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Del código genético al código moral. PARTE I: LA ÉTICA COMO ETOLOGÍA

Evolution of the Social Contract

BRIAN SKYRMS

Cambridge University Press, Cambridge, R.U

The Origins of Virtue (Human Instincts and the Evolution of Cooperation)

MATT RIDLEY

Penguin, Middlesex, R.U.

The Moral Animal (The New Science of Evolutionary Psychology)

ROBERT WRIGHT

Abacus, Londres

Unto others

ELLIOT SOBER, D. S. WILSON

Harvard University Press

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PUESTA EN ESCENA

En el mundo occidental de antes de Darwin han existido tradicionalmente dos realidades irreductibles entre sí: lo que es y lo que debe ser. Cualquier intento de expresar la segunda realidad en función de la primera se consideraba falaz (la falacia naturalista). En el mundo creado por Darwin, todavía en fase de exploración, la situación ha ido cambiando puesto que, al día de la fecha, la única indeterminación posible sería la que se deriva del principio de incertidumbre de Heisenberg. En este mundo darwiniano de última hornada, los seres vivos son robots orgánicos, y el mismo hombre no puede pretender ser distinto; su comportamiento, sustentado por instintos limitados pero complementados con una buena dosis de autoconciencia, le convertiría en un robot multiuso.

Los cuatro libros que vamos a comentar representan contribuciones destacadas a esta tesitura, que se ha venido a englobar en el denominado darwinismo social de segunda generación, o también psicología evolucionista, como nueva ciencia que nada tiene que ver con la psicología evolutivaPara una visión tan general como informativa véase Horgan (artículo del Scientific American aparecido en octubre de 1994 y no incluido en la versión en castellano de Investigación y Ciencia). Uno de los teóricos más importantes, de esta supuesta nueva disciplina, es el psicólogo cognitivo Steven Pinker, autor del conocido The Language Instinct (1994, Morrow), y que acaba de publicar How the Mind Works (1998, Allen Lane), donde expone desde su punto de vista, pero en la línea del filósofo de la psicología Daniel Dennett –véase su Darwin's Dangerous Idea (1995, Simon & Schuster) y Other Minds (1996, Basic Books)–, que el hombre no es otra cosa que el resultado de la acción, más o menos aditiva, de su patrimonio genético en un medio determinado. Entre las críticas (excluidas las de sectores religiosos) de, por lo general biólogos de tendencias marxistas (S. J. Gould, Richard Lewontin, Richard Levins), destaca la reciente de Steven Rose en su Lifelines: Biology, Freedom, Determinism (1998, Allen Lane/Penguin Press). Rose dice al respecto del último libro de Pinker: «Una manera de comprender la biología, mejor que la de Pinker, nos ayuda a entender que son verdaderamente los genes, como parte de los procesos dinámicos vivos en los que están incluidos, los que nos hacen ser libres, aunque nosotros no hayamos elegido las circunstancias»(pág. 43 de la recensión del Newscientist, 1998, págs. 42-43, «Maybe I'm a machine»).. De alguna manera, este desarrollo es una acentuación del darwinismo más radical o ultradarwinismo, pues su tesis principal es que el individuo, en general, no actúa por el bien de su especie, como pensaban, por ejemplo, los padres de la etología, Niko Tinbergen, Karl von Frisch y, sobre todo, Konrad LorenzTodos ellos obtuvieron el Premio Nobel de Medicina en 1973, precisamente por organizar esa nueva ciencia del comportamiento.. El individuo no actuaría tampoco por su propio bien, como concluía el mismo DarwinCon la excepción de los insectos sociales, que le supusieron a Darwin un dilema que resolviera apelando al concepto de superorganismo y al de selección familiar (como cuando se selecciona un semental bovino para producción de leche en su descendencia femenina, o un gallo para producción de huevos en su progenie asimismo femenina).y los darwinistas ortodoxos, sino que simplemente sería el instrumento de unidades hereditarias que mantienen su identidad a lo largo de las generaciones. Estas unidades son los replicadores, entendiendo por replicador la parte del genoma que se replica íntegramente de una generación a otra, bien sea un gen definido, una parte de un gen, un grupo de genes o incluso todo el genoma. Y, todavía más, un grupo de individuos puede constituirse en un replicador, siempre y cuando se mantenga una identidad (después de todo, esto es lo que es un cromosoma en el que el sobrecruzamiento sea prácticamente nulo. Véase más adelante).

