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El caso del sitial vacío

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Hay un pasaje crucial al final del capítulo 17 de los Hechos de los Apóstoles, esa colección de relatos sobre, nunca mejor dicho, la vida y, en especial, los milagros de los primeros seguidores de Jesús de Nazaret. Pablo de Tarso, el más grande de los pioneros, pasaba por Atenas en uno de sus viajes de promoción de la nueva marca religiosa, tal y como se diría hoy en la jerga del mercadeo. Pablo se las había tenido tiesas con los mandamases de algunas comunidades judías que se empecinaban en mantener su fe dentro de un nicho específico, sin atender a las demandas universalistas de los partidarios de la buena nueva. Mientras que a los rectores de esas comunidades les parecía imprescindible la fidelidad a rituales de exclusión, como la circuncisión o las prohibiciones alimentarias, que les distinguían de los gentiles, el de Tarso insistía en un producto de características más intangibles y universales, como la creencia en la resurrección de la carne y en la vida perdurable para todos los humanos sin distinción, es decir, algo menos identitario, más capaz de superar las limitaciones del nicho para abrirlo a grandes masas de consumidores.

Pero todos los grandes creadores de marcas saben que no basta con aludir a los aspectos incluyentes del producto y que es menester forjar un equilibrio entre ellos y algunos rasgos propios de la marca que, de consuno, les permitan separarse de sus competidores. En Atenas había filósofos –epicúreos, estoicos y de toda índole– que, como Pablo, no se tomaban en serio las estrecheces de los judíos fundamentalistas. Pero, en ese impulso, habían perdido también la cuenta de su propia especificidad, sin hacerla valer, otorgando igual mérito a cualquier charlatán que apareciese en el ágora. En el colmo de su generosidad, habían reservado un altar al Dios Desconocido, como si el primer llegado pudiese ocupar ese lugar y a todos los dioses ignotos se les debiera culto por igual.

El discurso de Pablo en el Areópago es bien conocido. Sí, hay un Dios Desconocido, pero no es el dios insustancial al que se refieren los filósofos. No es una imagen de palo o de piedra, o de oro o plata, en cualquier caso hecha por mano de hombre, y no vive en los templos levantados por éste. Antes al contrario, es él quien ha creado el mundo y nada necesita de los humanos, aunque en su bondad haya querido hacer de ellos una sola raza y les haya otorgado el don de la resurrección. Habrá un día en el que él juzgará a los hombres para separar justos e injustos, asegurando a todos la misma resurrección de entre los muertos que él supo probar con la suya. Y conviene que cada cual eche su suerte con los justos, llamados a una vida eterna de felicidad, porque el sufrimiento de los otros tampoco tendrá fin. Pablo no era un multikulti.

Todo esto me venía a las mientes al visitar templos balineses como Pura Besakih (el Templo Madre) y otros muchos que reservan un lugar de honor para unos altos sitiales de piedra, vacíos, que, según se le cuenta al curioso, están reservados para el dios que cada uno quiera sentar en ellos. Como es de suponer, esto ha sido pasto para la envidiable imaginación de los antropólogos culturales, siempre dispuestos a reconfortarse con la diversidad de los ritos y las creencias, y a ver en ellos, con mayor frecuencia que otros estudiosos, tan solo lo que quieren ver. En este caso, la Atenas de la Academia y de la Estoa trasplantada a Bali y allí mejorada.

Un ejemplo señero de visión selectiva fue Margaret Mead, durante muchos decenios tenida por la vestal máxima de esa tribu, exenta, eso sí, del voto de castidad. Mead causó un pequeño terremoto en el mundo académico estadounidense con sus trabajos de campo en Samoa (1928) que, a su entender, dejaban exangüe al determinismo biológico. Mientras que las adolescentes norteamericanas de su época se enfrentaban a esa etapa de su vida entre el ruido y la furia, las samoanas pasaban por ella sin grandes inquietudes psicológicas. ¿Cómo así? Su cultura favorecía un código sexual más libre o, en palabras de Mead, basado en actitudes más «abiertas» y en la «ausencia de compromisos serios».

