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Presidencia en cuarentena

DECISION POINTS

George W. Bush

Crown, Nueva York

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George W. Bush le pregunta al presidente chino Hu Jintao: «¿Qué es lo que no le deja dormir por la noche?». Bush adelanta que a él lo mantiene en vela la posibilidad de otro ataque terrorista contra Estados Unidos. Para Hu Jintao, la máxima preocupación era crear veinticinco millones de puestos de trabajo al año. Así queda entre paréntesis el inicio de siglo, con George W. Bush retroalejándose y China saltándose los paréntesis. Al leer estas primeras reminiscencias de Bush hijo, queda claro tanto que él mismo se sabe en cuarentena como que nunca dejó de compararse con su padre. Hay algo tosco en George W. Bush, pero por lo menos su astucia es innegable. Reconoce los mecanismos instintivos del poder, opera sin un caudal de sutileza y sabe de las flaquezas de la naturaleza humana, es decir, de la política. No hay arabesco ni hondura en Decision Points, pero probablemente sea un libro más honesto de lo que suponen sus críticos. Lo que sí sorprende es la insistencia del excepcionalismo norteamericano en negar el sentido trágico de lo histórico o, al menos, su coexistencia con el absurdo. Es el caso de Afganistán, y no tan solo por el afán de institucionalización democrática que inspiró la corte neoconservadora, de poca presencia en Decision Points, aunque queda constancia de que fue Paul Wolfowitz quien"después del 11-S sugirió emprender acciones de castigo tanto sobre Irak como sobre las cuevas afganas de Al-Qaeda. Desde la aparición de Karzai como salvador hasta la retirada con disimulo de la OTAN, cada episodio corresponde a un error que tiene un correlato histórico escasamente enigmático, dada la perspectiva que proviene de Alejandro, sigue por el fiasco británico y llega a la retirada soviética. En el año 2001, aquella tumba de imperios se había convertido en el tercer país más pobre del mundo. Las tantas solicitaciones indispensables al caer el muro de Berlín habían hecho que Washington abandonase a los afganos a su suerte después de ayudarles en la guerra contra la Unión Soviética.

Irak es una situación distinta y las alusiones explícitas de George W. Bush a la tan comprometedora inexistencia del armamento de destrucción masiva son un argumento de poco peso si se considera a posteriori, pero tiene sentido si no ignoramos que las decisiones se toman con la información que se tiene y no con la que pudiera haberse tenido. Dice Bush Jr. que la naturaleza de la historia es que conocemos las consecuencias de la acción que emprendimos, aunque la inacción también hubiese tenido consecuencias. En aquel momento, Estados y servicios secretos supusieron la existencia de tal arsenal atómico y biológico. Años después, la cosa queda entre hacer balance y dar por prioridad positiva el derrocamiento de Sadam Husein o pensar que el riesgo y el coste eran innecesarios. En realidad, Bush hijo no es muy explicativo al describir el proceso de toma de decisiones ni ahonda mucho más en el análisis de las personalidades implicadas.

Con George W. Bush fueron dos mandatos presidenciales que comenzaron con el engorroso recuento en Florida y tuvieron su punto culminante en el 11-S, con dos guerras, una iniciativa notable en la mejora educativa («No Child Left Behind»), Guantánamo, la reforma de Medicare para la tercera edad, pasando por el desastre de Katrina y la contribución a la lucha contra el sida, hasta llegar a la intervención masiva en el sistema bancario y la industria del automóvil. Quien queda poco favorecido en el relato del rescate financiero es John McCain, entonces candidato republicano en las elecciones presidenciales.

Resulta lógico que el lector atienda especialmente a las páginas de Decision Points que relatan el 11-S desde la perspectiva de quien era entonces comandante en jefe de Estados Unidos, pero el resultado es levemente decepcionante. Ni cuenta nada nuevo, ni cuenta lo sabido con especial interés, como si la personalidad de Bush inevitablemente convirtiera en anodino lo que fue trágico. El relato es apresurado, obvio, digno pero irrelevante, hasta el punto de que ese tono –desafortunadamente– se apodera ya del conjunto de Decision Points, sobrecargándolo de autojustificaciones y reproches a aliados que –como Jacques Chirac– fueron manifiestamente complacientes con Sadam Husein. Dada especialmente la evolución posterior, quizá las referencias al Pakistán de Musharraf se revistan de un valor especial. También la tienen, en los prolegómenos de la intervención militar en Irak, las vicisitudes de la diplomacia coercitiva. Bush hijo tiene in mente el éxito que significó la coalición internacional lograda por su padre cuando Sadam Husein invadió Kuwait. De una parte, aquella diplomacia coercitiva se concibe para congregar al máximo de naciones que impusiera al mandatario iraquí la evidencia de que su incumplimiento de las obligaciones internacionales resultaba inaceptable. Por otro lado, era obligado desarrollar una opción militar creíble para activarla si el régimen de Bagdad seguía incumpliendo los mandatos internacionales y las sanciones consecutivas. Además de Chirac, le falló su buena relación con Putin y tampoco Schroeder –al decir de Bush– se comportó con lealtad. Reaparecen a cada instante la ansiedad y el vértigo en la búsqueda del armamento de destrucción masiva del que Sadam Husein disponía según todos los informes.

