódicos sin gobierno, elegiría sin dudarlo lo segundo». Menos frecuente es que la cita de esta frase, pronunciada en 1787, se complete con la que pronunciara veinte años después, cuando ya llevaba seis años en el poder:

El hombre que nunca lee un periódico está mejor informado que el hombre que los lee, igual que quien no sabe nada está más cerca de la verdad que aquel cuya mente está llena de falsedades y errores.

Es decir: las fake news antes de las fake news. Hay que suponer que una observación tan escéptica es, en buena medida, el resultado de la experiencia del poder y sus amargos malentendidos. También, qué duda cabe, de la naturaleza dominante de una prensa ?la de su época? tan vibrante como atrabiliaria. Esta dinámica partisana encontraría su culminación en la rivalidad entre Joseph Pulitzer y William Randolph Hearst, pero Jefferson tuvo tiempo de padecer a unos medios poco comprometidos con la objetividad. Recordemos aquel diálogo de Luna nueva (1940): el director del periódico, interpretado por Cary Grant, ordena a uno de sus redactores que prometa apoyo periodístico al alcaide republicano a cambio de una entrevista con un preso y, cuando éste replica que siempre han sido un periódico demócrata, le aclara que en ese caso pasarán a ser republicanos antes de volver a ser demócratas. La realidad es que sólo después de la Segunda Guerra Mundial adoptaría la prensa occidental como suya una vocación de imparcialidad que ahora, acongojados por la emergencia de la llamada posverdad, hemos convertido en mito nostálgico.

De ahí que no sepa uno si alegrarse cuando se entera de que los jóvenes españoles leen más periódicos de lo que se pensaba. De acuerdo con un informe del Pew Research Centre del que se daba cuenta hace unos días, aunque existe una previsible brecha generacional en el modo en que se informan los mayores de cincuenta años y los menores de treinta, unos mediante la televisión y otros a través de Internet, los jóvenes buscan online los medios tradicionales. En el estudio, que abarca a ocho países, entre los que se cuenta España, se describe una sorprendente competencia entre los legacy media o cabeceras consolidadas y las redes sociales: tanto El Mundo como El País compiten con las redes sociales (Facebook y Twitter), así como con Google y los canales de televisión (Antena 3 y Telecinco). En conjunto, estos medios absorben el 52% del consumo de información en España. Los investigadores del Pew Research Centre concluyen que los europeos más jóvenes confían más de lo previsto en las marcas periodísticas.

¿Hay, pues, esperanza? Vale decir: esperanza en que los jóvenes occidentales no se desvinculen del flujo informativo y puedan ejercer su ciudadanía de manera reflexiva e informada. Sin duda, que se acceda a las páginas web de los periódicos tradicionales con cierta frecuencia es una buena noticia; mejor, en todo caso, que la noticia de lo contrario. Pero sucede con estos informes igual que con los que informan sobre el número de libros que se dicen leer al año: no sabemos qué libros son ni qué influencia tienen sobre sus lectores. En el caso del consumo de información, ignoramos qué contenidos se han leído exactamente, con qué rigor o por cuánto tiempo, así como cuál ha sido su efecto. De guiarnos por los rankings de noticias más leídas que dan los propios medios, habría razones para desconfiar del efecto benéfico del hábito lector.

Se da cuenta aquí, no obstante, de un problema más amplio, relativo a la dificultad intrínseca que tiene evaluar la «exposición informativa» de los individuos y el efecto que esa exposición tiene sobre ellos. Los cuestionarios tradicionales presentan no pocos defectos, siendo el principal que los informes que uno hace sobre su propia conducta mediática no son muy fiables. Así, se tiende a sobrestimar el consumo, por pensarse que esa es la respuesta deseable, mientras que resulta imposible discernir si el medio influye en las opiniones o las opiniones «seleccionan» a los medios. Introducir en la metodología el contenido de la comunicación y sus efectos es, pues, imprescindible, pero también endiabladamente difícil.

Para W. Russell Neuman, cuyo excelente libro de 2016 sobre los efectos digitales de la comunicación debería traducirse con urgencia a nuestra lengua, la revolución digital ofrece oportunidades inéditas para la experimentación metodológica. A su juicio, los experimentos controlados son preferibles a las encuestas, pues en ellos el investigador puede tratar de aislar el efecto de un componente específico del mensaje político tal como es transmitido por los medios. De otro modo, resulta inviable aislar el efecto separado de los distintos factores comunicativos en entornos multifactoriales: no es fácil precisar de dónde vienen nuestras opiniones. Máxime en un contexto de «interdependencia informativa» donde los viejos usuarios pasivos se han convertido ?los jóvenes, al menos? en activos (re)creadores de opinión. Esto, claro, produce sorpresas: más de una controversia ha tenido como protagonistas a veinteañeros apasionados bajo perfiles anónimos. Pero lo decisivo aquí es que nadie sabe bien cómo cerciorarse de que «un mensaje persuasivo ha tenido un efecto identificable en un miembro del público». Tal vez el análisis de datos masivos, centrado en aquellos ciudadanos que participan activamente en la creación de opinión, pueda ayudar: está por ver.

