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Ocupando Bangkok

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Hace pocos días, tenía que pasar algo más de veinticuatro horas en Bangkok. Decidí pasear y ver de cerca, si es que la cercanía física vale de algo, la ocupación de la ciudad. Aunque los medios españoles no han dedicado mucha atención al asunto, los lectores avisados saben que, desde hace más de tres meses, Bangkok es escenario de una insurrección vergonzante contra el actual gobierno de Yingluck Shinawatra, elegido por amplia mayoría en 2011. El pasado 27 de diciembre, el líder de la oposición extraparlamentaria, Suthep Thaugsuban, anunciaba que, en su campaña en contra de nuevas elecciones (que se celebraron parcialmente el pasado 2 de febrero), sus partidarios iban a ocupar Bangkok hasta la victoria final. Así ha sucedido en lo referente a la primera parte desde el pasado 13 de enero. A la victoria final aún se la espera.

Mi hotel estaba a dos pasos de Asok, una de las encrucijadas más concurridas de la ciudad, donde la avenida de ese nombre se cruza con Sukhumvit. La avenida Asok estaba cortada en ambas direcciones por una tribuna situada en medio de la calzada a la altura del Soi Cowboy, uno de los centros de la animada vida nocturna de la ciudad. En dirección Este, Sukhumvit también estaba cortada y el tráfico en ambos sentidos tenía que desplazarse a paso de tortuga por la mano contraria. El embotellamiento era épico. En la calzada de la dirección ocupada habría unas cien tiendas de campaña, todas ellas biplaza e idénticas por su forma, aunque variasen en sus colores; la mayoría lucía un verde camuflaje, como las del ejército. Se las veía nuevas, recién estrenadas. Cuando pasé, sobre la una de la tarde, el campamento estaba desierto y nada hubiera sido tan fácil para la policía local como desmantelarlo. A esa hora no había megafonía, ni discursos, ni atracciones. Quedaban algunos carteles: «No estamos en contra de nadie; sólo de la corrupción».

Junto al tren elevado, en el cruce de Ratchaprasong, se ofrecía un panorama similar al de la ocupación de marzo-mayo de 2010. Sólo que los ocupantes eran ahora distintos. Hace cuatro años había muchos menestrales, muchos agricultores, muchos tenderos, mucha clase media baja, poco dinero. Hoy la gente es más distinguida o, al menos, quiere creerse que lo es: oficinistas y burócratas; ejecutivos con bolsas de las tiendas del vecino Paragon, un centro comercial exclusivo; mujeres bien vestidas, bien peinadas recién acabado su masaje en Thai Privilege Spa; estudiantes de la Universidad Chulalongkorn. Y en los puestos de recuerdos de esta ocupación para gente bien (gorras, camisetas, silbatos para pitar falta al Gobierno y demás parafernalia profusamente adornada con la bandera nacional), los precios son más caros.

La oposición extraparlamentaria que dirige el Comité Popular para la Reforma Democrática (CPRD), del que Suthep se ha autoproclamado secretario general, probó su fuerza el pasado diciembre con un par de manifestaciones multitudinarias. Las cifras, como de costumbre, diferían: tres millones y medio de participantes llegaron a decir los organizadores; unos doscientos mil según la prensa en inglés; y poco más de cincuenta mil para el Gobierno. Y ahí les siguieron ocupaciones de edificios públicos; escraches de ministros y políticos gubernamentales; nuevas manifestaciones multitudinarias; la ocupación, en fin, de Bangkok. ¿Hace falta, decían en el CPRD, mejor prueba de la fibra moral del pueblo tailandés?

La oposición al Gobierno renovaba sus exigencias con los días. Inicialmente, atacó el proyecto gubernamental de amnistía. Para camuflar su verdadero fin –permitir la vuelta al país, libre de sobresaltos judiciales, de Thaksin Shinawatra, antiguo primer ministro, condenado por corrupción, huido de la justicia y, por cierto, hermano de la actual presidenta del Gobierno–, el ejecutivo proponía amnistiar también a los responsables de la represión de sus seguidores en 2010. En el balance, ochenta y siete muertos y más de dos mil heridos. Si la amnistía para Thaksin sublevaba a los enemigos del Gobierno, la generosidad del perdón irritaba no menos a muchos de sus partidarios. El vicepresidente del Gobierno del que había partido la orden de disparar contra los manifestantes en 2010 no era otro que Suthep, el del CPRD.

