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¿Estamos condenados a ser cada vez más desiguales?

La economía de las desigualdades. Cómo implementar una redistribución justa y eficaz de la riqueza

Thomas Piketty

Barcelona, Anagrama, 2015

Trad. de María de la Paz Georgiadis

184 pp. 16,90 €

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1. Introducción

El fulgurante éxito del libro El capital en el siglo XXI, editado en francés en 2013, y en inglés y español el año siguiente, debió no poco de su amplia acogida a los elogios de un par de prestigiosos economistas estadounidenses –dos premiados con el Nobel, Alfred Stiglitz y Paul Krugman– y algún que otro conocido analista de uno de los periódicos financieros más influyentes del mundo. Todo ello lo ha convertido, casi de la noche a la mañana, en el nuevo profeta de la izquierda francesa… y española, al igual que de buena parte de la europea.

Francisco Cabrillo publicó en Revista de Libros una magnífica reseña que concluía refiriéndose a un libro del que afirmaba tener poco de obra maestra: «Thomas Piketty ha sabido encontrar la ocasión adecuada y una parroquia dispuesta a escucharlo y seguirlo». Pues bien, la obra que ahora se reseña en muy anterior al opus magnum de nuestro autor –nada menos que dieciséis años–, pero ofrece el interés de presentar las semillas del evangelio del capital y su redistribución, con todas las virtudes y defectos de la cruzada doctrinal de la cual Piketty se ha convertido en abanderado y cuyo último mensaje –la reseña de un libro de un economista inglés, Anthony B. Atkinson, cuyas ideas comparte y con quien colaboró en una trabajada investigación, Top Incomes over the Twentieth Century. A Contrast Between Continental European and English-Speaking Countries, publicada en 2007– alienta a las confusas huestes de la izquierda radical actualmente en alza en la Vieja Europa (¡cómo explicar si no la elección de Jeremy Corbyn como líder del Partido Laborista inglés!) y cuya principal bandera de enganche resume el subtítulo del libro que enseguida pasaré a comentar: «Cómo implementar una redistribución justa y eficaz de la riqueza». ¡Ni más ni menos!

En una nota previa en su edición española, Piketty aclara que el libro, aparecido por primera vez en 1997, ha sido actualizado en varias ocasiones, aun cuando su estructura básica no ha sufrido modificaciones y refleja «los conocimientos y la documentación disponible entonces», así como «las investigaciones internacionales realizadas a lo largo de estos últimos quince años sobre la dinámica histórica de las desigualdades». Muy probablemente estuviera pensando al menos en dos textos suyos; un artículo publicado en 2003 en The Quarterly Journal of Economics, en su número 118, con un título muy significativo, «Income inequality in the United States, 1913-1998», firmado junto con Emmanuel Saez, y en el libro Pour une révolution fiscal. Un impôt sur la revenu pour le XXIe siècle, escrito en colaboración con Camille Landais y Emmanuel Saez, que vio la luz en 2011.

El autor se sirve de la Introducción para dejar claro que la desigualdad y la redistribución son cuestiones esencialmente políticas, enfocadas de forma muy diferente por las ópticas que él califica como «liberal de derecha» y «tradicional de izquierda», las cuales encubren no sólo diferencias en el análisis de los mecanismos económicos y sociales que originan las desigualdades, sino, también, respecto a las medidas de redistribución oportunas. Sentada esta advertencia, pasa a exponer el esquema de la obra: al primer capítulo se le asigna la tarea de precisar el orden de magnitud y la evolución histórica de las desigualdades contemporáneas, mientras que los dos siguientes estudian los mecanismos causantes de las desigualdades, primero entre el capital y el trabajo y, a continuación, las existentes en las rentas del trabajo, cuestión hoy en día esencial en el problema de la desigualdad contemporánea, dejando para el capítulo final –el cuarto– la investigación relativa a las condiciones y herramientas de la redistribución.

Por mi parte, me ha parecido más útil para el lector agrupar los comentarios al libro en tres apartados: en el primero me esforzaré, aun a riesgo de aparecer aburrido, en precisar qué magnitudes de la contabilidad nacional se encierran en conceptos tan familiares al lector mínimamente interesado en cuestiones económicas como valor añadido, renta nacional, salarios, capital, patrimonio, ganancias de capital y algún otro, manejadas por Piketty a veces con cierto desenfado, a lo que se añade, indudablemente, la poco fortuna de la traducción. En un segundo apartado se expondrán las cifras manejadas por el economista francés para referirse a las rentas de las familias y los salarios recibidos en Francia y otros países de la OCDE, tanto en una fecha concreta como a lo largo de diversos períodos, haciendo hincapié en la evolución de las desigualdades salariales, así como la parte correspondiente al excedente en el valor añadido de las empresas en Francia, Reino Unido, Estados Unidos, Italia, Alemania y el conjunto de la OCDE, aprovechando para hacer alguna referencia a los datos españoles disponibles.

Los mecanismos que originan las desigualdades tanto entre el capital y el trabajo, como las existentes en los salarios, conforman la cuestión hoy en día esencial en el estudio de la desigualdad contemporánea y constituyen el siguiente problema que ocupa la atención de Piketty. Como colofón, se resumirán las razones expuestas por el autor para explicar tanto la distribución del capital como la creciente desigualdad de las rentas del trabajo, problema que en aquellos momentos parecía centrar sus preocupaciones, esforzándome para concluir en ordenar y aclarar su opinión respecto a cuáles son las herramientas de redistribución de las rentas que considera apropiadas, punto este que puede despertar el interés de propios y ajenos.

2. Recordando la contabilidad nacional

En su libro, Piketty maneja diversos conceptos que forman parte de la contabilidad nacional y se refiere tanto a los distintos sectores y subsectores de la misma (empresas y hogares, por ejemplo) como a las operaciones que les afectan (producción, generación de rentas, distribución y utilización de las mismas y formación del capital y el ahorro)François Lequiller y Derek Blades, Comprendiendo las Cuentas Nacionales, trad. de Rafael Álvarez, París, OCDE, 2009.. Distribuidos a lo largo de los tres primeros capítulos de su obra, el lector se enfrenta a cuadros y gráficos orientados a cimentar sus diagnósticos respecto a la desigualdad en las grandes economías capitalistas –Estados Unidos, Reino Unido, Alemania, Italia, Japón y, ocasionalmente, los países nórdicos, Holanda, Bélgica, Austria, Canadá y Portugal–, sin la menor referencia a España, ausencia esta de la cual me ocuparé detalladamente más adelante, porque resulta en cierto modo reveladora de la forma de operar de nuestro autor. Importa señalar, asimismo, que las páginas 62 a 64 de la versión española están prácticamente destinadas a explicar algo tan esencial para sus propósitos como es «La medición de la parte del capital» y que en la séptima edición francesa (2015) que he manejado
se encuentra en las páginas 42-43.

Aclaremos, para empezar, algunos conceptos. En la citada explicación de la distribución de la renta de las empresas o sociedades no financieras, la versión española incurre en un error crucial al traducir el término revenu unas veces por «renta», que es el término correcto, y otras por «ganancias», lo cual es totalmente equivocado, de tal forma que el lector español puede estar leyendo «ganancias de capital» cuando el autor está refiriéndose a «rentas del capital»; añádase a ello que en Latinoamérica se traduce por «ingreso». Ello acaso lleve a pensar que las «ganancias del capital» se producen, cuando en realidad se generan al venderse un activo financiero o real a un precio mayor que el de adquisición. Puestos a encontrar una disculpa al desliz de la traducción, cabría decir que el autor no ha sido muy claro, ya que en una descripción de los empleos de la cuenta de producción habla de «amortización» en lugar de «consumo de capital fijo», aun cuando ambos términos no están conceptualmente muy alejados, pues ambos se refieren a la depreciación del stock de capital. No menos ambiguo es el uso por su parte del término «patrimonio» (en francés, patrimoine [p. 8], en un cuadro, el 1 [p. 17 de la edición española], relativo a los distintos tipos de renta) para referirse a las «rentas de la propiedad»Por cierto, las definiciones de «patrimonio» del Diccionario de la Real Academia Española y de «patrimoine», por ejemplo en Le Petit Robert, son muy similares y ninguna de ellas hace mención a modalidad alguna de renta.. Patrimonio y renta son términos opuestos: el primero es un stock de activos reales o financieros, mientras que el segundo hace referencia al flujo de ingresos corrientes en un período.

3. ¿Cuán desiguales?