Más que tratar de discernir de qué modo cambia un individuo expuesto a los medios, habríamos de fijarnos en las dinámicas que rigen su atención. Y ello con objeto de identificar las voces más atendidas y los modos de presentación de los asuntos públicos que poseen más resonancia. Es decir: «¿Qué quieren saber los individuos? ¿A qué prestan atención? ¿Y por qué?». Ello a sabiendas de que los seres humanos actúan como cualquier otro organismo cuando se enfrentan a una gran cantidad de datos sensoriales: filtran, ignoran, olvidan. En nuestra relación con el entorno, todos recurrimos a una combinación de desatención sistemática y atención selectiva. No podrá, por tanto, sorprendernos que los efectos mediáticos no sean fuertes o débiles, sino altamente variables. A su vez, esto implica situar en el centro del análisis dos aspectos de la comunicación humana que cobran especial relevancia en la era digital: la profusión y la polisemia. Así lo atestigua la experiencia cotidiana de cualquier usuario de las redes sociales, obligado a lidiar con una oferta informativa monstruosa y a experimentar la sensación de que fuera de la tribu epistémica a que uno pertenece el desacuerdo es la norma.

¿Cómo nos enfrentamos al hecho de la profusión informativa? Ya se ha sugerido: cuando disponemos de un exceso de información, abstraemos y simplificamos. Pero también, como nos ha enseñado Herbert Simon, buscamos combinar lo satisfactorio con lo suficiente. Esto es: limitamos la información que consumimos, convenciéndonos de que es la única que necesitamos para comprender, decidir u opinar. ¿Menos es más? No exactamente: poco suele ser suficiente. Si no nos sentimos abrumados, pues, es porque somos muy buenos siendo «selectivamente desatentos». Se trata de un imperativo «económico»: revisar la información disponible demanda tiempo. Giovanni Sartori solía insistir en este punto: como ese tiempo no se dedica a otras cosas, tiene un coste de oportunidad. Por añadidura, esta tarea se verá dificultada si la información no se encuentra estructurada, y al revés: cuanto más ordenada se nos presente, más fácil nos resultará extraer la más relevante. He ahí una razón por la cual las grandes cabeceras tradicionales resisten como destacadas proveedoras de información: al estructurar y ordenar, nos ahorran un coste. Además, poseen una credibilidad adicional que nos evita hacer el esfuerzo adicional de separar lo relevante de lo trivial, ¡o lo falso!

Ahora bien, para entender qué forma adopta el flujo de ideas en la esfera pública digital ?por qué se habla de unas cosas y no de otras, o quién es más escuchado?, conviene tomar asimismo en consideración algunas dinámicas comunicativas que son comunes a todos los grupos humanos. Neuman menciona tres:

1) Por un lado, está el conocido «efecto san Mateo» identificado por el sociólogo Robert Merton a partir de la enigmática frase del Evangelio: «A quien tenga, se le dará». Originalmente, Merton se percató de que los científicos ya establecidos recibían más citas que los noveles debido a los efectos de la ventaja acumulativa ligada a la reputación: un fenómeno que se da en las artes, los negocios, las matemáticas, la formación de redes. Se trata de una ventaja acumulativa que refuerza el statu quo frente a las alternativas y que también opera en el campo de la comunicación.

2) Por otro, encontramos la llamada «ley de los pequeños números», formulada por otro sociólogo, Randall Collins, tras estudiar los patrones del debate intelectual en el mundo de la filosofía a lo largo de la historia. Su conclusión es que existe un patrón coherente con arreglo al cual hay un número limitado ?pequeño? de escuelas, de entre tres y seis, en cada momento histórico. La razón es obvia: nuestro campo de atención es limitado. Si aplicamos esta idea al campo de la opinión pública, una sociedad sólo puede ocuparse simultáneamente de un número reducido de asuntos, que opacan al resto.

3) Un tercer sociólogo, Anthony Downs, propuso, por su parte, una plausible teoría acerca del ciclo de atención de la opinión pública, describiendo las cinco fases por las que atraviesa cualquier problema ordinario: un estadio preproblemático en que nadie presta mucha atención; un descubrimiento dramático, acompañado enseguida de la convicción eufórica de que el asunto puede resolverse; el descubrimiento posterior de que esto requiere no sólo grandes esfuerzos, sino sacrificios individuales o grupales; lo que conduce al declive del interés público por aburrimiento o desesperanza; hasta desembocar finalmente en un estadio posproblemático cuando otro asunto ocupa el espacio central de la agenda pública. Si esta atención podía medirse antes en semanas o meses, la aceleración digital comprime la duración de estas fases, con las lógicas excepciones para los asuntos existenciales: un tema puede ahora ocuparnos apenas unos días u horas.

