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¿Durará cincuenta años la NEP china?

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Quien le haya leído con un poco de detenimiento sabe que Slavoj Žižek es un infatigable proveedor de memes. Me lo ha traído una vez más a las mientes un artículo trapacero -otro más- sobre el jaleado centenario del Partido Comunista Chino.

¿Cómo definir lo que ha pasado en China desde la proclamación de la República Popular en 1949 hasta hoy? Hay varias escuelas. La más exitosa entre los medios mundialistas es la del compás de espera. Una vez superado el tropezón maoísta, Deng animó a China* a huir de doctrinarismos, «a cruzar el río apoyándose en las piedras» o, cuando se empingorotaba, «a buscar la verdad en los hechos».

Hasta ayer, el omnipresente sector público ha ido echándose a un lado ante la fórmula 56789 (el sector privado representa 50% de los ingresos fiscales del Estado; 60% del PIB; 70% de la innovación industrial; 80% de los puestos de trabajo y 90% de las empresas), y pronto*, para Nicholas Lardy, los mercados acabarán por hacerse con la economía china. Del cero al infinito. En ese momento la sociedad china se habrá librado, por fin, del maoísmo para convertirse en…

Bueno, no está muy claro, pero todo es cuestión de tiempo. China tendrá que definirse y lo mejor que puede pasarle, a ella y a nosotros, es que encuentre el camino correcto para equilibrar su economía, impulsar un crecimiento inclusivo y convertirse en una sociedad más libre. Así es el antojo de Financial Times, del Economist y de los demás medios davosianos.

Otros tenemos serias dudas de que entre ambas etapas pueda haber sólo un hiato fácilmente superable mientras el partido comunista conserve su hegemonía política.

Otros, como Žižek, especulan con que el tránsito se ha producido ya. El de China en las últimas décadas ha sido uno de los grandes éxitos de la historia mundial al elevar a centenares de millón de pobres a la clase media. No es algo fácil de explicar -dice Žižek- para la izquierda del siglo XX que se definió en contra de dos tendencias fundamentales de la modernidad: el reino del capital con su individualismo agresivo y su dinámica alienante y el poder del estado autoritario-burocrático. Y, sin embargo, «lo que tenemos hoy en China es justamente la combinación de ambas fórmulas: un poderoso estado autoritario transido de una salvaje dinámica capitalista». En eso ha dado hoy la más eficaz expresión del socialismo realmente existente.

¿Mmmmm?

Nunca la teoría marxista clásica ha tenido miedo a las sorpresas. ¿Acaso no son las que Hegel llamaba ironías de la historia lo que, a su manera alocada e imprevisible hasta para los más astutos observadores concretan cuanto la razón preferiría ignorar? ¿No fue -sigue Žižek- en la Inglaterra moderna donde la burguesía cedió el poder político a la aristocracia conformándose con reclamar para sí el poder económico? En la China de hoy su nueva clase capitalista ha optado también por dejar el poder político en manos del partido comunista, que se ha tornado en el mejor protector de sus intereses económicos. Entre la necesidad maoísta de atacar sin tregua la osificación del aparato estatal y la imparable dinámica inherente al capitalismo no hay tantas diferencias. Ambas comparten una profunda homología estructural.

¿Mmmmm?

Quién, si no Mao, encandiló a los jóvenes a rematar a los Cuatro Viejos (trastos viejos, antiguas ideas, costumbres rancias, hábitos ancestrales) para sustituirlos por… lo que fuera posible en aquel momento. Tampoco la burguesía británica lo tenía demasiado claro cuando le llegó su hora, pero se dejó llevar por sus impulsos y acertó, tal y como lo harían luego los jóvenes revolucionarios chinos. «La suprema ironía de la historia es que fuera el propio Mao quien crease las condiciones ideológicas necesarias para un rápido desarrollo del capitalismo urgiendo a los jóvenes a despojarse de su caduca estameña: “No esperéis a que otros os digan lo que tenéis que hacer; tenéis el derecho de rebelaros”».

¿Y si, con su brutal liquidación de las tradiciones del pasado, la Revolución Cultural -como antes el proceso británico de acumulación primitiva de capital que tanto interesó a Marx- no hubiera sido sino un envión necesario para solidificar una posterior estampida capitalista? Al cabo, el capitalismo se las apaña para reaparecer una y otra vez como la única salida posible cuando la dinámica social se atora. «Atorar» -precisemos con Žižek- tiene aquí un significado claro: es el conflicto que aparece cuando el combate marxista entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción no acaba por decidirse con la claridad que debería.