Piketty comienza su estudio sobre la desigualdad abordando la cuestión desde la óptica de su país y de los distintos tipos de rentas percibidas por los hogares en el año 2000, desglosadas en diez grupos o deciles. Para ello escoge las cifras promedios, informándonos de que los salarios superan casi el 59% del total de las rentas de las familias francesas, seguidas por las pensiones de jubilación (21,3%), las transferencias públicas (9,5%), las rentas de los autónomos (5,8%) y lo que califica, equivocadamente en mi opinión, de «patrimonio» (4,6%). Por cierto, de nuevo conviene precisar lo que «debe de querer decir» con ello el autor: concretamente, dividendos y otras rentas distribuidas, entre las que se cuentan las rentas retiradas por los empresarios individuales y que son rentas mixtas porque, en parte, incluyen un componente salarial. Señala que los deciles más ricos reciben salarios que cuadruplican o más los del decil más bajo, mientras que las diferencias de «patrimonio» se sitúan en el entorno de las 2,5 veces. Como es característico de una sociedad europea continental, las pensiones más las transferencias públicas suponen algo más de la mitad de los salarios y un tercio del total de todas las rentas percibidas por las familias.

¿Cuál era el grado de desigualdad de los salarios franceses en ese año 2000? Teniendo en cuenta que el salario promedio, neto de impuestos y cotizaciones sociales, era, según Piketty, de 1.700 €, el correspondiente al decil inferior 890 € y el del superior 4.030 €, la diferencia, o «brecha» salarial,  entre ambos es 4,5 veces (o algo más de 3 veces si se tiene en cuenta el mínimo del noveno decil y el máximo del primer decil). Esta última cifra sitúa a Francia en la mitad superior de una comparación internacional de desigualdad salarial en 1990 de acuerdo con la información recogida por la OCDE (Tabla 7 [p. 33], titulada «El aumento de las desigualdades salariales»–, aunque la evolución en los veinte años que separan 1970 y 1990 indica que en Francia se redujo de 3,7 a 3,2 veces la diferencia entre el decil superior y el inferior, se mantuvo en Alemania y Suecia, aumentó muy ligeramente en Italia y Japón, y únicamente en el Reino Unido y Estados Unidos –paradigmas de economías desiguales para Piketty– se observan incrementos significativos. Por cierto, las cifras de salarios franceses utilizadas por el autor se limitan al sector privado y el autor reconoce que las del sector público –cuyas plantillas ascienden a casi un tercio de los empleados en el privado– arrojan una desigualdad menor (2,6), con lo cual el total de los salarios –privados y públicos–mostraría una «brecha» del orden de 2,9 veces. Ignoremos este olvido y pasemos ahora a la totalidad de las rentas en ese mismo año 2000. Según Piketty, la renta mensual promedio en Francia era de 2.280 €, con un mínimo de 790 € y un máximo de 5.100 €: es decir, 6,5 veces mayor la más elevada, que se reducen a 4,3/4,4 si se consideran las cifras netas de impuestos. En otras palabras, una diferencia algo superior a la salarial. Comparándolas con las de otros países calculadas por la OCDE, se reproducen, con ligeras diferencias, las posiciones indicadas al observar únicamente los salarios: esto es, Francia se sitúa en la mitad de la escala (3,5 veces), por encima de Alemania (3 veces) y superada por sociedades más desiguales en esa fecha, tales como Reino Unido (3,9 veces), Italia (4 veces) y Estados Unidos (5,9 veces). Aprovecho la ocasión para señalar que las cifras manejadas por el autor no están actualizadas y que las ofrecidas actualmente por el Instituto Nacional de Estadística francés defieren de las incluidas en el libro ahora reseñadoLas cifras facilitadas actualmente por el Institut national de la statistique et des études économiques en su cuadro EQTP08: distribution des salaires nets annuels moyens para ese año (2000) difieren de las de Piketty, con las consiguientes repercusiones en las comparaciones realizadas por él. Parece que la «actualización» del libro brilla aquí por su ausencia..

Este primer capítulo, dedicado a la medición de las desigualdades y su evolución, concluye con algunos datos interesantes que indican, a mi entender, una paulatina reducción de aquellas, al menos en los períodos estudiados en el libro y que Piketty se ve obligado a señalar. Así, y para el caso francés, entre 1870 y 1994 la diferencia entre obreros y mandos directivos en términos de poder adquisitivo medido en francos franceses de 1994 se redujo de 4,5 veces a 2,9 (Tabla 6 [p. 28]), y si centramos la comparación entre 1970 y 1990 las cifras reflejan un descenso de 5 décimas (3,7 a 3,2 veces), contrastando con lo sucedido en el Reino Unido, donde se pasó de 2,5 a 3,3 veces, o de Estados Unidos, con un incremento de 3,2 a 4,5 veces.

El epílogo del capítulo encierra reflexiones interesantes y reveladoras. Afirma el autor, al referirse a la evolución de salarios y rentas, que «la desigualdad de la renta dejó de menguar en todas partes durante las décadas 1980-1990, a semejanza de la desigualdad de los salarios, y aumentó de manera sensible en los países donde la desigualdad de los salarios» había vuelto a crecer (p. 35) y ofrece una explicación muy sencilla y a la vez bien conocida: la desigualdad de las rentas en las familias estadounidenses entre 1970 y 1990 se debe a que en los hogares más favorecidos se unen dos rentas elevadas, mientras que los más pobres suelen estar formados por mujeres solas con hijos a su cargo. A ello se añaden las diferencias en los sistemas fiscales, que tendían a agravar el aumento de la desigualdad en Estados Unidos y Reino Unido y a reducirla en otros países occidentales debido a su progresividad, al tiempo que las transferencias sociales funcionaban como amortiguadores que beneficiaban a los más desfavorecidos.

Pero, ¿cómo explicar que el empleo no sea un factor reductor de la desigualdad si las tasas de paro eran menores en esos países más desiguales que en Francia, Alemania e Italia, por ejemplo? Pues bien, aquí entra el juego esa faceta escurridiza de Thomas Piketty, que le permite abandonar los hechos cuando no encajan en sus esquemas. En este caso concreto, mediante la afirmación según la cual esas bajas tasas de paro se debían a que un término de la relación en cuestión –la población activa– se reduce, por ejemplo, en Estados Unidos, por «el aumento de la población carcelaria», puesto que «es evidente que es más difícil ser un proletario modelo en los Estados Unidos de 1995 que en los de 1970, después que el salario del 10º centil cayera casi un 50% en comparación con el del 90º centil» (p. 38). Curiosamente, lo que pudiera calificarse como «empleo sumergido» –bien conocido en países como el nuestro– no entra en sus consideraciones, si bien, al final del capítulo, reconoce crípticamente «los límites de nuestra capacidad para medir correctamente la desigualdad contemporánea fundamental, que es la desigualdad frente al empleo».

En la medida de lo posible, he intentado recopilar algunas cifras españolas semejantes a las estadísticas presentadas por Piketty para estudiar la desigualdad de salarios y rentas, propósito que, como se verá, no siempre es posible o fácil. Pues bien, de acuerdo con la Contabilidad Nacional de España, publicada por el Instituto Nacional de Estadística (INE), y resumida en las Cuentas Financieras de la Economía Española del Banco de España en su capítulo 1, «Síntesis de la Contabilidad Nacional de España», la estructura de las rentas percibidas por las familias españolas en el intervalo entre 2000 y 2014 reposa en las remuneraciones salariales: entre un 65,5% en 2004 y un 62,1% en 2012 y 2014. Le siguen las prestaciones sociales –fundamentalmente pensiones de jubilación–, entre un 17,1% en 2000 y un 23,6% en 2014, a las cuales se unen otras transferencias, que varían desde el 9,5% en 2000 al 7,4% en 2012. En resumen, casi dos tercios son salarios, en la terminología pikettiana, un 30% prestaciones y otras transferencias sociales, y entre un 7% y un 9% han de atribuirse a lo que el autor califica como «patrimonio», y que parece ser la única diferencia sensible entre nuestra distribución de las rentas familiares y la francesa, obviando que para estas últimas se trata de un año concreto, mientras que las españolas provienen de un largo período. ¿Será cierto que los capitalistas españoles son algo más ricos que los franceses?

El segundo obstáculo para comparar las cifras manejadas por Piketty con las correspondientes españolas se refiere a la estructura de los salarios y sus desigualdades medidas a través de grupos con salarios que van desde los más bajos a los más altos. Aquí la dificultad reside en que me ha resultado imposible encontrar cifras que dividan por tramos los salarios recibidos, y que Piketty ofrece desglosados en diez deciles. Inicialmente pensé en utilizar los datos que ofrecen las Memorias de la Administración Tributaria sobre las rentas del trabajo declaradas en el IRPF, pues su información por tramo permitía construir algo semejante a los deciles utilizados por Piketty, pero este era el menor de los obstáculos; a continuación surgían la diferenciación entre declaraciones individuales y conjuntas, la ausencia de datos referentes a los contribuyentes de las Comunidades Autónomas que gozan de los privilegios fiscales de sistemas de cupo, así como la obtención de cifras netas, ya que en las de nuestro autor se han deducido retenciones y cargas sociales. En una palabra, demasiados supuestos implícitos, sobre todo porque, sin ofrecer una comparación exacta, contamos en España con la Encuesta Financiera de las Familias (EFF), elaboradas desde el año 2002 por el Banco de España, que permiten conocer las rentas y la riqueza neta de cada unidad familiar divididas en seis tramos.

