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Infundado resentimiento ruso frente a temeraria indecisión occidental

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En la rueda de prensa del 4 de abril de 2014, en su discurso del Kremlin del 18 de marzo de ese año y en declaraciones posteriores, el presidente de Rusia, Vladimir Putin, justificó la anexión de Crimea con una determinación que no han mostrado sus homólogos occidentales para rebatirla. Con análogos argumentos, ha intentado justificar posteriormente su brutal agresión a Ucrania el 22 de febrero de 2022. Putin alegó el riesgo que corren los rusos en Ucrania (incluso habló de «genocidio» en el Donbass), el trato vejatorio de Occidente a Rusia, la legitimidad histórica de su país para anexionarse Crimea y «desnazificar» Ucrania, y la contradicción de Occidente al admitir la secesión de Kosovo pero no la de Crimea y al ampliar la OTAN hacia el Este tras haber prometido no hacerlo.

¿Peligro para los rusos en Ucrania bajo una «junta fascista»?

En el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, reunido el 3 de marzo de 2014, el representante ruso, Vitali Churkin, exhibió una supuesta carta del derrocado presidente de Ucrania, Viktor Yanukovich. En ella, solicitaba a su colega ruso la intervención en el país al objeto de «restablecer el Estado de Derecho», en medio del «caos, terror y violencia provocados por Occidente» y «proteger al pueblo de Ucrania». Sin embargo, el mismo Yanukovich (de quien Putin dijo que no tenía futuro político), en la rueda de prensa a los pocos días de ser derrocado, se opuso al uso de la violencia y se mostró a favor de la integridad territorial de Ucrania. Por otra parte, según la Constitución ucraniana, solo el Parlamento podía autorizar la presencia en el país de tropas extranjeras.

Putin y su ministro de Asuntos Exteriores, Serguei Lavrov, alegaron el peligro que corrían los rusos en Ucrania bajo la «junta fascista» que había derrocado a Yanukovich. Ningún dirigente occidental subrayó con la misma energía la ausencia de pruebas al respecto. El Kremlin identificaba «ruso-parlante» con «étnicamente ruso», y omitía que grandes ciudades ucranianas como Odessa, Jarkiv o Dniepropetrovsk tenían mayoría ruso-parlante y, no obstante, apoyaban al gobierno de Kiev. Pocos lo hicieron notar. El supuesto «terror, asesinato y revueltas», desatados por «nacionalistas, neonazis, rusófobos y antisemitas» con la asistencia de sus «patrocinadores y mentores extranjeros», según el presidente ruso, pasaba por alto que la participación de millones de personas de todas las capas sociales en las manifestaciones de la Plaza del Maidán, en el otoño de 2013, que provocaron el derrocamiento del gobierno de Yanukovich, y las primeras medidas del nuevo gobierno (reducción de los poderes del presidente a favor del Parlamento, convocatoria de elecciones presidenciales, restauración de los principios de la democracia) evidenciaban precisamente lo opuesto al fascismo.

El presidente del Comité Judío Ucraniano, Eduard Dolinski, manifestó que su comunidad «(…) no sentía amenaza alguna», y añadió: «Somos muy escépticos ante la afirmación del señor Putin de que viene a combatir el fascismo y el antisemitismo. Es ridículo. No necesitamos protección frente a fascistas. Hemos quedado presa del shock cuando él ha utilizado esa excusa para una invasión. Es absolutamente inaceptable».

¿Trato vejatorio a Rusia por Occidente?

Según el presidente ruso, el país había tratado a lo largo de los años ser «cooperativo», pero –añadía– Estados Unidos y sus aliados «han tomado decisiones a nuestras espaldas (…) La OTAN se ha ampliado hacia el Este, continúa el despliegue de su sistema antimisiles» y prosigue la «infame política de la contención contra Rusia (…) Intentan continuamente acorralarnos (…)». Para analistas como Vladimir Dvorkin, antiguo negociador ruso de tratados de desarme, dado el arsenal nuclear de Rusia, un ataque militar de la OTAN era impensable, no importaba cuántos vecinos suyos se adhirieran a ella. El peligro real para Rusia –agregaba– era el «aislamiento civilizatorio» si fracasaba en la modernización de su economía y la liberalización de su sistema político, pues esto la dejaría rodeada de vecinos integrados en un Occidente democrático de economía de mercado.