Y en esas situaciones el capitalismo resurgido impone compromisos con la realidad para así librarse de su proclamada autodestrucción. Como sucedió en la URSS de 1921 cuando Lenin hubo de buscar un relevo al comunismo de guerra, obsoleto ya para barrer al pasado, y echó mano de la NEP (novaya ekonomicheskaya politika): adopción de fórmulas de mercado dentro del régimen totalitario. Trotsky, primero, y luego Stalin -que acabó por poner en marcha la economía concentracionaria de su rival a partir de 1928- no entendieron que sólo aquel embeleco capitalista podía sacarles de las celadas del presente, * y los resultados están a la vista.

Al tiempo que acaba con las relaciones de sujeción directa propias del antiguo régimen afirmando la libertad y la igualdad personal, el capitalismo abandona a ambas a los descalabros de una sociedad mediada por el intercambio de mercancías.

«Y ahí aparece el gran interrogante que» -el pronombre es de Žižek- «nos abruma: ¿puede abolirse la libertad del mercado sin atentar contra la libertad política? Claro que sí -China lo ha hecho-, pero a la postre esa ecuación acaba en una nueva forma de capitalismo autoritario que suplanta al capitalismo liberal. ¿Es la China de hoy la mayor amenaza para una genuina emancipación democrática? ¿Deberíamos contar a China como un enemigo de la izquierda?».

Y así, echándonos encima ese acertijo délfico, Žižek hace mutis por el foro. Tampoco es que importe demasiado. Su dialéctica hegelo-marxo-lacaniana -lo sabemos hace ya tiempo- tiene respuesta para todo. Si sale con barbas, San Antón; si no… Por lo demás, a quién, en esa inefable izquierda a la que Žižek arenga, le interesa debatir si China es o no un adversario.

A mi entender, hoy por hoy urge más centrarse en la situación real de la economía china, que, en cualquier caso, marcará los límites dentro de los cuales habrán de moverse sus dirigentes. La NEP de Deng ha funcionado pasablemente bien durante los últimos cuarenta años. ¿Podrá aguantar diez años más?

¿O tendrán razón Daniel Rosen, a quien cité la semana pasada y otros analistas cuando apuntan la inquietante posibilidad de que, si Xi no consigue cambiar el rumbo actual con reformas de calado -el famoso reequilibrio de su economía- China quedará enredada en la trampa de las rentas medias y eso nos enfrentará con un futuro tan incierto como oscuro?

Si así fuera, «el precio de los activos y de los bonos chinos caería de forma significativa, creando descontento político a medida que la gente viese evaporarse sus patrimonios. Si disminuye la confianza y se reduce la credibilidad de las promesas gubernamentales de mantener la estabilidad, las nuevas inversiones se reducirán, la creación de empleo disminuirá y los ingresos fiscales se comprimirán. El proceso ha empezado ya, pero Pekín se verá forzado a decisiones aún más drásticas. Lo que significará una ingrata etapa de austeridad para China y también para sus socios del exterior. […] Algo que tendría enormes consecuencias geopolíticas al imponer una reestructuración de la competición entre las grandes potencias».

Zizek

Dicho sea de paso -tiempo habrá de debatirlo más en detalle- el discurso de Xi Jinping en la ocasión del centenario del Partido Comunista Chino el pasado 1 de julio llamó merecidamente la atención sobre este último punto. Tras un canto encendido a los logros que China ha debido, debe y deberá a su siempre atinada guía, el secretario general del partido se arrancó con la advertencia de que «nunca permitiremos a ninguna fuerza extranjera acosarnos, oprimirnos o subyugarnos». A lo que, según el texto oficial en inglés, añadía: «quien lo intente se verá envuelto en un choque con la gran muralla de acero». Quienes le escucharon en el original chino oyeron, sin embargo, algo distinto: «saldrán con una brecha ensangrentada en la cabeza».

En una situación económica difícil como la apuntada por Rosen, Pekín podría, pues, guarecerse en casa como lo hizo Deng tras la matanza de Tiananmen; o, por el contrario, tornarse mucho más agresivo… Pero no anticipemos.

Más que ceder a las adivinanzas, la tesis de Rosen debería llevarnos a una discusión sobre la robustez de sus datos. ¿Son de fiar? Otros analistas y, sobre todo, algunas afamadas instituciones (Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional) se muestran muy parsimoniosas al ponderar las estadísticas chinas. No sin retranca, Thomas Orlik apuntó hace poco (China: The Bubble that Never Pops. Oxford UP: Nueva York 2020) que los dirigentes chinos se han dado buena maña para dejar una y otra vez en la estacada a quienes anunciaban sus inevitables tropiezos.

