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En la cumbre

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La soledad del héroe

En China, el 8 es el más auspicioso de los números. No sé a qué pueda realmente deberse su buen fario, pero la explicación ritual apunta a una homofonía: el número (b?) suena casi indistinguible de la palabra que significa fortuna o prosperidad (f?). Y así, en los muchos restaurantes que cuentan con comedores privados, uno de ellos suele llevar el número 888 y ser el primero que se reserva. Según Wikipedia, en 2003 un teléfono cuyos numerales eran todos ellos ochos lo vendió su afortunado propietario por 280.000 dólares a una compañía de aviación y los números de vuelo de muchas de ellas a ciudades chinas importantes suelen incluir dos y tres ochos. En las antípodas, algo similar ha causado la desgracia del cuatro (), demasiado cercano a la muerte (s?) como para no sobresaltar a quien lo escucha. Muchos hoteles chinos no tienen habitaciones que acaben en ese número; en muchos edificios, el cuarto piso y sus compuestos (14º, 24º, etc., o 40º y siguientes hasta el 49º) no existen.

Los Juegos Olímpicos del verano de 2008 tenían, pues, que comenzar necesariamente el día 8 de agosto (octavo mes del calendario gregoriano) a las ocho horas, ocho minutos y ocho segundos de la tarde, hora de Pekín. Justo en ese instante, el cortejo, encabezado por Jacques Rogge, presidente del Comité Olímpico Internacional, y por Hu Jintao, presidente de la República Popular China, entró al palco de cabecera y comenzó la ceremonia de inauguración. El Nido de Golondrina, como suele llamarse por su aspecto al flamante Estadio Nacional, registraba un lleno total y los cien mil espectadores presentes, más millardos de televidentes del mundo entero (uno para Reuters, más de dos para The Wall Street Journal, cuatro para The Washington Post y la agencia oficial Xinghua), dieron testimonio de la apoteosis de la Nueva China. Era una meta que sus gobernantes llevaban persiguiendo desde hacía tiempo. En 1993, Jiang Zemin había tratado de hacerse con los Juegos Olímpicos de 2000, sin éxito y con gran enojo por su parte, pero Tiananmén estaba aún demasiado cerca y Sídney se convirtió en la opción menos comprometida.

La Nueva China de 2008 tampoco había roto con su pasado, aunque éste hubiera ido perdiéndose poco a poco en la noche del olvido. Por si hacía falta recordarlo, en contra de las promesas del Gobierno al Comité Olímpico, pocos días antes de la ceremonia de apertura los periodistas pudieron apreciar que en el centro de prensa y en la villa olímpica seguía vedado el acceso por Internet a páginas web de muchos medios internacionales y de numerosas organizaciones de derechos humanos. En compensación, la calidad del aire en Pekín había mejorado sensiblemente una vez que el Gobierno cerrara durante semanas las fábricas de los alrededores de la capital e impusiera reducciones draconianas a la circulación de vehículos. Acabados los Juegos «verdes» que había prometido, en pocos días, la polución volvió a su ser.

También la represión. El 8 de diciembre de 2008, la Oficina de Seguridad Pública de Pekín advirtió la publicación en la página web del PEN Independiente chino de un documento llamado Carta 08 y esa noche detuvo a Liu Xiaobo y lo mantuvo confinado sin revelar su paradero hasta junio de 2009. La Carta 08 contenía un llamamiento a la democratización del país por medios pacíficos, de forma similar a la propuesta de un grupo de intelectuales checos en 1977. El 25 de diciembre de 2009, un tribunal de Pekín lo halló culpable de «aprovechar los rasgos mediáticos de Internet […] para publicar artículos calumniosos e incitar a la subversión del poder estatal y del sistema socialista de nuestro país»Véase Perry Link, Liu Xiaobo’s Empty Chair. Chronicling the Reform Movement Beijing Fears Most, Nueva York, The New York Review of Books, 2011, capítulo 4.. En octubre de 2010, Liu Xiaobo obtuvo el premio Nobel de la Paz.

Manifestación en favor de Liu Xiaobo

En 1989, cuando empezaron las protestas en la plaza de Tiananmén, Liu estaba enseñando Ciencia Política en el Barnard College de la Universidad Columbia en Nueva York. Había ido a Estados Unidos persiguiendo el sueño colectivo de tantos intelectuales transterrados: encontrar en Occidente las respuestas, todas las respuestas, para construir una sociedad mejor. Dice mucho de su buen juicio que pronto cayese en la cuenta de que las respuestas están en el fondo de cada uno de nosotros, doquiera que hayamos nacido, y sólo dependen de nuestra voluntad de buscarlas«Había caído en la cuenta de que, por más que pueda resultar útil para reformar a China en el momento presente, la civilización occidental no puede ser la salvación de la humanidad en general. Vista con la oportuna distancia, la civilización occidental adolece de los mismos defectos que esa humanidad general» (Liu Xiaobo, No Enemies, No Hatred, Cambridge, Harvard University Press, 2012, loc. 1445).. Confiar en recetas ajenas equivalía a «ver a un parapléjico reírse de un tetrapléjico». De Nueva York, para unirse a la movilización de los estudiantes, no volvía, pues, un académico posmoderno, sino un luchador.