La visión de una Rusia humillada por Occidente omitía datos que demostraban lo contrario. Tras la ruina económica que siguió a la desintegración de la Unión Soviética, Rusia habría sucumbido sin la ingente ayuda humanitaria y financiera de Alemania, EEUU y las instituciones internacionales: 20.000 millones de marcos en 1990 y 55.000 millones de dólares entre 1992 y 1997, sin contar ayudas benéficas ni inversiones privadas.

Es cierto que para Occidente era prioritario evitar la disgregación de un país con miles de cabezas nucleares, pero el hecho de que no aprovechara el momento de máxima debilidad de Rusia es una prueba irrefutable de que no quería su hundimiento ni se consideraba en confrontación con ella. Como señalaba Charles Gati en su artículo «Weimar Russia» de 2015, «bajo diferentes presidentes de Rusia (…) Occidente pagó por su estabilización económica y por la protección de sus instalaciones y armas nucleares, y apoyó la admisión de Moscú en el Consejo de Europa y en la Organización Mundial del Comercio. Occidente, incluso, extendió el G-7 para convertirlo en el G-8. Para aliviar las preocupaciones de Rusia, Washington ayudó a fundar el Consejo Rusia-OTAN, dejando la puerta abierta incluso a una eventual, aunque improbable, admisión de Rusia en la OTAN. Fue solo tras la agresión del Kremlin contra Ucrania cuando EEUU decidió desplegar equipo militar y una pequeña fuerza en Europa Central y Oriental. ¿Qué más podía haber hecho Occidente?». Además, la UE suscribió con Rusia un Acuerdo de Asociación y Colaboración. Con ningún otro país tiene la UE una red más densa acuerdos y contactos a todos los niveles.

Altos dirigentes en Rusia no admiten aún que el colapso de la URSS se debió a sus contradicciones internas y no a una conspiración occidental, y que la real humillación del pueblo ruso no fue perpetrada por Occidente (cuyos líderes lo consideraron víctima de la dictadura soviética), sino por sus propios líderes, que llevaron al país a una situación de bancarrota moral y material. Elena Boner, viuda del Premio Nobel y padre de la bomba de hidrógeno, Andrei Sajarov, afirmó en 2008: «no fue Occidente el que había humillado a Rusia, sino que Rusia se había humillado a sí misma. Pasó más de 70 años construyendo el Comunismo y cosechó los resultados».

¿Legitimidad histórica para anexionarse Crimea?

En su discurso del 18 de marzo de 2014, Putin alegó que Crimea había sido transferida arbitrariamente por el presidente Kruschev a Ucrania en 1954. Sobre esa base, la Fiscalía General de Rusia anuló dicha transferencia territorial el 27 de marzo de 2015. Es necesario detenerse en este hecho. En efecto, la resolución del Presídium del PCUS, recogida en el Acta 34, del 25 de enero de 1954, transfería Crimea a Ucrania como gesto fraternal para conmemorar el 300 aniversario de la incorporación de Ucrania al Imperio Ruso. Ese fue uno de los innumerables cambios de las demarcaciones territoriales que se dieron en la URSS. Por ello, si se aceptaba la tesis de la Fiscalía General, según la cual la transferencia de Crimea a Ucrania en tiempos de la URSS fue anticonstitucional, también lo serían todas las demás transferencias de territorios análogas a la de Crimea. Ello provocaría una cadena de reivindicaciones territoriales en el espacio postsoviético.

Según los artículos 14 y 18 de la Constitución Soviética, el Presídium no tenía atribuciones para efectuar ese tipo de cambios territoriales, pues ello competía al Soviet Supremo mediante una Ley Federal o una Reforma Constitucional que confirmase un acuerdo previo de los parlamentos de las repúblicas concernidas. Pero la declaración de la Fiscalía General rusa pretendía anular una resolución oficial de los órganos supremos de un Estado, la URSS, que ya no existía, por lo que su eficacia era dudosa. Además, la pertenencia de Crimea a Ucrania había sido aceptada por Rusia en su Tratado de Amistad y Cooperación con Ucrania de 1997.

Por imperativos de logística y racionalidad económica, resultaba mucho más sencillo desde Ucrania que desde Rusia garantizar el cultivo de la árida península y llevar a cabo los suministros de electricidad, agua, mano de obra y abastecimientos. Así lo señalaba la propia Resolución de 1954 y así lo demuestra la realidad actual. Todo ello muestra que la inclusión de Crimea en Ucrania por Kruschev, no fue tan «arbitraria».