Hasta el momento se han publicado las EFF correspondientes a los años 2001, 2005, 2007 y 2010, en las cuales, y distribuidas en seis percentiles (menos de 20.000 € anuales, de 20.000 a 40.000, de 40.000 a 60.000, de 60.000 a 80.000, de 80.000 a 90.000 y de más de 90.000 €), se nos ofrecen las rentas y la riqueza neta de los hogares españoles.

Las cifras de renta –en este caso bruta– reflejan la evolución del ciclo económico experimentado por España, ya que la renta media asciende de 2001 a 2005 (35.900 € y 36.400 €, respectivamente), para descender en 2007 y 2010 (35.800 y 34.700 €) como consecuencia de la profunda depresión económica sufrida. La desigualdad que indican estas cifras –medida en función de cuánto ingresa la familia situada en el decil más alto respecto a la incluida en el más bajo– alcanza su máximo en 2005 (16,4 veces), situándose en 12,9 y 14,3 veces en 2007 y 2010. Ahora bien, si comparamos la media de los dos percentiles más elevados de renta con los dos menores, la diferencia se reduce, pues en el año 2005 sería de 7,5 veces, 6,7 en 2007 y 7,1 en 2010En un trabajo que ha aparecido recientemente en Revista de Libros , su autor, Rafael Álvarez Blanco, indaga en la Encuesta de Condiciones de Vida e Indicadores de Calidad de Vida, elaborada por el Instituto Nacional de Estadística (INE), las cifras de la renta disponible neta de los hogares españoles durante los años 2009 a 2014. Teniendo en cuenta que él utiliza preferentemente el concepto de «renta anual mediana» (es decir, el valor central de un conjunto de datos, en este caso las rentas), señala los valores encontrados para esos años, apuntando que los del último período eran inferiores a los de 2009 como consecuencia de la crisis económica, y subraya, sobre todo, que las rentas de nuestras familias eran claramente inferiores a las de Francia, Alemania, Reino Unido, Italia y Dinamarca, siendo superiores únicamente a las de Grecia y Portugal.. Parece, pues, que también a tenor de estas cifras existiría más desigualdad en España que en Francia. A semejanza de lo que sucedía en Francia, de acuerdo con los cálculos de Piketty, las cifras de riqueza neta ofrecidas por las EFF para España indican una atenuación de las desigualdades: en el año 2001 las familias más afortunadas tenían una riqueza 5,9 veces superior a las más menesterosas, diferencia que se reduce a 5,6 veces en 2005, para elevarse en 2007 –año en el cual la riqueza media de las familias es la más elevada: 305.000 €– y 2010 a niveles de 6,2 veces. Observando la comparación de los dos deciles más altos respecto a los más bajos, como hemos indicado antes con la renta, las diferencias vuelven a reducirse: 3,9, 6,2 y 4,0 veces. Esas oscilaciones son en buena parte, cabe sospechar, debidas a las valoraciones de la vivienda, que –¡no olvide el lector esta cifra!– supone aproximadamente las dos terceras partes del valor de los activos reales y estos, en promedio, un 85% del total de la riqueza de las familias españolas– y las fluctuaciones en los precios de algunos activos financieros.

El segundo capítulo, titulado «La desigualdad capital/trabajo», es especialmente embarullado, pero muy significativo para entender el sustrato doctrinario de las tesis de Piketty, amén de útil a la hora de detectar equívocos en la utilización de conceptos básicos de la contabilidad nacional. Esta característica de las obras de Piketty exhibe su muestra más palmaria en el recuadro «La medición de la parte del capital», que ocupa buena parte de las páginas 62 a 64 y a la cual he dedicado ya algunos comentarios. Vamos, pues, al capital y al trabajo, comenzando por «la parte del capital en la renta total».

Es este un punto esencial para el autor, por cuanto dedica grandes esfuerzos para intentar demostrar que esa «parte» ha sido tradicionalmente subestimada y, en consecuencia, la del trabajo es inferior a la que las estadísticas al caso reflejan. Y una vez más nos encontramos con el ambiguo uso del término «capital» tan caro a nuestro autor. Se trata, como es fácil de adivinar, de lo que la contabilidad nacional entiende por «rentas de la propiedad» y, más aún, debería aclarar que son netas, esto es, calculadas como la diferencia entre las rentas de la propiedad a pagar y a recibir. Muestra Piketty en la página 60 una tabla que reparte para Estados Unidos, Francia y Reino Unido el valor agregado de las empresas entre capital y trabajo desde 1970 hasta 1995. Lo que inquieta al autor respecto a esas cifras es que, con variaciones a lo largo de esos veinticinco años y en cada uno de los tres países, un rasgo sobresale: a saber, que la proporción de los salarios nunca desciende del 60% –ascendiendo en algún año y país al 72%–, mientras que la del capital, lógicamente, oscila entre el 28% y casi el 40%, como ocurrió precisamente en Francia en 1995. ¿A qué se debe esa regularidad en el tiempo y en tres economías tan diferentes?

El repaso teórico al funcionamiento de los mercados de trabajo, la determinación de los salarios y del capital como factores de producción y, muy especialmente, su visión de las funciones de producción del tipo Cobb-Douglas (a la que, dicho sea de paso, dedica algunas páginas más precisas en el sexto capítulo de su best-seller, El capital en el siglo XXI, pp. 240-247), pasa de puntillas sobre puntos tan esenciales en este momento como que la capacidad de producción de las economías y, sobre todo, sus niveles potenciales, dependen tanto de los factores de producción –empleo y capital– como de un tercer componente que ha dado en llamarse productividad total de los factores, por cuanto explica la porción del crecimiento del producto no derivada directamente de la evolución de los factores productivos antes indicados.

Señalaba antes que, como la participación del capital en el valor agregado de las empresas no parece haberse acrecentado tanto como para satisfacer los presupuestos teóricos del autor, este recurre a las estadísticas concretas del capital en el período 1975-1995 en cinco países: Alemania, Estados Unidos, Francia, Italia y Reino Unido, así como en toda la OCDE. Y hete aquí que, de nuevo, las cifras no encajan; quiero decir que Italia (1995) y Francia (1994) son los países en los cuales la participación del capital alcanza cuotas más altas y es en el Reino Unido, paradigma del modelo ultraliberal, donde se contabiliza la participación más baja. Y no se trata de excepciones anuales, sino que el fenómeno caracteriza el decenio 1980-1990. ¿Qué es lo que sucedió?

Piketty no se arredra ante detalles insignificantes como este. Se trata, dice, de una parte de un fenómeno de recuperación coyuntural (el caso de Francia), o de una creación de empleo que incrementa circunstancialmente la masa salarial (como en Estados Unidos), o de una inversión en nuevos equipamientos y maquinaria (lo sucedido en Francia entre 1983 y 1996); todo ello sin olvidar que las rentas del trabajo incluyen un componente no monetario bajo la forma de estabilidad y garantía del empleo. En otras palabras, ¿cómo iba a permitirse que unas estadísticas permitieran desmentir una teoría tan útil? Si la desigualdad capital/trabajo es una constante a lo largo del tiempo, ¿no será porque nos encontramos ante un hecho inquietante: «que la lógica de la economía de mercado lleva a una reproducción ineficaz de la desigualdad de la distribución del capital en el tiempo»? Y, de ser así, «¿qué herramientas permitirían combatir este fenómeno?» (p. 78).

Piketty subraya que ni el mercado de crédito ni la supuesta convergencia entre países pobres y ricos deben ocultarnos que el factor esencial para explicar la desigual distribución de los medios de producción es, sencillamente, la desigual distribución del capital humano. Por lo tanto, hemos de hallar herramientas «lo más transparentes y universales» que, siguiendo la estela de la fiscalidad progresiva y de un impuesto general sobre el patrimonio, hubiesen fomentado «una verdadera distribución capital/trabajo». No ha sido así, asegura, pues «el balance […] en el siglo XX es desastroso no sólo en los países que intentaron abolir la propiedad privada del capital […], sino también en los países occidentales» (p. 90). En consecuencia, y para evitar la competencia fiscal entre Estados, se inclina por flat tax (el impuesto universal de tasa única) aplicado a las ganancias del capital, pero que él retocaría para dotarle de un carácter progresivo, lo cual, amén de mejorar la recaudación, «produciría una mayor transparencia democrática y estadística» (p. 91). ¿Dicho y hecho? Me temo que no, como luego se comentará al resumir las últimas propuestas de su colega inglés Anthony Atkinson. Ocupémonos ahora de la cuestión de la desigualdad de las rentas del trabajo, cuestión esta de indudable enjundia.