Tampoco entonces era un subversivo. La huelga de hambre que, junto con algunos colegas, inició el 2 de junio de 1989 buscaba convencer a estudiantes y Gobierno de la necesidad de diálogo y compromiso. El 4 de junio, el día de la matanza, su mediación para que los ocupantes de la plaza no opusiesen una resistencia desesperada salvó cientos de vidas. Pero las fuerzas del orden le habían tomado el número. Era otro perro rabioso, otra mano negra, así que estuvo detenido hasta enero de 1991 y fue expulsado de su puesto en la Universidad Normal de Pekín en la que ya sólo cabían los anormales. En 1995 fue nuevamente detenido durante nueve meses. En octubre de 1996 lo enviaron tres años a un campo de reeducación por el trabajo. Hoy sigue aún cumpliendo la condena de once años que le impusieran en 2009.

Es la suya una ya larga vida de cárcel, aceptada por Liu como el desenlace necesario de proclamar la verdad en un país que vive en la mentira. Pero ni la prisión, ni las vejaciones constantes que sufre su familia, parecen hacer mella en su determinación. En 1993 algunos amigos que le aconsejaban aprovechar un viaje a Estados Unidos para pedir asilo político se encontraron con una firme negativa. Liu Xiaobo tiene el temple de los héroes. Sin duda. Pero los héroes a menudo están solos y esa soledad les anima a perderse por derroteros inciertos. Algo así como el síndrome de Solzhenitsyn. Cuando se tiene la fuerza moral de sufrir cuanto sea necesario, y más para asegurar el triunfo pacífico de los propios ideales o, lo que es aún más duro, para estar dispuesto a morir sin verlo, uno siente la tentación de condenar a todos aquellos que no muestran idéntica firmeza moral, es decir, a la mayoría. Y Liu Xiaobo no escapa a esa maldición.

Liu había explicado anteriormenteVéase Yu Jie, Steel Gate to Freedom. The Life of Liu Xiaobo, Lanham, Rowman and Littlefield, 2015, capítulo 2. que su pasajero amorío con la cultura occidental acabó al comprobar que Occidente, con su propia mano, había matado los valores sagrados que se albergaban en su seno. Lo mismo sentía ahora, tras salir del campo de trabajo, para con la generación post-Tiananmén y su indolencia para con el pensamiento crítico, la nobleza del carácter y los valores morales. En su apego por una vida práctica y oportunista, uno querría ver en ella un renacer de la autonomía individual pero, vista de cerca, no se apreciaba otra cosa que afán de placer y consumismo. Lamentablemente, cuando pierde el pie, el héroe acaba por dar en profeta y, lo que es aún más serio, por volver las espaldas a la realidad. Que sólo unos pocos puedan llegar a su entrega excluye que una mayoría pueda hacerlo, algo que los héroes sólo a duras apenas se resuelven a admitir.

En Occidente, desde hace siglos, las enseñanzas acerca del sentido de la vida, ésas que Liu no había logrado encontrar en Nueva York, nunca fueron unánimes y, así, los epicúreos no creían que su moral fuera menos coherente que la de los estoicos. Disfrutar de la vida, porque no hay otra y ésta se va deprisa, es y ha sido una opción razonable para millones de personas de todas las culturas a lo largo de la historia. Que el Gobierno chino aprovechase esa inclinación, tan lógica como decorosa, para mantener su dominación despótica no significa que el único camino de resistencia, o el más eficaz, sea la autoinmolación. Es, sin duda, una opción respetabilísima, pero sólo una. Lejos de una crisis política, tal vez posible, siempre inesperada cuando llega, conviene fiar el cambio en China a una evolución de las actitudes colectivas en favor de la libertad individual y a eso –algo que significaría una bienhallada ruptura con la cultura colectivista tradicional–, entre otras muchas cosas, contribuyen notablemente el deseo de vivir mejor y el de consumir más.