Ningún dirigente occidental subrayó que Ucrania Occidental era polaca hasta 1939, y que Prusia Oriental era alemana y clave para la cultura e identidad alemana hasta 1945, y no por ello Polonia o Alemania reclaman ahora esos territorios.

La exposición de motivos de la Ley sobre los Nuevos Territorios Federales, adoptada en 2014 para incorporar Crimea y Sebastopol a la Federación Rusa, establece que «(Rusia) no solo tiene el derecho, sino también la obligación de tomar medidas en apoyo del pueblo de Ucrania que empujarían a las autoridades ucranianas a restablecer el orden sin permitir la violencia ni la discriminación hacia las minorías nacionales». En otras palabras, se dice que garantizar la integridad territorial de Ucrania implica interferir en sus asuntos internos.

¿Cómo conciliar esa intervención con el principio de «integridad territorial» que Rusia ha defendido siempre y, en el caso de Chechenia, a sangre y fuego? Muy sencillo: redefiniéndolo. Según la exposición de motivos, cuando el antedicho Tratado de Amistad y Cooperación hablaba de «integridad territorial» de Ucrania no debía entenderse esta en sentido literal: «Respecto a las regiones de Ucrania (en este caso, Crimea), lo antedicho no se refiere al aparato del Estado (sujeto de Derecho Internacional y estructura que ejerce el poder), sino a una parte del territorio con su población, desgajado “legislativamente” de Rusia en época relativamente reciente». Es decir: En los tratados suscritos por Rusia con Ucrania, la integridad territorial solo se aplica a las estructuras estatales centrales de Ucrania, pero no al territorio o a las gentes que lo habitan. Estos territorios y esas gentes no eran, en realidad, según el Kremlin, parte de Ucrania. El texto remacha dicha interpretación: «Como todo el mundo sabe, durante siglos esos territorios han estado “posicionados” como parte de un país unificado: el Imperio Ruso y la Unión Soviética». Dicho de otro modo, durante siglos, territorios como Crimea estaban marcados como parte de Rusia, y solo en un momento «relativamente recientemente» fueron «posicionados» como ucranianos. Ahora, Rusia los ha vuelto a marcar como parte del país. Esta sorprendente doctrina podría legitimar una hipotética intervención rusa en cualquier territorio que haya sido parte del Imperio Ruso.

Cuando, en algún momento del pasado, un país grande había invadido un país limítrofe más pequeño, alegando derechos históricos, Rusia había votado en el Consejo de Seguridad de la ONU en favor de la resolución que condenaba tal actuación y legitimaba el uso de la fuerza contra el agresor para restablecer el statu quo. Así fue en la invasión de Kuwait por parte de Irak. En el caso de Ucrania, para los analistas occidentales, Rusia defendía lo contrario: la legitimidad del agresor. Moscú justificaba, además, su anexión de Crimea a través de la libre determinación de los pueblos, principio que negaba a sus antiguos satélites a la hora de decidir a qué organización internacional deseaban pertenecer, en contra de la Carta de París de 1990, que la misma Rusia había ratificado.

Frente a estas consideraciones, dirigentes y periodistas rusos manifestaron al autor de estas líneas lo siguiente: no hizo falta un solo disparo para reincorporar Crimea a Rusia, unidades enteras del ejército, marina, aviación y policía ucranianas se pasaron en bloque, con armas y bagajes, al lado ruso, y cientos de miles de habitantes de las regiones secesionistas ucranianas de Donestk y Lugansk buscaron refugio en Rusia al iniciarse las hostilidades. Ello mostraba que gran parte de la población se sentía más parte de Rusia que de Ucrania. Si bien una exigua minoría de electores en Crimea –añadían– había votado en anteriores elecciones en favor de los partidos y líderes prorrusos o que propugnaban la independencia de la península, tal actitud cambió tras el «golpe de Estado» del Maidán, que arrojó a millones de votantes de Crimea en los brazos de las referidas formaciones.

Asimismo, justificaban la intervención de tropas rusas en Crimea sin distintivos militares por las circunstancias del momento y como garantía de que la reincorporación de la península a Rusia se hiciera pacíficamente. El éxito de la operación muestra que la decisión fue correcta. Cuando el peligro desapareció, ya no hubo razones para ocultar oficialmente que esas tropas eran rusas.