Wright, Ridley y Skyrms extraen como consecuencia de sus planteamientos una «nueva» ética naturalista derivada, desde luego, de Nietzsche y FreudVéase Deigh, J. (1996): The Sources of Moral Agency: Essays in Moral Psychology and Freudian Theory (Cambridge, Cambridge University Press)., y en última instancia, de Darwin y sus antepasados ideológicos (fundamentalmente Hobbes y Hume, pero también Bernard de Mandeville y Adam Smith, entre bastantes otrosVéase Myers, M. L. (1983): The Soul of Modern Economic Man: Ideas of Self Interest (Thomas Hobbes to Adam Smith). The University of Chicago Press.). Esta ética naturalista se introduce formalmente a mediados de los años sesenta por los biólogos teóricos William HamiltonThe Genetical Evolution of Social Behavior (I y II). Journal of Theoretical Biology (1964), 7, págs. 1-16 y 17-32.y George WilliamsAdaptation and Natural Selection (1966). Princeton University Press.y fue popularizada, una década después, por el mirmecólogo Edward O. Wilson en la obra Sociobiología: La nueva síntesis y, sobre todo, por el etólogo oxoniano Richard Dawkins con El gen egoístaTambién son importantes las contribuciones de Robert Trivers (1985), Social Evolution (Menlo Park), y Richard Alexander (1987), The Biology of Moral Systems (Aldine de Gruyter).. Aunque, dicho sea de sopetón, dicha «ética» no sea más que la ética de lo cotidiano, del «piensa mal y acertarás» que ya legitimara Freud científicamente (a pesar de las críticas consabidas de Popper, Eysenck y otros) en los primeros treinta años de nuestro siglo.

Dawkins, al describir, en su conocido libroThe Selfish Gene (1976, 2.ª ed. 1989, Oxford University Press)., los principios comportamentales que se derivan de la tesis del «gen egoísta» –principios que serían de aplicación a todos los seres vivos, incluido el hombre, claro está–, lo que hace es interpretar las relaciones entre los seres humanos de acuerdo con un sistema ético en que un altruismo sin paliativos no tiene cabida. Dawkins asegura que es mejor enfrentarse a esta desagradable verdad, porque es la única manera de que podamos hacer algo al respecto para conseguir una vida mejor. Dawkins, en fin, sostiene que actuar conscientemente fuera del esquema del gen egoísta es vivir de ilusiones con todas sus nefastas consecuencias (un argumento semejante esgrimen quienes defienden los estudios de las desigualdades de los cocientes de inteligencia entre las «razas» humanas, arguyendo que dichos estudios permitirán proteger mejor a los menos dotados, no exigiéndoles en sus actuaciones la «talla intelectiva» que no pueden darNo deja de ser significativo, en este escenario, destacar ciertos experimentos realizados con grupos distintos de individuos. En unos grupos se fundamentaba la naturaleza egoísta del hombre, mientras que en otros se justificaba la tesis contraria. Se observaba –en el contexto del experimento– que los individuos de los primeros grupos actuaban, después de las lecciones al respecto, de un modo mucho más egocéntrico, en sus relaciones con los demás, que los que de los otros grupos (véase Ridley, op. cit., pág. 146).).