Liu endilga sin distingos un capirote similar a toda la generación post-Tiananmén

Aunque las convicciones de Liu no se confundan con la uniformidad totalitaria de los maoístas, son despiadadamente rigoristas. Sin duda, la China de hoy empieza a mostrar una mayor tolerancia hacia el consumo, hacia la expresión del amor carnal y hacia la práctica del venal, pero es una exageración decir, como hace Liu, que a los dislates políticos del pasado los haya desplazado sólo el interés por el dinero y el sexo. Sus ataques al llamado movimiento literario de las chicas guapasEn 1998 comenzó a hablarse en China de una nueva corriente literaria, las chicas guapas, en la que se incluía a una serie de autoras (Wei Hui, Mian Mian, Zhou Jieru, Zhu Wenying, Wei Wei, Dai Lai, Jin Renshun) cuyas características comunes eran haber nacido en los años setenta, un marcado cinismo ante las convenciones sociales y un gran desparpajo hacia la sexualidad (véase Kay Schaffer y Xianlin Song, Women Writers in Post-Socialist China, Nueva York y Londres, Routledge, 2014, capítulo 5). Wei Hui, carga Liu, «exhibía unas bragas de marca, propias de una muchacha bonita de clase media alta, a la que extasiaban la especial potencia y el vigor eréctil de los extranjeros […]. Su libro me hace sentir como si acabara de despertarme de la resaca de una juerga disoluta un día de San Valentín en algún bar de la China continental […]. En Candy, la novela de Mian Mian, otra niña bonita que escribe, […] el deseo carnal y la decadencia espiritual han perdido el aguijón de rebeldía frente a la ideología oficial que exhibían en los años ochenta. Ahora se han convertido en hedonismo, sólo hedonismo, nada más que hedonismo» (Liu Xiaobo, op. cit, loc. 1841 y ss.). son difíciles de compartir; a veces, se pasan de cicateros. Sólo he leído de entre ellas a Wei Hui y a Mian MianShanghai Baby, trad. de Romer Alejandro Cornejo y Liljana Arsovska, Barcelona, Planeta, 2002, y Caramelos, trad. de Olga Usoz, Madrid, La Factoría de Ideas, 2011, respectivamente., pero, a mi ver, ambas están muy lejos del erotismo insustancial de, por ejemplo, E. L. James y no buscan «so capa de literatas, venderle al público sus cuerpos, despojándolos de un tabú tras otro y en competencia por convertirlos en un negocio, por ver cuál de ellas exhibe más»Liu, op. cit., loc. 1932.. No es cierto. Especialmente en Mian Mian, el sexo no es más que otra frustración entre las muy copiosas de un mundo carente de sentido; su grito roto no es precisamente un marchamo de esnobismo ni un reclamo mercantil.

Liu endilga sin distingos un capirote similar a toda la generación post-Tiananmén, «educada en la esperanza de un nivel de vida relativamente confortable y en una cultura del pragmatismo»Liu, op. cit., loc. 661. y cuya falta de interés por cuanto suene a pensamiento serio, nobleza de carácter, gobierno incorruptible y diligente, valores humanos o preocupaciones morales le resultaba insoportable. Sólo querían ser funcionarios, hacerse ricos o marcharse al extranjero. Sólo se apasionaban por las modas y por parecerse a las celebridades. Sólo buscaban consumir cuanto más mejor, o perderse en Internet o aparearse sin compromisos y durante una sola noche.

Llevado de un arranque sospechosamente similar al de Marx en las tesis sobre Feuerbach, Liu insistía en la prioridad de cambiar el mundo sin pararse a pensar que, a menudo, resulta imposible hacerlo si al trabajo de explicarlo lo suplanta una causa general en su contra. El refugio en la vida privada elegido por tantos de los hijos de Tiananmén no deja de resultar razonable a falta de mejores opciones, pues, en su fugacidad y en su falta de aparejo, a las impremeditadas ilusiones de cambio allí creadas se las llevó por delante la carnicería despiadada a que se entregaron las autoridades comunistas. Que, por cierto, se emplearon también a fondo en hacer buena su parte del pacto de sangre que habían impuesto a su pueblo. Los chinos de ambos sexos iban a vivir mejor y China se codearía pronto con las sociedades más florecientes del mundo.

Enriqueceos

La primera cláusula del pacto –un incremento espectacular del bienestar vida material de la mayoría– se había cumplido a satisfacción de ambas partes. En agosto de 2008, la renta per cápita estaba en 7.880 dólares, veinte veces más que en 1989 (las cifras están distorsionadas por el tipo de cambio aplicado en cada fecha, pero no dejan de ser elocuentes). A finales de 2015, medida en paridad de poder adquisitivo, había ascendido a 12.600 dólares y para 2020 se prevé que llegue a 17.000.