En Estados Unidos, desde 1970, la «brecha» salarial entre el grupo peor retribuido y el mejor remunerado ha aumentado un 50%

Ese es el problema al que está dedicado el tercer capítulo del libro, cuya tesis central es que las desigualdades observadas actualmente en las rentas en general se deben a las existentes en las rentas del trabajo, algo obvio si se recuerda que estas suponen, más o menos, dos terceras partes de las rentas totales recibidas por las familias. El ejemplo paradigmático lo ofrecen, sin duda, los Estados Unidos, donde desde 1970 la «brecha» entre el grupo peor retribuido y el mejor remunerado ha aumentado en un 50%, según Piketty. Era previsible que para nuestro autor tal hecho reforzara su tendencia a las soluciones más drásticas: en este caso, incrementos en los impuestos sobre los salarios elevados y transferencias fiscales a favor de los más bajos, salarios mínimos altos, lucha contra la discriminación ejercida por los empresarios gracias a escalas salariales impuestas, apoyo al papel de los sindicatos y, sobre todo, algo que nadie discutiría: políticas activas de educación.

Conviene, pues, profundizar en esta última herramienta y examinar los distintos aspectos de la teoría del capital humano, habida cuenta que las claras diferencias fácilmente perceptibles en este acaso justificarían en muy buena parte las desigualdades salariales. Aquí Piketty no se anda por las ramas y cuando se espera una elaboración matizada de una cuestión difícil, se apresura a señalar que ninguno de los estudios existentes ofrece una solución satisfactoria y que la aparición de nuevos sectores económicos ha fomentado «la valoración de la cualificación» hasta el extremo de que casi el 60% de la desigualdad total de la retribución salarial [se observa] en el interior de grupos homogéneos de asalariados», como es el caso, por ejemplo, de los altos directivos. No es que el autor niegue la relevancia del factor educación como instrumento para reducir la desigualdad salarial, pero inmediatamente después señala la posibilidad de sustituir con relativa facilidad distintos tipos de trabajo y de capital humano mediante la vía fiscal –gravar los salarios elevados para así financiar transferencias destinadas a los salarios bajos– para reconocer también que puede ser una solución imperfecta, habida cuenta de la posibilidad de sustitución de uno por otro. En definitiva, la demanda de trabajo poco cualificado probablemente disminuiría en relación con la de mayor formación al incrementar el coste del primero. No se arredra Piketty ante tal eventualidad, ya que propone incrementar el precio del trabajo cualificado relativamente al de menor cualificación, exigiendo a las empresas que paguen menos desigualmente: «Tal vez […] no sea la peor manera de incentivar a empresas y consumidores a orientarse hacia bienes y servicios muy intensivos en trabajo poco cualificado y poco intensivo en trabajo cualificado y a la inversa», concluyendo que «La redistribución fiscal preserva la función asignativa del sistema de precios al mismo tiempo que redistribuye las rentas obtenidas por diferentes asalariados» (p. 109).

Hemos llegado al epicentro de las desigualdades actuales que observamos en las rentas en general y que constituyen un fiel reflejo, según Piketty, de las existentes en las rentas del trabajo. Algo obvio, diría cualquier lector ingenuo si se recuerda que estas suponen dos terceras partes de las rentas totales recibidas por las familias. El ejemplo paradigmático lo ofrecen los Estados Unidos, donde, como se indicaba antes, desde 1970 la «brecha» salarial entre el grupo peor retribuido y el mejor remunerado ha aumentado un 50%.

Era previsible, como antes he adelantado, que ante hechos como este el autor se inclinase por soluciones más bien tajantes: incrementar los impuestos sobre los salarios más elevados y las transferencias fiscales a favor de los más bajos; salarios mínimos al alza, lucha contra la discriminación ejercida por los empresarios, apoyo a la intervención de los sindicatos y, sobre todo, políticas educacionales. Sobre esta última cuestión –la relevancia del capital humano como factor explicativo de las desigualdades en la retribución salarial– conviene detenerse, puesto que nuestro autor señala que en Estados Unidos la aparición de nuevos sectores económicos, especialmente en el campo financiero, ha fomentado la «valoración de la cualificación» de forma exagerada, hasta el extremo de que casi el 60% de la desigualdad total registrada en las retribuciones salariales se observan «en el interior de grupos homogéneos de asalariados»El percentil más alto en la distribución de las rentas del trabajo en Estados Unidos reúne algo más del 20% del total de las rentas, habiendo duplicado aquéllas en el curso de los últimos treinta y cinco años..

Es imposible negar la relevancia del factor educacional como instrumento adecuado para reducir la desigualdad salarial, pero aconsejar a continuación como solución la posibilidad de sustituir con relativa facilidad distintos tipos de trabajos por capital mediante el manejo de la fiscalidad –que gravaría los salarios elevados para así financiar transferencias destinadas a los salarios bajos– constituye una ingenuidad, habida cuenta de la posibilidad de sustitución, es decir, que la demanda de trabajo poco cualificado probablemente disminuiría al incrementarse su coste en relación con el que incorpore una mayor formación. Pero ello no detiene a Piketty, que da un paso adelante y se atreve a proponer, como ya se ha apuntado, que incrementar, ni más ni menos, el precio del trabajo cualificado en comparación con el menos cualificado, con lo cual cabría esperar que las empresas redujeran la desigualdad salarial y los consumidores reorientarían sus preferencias a favor de bienes y servicios muy intensivos en trabajo poco cualificado: me cuesta imaginar esa respuesta, por ejemplo, en quienes hacen cola de madrugada para asegurarse la adquisición del último modelo de iPhone fabricado por Apple. Pero ya conocemos su salomónica solución: redistribuir «manu» fiscalidad las rentas de los diferentes asalariados.

Sin embargo, una vez lanzada tan audaz propuesta, Piketty comienza a vacilar al recordar la relevancia de «la formación y redistribución de la desigualdad del capital humano» y aceptar que las herramientas fiscales pueden acaso limitarla, pero no impedirla. Inicia entonces un rápido repaso de posibles factores condicionantes de sus buenos propósitos: la inutilidad de las intervenciones públicas en el proceso de formación de desigualdades en el capital humano (pp. 112-115); el papel de la familia y del medio de origen en el inicio de esas desigualdades (pp. 115-117); los efectos de la segregación en la dinámica global de la desigualdad (pp. 117-119); la comprobación de que las llamadas «acciones afirmativas» –desigualdades entre razas o géneros– son poco influenciables por las medidas fiscales (p. 123); o la ineficacia de algunas herramientas clásicas empleadas por los sindicatos «para aumentar el nivel general de las rentas del trabajo y disminuir la desigualdad entre los asalariados» (p. 125), aun cuando otras alternativas, tales como la regulación colectiva y las escalas salariales para empresas del mismo sector, pero con características muy diferentes, pueden favorecer nuevas inversiones en capital humano y así «limitar la desigualdad futura del capital humano» (pp. 130-131), una afirmación que la experiencia española en este campo concreto, dicho sea de paso, no parece avalar.

Después de una breve referencia a la obsesión francesa por lo que califica de «meritocracia educativa» y de la cual les grandes écoles son un ejemplo significativo, Piketty concluye este capítulo refiriéndose de nuevo al aumento de las desigualdades en Estados Unidos desde la década de 1980 y comenta que «se corresponde en muy amplia medida con el aumento de las remuneraciones de los directivos, fenómeno espectacular difícil de explicar por la evolución de la productividad relativa de las personas implicadas [y] más verosímil [si se tiene en cuenta] su capacidad de establecer su propio salario» (p. 139). En este punto, cualquier observador imparcial no podría estar más de acuerdo, y valga a título de ejemplo que, según un reciente estudio sobre retribuciones en el sector financiero español realizado por el sindicato Comisiones Obreras, el 20% de los empleados con mayores retribuciones percibe casi cinco veces más que los peores pagados: un ejemplo claro de desigualdad salarial. Pero, en todo caso, la solución más eficaz no se sustentaría únicamente en medidas fiscales, como propone el autor, sino también en regulaciones legales que pusieran coto a la capacidad de aquéllos para autoperpetuarse en sus cargos y fijarse sus propias retribuciones, hurtando esas decisiones a quienes legítimamente les corresponde, es decir, a los accionistas en cuanto que dueños de las empresas para las que trabajan.

Dicho todo lo cual, y siguiendo el esquema antes utilizado, me permitirá el lector unos comentarios relativos a los desajustes que se observan en el capital humano y en el desarrollo del stock en España, resumiendo dos apartados del tercer capítulo –titulado «Crecimiento y reasignación de recursos de la economía española»– del Informe Anual 2014 del Banco de España. Después de referirse al funcionamiento del mercado de trabajo y las barreras a la reasignación de recursos como factores explicativos de la persistencia de un alto nivel de paro, afirma el Informe que su reducción depende crucialmente del capital humano de las personas demandantes de empleo, y resume a continuación una serie de factores que explican tal afirmación: desajuste educativo entre la oferta y la demanda de trabajo; mayores dificultades de los trabajadores menos cualificados tanto para mantener como para encontrar nuevos empleos; y la imperiosa necesidad de incrementar el nivel de estudios de la población y mejorar su calidad. En cuanto a la capitalización tecnológica de nuestra economía, asegura que es reducida y está estrechamente relacionada con la formación relativa de nuestros trabajadores y el excesivo peso de las empresas de tamaño reducido.