El Tratado de Amistad y Cooperación entre Rusia y Ucrania de 1997, por el que Rusia reconocía la soberanía e integridad territorial de Ucrania –concluían– había quedado sin efecto tras el Maidán, pues Rusia no se consideraba vinculada con el nuevo régimen ucraniano, emanado de un golpe de Estado en Kiev, que Moscú no reconocía.

¿Crimea como Kosovo?

El presidente Putin criticó acerbamente a Occidente por lo que él estimaba un doble rasero: aceptaba la secesión de Kosovo pero no la de Crimea. Incluso recordó citas exactas de la sumisión de los EEUU al Tribunal Internacional de Justicia de la ONU, que en su Dictamen Consultivo de 2010 dictaminaba que la declaración unilateral de independencia (DUI) de Kosovo no violó el Derecho Internacional. Rusia denunció en su momento tal resolución, que ahora invocaba, omitiendo, por otra parte, que se refería exclusivamente a la DUI en sí y no a sus efectos, y que expresaba claramente su no aplicación a casos en que las declaraciones de independencia iban acompañadas del uso o amenaza del uso de la fuerza.

Glenn Kessler en «Fact checking Vladimir Putin’s speech on Crimea», hace notar que «EEUU no buscaba anexionarse Kosovo, a diferencia de lo que Rusia hizo con Crimea. Además, los kosovares habían pasado años intentando obtener una mayor autonomía, solo para encontrarse con la represión serbia. Incluso Rusia votó en favor de una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU que declaraba estar “gravemente preocupado por el reciente e intenso conflicto armado en Kosovo y, en particular, por el excesivo e indiscriminado uso de la fuerza por parte de Serbia y por el ejército yugoslavo, que ha resultado en numerosas víctimas civiles y, según la estimación del secretario general, en la expulsión de más de 230.000 personas de sus hogares (…). Incluso después de la intervención de la OTAN de 1999 –que no fue sancionada por la ONU, como el presidente ruso recordó– los kosovares se implicaron en una década de infructuosos esfuerzos para alcanzar un acuerdo con Serbia, antes de declarar la independencia formalmente».

Nada parecido había ocurrido en Crimea, donde la armonía había sido la nota dominante entre rusos y ucranianos. Con su nuevo argumento, el Kremlin contradecía casi todo lo propugnado por dirigentes, funcionarios y expertos rusos desde la Segunda Guerra Mundial sobre el uso legítimo de la fuerza y el derecho de los pueblos a la autodeterminación. Si la secesión de Kosovo es ilegal para Rusia, el Kremlin invoca la ilegalidad para justificar la secesión de Crimea. Con todo, en Rusia está extendida la idea de que, aunque EEUU no se anexionó Kosovo, ha establecido allí una gran base militar. Además, resultaba claro que la secesión de Kosovo y su reconocimiento internacional violaba la Carta de la ONU y el principio de integridad territorial de los Estados, que Rusia siempre había defendido.

¿Ampliación de la OTAN e incumplimiento de la palabra dada?

La repetida versión de los medios de comunicación y dignatarios rusos (y no pocos occidentales), según la cual la OTAN habría «provocado» a Rusia ampliándose hacia el Este, omitía que ni una sola unidad de la Alianza fue estacionada en país alguno del antiguo Pacto de Varsovia tras el colapso de la URSS. Así estaba consagrado en el acuerdo OTAN-Rusia de 1997 que, además, estableció el Comité Conjunto de cooperación OTAN-Rusia (reemplazado por el consejo OTAN-Rusia en 2002). También omitía que fueron los propios europeos orientales quienes tomaron la iniciativa de incorporarse a la Alianza Atlántica.