En la contraparte, Michael Pettis ha avanzado algunos argumentos importantes sobre la fiabilidad de las estadísticas chinas en materia de productividad que afectan a la pregunta central de esta columna. Pettis es muy crítico con las tesis del Banco Mundial y, en general, con la visión predominante entre los analistas académicos de la economía china.

Para medir la productividad de cualquier economía, los economistas recurren a una función de producción basada en la contribución del trabajo, del capital y de la productividad total de los factores (TFP por sus siglas en inglés), a su producto final, para lo cual siguen la medición oficial de su PIB. En China la proporciona su Oficina Nacional de Estadísticas. Pero, a diferencia de lo que sucede con la mayor parte de los países, los datos chinos no ofrecen una imagen fiable.

Sus organismos estadísticos contabilizan como aportaciones al PIB todas las inversiones. incluyendo un número de inversiones improductivas sustancialmente mayor que el de otros países. Baste un simple experimento imaginario. Pongamos que existiese otro país con una economía idéntica a la de China donde el mismo número de personas hace las mismas cosas con idénticos equipamientos. La única diferencia derivaría de que en el otro país las inversiones no productivas no se incluyen en el producto final, mientras que en China sí. Es decir, en términos contables, el otro país las consideraría como gastos, pero en China aparecen como inversiones positivas.

«Dada la capitalización [por parte de China. JA] de esos gastos como inversiones […] el otro país tendrá una tasa inferior en el crecimiento de su PIB y, por la misma razón, su tasa de productividad también será menor… sobre el papel. […] No es necesario insistir en que los economistas genuinamente interesados en las diferencias subyacentes a la operatividad económica de ambos países,  es decir, en su capacidad de creación de riqueza, preferirán operar en sus análisis con los datos del otro país y rechazarán [los chinos] por relativamente estériles».

Un argumento sugestivo, sin duda, pero que lamentablemente tampoco liquida las dudas. Durante muchos años no ha sido difícil presumir que la mayor parte de las inversiones chinas eran efectivamente productivas y que crecían rápidamente, es decir, que los datos provistos por los organismos chinos eran significativos.

Los problemas, empero, comenzaron cuando China disparó el número de sus inversiones improductivas. A partir de ese momento, su participación en el PIB creció rápidamente y la relación entre ese PIB deficientemente medido y la «realidad» divergió hasta convertir en indicadores poco relevantes al crecimiento del PIB y a la propia productividad per cápita china.  Para Pettis, pues, en las condiciones actuales, resulta imposible cuantificar con certeza el volumen real de esas inversiones improductivas.

¿Por qué?

La cuestión no deja de tener una férrea lógica. Pongamos el caso de un responsable político en cualquier ciudad mediana o grande. Pongamos que ha utilizado todo su poder para llevar a cabo una importante operación urbanística y ha conseguido que los bancos locales la financien. Pongamos que no se ha producido ninguna maniobra corrupta, es decir, que los fondos no han pasado a su bolsillo a través de compañías intermediarias. Y pongamos que, por las razones que sean, las ventas de los apartamentos y facilidades construidas en esa operación no llegan al diez por ciento. Es decir, los edificios -que ahí están- no se venden y, al cabo de un tiempo, empiezan a mostrar signos de decadencia. En suma, las inversiones realizadas han sido casi por completo improductivas. ¿Qué funcionario del partido estaría dispuesto a aceptar el fracaso y a pedir que se las considere como tales cuando sabe que su suerte futura depende de que no sea así? Súmense cuentas mal auditadas y la práctica imposibilidad de que los medios locales -que dependen del funcionario en cuestión- informen de forma independiente. No hace falta mucha perspicacia para saber dónde -en la cuenta final- acabará ese dinero.

Y ante tan odiosa dificultad muchos economistas echan por la calle de en medio y dan por buenos, sin más, los datos de los organismos oficiales chinos, aunque saben que las conclusiones basadas en ellos serán injustificadamente optimistas.

«En China, la política ha dislocado a su economía, lo que a su vez ha distorsionado a la política». Esa era la conclusión del libro de Klein y Pettis que he citado profusamente en las últimas semanas. En esas condiciones, ¿podrá mantener China su NEP por diez años más?

Cada día que pase lo va a tener más difícil.

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Ficha técnica

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