La segunda condición también parecía al alcance de la mano aquel 8 de agosto de 2008 en que se iniciaron los Juegos Olímpicos de Pekín. China resplandecía en la cumbre del mundo. Los dirigentes comunistas habían decidido tirar la casa por la ventana para anunciar urbi et orbi el final definitivo de sus cien años de humillación (1842-1949) y alardear del éxito de la China renacida. Los fastos de 2008, entre otros prodigios, convirtieron a Pekín en la capital mundial de la arquitecturaLos Juegos Olímpicos vinieron acompañados de la construcción de cuatro edificios señeros: el Estadio Nacional (Nido de Golondrina); el Centro Nacional de Natación (Cubo de Agua); la sede de la Televisión Nacional (CCTV); y el Gran Teatro Nacional (Cáscara de Huevo).. En total, los Juegos costaron cerca de treinta millardos de euros de la época, pero habían sido una buena inversión. En las gradas del Nido de Golondrina, el alborozo de los espectadores chinos resultaba incontenible. Aunque no había hecho nunca antes gala de sentimiento humano alguno, a Hu Jintao, a la sazón presidente de la República Popular y secretario general del Partido Comunista Chino, se le escaparon un par de medias sonrisas durante las cuatro horas que duró la interminable ceremonia inaugural organizada por Zhang Yimou, un cineasta antaño disconforme y ahora, en las palabras amargas de Liu Xiaobo para los de su condición, presto al «chicoleo con los poderosos por ver si les cae algo de dinero o de prestigio»Liu, op. cit., loc. 2629.. El programa de celebraciones iba a continuar hasta 2010, con la Exposición Universal de Shanghái y los Juegos Asiáticos de Cantón.

Curiosamente, en 2007, en los albores de tan placenteros lances, Wen Jiabao, el primer ministro que había relevado en 2003 al reformador Zhu Rongji, había hecho unas declaraciones sorprendentes. Al final de la sesión anual del Congreso Popular Nacional, descrito a menudo como el parlamento de China, aunque sus funciones se limiten a estampillar las decisiones previamente adoptadas por el ejecutivo, Wen había afirmado ante los medios que la cubrían que «[aunque] China ha mantenido un crecimiento relativamente estable y rápido durante los años pasados, no son éstos tiempos para la complacencia. La economía china adolece de un crecimiento inestable, incontinente, inarmónico e insostenible». No era el juicio de un cualquiera, pues en la división del trabajo político al uso en China el primer ministro es el responsable de la economía nacional. ¿Qué significaba ese oráculo délfico? ¿Una llamada a profundizar en las reformas? ¿Una advertencia de que habían ido demasiado lejos? ¿Todo lo contrario?

Recordemos una noción básica. El crecimiento económico se mide por la evolución del consumo (privado y público), de la inversión y de la exportación neta de bienes y servicios (exportaciones totales menos importaciones) durante un período de tiempo. En diferentes economías y en diversas etapas de su evolución, esas tres variables se combinan de forma cambiante. Aunque no haya normas rígidas, el desarrollo (crecimiento económico progresivo y sostenido en el tiempo) suele ir acompañado de un aumento del consumo. Sin embargo, entre 1978, cuando China abandonó el modelo soviético de planificación, y 2008, fecha de la apoteosis mediática global con los Juegos Olímpicos, su rápido crecimiento había pivotado mayoritariamente sobre la inversión.

Hasta 1990, la inversión alcanzó una media anual de 36% del PIB, algo no muy distinto de lo sucedido en otras economías de Asia Oriental en los momentos de su despegue. Pero, en vez de reducirse luego, como había pasado allí, la inversión creció en China desde los años noventa hasta superar el 40% del PIB entre 2004 y 2007. Es decir, a pesar del espectacular crecimiento de la renta per cápita en términos absolutos ya anotada, los chinos optaron por consumir menos en términos relativos, es decir, por ahorrar más. En 2007, el consumo de los hogares representaba alrededor del 37% y el del Gobierno, un 14%. El resultado neto de las exportaciones se dobló del 4% al 8% del PIB entre 2004 y 2007C. Fred Bergsten, Charles Freeman, Nicholas R. Lardy y Derek J. Mitchell, China’s Rise. Challenges and Opportunities, Washington, Peterson Institute for International Economics, 2008, capítulo 6.. La inversión seguía, pues, clavada alrededor del 40%. Esa era la causa de las advertencias de Wen Jiabao.