Analizados los mecanismos mediante los cuales se originan las desigualdades, Piketty pone el broche final a su ensayo definiendo en el cuarto capítulo las herramientas de redistribución apropiadas. Y lo hace afirmando que la idónea es la redistribución fiscal por cuanto permite, mediante gravámenes y transferencias, corregir la desigualdad de las rentas provocada por la desigualdad de las «dotaciones iniciales» y, simultáneamente, respeta el papel distribuidor del sistema de precios. Lástima que no precise qué debemos entender por dotaciones iniciales: ¿el coeficiente de inteligencia, la formación educativa, la fortuna familiar, un matrimonio afortunado? A ello se añade que deja pendiente en un primer momento una interrogante capital –¿es esa redistribución fiscal la herramienta más eficaz?–, al tiempo que se nos advierte que los comentarios a tales cuestiones se referirán a rentas del trabajo.

No creo necesario entretener al lector con todos los detalles ofrecidos sobre las razones por las cuales un sistema fiscal progresivo no acaba de ser un instrumento de redistribución justa, entendiendo por tal aquella «que hace progresar lo más posible las oportunidades y condiciones de vida de los individuos menos favorecidos» (p. 150), una definición que exhala un perfume rawlsiano innegable. Pero, al intentar aclarar qué es un «individuo desfavorecido», acaba por confesar disimuladamente que la redistribución a ultranza puede originar efectos desmotivadores.

Ello da pie a entrar en consideraciones relativas a las redistribuciones eficaces, es decir, a aquellas tendentes a evitar el «despilfarro de recursos humanos que podrían utilizarse mejor en beneficio de todos» (p. 161), abriendo así paso a un ancho patio en el que cabe desde la educación hasta la intervención directa en el funcionamiento del mercado de trabajo, sin olvidar el salario mínimo, la puesta en práctica de políticas keynesianas de fomento de la demanda, las pensiones no contributivas, la renta mínima de inserción o la extensión de las redes de la Seguridad Social (desempleo, salud, jubilación), cuestión esta que permite al autor exhibir sus credenciales radicales cuando afirma que quienes han percibido salarios más bajos tienen un expectativa de vida «notoriamente más corta que quienes perciben salarios más altos, por lo cual las jubilaciones efectúan una redistribución al revés […] ya que una parte importante de las cargas de los obreros financian las jubilaciones de los ejecutivos» ( p. 167). Dicho lo cual, Piketty acaba advirtiendo a los navegantes que «es improductivo justificar cualquier redistribución mediante la esperanza de una redistribución eficaz que podría resolverlo todo al mismo tiempo». ¡Ciento setenta y una páginas para llegar a esta afirmación!

El libro ahora reseñado fue escrito en 1997, si bien en 2014 se nos asegura que fue actualizado, permitiendo al autor manejar nuevos datos incluidos en su World Top Incomes Database y en su libro El capital en el siglo XXI. No obstante lo cual, sus tajantes conclusiones siguieron impermeables a la evolución de las estructuras impositivas de los grandes países occidentales a lo largo de las dos últimas décadas del pasado siglo y la primera del actual. El decimocuarto capítulo de su libro más reciente, titulado engañosamente «Repensar el impuesto progresivo sobre el ingreso»Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI, trad. de Francisco J. Ramos y Ana Escartín, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 2014., corrobora que en muy poco o nada ha cambiado. Repasemos, para empezar, algunas cifras.

Según datos de la OCDE, recopiladas por Vito Tanzi, un reputado especialista en cuestiones de finanzas públicas, el total de ingresos impositivos en relación con el respectivo PIB en 1975 y 2007 creció en promedio para todos los países de la Organización en cinco puntos porcentuales: en España en 18,8; 17,9 en Italia; 10 en Dinamarca; 8,2 en Francia; 2,7 en Estados Unidos; 1,9 en Alemania y únicamente se redujo en Holanda, donde pasó de 40,7 a 38. Como se comprueba, no todo fueron alegrías para los contribuyentes, algo que corrobora el repaso de las «cuñas fiscales» en 2007, es decir, la medida en que los impuestos reducen en porcentaje la capacidad de los asalariados para gastar sus ingresos antes de impuestos, empezando por España, con un 48,2; inferior a las de Alemania, Francia, Italia o Suecia, que oscilan entre el 63 y el 51, pero superior a las de Canadá, Portugal, Reino Unido y Suiza. Si nos fijamos, por último, en las principales categorías fiscales y su evolución entre 1995 y 2006 en los países de la OCDE, constataremos que el IRPF pasó de representar un 27% del total de los ingresos fiscales al 25%, mientras que la aportación del impuesto de sociedades se incrementaba en tres puntos porcentuales –del 8 al 11%– y las contribuciones a la Seguridad Social crecieron un punto, tanto las pagadas por los trabajadores como las que corren a cargo de las empresas, incremento idéntico al registrado por los impuestos generales sobre el consumo.

Estas cifras –y otras que no reproduzco para no cansar al lector– reflejan un panorama algo más complejo que la visión maniquea de Piketty. Está claro que en aquellos años comenzó a ponerse en cuestión el enfoque progresivo en los impuestos personales sobre la renta por razones muy diversas: la constatación del fraude fiscal y las actividades «sumergidas» debidas a los elevados tipos impositivos; el número creciente de contribuyentes que percibían todos sus ingresos, o parte de ellos, de fuentes exteriores a sus países o el amplio abanico de circunstancias que, de mantenerse una progresividad elevada, originaba efectos desincentivadores en la participación en el trabajo (segundos perceptores de renta en la misma unidad familiar, elección de actividades, propensión al ahorro o elección de activos en los cuales invertir). A ello se unía el hecho de que la equidad demandaba incorporar las rentas del capital en la imposición de las rentas del trabajo, de forma que esa estructura dual fuese equiparando los tipos de ambas rentas.

El impuesto de sociedades cuenta, paradójicamente, con escasas simpatías, tanto entre los economistas de la posición de izquierdas, tipo Piketty, como entre los liberales de derecha, por emplear la terminología de nuestro autor: los primeros, por sospechar que su escasa capacidad contributiva se debe a su facilidad para canalizar la elusión fiscal, mientras que los segundos apuntan a su impacto negativo sobre el crecimiento económico. Otro capítulo controvertido es el de la imposición sobre la propiedad, que Piketty apoyó como herramienta para alcanzar propósitos redistributivos. Pero ya sea por las controversias relativas a la justificación del impuesto de sucesiones, o por la pérdida de relevancia del de patrimonio, el caso es que los gravámenes sobre la riqueza se han concentrado en el impuesto sobre la propiedad. Desconozco si Piketty ha leído el informe que redactó en 2010 un grupo de distinguidos fiscalistas encabezado por Sir James Mirrlees, premio Nobel y difusor de la moderna teoría de la imposición óptima. Sus numerosas recomendaciones pueden resumirse en los siguientes mandamientos para consolidar un buen sistema fiscal: este debe ser progresivo, no discriminar entre los ingresos obtenidos, sea cual sea su modalidad, y caracterizarse por su sencillez.

Esas recomendaciones, en caso de que las conozca, no parecen haber hecho mella en Piketty. Sus vacilaciones entre política fiscal e intervención directa del Estado como herramientas distributivas para combatir la desigualdad quedan perfectamente reflejadas en el entusiasmo que inspira su reseña del reciente libro del economista inglés Anthony B. Atkinson, a la que ya se ha aludido al comienzo de este escrito y que entiende como un abandono del terreno de la investigación académica para entrar «en el ámbito de la acción y la intervención pública». Dicho esto, pienso que lo mejor es ofrecer al lector un resumen tanto de cuáles son las metas a las que pretende llegarse con este «nuevo reformismo radical» y cuáles los instrumentos para conseguirlo. Comienzo por las metas:

1) Asegurar a todos unos beneficios familiares mínimos, elevar las pensiones de jubilación, así como las no contributivas, y potenciar el sistema sanitario público.

2) Garantizar empleo con un salario mínimo en el sector público a los parados.

3) Democratizar el acceso a la vivienda.

4) Dotar a todos los jóvenes que cumplan los dieciocho años con un capital a modo de herencia.

5) Transformar el funcionamiento de los mercados de trabajo y de capital, introduciendo nuevos derechos para quienes ahora tienen menos.

6) Regular los cambios tecnológicos y democratizar el acceso al capital, uno de cuyos pilares consistiría en la implantación de un programa de ahorro que garantizase a cada partícipe una rentabilidad de su capital, siempre que este no superase un importe prefijado.