El «paso adelante» respecto a Dawkins, que darían, en teoría, los defensores de la psicología evolucionista, iría en la línea de que ya no es cuestión de enfrentarse a la verdad «del gen egoísta» para instrumentar mejor nuestra realidadDicho «paso adelante» está especialmente acentuado en Ridley y Skyrms. Wright, por su parte, está situado mucho más en la línea de Dawkins.. La única cuestión sería ahora la de asumir esa realidad porque nuestra programación genética no nos permitiría actuar de otra manera.

Así, la selección natural propiciará la supervivencia de los replicadores que, por azar, actúen de la manera más «inteligente» o más «racional». Dicho de un modo menos metafórico –porque la selección natural no propicia nada, sino que es simplemente el resultado del proceso– los replicadores de tendencia más autoprotectiva (egoísta) serán los que mejor sobrevivan, es decir, existirán y se autopromocionarán de un modo automático, se puede decir, en detrimento de sus «congéneres» menos egocéntricos, por selección natural. Para E. Sober y D. S. Wilson, en su reciente y magnífico Unt o others, técnicamente, esa autoprotección es altruista; en un sentido coloquial, empero, sobre la base de una comprensión tradicional del término, la acción sería egoísta.

O sea que, desde la perspectiva de la psicología evolucionista, entre los replicadores habrá una «relación economicista» puesto que existe una oferta de recursos –necesarios para la autorreplicación en cuestión– y una demanda de dichos recursos para llevar a término esa autorreplicación. Dicha relación económica es estudiada por Ridley en general y, en cierto detalle, utilizando la teoría de juegos (ver más adelante), por Skyrms.

ENTRANDO EN MATERIA

La base empírica de dicho sistema ético [independientemente de lo controvertida o sesgada que ésta pueda ser (Sober y S. Wilson, op. cit.)] radica en que los seres humanos, y los seres vivos en general, no favorecen la supervivencia de sus congéneres a no ser que éstos la favorezcan recíprocamente de un modo –al menos– equivalente (altruismo recíproco). Las anomalías aparentes serían que existen, a todas luces, casos de altruismo no recíproco como, por ejemplo, el altruismo aparentemente sin contrapartidas, que los progenitores manifiestan por su descendencia, o los actos de «heroísmo» por la «patria» y actuaciones similares. Dichas anomalías se contrarrestan aduciendo que la selección natural actúa al nivel del replicador (del gen, en el ámbito coloquial), porque éste sería la única unidad orgánica que no se destruye a través de las generaciones sino que, como dice el término (introducido por Dawkins en su obra citada), se replica íntegramente por lo que, lógicamente, es la única entidad sobre la que pueda actuar directamente un proceso de selección natural. En este sentido, el altruismo de los progenitores hacia su descendencia sería sólo aparente; lo que estaría ocurriendo realmente es que los replicadores que se protegen a sí mismos son los que sobreviven más y mejor (es decir, existe una selección natural a favor de los replicadores que se facilitan la existencia entre sí). La misma interpretación tendría, apurando el argumento al límite, que alguien sacrificara su propia vida en aras de sus compatriotas, ya que ese alguien, con su acto heroico, estaría favoreciendo a sus genes afines (los de sus compatriotas) en detrimento de los del enemigo (aunque, se insiste, estrictamente, esto sea altruismo, en un sentido tradicional, en Occidente, es indudable la categorización egoísta de la acción subyacente).

LA HIPOCRESÍA COMO SISTEMA DE VIDA

Para ilustrar su tesis, Wright utiliza como animal experimental al mismo Darwin, en su vida y en su obra, en el marco de la «atmósfera represiva» de la Inglaterra victoriana. El autor sostiene la noción sociobiológica, ya muy trillada, según la cual las propensiones comportamentales del ser humano se fraguaron no sólo en su historia evolutiva remisible a los monos antropoides, y antes aún, sino en las decenas de miles de años que duró su prehistoria (en la que fue cazador-recolector). Así, teniendo en cuenta que la historia del ser humano «civilizado» ha durado unos 10.000 años de nada, todas esas propensiones seguirían ahí prácticamente inalteradas (no habría habido tiempo para un proceso alternativo de selección natural).