Si la terapia que Wen tenía en mientes resultaba un arcano, una mayoría de analistas no dejaba de concordar con su diagnóstico. La economía china necesitaba reequilibrarse, es decir, limitar la inversión y aumentar el consumo. La inversión desmedida reducía el crecimiento de la productividad, pues no animaba a sustituir trabajo por capital; generaba desigualdad entre grupos sociales y regiones; se orientaba a sectores de la economía (acero, cemento, aluminio) menos intensivos en trabajo; exigía un consumo creciente de energía que, a su vez, repercutía en el deterioro ambiental. Sobre todo, creaba un excedente de capacidad productiva (parcialmente oculto por el aumento de las exportaciones y por una moneda devaluada) e inversiones poco rentables que impulsaban la aparición de préstamos morosos o fallidos. Se estima que, en los años noventa, llegaron a unos 480 millardos de dólares, equivalentes al 20% de PIB de todo el período quinquenal entre 1988 y 1992. Estaba en juego la estabilidad de la banca.

Hasta la reforma de la economía planificada, China había podido prescindir de ella y, en general, de un sistema financiero bien organizado. Las empresas, todas ellas encuadradas en el sector público, remitían sus beneficios al Ministerio de Hacienda, que financiaba con ellos (más algunos impuestos) el siguiente ciclo productivo. A partir de 1978, ante el crecimiento del sector privado, comenzó a gestarse un sistema bancario para canalizar el ahorro popular hacia las empresas. Inicialmente incluía al Banco Popular de China (PBOC, por sus siglas en inglés), cuyos orígenes se remontan a 1948, y a los cuatro grandes bancos comerciales. El PBOC, supervisado a su vez por el Consejo de Estado (nombre del Gobierno chino), se encargaba de formular y gestionar la política monetaria del país; mantenía y regulaba el sistema de pagos de la banca; determinaba y supervisaba la política cambiaria (gestionada más tarde por un organismo conocido como Administración Estatal del Sistema Cambiario, o SAFE); decidía los tipos de interés aplicables por el resto de la banca; y negociaba las emisiones de obligaciones estatales. En 2003 delegó sus funciones de alta inspección en la Comisión Reguladora de la Banca China (CBRC).

Los cuatro grandes tenían inicialmente la misión de gestionar depósitos y créditos para los grandes sectores funcionales de la economía incluidos en sus nombres propios, pero, con el tiempo, se convirtieron en bancos comerciales generalistas. Ordinariamente conocidos por sus nombres o siglas en inglés, son: Industrial and Commercial Bank of China (ICBC); China Construction Bank (CCB); Agricultural Bank of China (ABC); y Bank of China (BOC). En 2016 se clasificaron respectivamente por su capitalización en los números 18, 29, 36 y 48 de las quinientas mayores empresas globales. Todos ellos son propiedad del estado (SOE, por sus siglas en inglés).

Con el paso del tiempo, se han añadido al sistema bancos comerciales locales, entidades de crédito oficial (para inversiones a largo plazo en sectores específicos) y otras corporaciones crediticias. Con escasísimas excepciones, todas ellas son igualmente SOE. Hay, finalmente, representantes de la banca internacional, pero su capacidad de acción es muy limitadaLos bancos extranjeros sólo pueden tener participaciones minoritarias en bancos domésticos establecidos, con lo que a menudo se ven imposibilitados de canalizar las decisiones de sus bancos. Además, como todos los bancos reconocidos operan como los bancos estatales, todos ellos tienen que incluir en sus consejos de administración al menos a un representantes del Partido Comunista.. La banca extranjera controla menos del 2% de los recursos financieros del país: «Pese a la innegable apertura de China en los últimos treinta años y a los acuerdos con la Organización Mundial de Comercio, el sistema financiero chino está abrumadoramente en manos de Pekín»Carl E. Walter y Fraser J. T. Howie, Red Capitalism. The Fragile Financial Foundation of China’s Extraordinary Rise, Singapur, Wiley, 2011. A diferencia de una mayoría de autores de libros sobre China, Walter y Howie no son académicos ni periodistas. Ambos tienen una amplia experiencia en gestión bancaria directa en el país. Los datos que siguen están tomados de su libro..