Paso ahora a indicar cómo, según Atkinson, se aseguraría la materialización de esta moderna visión del milagro de los panes y los peces que Piketty, en su tarea de reseñista, bautiza como «democracia participativa» y que en su libro sobre el capital calificó de «Estado social»:

1) Elevando los tipos impositivos a las rentas del trabajo superiores a las 100.000,-libras esterlinas (ca. 139.000 €) hasta el 55%, y hasta el 65% a aquellas que sobrepasen las 200.000 libras esterlinas (ca. 278.000 €).

2) Subiendo los impuestos que gravan la propiedad inmobiliaria, el patrimonio y el impuesto de sucesiones mediante una progresividad que, en el caso de las grandes herencias, llegaría al 65%.

3) Estableciendo un impuesto mínimo sobre las empresas multinacionales y gravando los beneficios de las mismas, todo ello ligado a la creación de un registro universal –o, al menos, euroamericano– de activos financieros.

4) Propone crear, asimismo, una «Autoridad Fiscal Mundial».

El lector juzgará por sí mismo en qué género literario inscribir estas reflexiones y si es probable confiar en que el Partido Laborista inglés gane las próximas elecciones con un programa que incluya parte de esas propuestas, o si, por el contrario, estamos ante lo que uno de nuestros grandes poetas del Siglo de Oro describiría como «haciendo torres sobre tierna arena». A este respecto, hace pocos meses, el Partido Laborista ha elegido a su nuevo líder, Jeremy Corbyn, cuyo programa no le anda a la zaga al conjunto de las propuestas de Anthony B. Atkinson, pero que introduce una vuelta de tuerca más en la orientación radical que caracterizaba las ideas del académico, a saber: la creación de una institución financiera pública –Banco Nacional de Inversiones, parece que sería su nombre– que, financiada por el Banco de Inglaterra mediante la compra de los bonos por aquél emitidos, permitiría invertir en vivienda, infraestructuras, tecnología y energías verdes, sosteniendo así el empleo. Claro es que esta nueva versión de lo que los bancos centrales han venido practicando para combatir la crisis y la deflación podría traducirse en una modalidad de expansión cuantitativa que, para empezar, anularía la autonomía del banco central y la eficacia de su política monetaria y, en segundo lugar, impulsaría posiblemente la inflación más de lo deseable y elevaría los tipos de interés, algo que no resultaría favorable para los votantes laboristas.

4. ¿Cómo puede medirse la riqueza?

En el libro ahora reseñado, las referencias al capital son escasas y las cifras a él referidas se presentan frecuentemente rodeadas de una ambigüedad terminológica que prefiero considerar debida a ligerezas de redacción, cuando no a crasos errores de traducción, como el ya mencionado a propósito de unas «ganancias del capital» que, en realidad, son «rentas del capital» (página 63 de la versión española). Por ser más concreto, en el capítulo 1, la Tabla 1 es un buen ejemplo de esa ambigüedad a la cual acabo de referirme, pues entre los distintos tipos de rentas percibidos por los hogares en Francia se cita, además de los salarios , el «patrimonio», cuando debería decir rentas generadas en el proceso de producción para evitar confusiones al lector, sobre todo porque todo el capítulo está dedicado a resaltar las desigualdades, tanto en Francia como en otros países de la OCDE, precisamente de salarios y otras rentas. El segundo capítulo incluye un análisis de la parte del capital en la renta total (Tabla 8) sin precisar cifras, salvo las referencias a la proporción del capital en el valor agregado de Estados Unidos, Francia y Reino Unido, incurriendo de nuevo en la misma ambigüedad, mientras que en la Tabla 9 pretende informarnos de la parte del capital en el valor agregado de las empresas cuando, se supone, a lo que quiere referirse, de nuevo, es a las rentas de la propiedad. Y en el resto del libro no encontrará el lector cifra alguna precisa sobre el capital stricto sensu. Aventuro que, al ocuparse Piketty de las desigualdades, su foco se posó en lo que parecía más evidente y sobre lo cual había un abanico más amplio de cifras que sustentasen su diagnóstico, es decir, las rentas y, especialmente, las provenientes del trabajo. En un estadio posterior dirigió su atención hacia la riqueza, como demuestran una serie de artículos y libros, propios y en colaboración con otros colegas, publicados en los doce o trece primeros años del siglo actual.

El hecho es que ese cambio de rumbo se declara abiertamente en su libro más famoso, El capital en el siglo XXI, y queda perfectamente resumido en su «Conclusión» con estas palabras:

La evolución dinámica de una economía de mercado y de propiedad privada que es abandonada a sí misma contiene en su base fuerzas de convergencia […] pero también poderosas fuerzas de divergencia […]. La principal fuerza desestabilizadora se vincula con el hecho de que la tasa de rendimiento privado del capital r puede ser significativa y duraderamente más alta que la tasa de crecimiento de la renta y la producción g []. La desigualdad r > g implica que la recapitalización de los patrimonios procedentes del pasado será más rápida que el ritmo de crecimiento de la producción y los salarios. Esta desigualdad expresa una contradicción lógica fundamentalIbídem, p. 643..

No es mi intención, ni mucho menos, entrar en el análisis del libro, tarea que en su día llevó a cabo brillantemente Francisco Cabrillo en el ya citado ensayo publicado en esta misma revista. Más bien intentaré resumir algunas dudas que plantean las cifras utilizadas por nuestro autor en su libro para resumir el concepto de riqueza. Para ello he seguido el consejo del autor, adentrándome en el anexo técnico piketty.pse.ens.fr/capital21c que pone a disposición de los interesados y, más concretamente, en el artículo que en 2013 publicó con su colega Gabriel Zucman. En él se encuentra un extraordinario banco de datos que incluye los más relevantes de los ocho grandes países utilizados en su libro (Estados Unidos, Reino Unido, Alemania, Francia, Italia, Japón, Canadá y Australia), más los de España, finalmente no utilizados por razones que enseguida comentaré. Pero, antes de entrar en la discusión de los datos de nuestro país, avanzaré unas observaciones respecto a los datos de esos ocho países. Según nos informan Piketty y Zucman, «somos capaces de hacer remontar nuestro análisis hasta 1700” (la cursiva es mía) en cuatro países: Francia, Reino Unido, Alemania y Estados Unidos. En el caso francés, utilizaron balances publicados en 1695 y 1707 por autores de la época, mientras que en el del vecino al otro lado del Canal los datos estaban recogidos también en balances de 1664 y 1696. Por el contrario, las fuentes alemanas y estadounidenses son estimaciones, que parten de 1913 y 1915, respectivamente. Todo ello muy lógico si recordamos que Francia y el Reino Unido son dos viejos reinos que contaron pronto con administraciones centralizadas; sin embargo, Estados Unidos se convirtió en un Estado confederal a raíz de la Paz de Versalles (1783) y Alemania, dejando atrás la Confederación de Alemania del Norte (1866) organizada por Prusia y su primer ministro, Bismarck, se unificó como un imperio en Versalles (1871). Las fuentes estadísticas de los otro cuatro países son posteriores. Ni que decir tiene que las dificultades que han debido de superar esos dos autores habrán sido ingentes y, sin duda, merecen un reconocimiento por haber sido capaces de reconstruir una masa de series estadísticas como la que manejan en sus trabajos, aunque una frase en la página 32 de El capital en el siglo XXI pudiera hacer pensar que las series españolas son fruto del esfuerzo de otro investigador amigo. Pero volvamos al caso español.

Los datos de nuestro país se recogen en el trabajo de Piketty y Zucman en cinco cuadros con dos fechas iniciales en función de los cuadros: desde 1966 o 1970 hasta 2010. Examinemos de entrada las razones aducidas por los autores para no incluir nuestros datos en el grupo de los ocho países seleccionados: carencia de balances oficiales integrados y menor calidad en lo referente a la riqueza que los de los ocho restantes, y ausencia de datos sobre activos reales que no sean los de viviendas de los particulares. Ello les llevó a utilizar los balances financieros y las estimaciones oficiales del valor de mercado de las viviendas «compilados por el Banco de España», así como las series, publicadas también por nuestro banco central, de la relación entre «riqueza total de los hogares. Ratio sobre PIB». A pesar de estas carencias, fueron capaces de construir una serie de renta nacional, en millardos de euros corrientes, desde 1970 hasta 2010, y de riqueza privada, desde 1987 hasta 2010, que son las que nos interesan en este texto. ¿Qué puede decirse tanto de esas cifras como de sus fuentes?