Por tanto, debía responderse a una cuestión previa: ¿Por qué lo hicieron? Según estos países, el intento de transformar la antigua KGB en 1991 por parte de Vadim Bakatin, su primer director reformista, no culminó. La influencia que conservaban importantes elementos de la organización y la creciente subordinación a ellos del presidente Boris Yeltsin eran hechos comprobados. Las estatuas de los líderes comunistas permanecían en pie, la momia de Lenin –el inventor del «terror rojo»– seguía venerándose en la Plaza Roja, el terror soviético había sido admitido pero no repudiado, no se habían implantado las salvaguardias constitucionales para evitar el regreso a la dictadura y había comenzado la guerra de Chechenia a espaldas del pueblo y el Parlamento rusos. Además, Rusia, según unas pautas de actuación ya conocidas, había apoyado en 1991-92 a rebeldes separatistas pro-rusos en otras repúblicas exsoviéticas (¿les suena?): Transnistria, Osetia del Sur y Abjasia, al objeto de impedir la consolidación y el acercamiento a Occidente de Georgia y Moldova. En octubre de 1993 el Presidente Yeltsin bombardea su propio parlamento para abortar un golpe de Estado de los antiguos líderes comunistas. Poco más tarde, en las elecciones parlamentarias de diciembre de 1993, los comunistas y nacionalistas obtienen la mayoría de los escaños en las elecciones al Parlamento ruso  (Duma) con un programa revanchista y revisionista. Como se ve, un panorama nada tranquilizador para las jóvenes repúblicas exsoviéticas limítrofes, que ponía en grave riesgo su supervivencia como países soberanos e independientes. ¿Y Putin no entiende por qué, ante ese peligro existencial, esos países suplicaron insistentemente  (y siguen suplicando) ser admitidos en la OTAN? ¿Y culpa a la OTAN de «expansionismo agresivo hacia el Este»?

Sobre este trasfondo, no era realista pretender que pequeños países europeos, prácticamente indefensos, que intentaban implantar el Estado de Derecho y que habían sido ilegalmente ocupados por la URSS (con deportaciones masivas incluidas), aceptasen la situación descrita y el renacimiento del nacionalismo agresivo en Rusia sin intentar protegerse. Habrían optado por la OTAN con independencia de los designios de Washington.

Desde la óptica de estos países, no era que Rusia se radicalizaba porque la OTAN se ampliaba hacia sus fronteras. Al contrario: ellos se aproximaban a la Alianza porque Rusia se radicalizaba.

En una entrevista a la televisión francesa en junio de 2014, Putin afirmó que Rusia se vio forzada a anexionarse Crimea porque, tras el derrocamiento de Yanukovich, «no teníamos garantías de que Ucrania no se convirtiera en un miembro de la OTAN al día siguiente». Para los europeos orientales, este argumento era reversible: tras lo ocurrido en Transnistria, Abjazia, Estonia, Osetia del Sur y Ucrania, tampoco había garantías de que una Rusia que había revertido las reformas democráticas respetase la soberanía de sus vecinos occidentales si estos no hubieran estado protegidos por la OTAN.

Respecto a la supuesta promesa de no ampliar la OTAN al Este, es cierto que el ministro alemán de Asuntos Exteriores, Hans Dietrich Genscher, y su homólogo estadounidense, James Baker, expresaron el 2 de febrero de 1990 que no había interés alguno en extender la OTAN hacia el Este. También es cierto que el presidente Mijail Gorbachov había manifestado a Baker en Moscú, una semana más tarde, que una Alemania unificada podía quedar integrada en la OTAN pero que esta no debía extenderse al Este, lo que fue aceptado por el secretario de Estado de EEUU. Pero Gorbachov, como él mismo admite en sus memorias, se refería a la ampliación de la OTAN a la Alemania Oriental, que es lo que se discutía. Su mano derecha y asesor en política exterior, Anatoli Chernayev, así lo confirma en «Gorbachov y la cuestión alemana. Recopilación de documentos», aparecida en Moscú en 2006.

En el torbellino negociador de la primera mitad de 1990 no se preveía la disolución del Pacto de Varsovia (que se produciría en julio de 1991) ni el inminente colapso de la URSS (que tendría lugar en diciembre de ese año). Por tanto, fue imposible que Baker o Genscher prometieran oficialmente al líder soviético que la OTAN no se ampliaría a los países del Pacto de Varsovia cuando este aún existía y ni el mismo Gorbachov preveía su repentina disolución ni la descomposición del bloque soviético.