Como se viene aduciendo, la idea básica es que cada ser humano tiene que arreglárselas para dar salida a sus propios replicadores (genes) a costa de los de los demás. Pero, para cumplir este cometido, el individuo ha de «asociarse» con alguien de distinto sexo, alguien que tendrá el mismo interés en promocionar sus propios replicadores a costa de su «asociado», por lo que habrá tanto intereses comunes como conflicto de intereses. Para dar más rigor científico a las explicaciones al respecto, los términos emocionales se transforman en términos económicos. Así, por ejemplo, los padres, más que sacrificarse por sus hijos (terminología del citado Williams), lo que hacen es invertir en sus hijos (terminología de Trivers) sus propios genes, por lo que tienen que asegurarse de que la inversión es rentable.

La estrategia de supervivencia que se aplique vendrá en función del contexto social y cultural imperante, ya que el patrimonio genético se expresará de diferente modo según sea dicho contextoEste matiz es importante porque los «genes» nunca se expresan en el vacío, siempre se tienen que manifestar en un medio y, según sea éste, la expresión será distinta (claro está, que podrá haber más o menos flexibilidad genética).. Wright analiza este modelo a lo largo y a lo ancho no sólo de las sociedades humanas, sino en los monos, más o menos antropoides, y en animales alejados filogenéticamente del hombre; porque la política genética es interespecífica y no es privativa de ningún grupo o clase de ser vivo. Volviendo al hombre, la implantación de la monogamia en Occidente por ejemplo, más forzada que otra cosa, habría sido el producto de la dinámica social resultante en una mayor igualdad entre sus constituyentes masculinos. En efecto, para un varón el recurso más preciado es una mujer porque es el único sitio donde puede invertir sus genes. Por lo tanto, si el macho es poderoso en una sociedad no igualitaria «poseerá» todas las hembras posibles, pero a costa de que muchos machos se quedarán sin hembras, esto provocará inestabilidad social que se acrecentará mientras más «igualitaria» sea la sociedad, por lo que en estas condiciones la estrategia monógama será la más rentable para todos. Wright matiza que en la monogamia la que pierde es la mujer, porque la que tiene que resignarse a casarse con un «pobre», en una situación polígama podrá mejorar su situación, o sea que el «pobre» en cuestión se quedaría sin mujer porque la que le estaba destinada habrá ido a engrosar el harén de un hacendado.

Pero, en general, ¿qué razón puede haber para que un individuo ayude desinteresadamente a otro? Simplemente, el ayudarse a sí mismo. Hay que insistir en que en el modelo que nos ocupa, lo que perdura no es el individuo, sino el replicador. Por eso, decir que un individuo ayuda a otro, desinteresadamente o no, tiene un sentido metafórico. Los replicadores que promocionan mejor a sus iguales son los que más se reproducen y mejor desbancan a los demás competidores en el aprovechamiento de los recursos. Un replicador se promocionará a sí mismo si el contenedor (el individuo) que le transporta saca mejor partido de los recursos que los contenedores de replicadores alternativos. Se habla entonces de la eficacia biológica (fitness) del contenedor.

Entonces, otra manera que tiene ese mismo replicador de aumentar y consolidar su representación en el orbe, es ayudar a otros contenedores que tengan copias de él (que tengan al mismo replicador repetido). ¿Y quiénes son estos otros contenedores? Los parientes. Es más, mientras más cercano sea un pariente más alta será la probabilidad de que contenga réplicas del propio replicador en cuestión. Por lo tanto, cuanto más próximo sea el parentesco entre dos contenedores, más ayuda se prestarán éstos entre sí en su supervivencia, es decir, en el aprovechamiento de los recursos que facilitan tanto la reproducción como la misma supervivencia. En el lenguaje metafórico aludido (y si no surgen complicaciones, como se cotejará en seguida) se constatará que un individuo quiere más a su hijo que a su sobrino, más a su hermano que a su primo carnal, etc. Esta circunstancia da pie para introducir el importante concepto de eficacia biológica, no ya del contenedor, sino del replicador mismo. Dicha eficacia biológica, desde el punto de vista del contenedor, se traducirá en una eficacia biológica a nivel familiar. Es la eficacia biológica real (inclusive fitness) del replicador.