Los bancos eran y siguen siendo los principales protagonistas del sistema financiero chino. En 2009, los bancos comerciales estatales controlaban más de 11 billones de dólares en recursos financieros, de los cuales el 70% estaban en manos de los cuatro grandes. El desarrollo de ese enorme patrimonio no ha estado exento de problemas creados, fundamentalmente, por su dependencia total del subsistema político y administrativo. El nombramiento de sus cargos nacionales y locales está en manos del Partido, es decir, sus decisiones no dependen de la lógica interna de sus organizaciones (obtención de beneficios y seguridad de sus depósitos), sino de los objetivos que les marca la burocracia nacional y localLas quiebras inmobiliarias de 1993 en la SEZ en la isla de Hainan (cuatro millardos de dólares en pérdidas) y, mucho más importante, la de la Corporación Internacional de Inversiones de Guangdong (GITIC, por sus siglas en inglés) en 1999 (5,6 millardos de dólares en pérdidas) se gestaron directamente por el interés de las autoridades locales en facilitar al máximo el desarrollo de ambas zonas sin atender a exigencias de rentabilidad.. Hasta la Gran Recesión global de 2008-2009, la mayoría de créditos otorgados por los bancos tenían como destinatarios a las SOE industriales. Ellas y su financiación se habían convertido en los verdaderos objetivos de toda la actividad bancaria. También de los problemas que afrontaban los bancos: «El Partido exige a los bancos la obligación de prestar a las SOE, pero parece incapaz de imponer a éstas que paguen sus créditos […]. Si no lo hacen, el Partido no responsabilizará a los gestores bancarios por las pérdidas de dinero; eso sólo sucedería en el caso de que no hubieran seguido las instrucciones [de ayuda] que se les habían dado» Ahí radica la causa fundamental de la inestabilidad del sistema financiero chino«En 1999, la ratio de préstamos morosos (es decir, el número de préstamos morosos dividido por el total de préstamos) de los cuatros grandes ascendía a un impresionante 39%» (Walter y Howie, op. cit., loc. 869). Entre esa fecha y 2007 los cuatro grandes tuvieron que hacer frente a 480 millardos de dólares de malos créditos., pues buena parte de las SOE industriales generan pérdidas.

Cuando se producen, lejos de reforzar la disciplina de sus agentes, el Partido se las arregla para cancelar deudas y la morosidad bancaria decrece rápidamente. A la postre, el modelo del negocio bancario en China está claro: prestar a las empresas favoritas de los diversos clanes políticos; soportar que la mayoría genere pérdidas; y, de tanto en tanto, borrón y cuenta nueva: más provisiones de fondos, y a esperar el inicio del ciclo siguiente. Esta versión específicamente china del riesgo moral tiene una extensión muy superior a la de otros países. Con otras palabras, es una política bancaria con rasgos chinos

El modelo bancario en China está claro: prestar a las empresas favoritas de los clanes políticos y soportar que la mayoría genere pérdidas

¿Adónde van las pérdidas? Desde sus comienzos, los dirigentes han ensayado numerosas estrategias para reducirlas, recuperarlas, provisionarlas, prorrogarlas u ocultarlas que sería ocioso detallar aquí. La más conocida, copiada de la empleada para afrontar la crisis de las cajas de ahorros estadounidenses de finales de los años ochenta, consistió en traspasar los créditos morosos de los cuatro grandes a cuatro compañías (conocidas como bancos malos), una para cada uno de ellos, cuya función era recuperar en todo o en parte los créditos fallidos. Los balances de los cuatro grandes quedaban así aliviados. El paso siguiente consistió en ampliaciones de capital de los bancos mediante ofertas públicas iniciales (IPO, por sus siglas en inglés) dirigidas a nuevos inversores, extranjeros incluidos, que adquirían paquetes de acciones cotizadas en Hong Kong (acciones H).

¿Qué se hizo de los bancos malos? El Ministerio de Hacienda los capitalizó con cinco millardos de dólares comprándoles bonos con vencimiento a diez años. Esa cantidad distaba mucho de la que tenían que recuperar, así que completaron la operación vendiendo –cada uno de ellos al banco que tutelaba– obligaciones por un total de 105 millardos de dólares con idéntico plazo de vencimiento. Un par de años más tarde, se repetiría la misma operación con el PBOC por valor de 170 millardos de dólares. ¿Podían los bancos malos recuperar créditos por ese valor? A todas luces, no, así que en 2009, cuando vencían los primeros bonos, los dirigentes económicos prolongaron su vida durante otros diez años más. El coste estimado de todas estas operaciones hasta 2005 había sido de 315 millardos de dólaresVéase Walter y Howie, op. cit., capítulos 2 y 3..

Precisamente en ese año el Gobierno permitió la ampliación del hasta entonces desfalleciente mercado de obligaciones con el fin de reducir los riesgos del sistema bancario, es decir, para añadir nuevas fuentes de financiación. En 2002 se emitieron obligaciones por valor de 113 millardos de dólares; en 2009 habían ascendido a 350 millardos y el conjunto de los valores de deuda llegaba a 2,6 billones, incluyendo bonos estatales, notas del PBOC y de los bancos más deuda corporativa. Se creó así un mercado de deuda en apariencia similar al existente en otros países, pero también con rasgos chinos.

