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TOMÁS DE MATTOS – La fragata de las máscaras

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Tiene esta La fragata de las máscaras una primera muy estimable virtud al conseguir alargar el placer que la lectura de Benito Cereno, la novela de Melville, había provocado, lo que supongo habrá estado desde el primer momento en la motivación de su autor puesto que todo escritor no es otra cosa que un lector encelado que quisiera prolongar siempre un poco más la lectura que tanto le fascina.

En ese sentido, el éxito de Tomás de Mattos es casi total –aunque haya que hablar de éxito más que de acierto–, porque su novela es tan dependiente de la obra de Melville que exige para su cabal disfrute y comprensión la lectura o relectura previa de aquélla. Pero Benito Cereno y La fragata… son obviamente cosas distintas, creaciones cada una de su época respectiva. Esto quiere en principio sólo decir que no hay anacronismo en la forma de la última, uno de los riesgos posibles, dado que los planteamientos de Mattos y su estilo divergen y convergen de Melville en lo necesario para evitarlo.

Benito Cereno es, sin embargo, una novela extraordinaria. Supongo que a Melville fascinaría el suceso en que está basada, que rebasó el ámbito marinero para ser la admiración de las sociedades americanas de su tiempo. Esos esclavos negros que se han apoderado del barco mercante español que los transportaba y que con ocasión de la visita humanitaria que les hace el capitán de un mercante norteamericano, Amasa Delano, consiguen ocultar el motín durante la estancia de éste entre ellos, prácticamente un día entero.

Esa extraordinaria capacidad de fingimiento, con la falsa reposición de los rehenes en el mando de la nave, es lo que se narra en Benito Cereno. Para la historia de la literatura ha quedado la imagen del capitán español enfermo y terriblemente debilitado, falsamente ayudado por los desvelos del esclavo Babo, el cabecilla de la rebelión.

Mattos se somete como Melville al indudable hechizo del suceso, pero también al de la dúplica del mismo que la novela de Melville es, y trata al uno junto a la otra, es decir, incorpora la novela a la historia, transustanciadas ambas en una misma y única materia. Pero si el arte se parece en algo a la naturaleza es porque hay formas que, al cristalizar, se convierten en inobjetables y exclusivas. A eso apuntaba Borges en su parábola de Pierre Menard, autor del Quijote. El Quijote de Cervantes sería uno y para siempre. Y eso es lo que ocurre en la novela Benito Cereno, en la que Melville logra que el fingimiento de los amotinados negros sea para siempre ése y no otro. Bien es verdad que la novela de Melville escrita hoy sería un suceso manifiestamente condenable por políticamente incorrecto dado el tratamiento que en ella reciben los negros como una raza inferior que se debate entre la simpleza y la malignidad.

Y precisamente por eso, porque nuestro tiempo obliga a otras consideraciones, tales como que el motín del que son víctimas Cereno y los suyos, no es sino el más que legítimo intento de liberación de unos pobres esclavos a los que se había privado por la violencia más extrema de todos sus derechos naturales, es por lo que resulta obligado volver casi en exclusiva y, si se puede decir, ex novo sobre el suceso inspirador de la novela. Pero Mattos, ya lo hemos dicho, no sólo no prescinde de Benito Cereno sino que incorpora al mismo Melville como personaje de la suya, siquiera como narratario –pido excusas por la terminología academicista–, aquel interlocutor mudo al que se dirige la narración, el Ismael, tantas veces mentado.

Y si en Benito Cereno había sólo una voz, vicaria de la de Melville, casi siempre ceñida a la visión que nos daba el norteamericano Delano, Mattos opta por multiplicar las voces y ampliar la contemplación cronológica y panorámica del suceso, desde antes del motín hasta bastante más allá del castigo de los amotinados, puesto que recoge en las páginas finales la misma muerte de Melville. Pero todas estas voces no alcanzan un claro perfil distintivo, de modo que no dejan de ser la propia voz de Mattos que se la va prestando a unos y a otros, con la misma desenvoltura y bagaje léxico y filosófico, pertenezcan éstas supuestamente a un fraile, a un juez o a un esclavo negro.

La impresión es de que los materiales de La fragata… más que cuajar en algo sustantivo lo que hacen es agavillarse con fuerza en torno a lo narrado en Benito Cereno. Por eso, aunque el tono de la escritura sea convincente, la excesiva dispersión de voces y la perspectiva temporal y espacial, tan distintas de las de Melville, que casi respondían a las reglas del teatro clásico con sus unidades de acción, lugar y tiempo –un barco y las horas de un solo día–, hacen que la dependencia de la novela de Mattos de la de Melville parezca tan poco congruente como excesiva.

Así que las dudas de si La fragata… pudiera leerse sin el conocimiento previo, o si se quiere sin la existencia previa de Benito…, no hacen más que afirmarse, porque, al alejarse formalmente tanto de su inspiradora, tan cerrada aquélla y tan abierta ésta –que además es casi cuatro veces más extensa–, se tarda demasiado en entrar en la verdadera materia, la que sería la sustancia justificadora del empeño, la visión del motín desde el otro lado, desde el de los luchadores negros por su libertad. Y es que han transcurrido ya muchas páginas, estupendamente escritas es verdad y casi siempre interesantes, aunque por paradoja casi siempre también prescindibles, cuando se da por fin la voz a uno de los esclavos negros, para que, con alguna excepción, se la vaya pasando a otros compañeros de motín hasta elucidar lo que les movió, sus planes y la frustración de su epopeya.

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