Cuestión distinta es cómo se fija esa agenda pública: quién lo hace y qué relación guarda con las prioridades ciudadanas. Para Neuman, no sabemos aún de qué manera influirá el giro digital sobre la fijación de la agenda pública, ahora que la información es sobreabundante y ha cambiado la relación medios-público: si antes los medios «empujaban», ahora el público también «tira» al convertirse en emisor de mensajes. Pensemos en cómo se ha convertido en noticia aquello de lo que se habla masivamente en las redes sociales: el trending topic es ya un topic. Dice Neuman:

En el modelo tradicional de medios audiovisuales e impresos, el público acepta que los editores deciden cuáles son los titulares que serán leídos y que los ejecutivos televisivos escojn el programa que se emite a las ocho de la tarde. Son medios que «empujan». En un mundo donde existen mil opciones por cada minuto, es más improbable que la audiencia espere a ver lo que ponen a las ocho. Usan las tecnologías a su disposición para tirar de aquello que quieren ver y leer.

Y, esencialmente, así es. Aunque hay que tener en cuenta que los propios medios ?y los partidos? renuevan ahora sin pausa sus contenidos, empujando u ofreciendo aquello de lo que tirar; esto se hace evidente cuando aparece una noticia y es inmediatamente fagocitada por las redes sociales. Por otra parte, la fragmentación tiene sus límites: como necesitamos contenidos comunes acerca de los cuales conversar o discutir, no es infrecuente que la televisión en vivo se emplee como punto de partida para la cháchara digital: un partido de fútbol, una tertulia política, incluso un debate parlamentario. Se produce así un solapamiento de medios sin exclusión recíproca.

Pero acaso la pregunta interesante sea si el espacio infinito que provee Internet modificará este conjunto de constricciones. Y la respuesta es que más bien no: la ampliación de los contenidos no se ve acompañada de una expansión de nuestra capacidad de atención, ni hace posible que nos ocupemos simultáneamente de una infinidad de asuntos. ¡No damos para más! Naturalmente, eso no obsta para que aumente el número total de asuntos públicos a los que se presta alguna atención si introducimos en este dibujo los «públicos especializados» descritos por Philip Converse: segmentos minoritarios del público que, por interés profesional o personal, se ocupan sin pausa de temas concretos. También esto puede apreciarse en las redes sociales, en forma de comunidades epistémicas reducidas, y, con mayor claridad, incluso en blogs o páginas web especializados. Por razones elementales, sin embargo, la generalidad del público no puede especializarse. Por eso dice Neuman que el pluralismo se presenta bajo una forma paradójica, a saber: como una promesa que no se cumple. Porque no puede cumplirse.

Salta a la vista que Neuman descree del viejo modelo de transmisión de la opinión, representado en ocasiones con la figura de la aguja hipodérmica que inyecta ideas y preferencias en el público. Los individuos no son tablas rasas que se exponen a la información política, sino que ven el mundo a través de sus creencias, afiliaciones, intereses. Indudablemente, las ideologías y la vinculación partidista juegan aquí un papel preponderante. Y va de suyo que los individuos difieren entre sí, lo que produce notables disparidades en el modo en que la información es procesada y en el impacto que produce: lo que indigna a uno es la alegría del otro.

Hablar de propaganda a la manera goebbelsiana sería, en consecuencia, inapropiado. Todos los procesos de comunicación están impregnados de la identidad y los intereses de distintos grupos sociales; toda ella es, entonces, comunicación «valenciada». O lo que es igual: todo contenido comunicativo tiene una valencia propia que resulta del hecho de que la comunicación humana es una conducta «interesada». Esto es especialmente cierto en la esfera pública: allí donde nos encontramos con los demás. Pero el individuo que se comunica con otros actúa con arreglo a patrones específicos: busca la familiaridad, persigue reforzar su identidad, se apoya en heurísticas o atajos interpretativos que no son reemplazados fácilmente. Por consiguiente:

Interpretamos mensajes complejos y polisémicos de forma que adquieran sentido para nosotros y refuercen nuestras identidades. Hablamos de tal manera que nuestras virtudes y valores se vean resaltadas. La comunicación humana, especialmente en la esfera pública, tiende así a ser comunicación valenciada.

De modo que Neuman nos exhorta a tomar más en serio la polisemia, una variable analítica central al estudio de la comunicación. ¡Alegría de semiólogos! Pero tiene razón: ¿acaso el texto polisémico y la respuesta a él, polisémica también, no son elementos constitutivos de cualquier proceso comunicativo? Por ejemplo: si un encuestador pregunta a un ciudadano dónde se sitúa en la escala ideológica, ¿sabe ese ciudadano lo que significa ser «conservador» o «progresista»? ¿Y se corresponde ese significado con el que le atribuyen otros encuestados? Seguramente no.

En conclusión, la polisemia es insoslayable; lo que significa que también lo es el conflicto. No puede ser casualidad que nuestras democracias liberales hayan mutado en democracias agonistas ?sin dejar por ello de ser liberales? en coincidencia con la explosión digital. Está bien, entonces, que los jóvenes recurran más de lo previsto a las cabeceras tradicionales para informarse. Pero moderemos nuestro entusiasmo: la deliberación pública ideal sigue sin ser de este mundo.

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