Eran dos los principales. Uno: el rendimiento de los bonos tenía que ser sólo ligeramente superior al de los tipos de interés fijados para depósitos bancarios a un año por el PBOC. Dos: sus titulares eran mayoritariamente los bancos. Es decir, la emisión de deuda estaba rígidamente controlada para evitar la competencia y su operación se mantenía al margen de las decisiones de los pequeños inversores. En 2009, sólo un 1% de los bonos estaba en manos de particulares; los bancos poseían el 71%; y el resto quedaba en manos de otros agentes institucionales. Era, pues, un mercado cautivo. Desde un punto de vista funcional, no añadía nada nuevo a los canales de financiación ya existentes; sólo los ampliaba para permitir más endeudamiento, malo y bueno, de la economía. Adicionalmente, permitía, según las necesidades del momento, que los bancos transfiriesen fondos de una institución a otra del sistema estatal. En la jerga del común, menos rebuscada que la de los economistas, a esto suele llamársele peloteo de la deuda.

La prerrogativa de emisión de obligaciones favorecía a otros agentes –los gobiernos locales– que se entregaron a ella con entusiasmo. El sistema impositivo de la reforma, la reducción del número de SOE desde 1995 y la centralización de la gestión financiera por el PBOC habían jugado en su contra, haciendo perder protagonismo a los mandarines periféricos, que se resarcían provocando déficits en las entidades que dirigían y los financiaban con recursos extrapresupuestarios, básicamente la venta de derechos de uso de terrenos. Para evitar esa práctica, en 2008 Pekín decidió regularla, autorizándoles a generar déficits. Así se abalanzaron a crear compañías inversoras municipales para financiar cuanta infraestructura se les antojase, generalmente canales, carreteras, puertos y empresas de energía. En 2009, el monto de bonos emitidos por esas plataformas financieras había ascendido a 95 millardos de dólares. A finales de ese año, el Gobierno central admitía que la deuda total de las entidades locales se cifraba en 1,14 billones de dólaresVéase Walter y Howie, op. cit., capítulo 5., es decir, cerca de una cuarta parte del PIB de ese año.

Pero las necesidades del crecimiento acelerado de China no cesaban de crecer. En la mayoría de los países capitalistas, junto al sistema bancario y al mercado de deuda, hay un tercer canal de financiación: las Bolsas, es decir, el mercado de capitales. Los reformadores económicos en China también se propusieron integrarlo en sus planes. De hecho, tuvo un rápido crecimiento hasta 2009, como muestran las estadísticas. En 1996, la capitalización, es decir, el valor total de los recursos de las diez mayores compañías chinas cotizadas, alcanzaba los 17,9 millardos de dólares; a finales de 1999 había ascendido a 25,3 millardos y en los diez años siguientes se había multiplicado por cuarenta hasta llegar a 1,06 billones de dólares. La Bolsa de Shanghái (que empezó a operar en 1990) y la de Shenzhen (1991) emplean los mejores recursos de la tecnología informativa y financiera y dan la impresión de ser tan eficientes en su funcionamiento como las más importantes del mundo. Sin embargo, también tienen sus rasgos chinos.

La decisión de permitir el establecimiento de Bolsas se adoptó en China por las mismas razones que en otros lugares: necesidad de capital para compañías de todo tipo y deseo de los inversores de hacerse con beneficios superiores a los ofrecidos por los depósitos bancarios o los intereses de la deuda. La existencia de mercados de acciones, además, permite valorar a las compañías cotizadas según las decisiones de compra o venta de los inversores, grandes y pequeños. En general, esas decisiones son difíciles de controlar en períodos de estabilidad, y endiabladas cuando se apodera de los inversores lo que Alan Greenspan llamó exuberancia irracional al alza o a la baja.

Lógicamente, esas manifestaciones de autonomía de las Bolsas no son del agrado del Partido Comunista Chino, que ve en ellas un peligro para su control de la economía nacional. Sin embargo, si querían establecer un verdadero mercado nacional de capitales, los dirigentes tenían que transigir con ellas. La solución, ciertamente creativa, consistió en imponerles un conjunto de rasgos chinos, es decir, unos límites para que quedasen firmemente controladas y al servicio de un conjunto de SOE bien capitalizadas, pero sumisas al aparato político. Lo que el Partido se propuso, y en buena medida ha conseguido, era poner las Bolsas a disposición de los llamados campeones nacionales o equipo nacional, es decir, el conjunto de empresas que sus dirigentes consideran necesarias para sus fines estratégicos. Para conseguir ese fin cardinal era menester abrir parte de su capital a los inversores extranjeros, pero se trataba de un precio razonable si quedaba reducido a participaciones minoritarias y al tiempo venían acompañadas de transferencias de tecnologías de gestión. El resto de las empresas admitidas a cotizar en Bolsa carecía de interés o relevancia para los gobernantes«Al sector no estatal, por importante que pueda ser para las exportaciones y para el empleo en China, nunca se le ha permitido convertirse en un contrincante para el Equipo Nacional» (Walter y Howie, op. cit., loc. 3673).. Cuantas menos hubiese en el mercado, menos problemas crearían. Así pues, pese al crecimiento exponencial de la valoración de sus compañías centrales, los mercados de acciones aún manejaban en 2008 recursos inferiores a los del mercado de deuda y el sistema bancario y estaban rigurosamente controlados.