Pero si las relaciones familiares son, hasta cierto punto, desinteresadas, las relaciones entre seres humanos de parentesco más bien remoto vuelven a ser tan ajustadas como las conyugales. Así, ¿en qué casos les será rentable a mis replicadores que me lleve bien con mis semejantes? En el caso de que en esa relación produzca un beneficio mayor que si no me relacionara. Y lo mismo vale para los replicadores de mis semejantes, claro está. Es más, el replicador que mejor consiga que su contenedor engañe es el replicador que más recursos recibe de sus semejantes dando menos a cambio. Por añadidura, el replicador que menos se deja engañar es el que mejor detecta el engaño y, por lo tanto, una explotación «indebida». De esta manera, existe una especie de carrera armamentística entre engañar al prójimo y detectar el engaño en el mismo. Una de las consecuencias más interesantes es la aparición del autoengaño: engañar sin saber que se está haciendo, porque así la detección del engaño es mucho más aventurada. Es, en efecto, este autoengaño el que nos va a llevar a los parajes morales (éticos) y cognitivos (epistemológicos) más insospechados.

De este modo, las relaciones entre los seres vivos en general, y entre los seres humanos en particular, son como un juego en el que valen toda clase de trampas siempre que no se detecten. El modelo básico para el estudio de esta situación global se enmarca en el llamado dilema del prisionero. Supóngase que la policía detiene a dos cómplices de un crimen, pero no tiene pruebas contundentes para promover una condena afín al crimen. Los dos prisioneros son aislados. Se les propone, individualmente, que si ninguno de los dos confiesa, la condena –con la evidencia disponible– será de dos años para cada uno. Pero si uno confiesa y el otro no lo hace, al que confiesa se le reduce la pena a un año, y al que no confiesa se le incrementa hasta diez años. Y si ambos confiesan, la pena para ambos será de cinco años. Como ninguno puede estar seguro de que el otro no va a confesar, los dos confiesan y así son condenados a una pena mayor que si ninguno de los dos hubiera confesado. Pero así son las relaciones humanas: los replicadores que han sobrevivido desde tiempos ancestrales son los que colocaban a sus portadores en el peor de los casos, por si las moscas, y éstos superaban la prueba.

Naturalmente, se pueden añadir al modelo todo tipo de complicaciones, de tal manera que se calculan expectativas individuales (esperanzas estadísticas) de ganar para todo tipo de decisión conjunta, que son las decisiones que los seres vivos realizan. Éstos no calculan, pero los replicadores que por azar, a lo larguísimo de la filogénesis, acierten mejor en su estrategia de supervivencia son los que sobrevivirán a expensas de los otros. O sea que el cálculo, a la postre, se lleva a cabo, aunque sea por la cuenta de la vieja. Es decir que se trata de llegar a un comportamiento óptimo que no será ni puramente egoísta ni absolutamente altruista, lo que conduce a un egoísta «inteligente o racional» (Sober y Wilson, op. cit., en su afán de refutar la tesis del gen egoísta, utilizan la concepción absolutizante de que si no se es completamente egoísta, se es altruista, lo que, claramente, desvirtúa el discurso al respecto).

