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Boao o la desazón

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Por debajo de la facundia oficial uno se malicia que la incertidumbre se ha instalado entre los dirigentes chinos. Es, ante todo, incertidumbre económica, pero no es fácil divorciarla de la política. Hace unas semanas, Li Keqiang estuvo en Boao. Li es el primer ministro de China y Boao una ciudad costera en la isla subtropical de Hainan. Su mayor atractivo turístico es una larga lengua de playa –la playa del Cinturón de Jade– rodeada por el mar al este y al oeste, algo así como la Manga del Mar Menor o Miami Beach. En torno a ella ha brotado una amplia colonia vacacional para turistas chinos ricos. En un sitio así, no puede faltar un campo de golf ni un centro de convenciones y, por supuesto, Boao los tiene.

Li no estaba de vacaciones. Desde 2002, Boao se ha convertido en la sede de la conferencia anual del Boao Forum for Asia (BFA), un clon con rasgos asiáticos del foro que el World Economic Forum (WEF) organiza todos los años en Davos. Los rasgos asiáticos le vienen de que se inició a impulsos de algunos gobiernos del continente, no del sector privado. Su meta, dice la literatura oficial, no menos asiática en su uso entusiasta del burocratés, es crear «redes de colaboración entre círculos políticos, empresariales y académicos para impulsar una creciente cooperación entre sus miembros y entre estos y otras entidades». En la práctica, el BFA se ha convertido en un altavoz del Gobierno chino, que suele aprovecharlo a fondo para cantar allí las excelencias de su modelo económico.

Este año, en el centro de convenciones Sofitel, Li tenía un papel algo más complicado: ir haciendo más digerible la píldora de que el crecimiento de la economía china va ralentizándose. Los años dorados de los dos dígitos anuales de subidas se han acabado. Es una evolución a todas luces lógica y los objetivos anunciados por el Gobierno chino para 2014 (un aumento del 7,5% del PIB) son aún altísimos en comparación con los de las grandes economías. Mantener esos objetivos, que le sirven para fundamentar sus expectativas de legitimidad ante el pueblo chino, se ha convertido en un asunto político muy delicado para los comunistas chinos. El año pasado, a su ministro de Hacienda se le ocurrió decir en Washington que un 7% de crecimiento no tendría que ser un suelo berroqueño y, al punto, Xinhua, la agencia oficial de noticias, corrigió la cifra en sus informaciones para reponer en su texto el 7,5% que mandaba la política oficial. Por eso, el discurso de Li en Boao ha dado que hablar. Lo que dijo –«para este año hemos fijado el objetivo de crecimiento económico alrededor del 7,5%. La palabra “alrededor” indica que puede haber oscilaciones en el progreso del PIB»– no era para tanto, pero los medios de comunicación, siempre hambrientos de novedades, se han abalanzado sobre la noticia. Algunos la han usado para hablar de diferencias en el seno del Gobierno entre el ala pragmática de Li y el idealismo de los seguidores de Xi. Pero leer como si fueran un libro abierto noticias tan endebles de lo que pueda estar sucediendo en Zhongnanhai (la sede de los centros de poder chinos) son ganas de hablar por no callar.

En la realidad, las cifras de crecimiento del primer trimestre de 2014 (1,4%) apuntan a una tasa anual del 7,4%. Lo que seguramente está quitándole el sueño a más de un dirigente del Partido es más complicado que esa eventual variación de un 0,1% del PIB. Si Michael Pettis, un profesor de la escuela de negocios Guanghua de la Universidad de Pekín, acierta en su análisis, hay buenas razones para el insomnio. El problema es que la economía china va a desacelerarse mucho más en los próximos años, porque necesita un reequilibrio sustancial, les guste o no a sus dirigentes.

Al chino medio, lo que le preocupa no es el crecimiento de la economía o de la renta per cápita, sino su nivel de vida o, en la jerga de los economistas, su renta disponible: lo que le queda después de pagar sus gastos corrientes. No hay más que darse una vuelta por China, especialmente por las ciudades costeras, para ver que la renta disponible ha crecido rápidamente en las últimas décadas. La estimación más extendida es de un 7% anual, es decir, se ha doblado cada diez años. Ese es el crecimiento que tanto al gerifalte de Zhongnanhai como al chino de la calle, el proverbial señor Zhou, les interesa que se mantenga.