Cuando, a toda prisa, Yingluck retiró el proyecto de amnistía, el olor de la sangre tenía ya muy excitados a los intérpretes de la voluntad popular. Esa ley infame, cargaba el CPRD, mostraba la punta de un iceberg de corrupción que impedía al pueblo hacer oír su voz. Suthep seguramente sabía de qué estaba hablándose. En 1995 había estado envuelto en un escándalo de concesiones de tierras y sólo había logrado escapar con la ayuda de sus buenos amigos en el Gobierno. En 2009, ya vicepresidente del Gobierno, fue acusado de tener intereses en una compañía de comunicación que había recibido ayudas públicas. En 2013, el CPRD, desde el que Suthep coordinaba la revuelta contra el Gobierno, no se cortaba para denunciar que el régimen de la familia Shinawatra estaba corrupto hasta la médula y merecía ser destruido.

El Gobierno decidió convocar nuevas elecciones para principios de febrero, pero el CPRD denunció que no iban a garantizar la expresión de la voluntad popular. La mayoría de los votantes se dejaría embaucar una vez más por las mismas promesas populistas que habían impedido a sus legítimos representantes, esto es, a Suthep y sus colegas del Partido Demócrata, ganar siquiera una sola vez desde 1992. Como las elecciones anunciadas estaban irremediablemente contaminadas, el pueblo debía impedir su celebración y la casa real designar un consejo de notables que diseñase las reformas imprescindibles para otras que, esta vez sí, serían genuinamente democráticas. Y si para ello resultaba imprescindible un nuevo golpe militar, el ejército debería cumplir sin vacilar con su deber de hacer respetar la voluntad popular.

Tomo el tren hasta la plaza de la Victoria y no veo allí tiendas de campaña, con lo que cambio hacia los jardines de Lumpini, cuyo nombre recuerda la localidad nepalí en que, se dice, vino al mundo Gautama Buda. Aquí se concentra el peso de la ocupación. Las tiendas de campaña, igualmente de dos plazas, igualmente verde camuflaje, igualmente recién estrenadas, se cuentan por centenares y se pierden por todas las direcciones del parque. Es difícil saber cómo habrían podido reunir tan llamativa uniformidad de no haber alguien planeado su compra. ¿De dónde habrá salido el dinero?

Sigue siendo hora de trabajar y las tiendas de campaña están igualmente vacías a la espera de la llegada de la tarde, de los animadores en la tribuna levantada junto a la estatua del rey Rama VI y de los discursos incendiarios de los dirigentes. Pero algo chirría. «Estamos de capa caída», comenta uno de los pocos ocupantes que se pasean por el recinto y que habla inglés. «Cada vez hay menos gente y cada día el entusiasmo se disipa un poco más». Suthep, el tribuno de esta improbable plebe revolucionaria, ha llamado a sus partidarios a abandonar los otros lugares ocupados y a concentrarse aquí a partir del 3 de marzo. Que no decaiga la fiesta.

Las óperas, ya se sabe, no terminan hasta que no canta la gorda. Las elecciones del 2 de febrero no pudieron celebrarse en todo el país y habrá que ver cómo decide la Junta Electoral salir de ese atolladero. El Centro Anticorrupción amenaza con destituir a la presidenta del Gobierno a cuenta de una supuesta infracción administrativa en las compras de arroz a los agricultores. Los seguidores del Gobierno que hasta el momento han aceptado con paciencia todas las chicanas de la oposición empiezan a mostrarse inquietos ante la posibilidad de que una maniobra burocrática pueda, una vez más, arrebatarles el triunfo que seguramente han obtenido ya en las urnas (el recuento final no se producirá hasta que no se haya votado en todos los colegios electorales). El ejército sigue aún deshojando la margarita, sin decidir si intervendrá o no.

Cuando salí de Bangkok, la gorda tenía aún que cantar su aria.

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Ficha técnica

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