Pero lo que complica las relaciones humanas hasta el paroxismo es la cuestión del status social. En la especie humana, como en todos los seres vivos que viven «en sociedad», los individuos se distribuyen la riqueza con arreglo al poder que ejercen. El que más poder acapara es el que más recursos controla, lo que en época de escasez puede ser crucial para la supervivencia, y la historia del hombre ha sido, y sigue siendo, una historia de escasez. Sólo es una minoría la que se beneficia, y esa minoría tiende a acaparar mucho más de lo que necesita previendo que si vienen tiempos malos, el que no haya ahorrado pudiendo hacerlo se irá a pique (la «cigarra y la hormiga»), igual que quienes nunca han tenido nada. Entonces, ¿por qué a los replicadores cuyos contenedores no tienen poder les compensa seguir en la brecha? ¿Qué estrategia del replicador puede mantener a sus contenedores en una lucha perdida? Simplemente que los seres humanos, cuando nos va mal, lo atribuimos a la mala suerte, mientras que si nos va bien, creemos que es por méritos propios (los estudiantes que salen bien parados de un examen, «aprueban», a los otros, «les suspenden»). Nadie piensa que tiene replicadores de mala calidad que es como decir que el replicador que no se rinde, a pesar de la adversidad, y termina prosperando en la generación x, es un elegido de la selección natural.

De hecho, en esta línea argumental, los desheredados «piensan» que están donde están porque sus semejantes no han jugado limpio a la hora del reparto, y por ello se creen legitimados para conseguir por medio de «actos criminales» lo que los demás obtienen «por las buenas». La moral del perdedor es la de quien ha sido eficazmente engañado por sus semejantes y ha detectado el engaño, por lo que desde su punto de vista ya vale todo. Incluso cuando es cuestión de mala suerte la resignación está de más, porque precisamente el altruismo recíproco debe estar para compensar esa mala suerte: hoy he tenido yo mala suerte, ayúdame porque ése es el trato tácito, mañana puedes tener tú la misma suerte, y el trato es que yo debo estar al quite. Quien rompe el trato se puede esperar lo peor.

Mantener el status o prestigio social de sus portadores es la prioridad más absoluta de los replicadores, porque el status es la llave que abre todas las puertasNo se pueden dejar de recordar las consideraciones de Nietzsche al respecto en Así hablaba Zaratustra (parte II, sección 12) donde el pensador alemán encuentra que en los valores que subrayan el intelecto del hombre, así como su capacidad altruista, sólo existe un ansia de poder incontrolable que se esconde en la retórica del conocimiento y valores de nuestra cultura.. Y es ahí donde el engaño está al rojo vivo. Todo el mundo pretende ser más de lo que es, y cuando pretende ser menos es porque no le conviene atraer la atención de ser un posible competidor que hay que desbancar. O sea, que unas veces prima la soberbia y otras la humildad, según sea el panorama. De manera que tanto mis principios, como mi teoría del conocimiento, sólo serían –de entrada– estrategias para aumentar mi prestigio y disminuir mi vulnerabilidad. A mis replicadores no les interesaría –en primera instancia, al menos, se insiste– la verdad en ninguna de sus apariencias, sino simplemente la supervivencia, sea cualquier la forma que ésta adopte.

Wright se enfrenta también a una serie de anomalías entre las que destaca el suicidio: cuando la pérdida de status llega a unos niveles intolerables, los replicadores le quitan al contenedor de en medio. La explicación sería que la coalición de replicadores existentes en el organismo problemático no funcionaría bien, y por ello primaría destruir al contenedor antes de que perturbe la existencia de sus iguales en otros contenedores donde a los replicadores les iría mejor o al menos estarían aguantando el tipo.

MORALEJAS

Una avería argumental de difícil arreglo se genera cuando uno quiere ponerse por encima de ese cinismo ilustrado expuesto, que es lo que pretende Wright en la última parte de su obra. Como Dawkins, piensa que el conocer nuestros impulsos más recónditos valdría para intentar ser mejores personas en el sentido moral tradicional. Por ejemplo, para Wright, saber que para mejorar nuestro status, nuestros replicadores nos exigen que tratemos mejor a las personas de status por encima del nuestro, y tratemos peor a las que están por debajo (porque el altruismo recíproco sería más rentable en el primer caso que en el segundo), nos puede hacer mejores personas oponiéndonos a los designios tiránicos de dichos replicadores, tratando mejor a «los de abajo» y no exagerando nuestro trato hacia «los de arriba». Aquí hay algo que falla.