Un aspecto notable del socialismo con características chinas que les llena la boca a sus dirigentes es que ese aumento de la renta disponible, sin embargo, va acompañado de una participación bajísima del consumo privado en el PIB: sólo un 35%, la proporción más baja de las economías más desarrollados del Este asiático, desde Corea y Japón hasta Tailandia y Malasia. Más aún, la proporción del consumo no ha hecho sino descender desde los años noventa. Para que, como dicen quererlo sus dirigentes, el consumo privado en China subiese hasta el 50% del PIB en los próximos diez años (lo que, por cierto, aún le garantizaría un asiento en el furgón de cola asiático), el consumo tendría que exceder al PIB en unos cuatro puntos anuales. Es decir, con un crecimiento anual del 7,5%, el consumo debería subir un 11% cada año, lo que es a todas luces imposible. Para que el consumo se mantuviese en un crecimiento anual del 7%, el PIB debería crecer «sólo» a un ritmo del 3-4%.

Indudablemente, ese parón resulta indigerible para los nuevos mandarines, así que intentarán seguir haciendo lo que mejor saben hacer: mantener el crecimiento tan alto como sea posible, aumentando el ritmo de las inversiones, aun a costa de seguir apretándole el cinturón al señor Zhou. Más autopistas, más trenes de alta velocidad, más rascacielos, otro portaaviones. Hace unos días, el Gobierno anunció nuevas medidas de «estímulo suave» en caso de que la situación se torne más difícil. Que Zhou siga viéndose obligado a ahorrar para asegurarse los servicios sociales que no le proveen las instituciones públicas; que no pida subidas salariales, porque disminuyen la competitividad; que se amuele con los intereses de risa que le paga la banca pública por sus ahorros; que los meta en comprar apartamentos y casas que, por el momento, son los únicos bienes que mejoran su rentabilidad y, de paso, permiten a las constructoras seguir obteniendo beneficios inconcebibles; que las deudas del Estado y de los entes locales se suban a la estratosfera. El Banco Central ha impulsado una reciente bajada del renminbi frente al dólar para favorecer a los exportadores. Pero a Zhou no se le escapa que eso también repercute en los precios de las importaciones que necesita.

También es probable que los dirigentes sigan aliñando sus estadísticas con salsa de ostras. Por ejemplo, China Daily descubría hace unos días que «el gasto por consumo final de los hogares [el consumo privado] llegó al 64,9% del PIB en el primer trimestre [de 2014]». Vamos, que por algún conjuro inopinado ha doblado su tasa histórica en sólo tres meses. Pero, como podría haber dicho el Gran Timonel en uno de sus inmortales adagios: «Todo lo que sube, baja».

¿Cuál puede ser el siguiente capítulo de esta historia? El Gobierno no deja de tener margen de maniobra y puede aumentar la renta disponible de las familias si controla la carrera de inversiones. Como señala Pettis, podría acabar con las transferencias ocultas de las familias al Estado, permitiendo una subida de intereses para los depósitos bancarios; o privatizar buena parte del sector público; o acabar con las políticas de capital barato, que son la verdadera fuente de un crecimiento tan impetuoso como insostenible de la economía.

A los dirigentes del Partido les acecha, pues, un serio problema, que es aún mayor de lo que creen. Las reformas que la economía china necesita para reequilibrarse beneficiarían a Zhou, pero al tiempo pondrían en cuestión los intereses de sectores muy poderosos dentro y fuera del Partido. Algunos ya han puesto tierra por medio marchándose a vivir a Canadá o a países europeos que otorgan residencia local a los inversores. En los corrillos de Boao se hablaba de una «impresionante» fuga de capitales, como reflejaba hace poco The Wall Street Journal. Por su parte, las reformas políticas anunciadas por el presidente Xi el pasado mes de noviembre no terminan de arrancar, más allá de las purgas de funcionarios corruptos que no cesan de gotear. Y esto último genera resistencias y también contribuye a desmoralizar a los nuevos mandarines.

Porque son demasiados los que no podrían tirar la primera piedra.

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Ficha técnica

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