Una de las fórmulas para evitar el desembarco de capital incontrolable fueron IPO gigantescas. En 2006, el BOC ofreció al público acciones por valor de 2,4 millardos de dólares y el ICBC por casi 5 millardos. Pese a ello, la demanda de opciones de suscripción excedía ampliamente a la oferta, por lo que se racionaban mediante su asignación por medio de loterías. Pero gran parte de esos paquetes se ofrecían a los llamados inversores estratégicos, que ofrecían comprar grandes tramos antes de la apertura formal de la IPO a cambio del compromiso de no venderlas durante un año, un sistema que favorecía claramente a las grandes compañías y perjudicaba a los pequeños inversionistas, al tiempo que potenciaba la participación de capitales nacionales. Así, en la IPO del ICBC, veintitrés inversores estratégicos se hicieron con el 40% del capital. Todos ellos eran SOE. Como el precio de salida de las acciones era habitualmente bajo, los compradores sin compromiso de sindicación se veían recompensados con un rápido aumento de las cotizaciones. Los otros simplemente tenían la seguridad de que el Gobierno intervendría si la evolución de las cotizaciones se complicaba.

En estas condiciones, ¿cómo se explica el interés de tantos pequeños inversores por participar en Bolsa? La respuesta parece sencilla. Los depósitos bancarios y el interés de las obligaciones ofrecen rendimientos muy limitados, a menudo negativos por el aumento de la inflación. Sólo hay dos formas de obtener beneficios superiores: en el mercado inmobiliario y en la Bolsa; y la segunda ofrece mayor liquidez que el primero. A cambio, el riesgo es mayor, no sólo porque los resultados de las compañías puedan cambiar, sino porque, sobre todo, dependen de las decisiones políticas y de las relaciones de fuerza en el seno de la alta jerarquía política. Para los inversores estratégicos, por el contrario, las cosas pintan de forma diferente. Su control sobre el mercado de capitales, si bien menos estable que el que ejercen sobre la banca y los mercados de deuda, asegura la posición de los beneficiarios del equipo de campeones nacionales, es decir, de gran cantidad de miembros del Partido, de sus familias y de sus dependientes.

Si ese resultado es fruto de una estrategia sólida, decidida desde el principio de la apertura al exterior de China o desde su acceso a la Organización Mundial del ComercioNicholas Lardy, Markets over Mao. The Rise of Private Business in China, Washington, Peterson Institute for International Economics, 2014, capítulo 4.; si, por el contrario, se ha debido a una inesperada adaptación del proceso reformista a las presiones de los sectores más nacionalistas y conservadores del Partido desde la llegada de Hu Jintao a la secretaría general en 2003Véase Walter y Howie, op. cit., capítulo 8.; o si, finalmente, ha resultado ser una casualidad imprevistaStephen Roach, Unbalanced. The Codependency of America and China, New Haven y Londres, Yale University Press, 2014, capítulo 5., son cuestiones abiertas a un debate aún inacabado. Sus consecuencias, en cualquier caso, no varían: «La especial clausura de los mercados financieros chinos lleva a pensar que se debe a una estrategia deliberada del Gobierno […]. El sistema financiero chino es un imperio aislado del mundo»Walter y Howie, op. cit., loc. 3586.. Es una estrategia que se ha visto reforzada por los estragos percibidos de la Gran Recesión que empezó en 2008. La independencia financiera de China respecto del mundo exterior, tan cercana a la tradicional concepción leninista como a la tradición histórica del Imperio del Centro, viene como anillo al dedo a los intereses del neomandarinato comunista, reforzando y sosteniendo su control sobre las principales instituciones económicas de la nación. Es, pues, muy difícil concebir que vaya a relajarse, menos aún a desaparecer, sin un profundo proceso de cambio político por el momento imprevisible.

Deng Xiaoping avisó en su día de que el socialismo con rasgos chinos permitiría que algunos se enriqueciesen antes que otros. Lo que no pudo, no supo o no quiso decir es que su sistema financiero estaba llamado a asegurar que siempre lo harían los mismos.

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