En efecto, oponernos a nuestros replicadores, enfrentarnos a nuestra biología sin escrúpulos, como también proponía el gran amigo de Darwin, Thomas Henry Huxley, es algo contradictorio. O bien somos biología y estamos controlados por ella (sea por la acción de replicadores subyacentes, o por otro mecanismo. Mecanismo que puede ser perfectamente una selección entre grupos de la manera que apuntan Sober y Wilson, op. cit.), o bien existe «algo» más que controla a los controladores. Siguiendo la tesis de Dawkins-Wright, la consecuencia inevitable es que ser bueno o ser malo son expresiones metafóricas, como lo son, se recuerda, ser altruista o egoísta. De nuevo, o bien decidimos que no somos otra cosa que propensiones biológicas (interactores repletos de replicadores) que se expresarán de un modo u otro, dependiendo de las circunstancias (del medio), o bien acordamos que «estamos por encima» de esas interacciones genotipomedio y que, a la postre, podemos sacar fuerzas de flaqueza y actuar según normas morales genuinas derivables, como aboga Wright, del utilitarismo de John Stuart Mill y, sobre todo, del de Darwin. No se puede, empero, nadar y guardar la ropa. Wright al final recoge velas.

Una pregunta clave que no se plantea Wright es qué utilidad puede haber tenido para nuestros replicadores el permitirnos desmontar todo el tinglado y descubrir «realmente» lo que somos. Se puede pensar que como ya no existe el medio ancestral donde se fraguó toda la metáfora moral –que ha regido «idealmente» nuestras vidas hasta el Darwin de última hora–, la metáfora está ya de más y se impone una estrategia de supervivencia menos instintiva y más reflexiva. Además, recuérdese que las dos fuerzas principales que regirían nuestras relaciones con los demás serían engañar y detectar el engaño. Pues bien, si un principio moral me está exigiendo que sea altruista, este principio es algo que los demás me estarían imponiendo porque les beneficia a ellos, y me lo estarían imponiendo sin ellos –ni yo– saberlo: ya se sabe, si el que engaña no sabe que engaña, su acción es mucho más eficaz. O sea que si yo –y los demás– por medio de la psicología evolucionista descubrimos la «verdad» de los principios morales, lo que estamos haciendo es detectar ese gran engaño que se ha ido consumando a lo largo de los tiempos. De esta manera, a falta de otras soluciones más gratas, me repliego –nos replegamos– a la racionalización que nos ofrecemos por medio de lo que llamamos psicología evolucionista.

Asimismo, a pesar de los miedos de Wright, esta desaparición de un referente moral supuestamente genuino no va a suponer una hecatombe para nuestras vidas. Todos sabemos de sobra cómo nos comportamos. Todos sabemos que, en general, no devolvemos bien por mal, porque eso sería como premiar al desalmado. De hecho, nuestra sociedad siempre ha sido más o menos abiertamente meritocrática (incluyendo como méritos, el ser beneficiarios del nepotismo o amiguismo, no nos engañemos). Todos sabemos que «de mal nacidos es ser desagradecidos». Todos sabemos que primero están nuestros hijos. Todos sabemos que el cariño más verdadero es el de una madre, por mucho que se nos inculque que «es que llevamos sus genes y, de hecho, somos una inversión muy fuerte para los mismos». Todos sabemos que el «amor ciego» entre dos enamorados, cuando deja de ser ciego, es más un arreglo –todo lo entrañable que se quiera– de intereses recíprocos que otra cosa, arreglo por otra parte complicado a juzgar por las consecuencias que se derivan en numerosos casos (separaciones, divorcios, tolerancias mutuas más o menos tensas y provisionales). ¿Quién se cambiaría por otra persona, sea ésta premio Nobel u oscar de Hollywood, y renunciaría a su propia identidad? Etcétera.

