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Espejismo en el Gobi

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«China es un país paradójico», suelen consolarme mis amigos locales cuando me agobio por no entender esto o aquello. «Pensamos siempre en el presente y en el futuro y a menudo no coinciden», dicen. Y tanto. Bajo diversas dinastías, los chinos han construido y reconstruido una muralla defensiva contra eventuales invasiones del norte, pero eso no ha impedido ninguna importante. En los diez siglos que van del final de la dinastía Tang hasta el de la Qing, en 1912, China ha estado gobernada durante cinco de ellos por emperadores extranjeros (mongoles y manchús), sin contar otros que, como los Jin/Jurchen,  controlaron un tercio del país durante el siglo XII. No se diga que a los emperadores, chinos o no, les faltaba visión de futuro. Hoy en día, los turistas que se fotografían en la muralla la ponderan mucho.

Los mongoles, claro, provenían de Mongolia y eran allí mayoría; sin embargo, hoy son sólo unos pocos en la región administrativa de Mongolia Interior (la Mongolia Exterior de antaño es el país independiente que conocemos como Mongolia a secas). Según el censo de 2010, sólo un 17% de su población. La gran mayoría de sus habitantes (80%) es Han, esto es, étnicamente china. Podría pensarse que ese desequilibrio poblacional es cosa reciente y que se debe a la política del Partido Comunista de impulsar masivas migraciones de Han a colonias como Tíbet, Xinjiang o Mongolia, pero no sería totalmente exacto. La gran expansión Han hacia esas zonas data del siglo XVIII, en tiempos de los Qing (William T. Rove. China’s Last Empire. The Great Qing, Cambridge, Harvard University Press, 2009), que crearon, más o menos, las fronteras de la China actual y se anticiparon a los comunistas de hoy en entender que una muralla demográfica resiste más que otra de piedra.

Como los mongoles fueron durante siglos un conjunto de pueblos nómadas pastoralistas, tendemos a pensar que Mongolia sigue siéndolo. La historia y el paisaje de la zona –desiertos y un inmenso mar de hierba– llevan a creer que su economía se asienta sobre grandes rebaños de ovejas y excelentes jinetes, como los que crearon el imperio mongol en el siglo XIII a lomos de jacos de escasa planta y envidiable resistencia. Algunos centauros de aquellos quedan, pero con el mismo peso en la economía de la región que puedan tener los vaqueros en la de Texas. Si a algo se dedican hoy unos y otros es a pasear turistas.

Sin embargo, Texas sería la mejor comparación posible para la Mongolia Interior actual. Ambas se han convertido en áreas de gran riqueza. Cuando pensamos en el desarrollo de China, nos vienen a las mientes las zonas costeras, del mismo modo que en Estados Unidos nos interesan el nordeste o California. Pero el salto adelante de sus países hubiera sido imposible sin una base energética propia. Texas pasó de la ganadería al petróleo. Mongolia Interior ha seguido el mismo camino y hoy provee a China del carbón que sostiene su economía. Al carbón se le han sumado luego el gas natural y la energía eólica. No es extraño, pues, que la economía mongola haya crecido tan rápidamente como la de las provincias meridionales, donde se radican las grandes empresas exportadoras. Hasta 2010 el crecimiento económico de Mongolia Interior ha sido de los más rápidos de China, con tasas anuales entre el 10 y el 15% (en 2008 llegó al 16,9%). Y la pleamar ha hecho subir a todos los barcos. La renta disponible urbana en 2010 creció un 16,6% y la rural 17,8%, y ha mantenido un ritmo superior al del conjunto de China desde entonces, a pesar de la relativa desaceleración económica que siguió a la crisis global de 2008-2009. El meteórico paso de la Mongolia pastoril a una economía basada en la energía, la construcción y los servicios ha tenido, como siempre, consecuencias imprevistas: exceso y falta de visión de futuro, dicen los críticos. Como en Texas.

Las leyendas urbanas locales hablan de campesinos súbitamente enloquecidos por un dinero cuyo valor desconocen. A uno de ellos (me dieron un nombre, pero no se me quedó: seguramente era inventado) le acompañaba siempre un guardaespaldas con un maletín, más propiamente un maletón, lleno de billetes para pagar en el acto lo que se le antojase, así fuera una cerveza, una cámara de fotos o un Mercedes. Al contado. Otro (tal vez fuera este mismo Creso) entró en una relojería. Vio un Rolex Oyster Perpetual y le gustó. «Quiero varios», dijo. «¿Cuántos?», preguntó el dependiente. «Doscientos cuarenta y tres; para toda la gente de mi oficina. Que vayan todos iguales. No me gustan las envidias».

La ciudad de donde han salido estas anécdotas es Ordos. Al parecer –nunca puede uno fiarse de los nómadas en cuestiones de geografía–, Ordos fue la cuna de Temujin, el fundador del imperio mongol, a quien, salvo algunos historiadores británicos, los demás todavía conocemos como Gengis Kan. La Mongolia de su tiempo era un hervidero de tribus y kanatos continuamente a la greña, porque no les salían las cuentas entre sus propias ovejas y las ajenas. Sólo el arte de la equitación rivalizaba con su maestría en la perfidia. En 1206, Temujin consiguió unir a su pueblo con merkits, uigures, tártaros y otras etnias, y fue así como dio comienzo una inusitada expansión imperial. Gengis sólo alcanzó el título de Khagan o Gran Kan de forma póstuma, pero Kublai, su nieto, lo utilizaba en concurrencia con el de emperador de China, una vez instalada allí la dinastía mongola o Yuan. Kublai, recuérdese, es el que distinguió con su aprecio a Marco Polo, o al menos eso es lo que ha contado el veneciano de Kor?ula. Aunque ya no sean mongoles, con la confianza que da el dinero, los habitantes actuales de la Mongolia Interior han hecho suya tanta grandeza y la han convertido en un delirio.