Cierto es que no contamos todavía en nuestro país con unos balances oficiales integrados de riqueza financiera y real (viviendas y otras construcciones privadas), pero no lo es menos que sí es posible prepararlos utilizando estimaciones elaboradas por organizaciones especializadas de carácter privado, de las cuales me ocuparé enseguida, amén de datos oficiales de origen fiscal. Y, dicho sea de paso, difícilmente se comprende a qué espera el Instituto Nacional de Estadística para, utilizando las estimaciones tanto del Banco de España en cuanto a las de carácter financiero se refiere, y las múltiples existentes sobre activos reales realizadas por entidades y expertos privados, calcular por fin series oficiales de riqueza en España. Esa ausencia lleva a que se desdeñe lo existente y se afirme, como hacen Piketty y Zucman, que son de «menor calidad que las de los ocho países incluidos en nuestro banco de datos», algo que resulta, cuando menos, discutible. A ello se añade que no se indican las fuentes utilizadas para construir sus cifras de renta nacional, riqueza nacional, población, mayores de veinte años y población empleada, aun cuando no es difícil identificarlas, y además no están actualizadas ni en el caso de la renta nacional ni en las referentes a la población. Tampoco se indica de dónde han obtenido la relación entre «Riqueza total de los hogares/PIB», que atribuyen al Banco de España, pues este no publica oficialmente ese indicador ni elabora cifras oficiales del valor de mercado de las viviendas privadas; quizá las hayan tomado de algún trabajo realizado por un economista de entre su amplio elenco de expertos del Servicio de EstudiosLa casi totalidad de los estudios realizados y publicados por los economistas del Servicio de Estudios del Banco de España se centran en estimaciones del crecimiento potencial de la economía española y utilizan bases de datos como la EU-KLEMS y la AMECO, de la Comisión Europea, que no son útiles para los cálculos de la riqueza privada que a Piketty parecen interesarle. También publica el Banco una Síntesis de indicadores recogiendo indicadores estructurales de nuestra economía y de la Unión Europea. Curiosamente, Piketty y su colaborador especializado en datos españoles parecen haber ignorado dos series de trabajos muy serios y que hubieran sido de gran utilidad para sus propósitos: los del Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas y los de la Fundación de las Cajas de Ahorros (FUNCAS), a los que me refiero enseguida en el texto.. Hechas estas advertencias, es hora de pasar a las cifras ofrecidas por ambos economistas franceses.

Las referencias al capital son escasas y las cifras a él referidas se presentan frecuentemente rodeadas de una ambigüedad terminológica

Las series de renta y riqueza para los veinticuatro años comprendidos entre 1987 y 2010 encajan perfectamente en sus tesis: es decir, que la relación riqueza/renta oscila entre seis y siete veces. Sus estimaciones para España indican que la década de los ochenta del pasado siglo muestra que la riqueza es casi cuatro veces superior a la renta, oscilando entre 4,3 y 4,6 en la década final del siglo, mientras que en el actual comienza a crecer, alcanzando la cota de casi ocho veces en los años (2007-2009) de la gran depresión de la que actualmente estamos saliendo. Añaden ambos autores una afirmación un tanto críptica: a saber, que ellos subestiman esa relación, «y el Banco de España también, porque no existen otros datos de activos reales que no sean los referentes a las viviendas de los individuos». Ello indica de nuevo que no se han tomado la molestia de buscarlos y, además, que atribuyen al banco central algo que oficialmente este jamás ha anunciado, a no ser, repito, que se valgan como tal de alguna afirmación incluida en documentos escritos por algunos de sus economistas e incluidos en el amplio abanico de sus publicaciones.

Dejo a un lado momentáneamente al celebrado autor francés y paso a hacer un breve repaso a la existencia de diversas fuentes que pueden utilizarse para estimar la riqueza en España y que el citado académico ha dejado de lado. Ya he mencionado antes la publicación Encuesta Financiera de la Familias (EFF), realizada por el Banco de España. Se trata de una encuesta amplísima, efectuada con la colaboración del Instituto Nacional de Estadística y la Agencia Tributaria, y que relaciona las rentas, los activos, las deudas y el gasto de cada unidad familiar a lo largo de un período de diez años (2001-2011), lo cual permite analizar el comportamiento de la renta, la riqueza y el consumo de nuestros hogares. Antes he utilizado sus resultados para intentar precisar las desigualdades de renta en España al hilo de los datos ofrecidos para Francia en 2000 por Thomas Piketty. Ahora voy a comentar los referentes a la riqueza neta. Según las EFF para los años 2001, 2005, 2007 y 2011, la riqueza media de los hogares españoles fue de 181.500, 296.400, 304.900 y 266.700 €, respectivamente. Las desigualdades que indican esas cifras españolas son mayores que las encontradas para el año 2000 por Piketty para Francia en lo que a los salarios se refiere –las cifras que actualmente ofrece el Institut national de la statistique et des études économiques indican también desigualdades menores incluso en fechas más próximas, como el año 2010–, pero no para las rentas. En el primero de esos cuatro años citados (2001), el percentil de renta más bajo (menos de 20.000 € de renta) tenía una riqueza valorada en 86.100 € y el percentil más alto (rentas superiores a los 90.000 €) gozaba de una riqueza media de 508.000 €. En 2007, el año en el cual la riqueza media de los hogares españoles alcanzó el máximo de las cuatro encuestas realizadas, el percentil con renta más baja tenía una riqueza cifrada en 149.200 € y el percentil superior reunía activos valorados en casi un millón de euros: 919.800 € exactamente. Es decir, la desigualdad, medida por la diferencia entre la renta más alta y la más baja en Francia, que era de 13,3 veces en el año 2000, según los datos del autor, no difiere en mucho, como ya se ha señalado antes al comentar las datos de desigualdad ofrecidos por el autor en su primer capítulo, de la observada en las cuatro fechas para las cuales contamos con datos para España.

Volvamos ahora a las fuentes de valoración de la riqueza de los hogares españoles. Existen también cifras de carácter oficial indicativas de la riqueza, como las derivadas del Impuesto del Patrimonio publicadas por la Agencia Tributaria, pero presentan serias limitaciones: la primera, que a partir de 2008 se eliminó la obligación formal de presentar declaración, interrumpiéndose la elaboración de esta estadística hasta 2011, año en el cual el Real Decreto-ley 13/ 2011 restableció temporalmente la obligación de declarar; la segunda, que, al igual que en las declaraciones de la renta personal, no están incluidas las cifras del País Vasco y de Navarra. En todo caso, las cifras que arrojan las estadísticas de la Agencia Tributaria abarcan los períodos 2003-2007 y 2011-2013, y su cuantía es muy reducida, de tal modo que no cabe calificarlas como una aproximación a la riqueza nacional. Todo lo anterior lleva a la confección de estimaciones basadas en fuentes oficiales y en estudios privados, como veremos a continuación.

El Banco de España publica una serie de Cuentas Financieras de la Economía Española Hasta 1982, el Informe Anual venía acompañado de un «Apéndice Estadístico» que no incluía balances sectorizados y, por tanto, carecía de información relativa a la riqueza de las familias. El año siguiente se publicó un balance que englobaba «Empresas no financieras y Familias» y en 1991 aparecen por primera vez las Cuentas Financieras de la Economía Española (1981-1990), que siguen sin facilitar datos exclusivos de las familias. Será en el año 2000 cuando aparecerán por fin balances de los activos financieros de los hogares en una serie que comienza en 1994 y continua hasta hoy. desde 1970, de forma que contamos con una fuente oficial que refleja la riqueza financiera de las familias españolas y, desde 2004, con las citadas EFF, en las que figura que, según la encuesta de 2011, el total de los activos financieros de los hogares es del 15,4% de su stock de capital (o que el total de los activos reales de los hogares supone el 84,6% de su stock de capital), lo cual acaso le haya servido al autor, o a sus colaboradores, para estimar lo que califica de «riqueza privada». A todo ello cabe añadir que la EFF detalla también la estructura de esos activos financieros. Para los activos reales, las cifras más completas que yo conozco provienen de los trabajos realizados por la Fundación BBVA y el Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas, pues facilitan series históricas del stock de viviendas y otras construcciones privadas desde el año 2000 hasta 2009 y 2010Matilde Ivars, Francisco Pérez García y Ezequiel Uriel Jiménez (dirs.), El stock y los servicios de capital en España y su distribución territorial (1964-2005): nueva metodología, Bilbao, Fundación BBVA, 2007; Ezequiel Uriel Jiménez (dir.), El stock de capital en viviendas y su distribución territorial (1990-2007), Bilbao, Fundación BBVA, 2009; José Manuel Naredo y Óscar Carpintero, «El balance nacional de la economía española, 1984-2000»; José Manuel Naredo, Óscar Carpintero y Carmen Marcos, «Patrimonio Inmobiliario y balance nacional de la economía española (1991-2004)»; José Manuel Naredo, Óscar Carpintero y Carmen Marcos, «Patrimonio inmobiliario y balance nacional de la economía española (1995-2007)». Un dato curioso: según las estimaciones de Naredo y sus colegas en esta última publicación, la riqueza neta española en 2006 suponía el 72,5% de la francesa, pero superaba en casi un 30% la del Reino Unido, en parte porque la valoración de nuestro parque de viviendas era mayor que la cifrada para este último colega de la Unión Europea.. Es decir, las cifras de activos financieros obtenidas por el Banco de España y las de viviendas y otras construcciones privadas del Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas o de FUNCAS permiten obtener estimaciones de la riqueza privada para contrastar con las manejadas por los dos investigadores galos.