Al fin y al cabo, como se pregunta George W. Bush, si no tenía tal armamento, ¿a qué venía por parte de Sadam Husein arriesgarse a una guerra que casi seguramente iba a perder? Entonces chocan dos estrategias: la de quienes han decidido obstaculizar las decisiones de las Naciones Unidas, por un lado, y una Casa Blanca que cree mejor acelerar lo que ve como casi inevitable, por otro. Tras la intervención militar, los cálculos logísticos del Pentágono no fueron los más acertados, ni la responsabilidad del megaembajador Paul Bremer al no sólo descabezar sino también desmantelar las fuerzas de seguridad de Irak, en una prueba más del irrealismo que a veces hace que la política exterior norteamericana convierta el mal menor en mayor. Irak sigue padeciendo hoy un vacío político, con la diferencia notable de que Sadam Husein ya no está allí para practicar el genocidio, la corrupción y la tiranía.

Especialmente cuando riñen el Departamento de Estado de Colin Powell y el Pentágono de Donald Rumsfeld, George W. Bush invoca reiteradamente las múltiples biografías de Lincoln que leyera en aquellos años, hasta que, al final, los dos excepcionales contendientes se retiran. Queda en escena el vicepresidente Dick Cheney, a quien sus críticos presentan siempre como una fuerza sombría, mientras que sus partidarios le dan rango de estadista de «ego» modulable a la sombra del despacho oval. Y es en el verano de 2006 cuando la presidencia de George W. Bush –según él mismo reconoce– pasa por su peor momento, con la violencia omnipresente en Irak, las bajas norteamericanas, los muertos civiles iraquíes y una opinión pública estadounidense que desaprueba la actuación en Irak por un margen de dos a uno. Tampoco tenía puentes de consistencia con la oposición demócrata, al contrario de los consensos con que había actuado como gobernador de Texas. Esta parte quizás algún día la cuente su principal estratega, Karl Rove.

El George W. Bush de principios de 2010 ha pulido las aristas que parecían resaltar mucho más en su doble período presidencial. Esas cosas suelen ser el privilegio de quien cuenta sus memorias políticas, porque generalmente no se escriben y publican para enriquecer los anaqueles de la literatura memorialística. Los políticos no se confiesan, sino que posan con el mejor perfil para los panoramas históricos sin que eso signifique que mientan por método. Más allá de la política, algún día podrá detallarse todo –o gran parte– de lo que se hizo y se hace para parar un segundo ataque de Al-Qaeda contra el mundo libre. Ese ha sido un empeño cuyas dimensiones reales nos son desconocidas y que ha absorbido energías de toda naturaleza hasta extremos casi inconcebibles. Ciertamente, la reacción de George W. Bush en algo contribuyó a que el mundo tuviera nuevos cortafuegos ante la ofensiva de un terrorismo global. Esa es una clave sustancial para quienes vayan a escribir la historia de aquellos años. Con acierto, en Decision Points recuerda la famosa cita de Edmund Burke: «Lo único que se necesita para el triunfo del mal es que los hombres buenos no hagan nada».

Si Decision Points pretendía ser un autorretrato de George hijo, el resultado es un fotomatón unidimensional, carente de trazos en profundidad, a no ser que parta deliberadamente del propósito de reducir al máximo los contrastes de luz y sombra, los matices de ambigüedad que constituyen la materia prima del poder político. Hay algo en el carácter de Bush Jr. que le permite sobreponerse a las asperezas de la existencia política, siempre y cuando sienta la protección de los muros del clan. No hay en el epílogo de Decision Points un programa de futuro para salvar el equilibrio ecológico mundial, intervenir más en foros globales o volcarse en las aportaciones estratégicas frente al terrorismo. Queda ahí la incógnita de un hombre a quien no pocos consideran con más pasado que presente.

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Ficha técnica

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