Las ovejas y las guerrillas de antaño, los gobiernos y las elites locales se han visto sustituidas por la rivalidad en urbanismo y arquitectura. En Huhhot, la capital de la región, construyeron en 1957 un Museo Regional y en 2007 lo sustituyeron por un hermoso edificio diez veces más grande que también alberga un teatro en su conjunto monumental. En Ordos no iban a irles a la zaga y quieren ser los primeros, pues no en balde en su área administrativa se encuentra un sexto de las reservas de carbón de China y la ciudad cuenta con la segunda renta per cápita más alta del país después de Shanghái.

Saber dónde está exactamente Ordos no es tarea fácil. Este nuevo Ordos no es el de Gengis Kan, que nadie sabe en realidad dónde estuvo. Ese sería el Ordos Remoto. El de hoy empezó su vida como ciudad tan solo en el año 2000 y su única barriada antigua (en demolición) la forman las viviendas pobres y cuarteleras de los trabajadores que la construyeron. El nuevo Ordos, sin embargo, tampoco es el Nuevo Ordos. Es el Antiguo Ordos. Los arcontes que empezaron a regirlo en el 2000 decidieron en 2005 darse una capital administrativa, más nueva y mejor, a la que llamaron Nuevo Ordos. Como esto parece un embrollo sacado de una película de Danny Kaye, llamaremos Ordos sin más al Antiguo Ordos y Kangbashi, por el nombre de la localidad donde radica, al Nuevo Ordos. Kangbashi no está a la vuelta de la esquina. Con su visión de futuro, los mandamases de Ordos decidieron construirlo a treinta kilómetros de la ciudad original. De seguro, pensaban, ambas acabarían por fundirse pronto. Kangbashi iba a ser una ciudad de ensueño.

Y, efectivamente, lo es. Desde tiempos remotos se ha pensado que las ciudades deben estar junto a un río. En Kangbashi no había uno y lo construyeron inundando una vaguada. Así pudieron ponerle encima el puente más moderno que encontraron. El plan preveía que la ciudad se desplegase como un abanico sobre el eje de una gran plaza (Linyinlu Square) anclada por una biblioteca y un museo. Un poco más allá se construiría el Teatro Nacional de la Ópera. No local, no. Nacional. Con una gran sala de conciertos, otra  para música de cámara y un teatro, como tres tambores distintos pero entrelazados subterráneamente entre sí. El museo se encomendó a MAD, un estudio de arquitectos chinos, que han construido un edificio excepcional, como un meteorito que hubiese caído sobre una duna del cercano desierto del Gobi. La biblioteca con un módulo vertical y un espacio abierto entre él y los dos siguientes, inclinados unos treinta grados sobre el suelo, recuerda la eventual disposición de un anaquel de librería. La construcción de la grandiosa plaza acabó en 2013.

El conjunto es deslumbrante, pero está desierto. El museo no tiene colecciones dignas de ese nombre y abre de forma errática; la biblioteca carece de fondos que la apoyen; y en el Teatro Nacional de Ópera no hay funciones. No es de extrañar porque, aunque los planes urbanísticos imaginasen una ciudad de un millón de habitantes, por el momento no cuenta con más que unos doscientos mil, básicamente burócratas locales y sus familias, a quienes no les ha quedado otra opción que mudarse. A unos diez kilómetros de Kangbashi languidece aún más el proyecto Ordos 100. El numeral se refiere a los cien arquitectos de renombre mundial a los que se hubiera invitado a construir allí la mansión de sus sueños, en otra idea excéntrica de Ai Weiwei y anterior al plan de Kangbashi. Hoy sólo se levanta allí un Museo de Arte cuya única pieza en exhibición es el edificio mismo.

No tengo una moraleja adecuada para la proeza urbanística de Kangbashi. Sumarme al coro de los críticos que no ven más que otro dislate del dinero en busca de algo sólido que sobreviva a su intrínseca fugacidad no me atrae. Es un argumento progresista y los progresistas biempensantes suelen cometer un error tras otro. Si por ellos fuera, nos tendríamos que conformar con las corralas colectivistas  de la Bauhaus, pero cualquiera que compare su Museo de Tel Aviv con el prodigioso de Ordos sabe dónde florece el talento. Me haría más gracia pensar que los padres de Kangbashi eran unos keynesianos impenitentes empeñados en dar tarea a trabajadores en paro dedicándolos a algo más sagaz que abrir y cerrar zanjas, pero el proyecto se concibió antes de la crisis de 2008 y de los planes de estímulo de los dirigentes chinos. Sólo me queda, pues, el argumento tronado de mis amigos chinos: que el presente y el futuro para el que proyectan no siempre coinciden. Los turistas, al cabo, han dado la razón a los constructores de la Gran Muralla y a los ranchos de Texas y de la estepa mongola. Hoy son ellos quienes se interesan por Kangbashi.

A lo mejor mis amigos chinos aciertan.

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