Para Mead y sus numerosos seguidores, aquí estaba la prueba del algodón. La naturaleza humana no es otra cosa que un constructo social, nada más que un acuerdo de los poderosos para imponer sus propias reglas a los demás, sin la menor relación con la dotación genética de los individuos. Como diría luego Barthes del mito en general, el de la naturaleza humana transmuta lo histórico, lo pasajero, lo impuesto, en algo inmutable y de obligatorio cumplimiento. Pero, en realidad, no hay en ella nada que no pueda ser de otro modo. Ítem más. Las sociedades que mantienen códigos abiertos de conducta sexual son menos represivas y permiten a sus miembros y a sus miembras mayor iniciativa en la búsqueda de la felicidad. El buen salvaje y la buena salvaja, tienen merecida su libra de carne. Mead era un espejo para multikultis.

De vuelta a Bali. El sitial vacío en que puede instalarse cualquier divinidad, piensan los seguidores de Mead, es un nuevo triunfo de la diversidad cultural que favorece una recóndita armonía de bellezas dispares y, de paso, reconcilia al hombre con la naturaleza y consigo mismo. Tal vez sea cierto, pero hay otras interpretaciones posibles del sincretismo de la religiosidad balinesa.

La historia de las islas de lo que hoy es Indonesia es larga y enormemente complicada. Pequeños centros de poder se han sucedido unos a otros, a menudo tras cruentas luchas, en una competencia que no permitía la aparición de sociedades políticas más estables. Las comunidades imaginarias que sus miembros forjaban aquí y allá mantenían un relativo marco de acuerdo basado en la religión. En ausencia de un poder que impusiera definitivamente el dogma religioso, aparecieron grupos de religiosidad particular (sectas) que, aun con base en el hinduismo y el budismo, recibidos gracias al tráfago comercial con India y China, los mezclaban con el animismo de tiempos pasados y cristalizaban en muy distintas formaciones que, a menudo, coexistían y/o competían entre sí. El conjunto de templos hindúes de Prambanan y el gran mandala budista labrado en la piedra volcánica de Borobudur, cerca de la actual Yogyakarta, datan ambos del siglo IX.

Sólo a finales del siglo XIII se forma en Java un estado más poderoso, el llamado reino de Majapahit, del que, pese a su enorme importancia para la zona durante casi tres siglos, muy poco se sabe. En cualquier caso, su final llegó con una decisiva derrota militar ante las fuerzas del sultanato islámico de Demak en 1527. La expansión musulmana en Java vino seguida de un amplio exilio de elites hindúes locales a la cercana isla de Bali, donde, aprovechando la fuerza política y cultural del hinduismo local, se hicieron fuertes y mantuvieron una independencia de hecho hasta que los holandeses acabaron con ella a comienzos del siglo pasado. Pero las elites hindúes exiladas de Java, distaban de coincidir entre sí en muchos aspectos de teología y de ritual, algo que también sucedía en la sociedad local con la que se mezclaron. En pocas palabras, ante el peligro evidente de correr la misma suerte que les había aguardado en Java, en Bali las sectas hindúes decidieron mantener su unidad política frente al enemigo común y evitar roces internos que les debilitasen. De ahí el sitial vacío en que cada una de ellas podía suponer que se sentaba alguno de los numerosos dioses y diosas del sincrético panteón hindú al que rendían un culto especial. Pero, cuidado, aquello no era un vergel de tolerancia erasmista. Allí no cabían Buda, ni Jesús, ni Alá, ni Confucio, ni Mitra. Los hindúes de Bali tampoco eran multikultis.

La bobada ésa de que Bali era «una isla encantada, de estetas en paz consigo mismos y con la naturaleza» sólo se formó con la llegada en los años treinta del siglo pasado de otra diáspora, esta vez de artistas e intelectuales occidentales que, por razones distintas en cada caso, querían poner tierra por medio con la cultura que les vio nacer y en la que se formaron. Por supuesto, Margaret Mead y su entonces marido, el también antropólogo cultural Gregory Bateson, estaban en la primera línea de fuego. Pero, por seguir con la metáfora bélico, el sitial vacío poco tenía que ver con la paz. Era, ante todo, una estrategia de supervivencia, ese impulso «natural» que tan gran papel ha desempeñado en la evolución de las especies y de las poblaciones.

Por cierto, muchas adolescentes estadounidenses de hoy han adoptado costumbres sexuales como el hooking up (holganza carnal indiscriminada, ocasional y «libre de compromisos serios», que decía Mead), que posiblemente habrían resultado chocantes hasta para las jóvenes ligeras de cascos de Samoa a las que Mead creía conocer mejor que la madre que las parió. Lamentablemente, no parece que ello haya librado a las adolescentes norteamericanas del torbellino de desasosiego e inseguridad que la biología suele imponer en ese paso de la vida.

Aquí hay gato encerrado.

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Ficha técnica

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