Estrictamente hablando, los puntos clave relativos a la reunificación alemana se discutieron a lo largo de 1990 en el formato 2+4 (las dos Alemanias más EEUU, la URSS, Francia y Reino Unido), y quedarían recogidos en el Tratado sobre la Regulación Definitiva de la Cuestión Alemana, suscrito en Moscú el 12 de septiembre de 1990, que allanó el camino a la reunificación alemana del 3 de octubre de 1990. Ni en esas discusiones previas ni en el texto del acuerdo se mencionaba compromiso alguno de no ampliar la OTAN hacia el Este. Que Alemania continuaría siendo miembro de la OTAN tras su reunificación (lo que implicaba la extensión de la Alianza 150 kilómetros al Este) fue aceptado por Gorbachov en 1990. A cambio de ello, la OTAN se comprometió (y cumplió) a no ampliar su estructura militar al territorio de la antigua Alemania oriental. Para ello, los alemanes corrieron con gran parte de los gastos de retirada y realojamiento en Rusia de las tropas soviéticas acantonadas en la RDA, y concedieron a la URSS un crédito de 20.000 millones de marcos que evitaría su bancarrota. Esto se omite en la versión del Kremlin y no se recuerda por los dirigentes occidentales.

Frente a ello, los dirigentes rusos alegan que tras la caída del muro de Berlín, «el espíritu» que presidía las antedichas negociaciones indicaba que la vieja estructura de seguridad de Europa dejaría paso a otra nueva en la que se respetarían los intereses de Moscú. Y no se respetaron.

Pero ese «espíritu» no se apareció a nadie en las negociaciones de 1990. Surgiría años más tarde en Moscú.

Conclusión.

La confianza entre los líderes rusos y occidentales ha resultado dinamitada tras la agresión rusa y consiguiente estallido del conflicto armado en Ucrania el 24 de febrero de 2022, que produce un enfrentamiento a cinco niveles superpuestos: entre Kiev y los rebeldes del Donbass, entre Ucrania y Rusia, entre Rusia y la UE, entre Rusia y la OTAN y entre Rusia y EEUU. Se ha originado así una situación muy volátil, cada vez más propensa a un error de cálculo de fatales consecuencias. Urge, por tanto, restablecer la confianza. Pero mientras el Kremlin siga justificando su actuación en Ucrania por una duplicidad de las potencias occidentales que no corresponde a la realidad histórica, esa recuperación de la confianza será imposible. Incluso en el caso de que hubiera habido una conducta equivocada de Occidente en anteriores crisis internacionales que Moscú trae a colación (fundamentalmente, en Irak y Libia), ello no habría legitimado la violación de la soberanía e integridad territorial de Ucrania: No parece adecuado alegar una ilegalidad para cometer otra. Dos errores nunca dan un acierto. Menos más menos nunca da más.

Sin embargo, la falta de determinación y la desunión de las potencias occidentales a la hora de explicar sin complejos su conducta alientan a Moscú a continuar con su empeño  en justificar la suya (que es difundida sin obstáculos por los medios occidentales), y a emprender iniciativas cada vez más audaces y peligrosas. Además, desmotivan el apoyo social en Occidente a la adopción de medidas impopulares (pero necesarias) para hacer frente a la ofensiva híbrida puesta en marcha por el Kremlin.

En consecuencia, la UE y los EEUU deberían difundir mejor, y de forma más decidida, unificada e inteligente, su actuación hacia Rusia desde la caída del Muro de Berlín, subrayando su gran esfuerzo colectivo en ayudarla e incorporarla a la casa común europea, refutando convincentemente las acusaciones rusas de duplicidad, y utilizando para ello la abundante documentación de sus archivos. Ello desmontaría la pretendida legitimidad de la agresión rusa a Ucrania, difundida incesantemente por la maquinaria propagandística del Kremlin y debilitaría su posición oficial a los ojos de aquellos miembros de la Comunidad Internacional que aún rehúsan condenarla o que albergan dudas sobre la legítima actuación occidental en apoyo de Ucrania, como Estado agredido. A este respecto, cabe recordar que, según los criterios recogidos en la Resolución 3314 (XXIX) de la Asamblea General de las Naciones Unidas, de 14 de diciembre de 1974, sobre definición de la agresión, Rusia es el agresor y Ucrania el agredido en el actual conflicto bélico (nada de «operación especial para desnazificar y desmilitarizar a Ucrania» como difunde la propaganda rusa).

La actual guerra de Ucrania no sólo tiene lugar en los frentes de batalla de este martirizado país, sino también, y principalmente, en el frente de la información y de la propaganda. La actual contienda no es sólo por el territorio, sino también por las mentes y los corazones.

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