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El enfoque de las capacidades y la «fatiga de inclusión»

Las fronteras de la justicia. Consideraciones sobre la

Martha Nussbaum

Paidós, Barcelona

Trad. de Ramón Vilá Vernis y Albino Santos Mosquera

48 pp.

28 €

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Este libro provoca, al mismo tiempo, la sorpresa y el asombro que, según dicen, son el origen del pensar, y una cierta «fatiga de inclusión» ante la magnitud y la ambición de la tarea, teórica y práctica, que se propone y nos propone. Pero empecemos por el principio.

Martha Nussbaum es una autora sobradamente conocida en nuestro país. El número de sus obras traducidas al castellano supera la decena. Tenemos, primero, sus originales y penetrantes libros estrictamente filosóficos (La fragilidad del bien, La terapia del deseo, o el más reciente El ocultamiento de lo humano). Después aquellos dedicados a pensar la ética en temas de actualidad política. Así, sus obras sobre patriotismo y cosmopolitismo (Los límites del patriotismo),sobre educación cívica liberal (El cultivo de la humanidad) o los análisis de los problemas de género en ámbitos de subdesarrollo (Las mujeres y el desarrollo humano).

Es de destacar su trabajo para Naciones Unidas en relación con el World Institute for Development Economics Research, trabajo con el que, creo, inició un desplazamiento teó­rico importante en su obra. En realidad nuestra filósofa siempre fue una calurosa partidaria de las teorías aristotélicas, bien es cierto que releídas en nuevas claves nada conservadoras. Indudablemente esto acercó su perspectiva teórica a la ciudad, a la polis, entendida como centro de gravedad de su filosofía política. Sin embargo, su experiencia en trabajos de índole internacional, los problemas de las mujeres en el tercer mundo, o la influencia del economista y premio Nobel, Amartya Sen, fueron desplazando su lectura de Aristóteles hacia una perspectiva más cosmopolita. Aunque nunca ha abandonado del todo el punto de vista del estagirita, que sigue informando buena parte de su reflexión, la apertura hacia el cosmopolitismo ha supuesto una seria reconsideración del enfoque kantiano y de sus teóricos contractualistas contemporáneos, sobre todo en el caso de John Rawls. Esto se hace evidente en el libro que comento.

Este libro se plantea someter a examen crítico la obra de Rawls, precisamente porque la considera la más poderosa en la tradición del contrato social y una de las más sobresalientes del siglo. Su respeto por él queda fuera de duda, lo que no es óbice para que se concentre en las insuficiencias de sus teorías. En particular quiere analizar con detalle tres ámbitos de problemas a los que las teorías contractualistas contestan de manera insuficiente, o simplemente no abordan en absoluto.

Primero, el problema de los discapacitados físicos y mentales. Segundo, el problema de la extensión de los derechos más allá de las fronteras estatales a los ciudadanos de todo el mundo. Tercero, el problema de la justicia con los animales. Una tarea, como verán, ingente.

Para Nussbaum, las teorías de la justicia deben ser abstractas, poseer un grado de generalidad y una fuerza teó­ri­ca que les permita ir más allá de los conflictos de su tiempo, aunque tengan su origen en esos conflictos. Pero, al tiempo, estas teorías deben ser sensibles al mundo concreto y sus problemas más candentes, y eso es lo que ella se propone hacer al introducir estos tres ámbitos de problemas: dar a su enfoque una caracterización predominantemente práctica.

En cuanto al primer problema de exclusión, debemos preocuparnos de extender a los discapacitados la educación, la asistencia sanitaria o las libertades políticas con el objetivo de lograr para ellos unos índices satisfactorios de igualdad ciudadana. Estas personas son merece­doras de reciprocidad y respeto. Por eso debe comenzarse por reconocer las múltiples necesidades y dependencias de las «personas normales», para así apreciar hasta qué punto de lo que aquí tratamos es de una cuestión de grado.

Por otro lado, hay que abordar igualmente la construcción de un modelo teó­rico donde los accidentes de nacimiento no vicien desde el principio e irremediablemente las opciones vitales de las personas. Es cierto que las teorías contractualistas toman como unidad básica el Estado-nación. No parece factible hacer otra cosa por razones de coherencia interna del contractualismo. El pacto debe enmarcar a sus participantes y a su aplicación dentro de algún espacio determinado. Esta es una «grave deficiencia» que Nussbaum subraya, pues impide abordar con seriedad respuestas a un modelo de justicia global y a los problemas que plantean las enormes desigualdades económicas entre países ricos y pobres.

Por último, los problemas de justicia derivados del trato que dispensamos a otras especies. Aunque usualmente no tenemos problema en reconocer, como una cuestión ética, el maltrato que dispensamos a los animales (que somos crueles y no deberíamos, que hay fiestas donde se les humilla y se les tortura, etc.), en opinión de Nussbaum es más raro que reconozcamos estos asuntos desde la perspectiva de la justicia social. Y eso es lo que ella propone hacer.