Lo primero que se observa es que las cifras de Renta Nacional de Piketty no están actualizadas y que, para el período 2000-2010, son sistemáticamente inferiores a las publicadas por el Instituto Nacional de Estadística. A ello se añade que, si comparamos cifras de riqueza, las de Piketty resultan ser menores que las obtenidas sumando las de activos financieros del Banco de España y las de vivienda ya sean las del Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas o las de la FUNCAS. En este primer caso, las diferencias oscilan entre los 162 y los 286 millardos de euros para el quinquenio 2000-2004 y los 27 y los 117 millardos de euros en el sexenio que separa 2005 de 2011. Son algo mayores respecto a las publicadas por FUNCAS, ya que para los años 2000 a 2007, último calculado en este estudio, habría que añadir a las diferencias antes citadas un promedio anual del orden de los 50 a los 90 millardos. Repárese que en este contraste no se ha incluido la riqueza materializada en «Otras Construcciones», cuyas cifras –calculadas también por el Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas– para el período 2000-2009– ascienden en promedio a algo más de 1.160 millardos de euros, ampliando, por tanto, la subestimación de la riqueza privada implícita en los cálculos de Piketty y su colega en este apartado. Si nos fijamos en las estimaciones de FUNCAS, las diferencias se amplían, pues habría que añadir para el período 2000-2007 un promedio anual de unos 64 millardos de euros.

Paradójicamente, ello reforzaría sus tesis sobre la acumulación creciente del capital a lo largo del tiempo y sobre el aumento de lo que él denomina «coeficiente beta», o relación entre la riqueza y la renta nacional, un indicador utilizado por los economistas estadounidenses Evsey Domar y Robert Solow, quienes, junto al inglés Roy Harrod, formularon líneas de investigación pioneras en el campo del crecimiento económico a largo plazo y relacionaron la tasa de rentabilidad del capital y la del crecimiento del producto: la expresión r > g antes mencionada. En concreto, y utilizando el concepto más amplio de riqueza durante la primera década del nuevo siglo, la relación riqueza/renta oscilaría en España entre casi 6,5 y casi 12 veces más, según se atienda a la serie construida con datos del Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas o con datos de FUNCAS. Ahora bien, es preciso hacer algunas advertencias: primera, las estimaciones de la riqueza están muy influidas por las valoraciones de ciertos activos financieros –acciones, principalmente– y de la vivienda, debidas tanto a decisiones administrativas como a ciclos de su peculiar mercado. La segunda cautela proviene de las estimaciones del propio autor sobre la riqueza de las ocho grandes economías manejadas primero en su trabajo con Zucman y después en su último libro, ya que, si se descompone la tasa de crecimiento de la riqueza, en todas ellas ese crecimiento es debido en mayor medida al ahorro que a las ganancias de capital. Y es que, en promedio, el primero de esos factores supera al segundo en una proporción de tres a uno.

En resumen, la lección más relevante a los efectos de esta reseña es que debemos interpretar con sumo cuidado afirmaciones rotundas basadas en cifras obtenidas en ocasiones de forma apresurada, algo en cierto modo comprensible por las dificultades que siempre encierra obtener series estadísticas para períodos pasados amplios y para países cuyas fuentes estadísticas contienen peculiaridades no fáciles de percibir a simple vista.

5. A modo de resumen

Las cuestiones de la desigualdad y la redistribución de la riqueza no sólo están «en el centro del conflicto político», como bien señala Piketty en la Introducción del libro aquí reseñado: desde hace siglos concitan también la atención de filósofos sociales, economistas, artistas de toda clase y literatos en particular, y nuestro autor encuentra en las obras de estos últimos un frondoso jardín en el cual espigar antecedentes para sus tesis. Justamente, como preparación a su ataque a esa injusta acumulación de riquezas que pretende ser El capital en el siglo XXI, es donde residía el posible interés de la lectura de una obra mucho más breve –183 páginas frente a 663, en sus respectivas versiones en español–, pero que presenta, como las aperturas en las partidas de ajedrez, la justificación estadística y las bases doctrinales de sus propuestas para dar jaque a una riqueza tan escandalosamente concentrada en la actualidad.

Para ello Piketty acomete primero la tarea de desmenuzar con todo detalle las desigualdades observadas en la relación capital/trabajo –injustamente escorada hacia el primero–, al igual que entre las obtenidas mediante el trabajo. Utiliza para ello estadísticas de su país (Francia) y de las cuatro o cinco grandes economías de la OCDE, así como las generales de esta organización. Por último, detalla las que califica de «herramientas» que permitirían corregir esas desigualdades y favorecer una mejor redistribución de las rentas, ya sean de carácter fiscal, ya consistan en intervenciones directas de los poderes públicos en los engranajes que aseguran el funcionamiento de las economías de mercado. Todo ello en pos de materializar «una redistribución justa y eficaz de la riqueza», tal y como claramente explicita el subtitulo de su obra.

Coincidiendo en sus propósitos –¡es difícil no hacerlo!–, la lectura del libro deja no pocas dudas. Dudas que comienzan por su tratamiento de los conceptos básicos de la contabilidad nacional –acentuados por los increíbles errores de la traducción al español–, a lo cual se añade la escasa información que, al menos en el caso de España, ofrecen los datos manejados para calcular la riqueza de los hogares en nuestro país y que uno confía en que no hayan aparecido en el caso de otros como Estados Unidos, Francia, Reino Unido, Alemania, Italia, Canadá, Australia y Japón, que constituyen la base sobre la cual se asienta su gran obra, tan admirada, por citar un ejemplo, por el economista turco Dani Rodrik, miembro del consejo asesor de The Review of Economics and Statistics y experto en los problemas estadísticos, que califica como «detalles empíricos cruciales». El autor de esta reseña confiesa carecer de tiempo y cualificación para discutir en detalle todo ese imponente aparato estadístico que, además, se remonta nada menos que a 1700, justo el año en que, el 1 de noviembre, fallecía nuestro desdichado rey Carlos II, pero mantengo serias reservas sobre su exactitud.

El lector que, atraído por el éxito del último libro de Piketty sobre lo que su autor denominó «la dinámica histórica de los ingresos y la riqueza», busque en la obra aquí reseñada tesis nuevas, cifras fiables y reveladoras, o planteamientos originales, se sentirá defraudado. Dejando a un lado el peso muerto de una traducción muy defectuosa –incluso con errores conceptuales inadmisibles–, La economía de las desigualdades sirvió, si acaso, cuando se publicó en 1997 para ponernos sobre la pista de un economista francés de corte radical que documentaba con numerosos datos la retórica poskeynesiana del Estado del bienestar, postulándola como programa para una Ínsula Barataria a la que debía llegarse por todos los medios.

Pero cuando comenzó a demostrarse que la capacidad del Estado como proveedor de un inagotable abanico de servicios sociales se agotaba, Piketty, en compañía de otros colegas, descubrió que la solución radicaba, primero, en criticar una injusta desigualdad entre rentas del trabajo y del capital para, después, denunciar las intolerables diferencias existentes entre las rentas del trabajo más elevadas y las más modestas, aspecto este en el cual sólo los interesados en defender lo indefendible pueden discrepar. Tenía, y tiene, sólidas razones para buena parte de sus denuncias, pero casi ninguna en cuanto a las soluciones que proponía o sigue preconizando, ya que, con seguridad, conducirían a poco más que a una sociedad asentada en la demagogia y con un intervencionismo estatal que se halla muy arraigado entre ciertos intelectuales progresistas franceses, pero que su propia historia ha revelado tremendamente ineficaz, incluso para la materialización de los fines perseguidos. Y es que nunca conviene olvidar que el intento de imponer a toda costa un mundo ideal justo termina siempre en frustraciones y fracasos socialmente costosísimos, porque se olvida que la tarea de los pensadores consiste en aconsejar cómo superar las injusticias existentes sin crear otras nuevas. Es decir, al hilo de las cuestiones centrales del libro en cuestión, aplicar sistemas impositivos progresivos pero no confiscatorios y sin «dotes juveniles» que, en lugar de ser fruto del esfuerzo propio, sean un maná otorgado por un Estado autoritario y supuestamente filantrópicoUna crítica interesante firmada por Paul Collier puede leerse en The Times Literary Supplement..

Me temo, por todo ello, que poco, salvo la decepción, podrá encontrar el lector en un libro que, una vez concluido, te hace preguntarte por la razón de su publicación en español dieciocho años después de haber aparecido en las librerías francesasDebo agradecer a Rafael Álvarez Blanco sus numerosas observaciones a varias cuestiones tratadas en estas líneas, que han ayudado a mejorar mi trabajo y reducir en lo posible sus errores..

Raimundo Ortega es Economista Titulado del Servicios de Estudios del Banco de España y ha sido Director General del Tesoro y Política Financiera, Director General del Banco de España y Presidente del Servicio de Liquidación y Compensación de Valores.

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Corbis-42-43326134

Ficha técnica

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