«A Dios rogando y con el mazo dando» o «reza como si Dios existiera y actúa como si no existiera» o «piensa mal y acertarás» o «amigos no hay amigos, el más amigo la da, no hay más amigos que Dios y un duro en la faltriquera», son moralejas que se pierden en la oscuridad de los tiempos y que vienen a decir lo mismo que se racionaliza con la tesis del gen egoísta y queda así legitimado por la biología ortodoxa del momento. Está igualmente claro que, por ejemplo, el hombre creyente lleva siempre una doble vida, no necesariamente en el mal sentido de la palabra: cuando reza, reza y cuando tiene que sobrevivir, sobrevive. Por ejemplo, la madre Teresa, cuando rezaba, rezaba, y cuando cuidaba de los desheredados actuaba como una ATS muy competente, pero ATS al fin, y decir que todo lo hacía «por amor de Dios», desde el punto de vista de un espectador darwiniano, sólo sería una forma de expresarse o, dicho en términos un tanto brutales, su estrategia publicitaria para vender mejor su producto: el «medio» afín a sus replicadores dominantes. Como muy bien señalan Sober y Wilson, una cosa es el egoísmo psicológico y otra el egoísmo explicado evolutivamente; pero, como muy mal consideran estos autores, los dos egoísmos no son de ninguna manera equiparables: lo psicológico siempre es una derivación más o menos enmascarante de lo evolutivo.

¿Qué otra ventaja nos ofrece la psicología evolucionista además de decirnos de otra manera lo que ya sabemos? La ventaja de la ciencia. En efecto, una de las exigencias del ser vivo en general, y del humano en particular, que los teóricos (porque practicantes somos todosDel mismo modo que el burgués gentilhombre escribía en prosa «sin saberlo», todos practicamos la tesis del gen egoísta sin ser enteramente conscientes de ello.) de la psicología evolucionista no explicitan, es que en la prioridad que tienen los replicadores de reproducirse, no sólo es fundamental el status de sus contenedores, y su arma principal, el engaño, sino que por otra parte existe la exigencia de adaptarse a un medio lo más «real» posible, para que el proceso de selección natural pueda llegar a buen término. Una selección natural en un medio «ficticio» puede funcionar más «por casualidad» que por otra razón. Y en el hombre actual, la ciencia es la pretensión más verosímil de actuación en un medio «verdadero»Incluso si aceptamos la tesis clásica puramente instrumentalista de Ernst Mach, de que toda teoría científica no es más que una «memoria técnica» (conjunto de reglas mnemotécnicas), para recordar lo que se debe hacer para facilitar la supervivencia, dicha «memoria» debe ir hilvanada en una narración, o historia, más o menos mítica que facilite el recuerdo al respecto. No importa la forma que se le dé a la «verdad», ya sea mitológica o propiamente científica, sí importa, empero, el fondo (véase Castrodeza, C. –1977– «Tautologies, beliefs and empirical knowledge». The American Naturalist, 111, pág. 394).. En este sentido, todos los seres humanos siempre justificamos nuestras actuaciones en el marco de lo que consideramos como «real», es decir, nos anclamos en una «realidad» vigente.

De manera que la estrategia general que infundiría el replicador a su portador sería: primero hazte con el poder, luego, una vez que controles óptimamente los recursos disponibles frente a tus competidores, dedícate a explorar (estudiar) el medio para asegurar así aún más tu propia supervivencia, es decir «la mía»Aunque, indudablemente, esta separación en el tiempo de las actividades ético-política y epistemológica se hace simplemente a efectos metodológicos; en realidad las búsquedas del poder y del conocimiento estarían inextricablemente imbricadas (véase la obra ya clásica de Michel Foucault, Surveiller et Punir: Naissance de la prison, París, 1975)..

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