El lector siente a estas alturas lo que he llamado una cierta «fatiga de inclusión», porque la ambición de integrar no parece tener, literalmente, límites. Y mientras el proyecto de la inclusión de los dependientes, de las personas con algún handicap, parece factible, aunque no sencillo, dentro del ámbito de un «Estado social mejorado», la segunda y la tercera tareas parecen más complicadas. Pero Nussbaum no se amilana.
Su tesis es que la «teoría de las capacidades» es más provechosa para la resolución de estos conflictos que el contractualismo liberal, y que podría funcionar como un complemento para las insuficiencias la doctrina de John Rawls. Esa teoría (explicada en detalle en Las mujeres y el desarrollo humano) se halla muy influida por las elaboraciones que, desde el punto de vista de la economía, ha realizado Amartya Sen.
Este autor se centra en la evaluación económica de la calidad de vida, más allá de las grandes cifras macroeconómicas. Es decir, que cree claramente insuficiente medir la calidad de vida en términos estrictamente vinculados al, digamos, Producto Nacional Bruto. Es necesario introducir en ese análisis de la calidad de vida un nexo entre el desarrollo económico y las capacidades y libertades políticas. Es decir, considerar no sólo los ingresos, sino la expectativa de vida, la mortalidad infantil, la calidad de las relaciones de género o raciales, la educación de los ciudadanos, la capacidad que tienen para elegir, las libertades reconocidas, etc.

Nussbaum, en línea similar, prefiere, sin embargo, centrarse en una teoría de los derechos básicos. Así, considera que un mínimo social básico indispensable se halla constituido por lo que las personas son capaces de hacer realmente. De su poder, de su capacidad para hacerlo. Que lo que importa son las capacidades efectivas de las personas y que una vida acorde a la dignidad humana debe permitir establecer esas capacidades mínimas que se necesitan para desarrollar los derechos y una vida decente. No oculto que simpatizo fuertemente con este enfoque.

Entre otras cosas, porque este enfoque de las capacidades nos permitiría establecer un umbral para cada capacidad por debajo del cual los ciudadanos no pueden considerarse viviendo un modo de vida decente. El objetivo político sería, pues, lograr situar a todos los ciudadanos por encima de ese umbral: crear ciudadanos capaces, yo diría que en ambos sentidos: poder y capacidad. Y, por supuesto, este umbral debería extenderse a todas las personas. Pero en cuanto exploramos de cerca el asunto, la cosa no parece fácil.

No obstante, Nussbaum se atreve con algo que raramente los teóricos tenemos el coraje de hacer: ofrecer una lista de capacidades que son, a su entender, requisitos básicos de una vida digna. Y aquí comienzan los problemas. La enumeración de esas capacidades ocupa dos páginas de apretado texto (véanse pp. 88-89) y agrupa en diez categorías a los más variados elementos. Desde «poder vivir hasta el término de una vida humana de duración normal», hasta «poder trabajar como un ser humano», pasando por un conjunto de exigencias igualmente difíciles de interpretar con claridad o de obtener en el mundo real: «poder mantener una buena salud», o «estar protegido de los asaltos violentos», o «poder usar los sentidos, la imaginación, el pensamiento […] de un modo “auténticamente humano”», o «poder amar a aquellos que nos aman», o «que nuestro desarrollo emocional no quede bloqueado por el miedo o la ansiedad», y les aseguro que etcétera. La enumeración también incluye exigencias más corrientes (poder formarse una concepción del bien, poder reflexionar, poder sentir solidaridad y colaborar con otros seres humanos, poder autorrespetarse…). Un poco más adelante se nos dice que «las capacidades de esta lista constituirán los derechos humanos básicos en función de los cuales vamos a definir la justicia social básica» (p. 171).
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Por si esta pluralidad de capacidades no fuera suficientemente compleja y plural, la lista –nos advierte la filósofa de la Universidad de Chicago– es abierta y está sujeta a modificaciones. Además, estaríamos hablando de metas generales que con posterioridad serían especificadas por cada sociedad. La casi ilimitada variedad de interpretaciones que pueden recaer en ese listado de capacidades, su carácter abstracto y, en ocasiones, ambiguo, la falta de atención de la teoría hacia los problemas derivados de su puesta en práctica, etc., dificulta realmente que el listado pueda servir como una suerte de «regulador» de la justicia en distintas sociedades. Porque, ¿qué significa realmente «estar protegido de los asaltos violentos», o poder vivir una vida de duración normal», o «poder amar y que te amen»? Ciertamente todas estas son cosas importantes, pero no veo cómo podrían formalizarse y entrar a formar parte de una teoría de la justicia basada en el enfoque de las capacidades. Y cuando este conjunto se vincula a la necesidad de superar las tres fronteras de exclusión (discapacitados, extranjeros, otras especies), entonces la «fatiga de inclusión» se convierte en vértigo.

Hay que confesar que los capítulos o los epígrafes dedicados a las políticas públicas igualitarias para los discapacitados, aquellos que tratan del contrato social transnacional y la capacitación más allá de las fronteras, son muy interesantes y mueven a repensar ciertas rutinas políticas en las que estamos instalados. Lo mismo podríamos decir (aunque espero que nadie se ofenda si confieso que este asunto me interesa bastante menos que los anteriores) del capítulo que cierra el libro sobre justicia para los «animales no humanos». Y si me parecen interesantes quizá sea porque todos ellos se enfrentan a problemas prácticos (que es, por lo demás, lo que la autora nos prometió que iba a tratar en su escrito: la elaboración de una filosofía práctica de las capacidades y la capacitación).

Pero este impacto positivo se esfuma en demasiadas ocasiones en el libro ante la ambición de la propuesta, la abstracción bienintencionada y la sospecha permanente de que nos encontramos ante un trabajo muy preliminar en términos de teoría de la justicia.

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