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España era diferente

LA INVASIÓN PACÍFICA. LOS TURISTAS Y LA ESPAÑA DE FRANCO

Sasha D. Pack

Turner, Madrid

Trad. de Ana Marí

344 pp.

28 €

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La posibilidad de viajar constituye un elemento intrínseco de emancipación personal. El deseo irreprimible de los europeos orientales de ver la vida al otro lado del Telón de Acero contribuyó a debilitar los Estados comunistas. El turismo coadyuva a la liberalización tanto de la sociedad de acogida como de los individuos. Sasha Pack examina de manera experta la creación y el impacto del turismo de masas en la España de la dictadura. Aunque ha habido varios estudios admirables del turismo durante el período franquista, Pack es el primero que enmarca la enorme expansión del turismo español dentro de una perspectiva comparada europea y global.

A partir de 1945, el turismo supuso un reto para la autarquía franquista y obligó al país a tender la mano a sociedades de consumo occidentales entonces en pleno desarrollo al tiempo que empezaba a construir una propia. En 1953, el turismo era ya la mayor fuente comercial de divisas extranjeras de España tras las exportaciones agrícolas. A comienzos de los años cincuenta, la modernización de España, especialmente su integración en la economía europea, que atravesaba una fase de rápido crecimiento, dependía sustancialmente de la expansión del turismo. En los años cincuenta, los principales socios comerciales americanos y europeos de España presionaron para que liberalizara los tipos de cambio para los turistas de sus países. En otras palabras, mucho antes de 1959 –el año que casi todos han visto como el de la transición del régimen desde la autarquía a la integración económica con Europa y Occidente– el turismo era ya un factor decisivo en la internacionalización de España. De hecho, podría señalarse que lo que Pack denomina turismo «neorregeneracionista» demostró la adaptabilidad del régimen y permitió la implementación del Plan de Estabilización de 1959. El turismo, por tanto, no surgió de resultas del plan de modernización: contribuyó a crearlo.

Una poderosa corriente de xenofilia entre los españoles hacía del país un terreno propicio para los extranjeros. La invasión de España por parte de los europeos septentrionales –con mayor poder adquisitivo– nunca produjo el tipo de reacción violenta antiimperialista que se dio en Cuba contra los yanquis en los años anteriores a la revolución de Fidel Castro. Durante el último año de la Guerra Civil, el régimen de Franco alentó el turismo en el campo de batalla como un antídoto a las «mentiras» de sus enemigos y como una fuente de obtención de divisas. En los años cincuenta y sesenta se crearon servicios –hoteleros y de otro tipo– en las ciudades próximas a los principales aeropuertos, un fenómeno que ayuda a explicar el rápido desarrollo de las infraestructuras turísticas en Madrid, Barcelona, Málaga y Mallorca. Los vuelos chárter a bajo precio –un elemento innovador en el auge de los viajes en masa en los años sesenta– desempeñaron un papel fundamental en el colosal crecimiento de la industria. A lo largo y ancho de las soleadas playas surgieron «colonias» alemanas y británicas.

Al tiempo que cambiaba la economía, el turismo popular afectó a la política y se convirtió en uno de los prerrequisitos de la transición española a partir de 1975. El proyecto «neorregeneracionista» favoreció la aparición de una nueva derecha española «civilizada», cuya figura emblemática fue Manuel Fraga. Durante su mandato como ministro de Información y Turismo, Fraga se embarcó en una cruzada turística que promovió el crecimiento económico al tiempo que aceptaba una lenta e incipiente democratización. La cruzada de Fraga lanzó una guerra en dos frentes contra los directores económicos católicos puritanos del régimen, pertenecientes al Opus Dei, y contra los críticos extranjeros del Caudillo. En 1964, el ministerio de Fraga celebró los «25 Años de Paz» y el crecimiento de la industria turística con un ataque a los más renombrados intelectuales del Frente Popular: «Frente a los Hemingway, los Dos Passos, los Koestler, los Ehrenburg, y otros estetas más o menos decadentes o revolucionarios, que se interesaban por las llagas de nuestros mártires o de nuestros pícaros, doce millones de turistas conocerán este año la verdad de nuestra paz» (p. 217). La invasión cosmopolita coincidió lógicamente con la relajación de la censura ordenada por Fraga.

El desarrollo turístico dio lugar a presiones encontradas. Los ingresos que generaba reforzaron las credenciales tecnocráticas de un régimen autoritario, a pesar de que la llegada de extranjeros aportó nuevos modelos de libertad para una sociedad reprimida. El turismo constituía un profundo peligro para el proyecto cultural neotradicionalista de la dictadura. El libre movimiento de las personas supone inevitablemente una fuerza liberalizadora, un motivo por el cual casi todos los regímenes autoritarios quieren restringirlo. En los últimos años del régimen del Caudillo abrieron en Torremolinos los primeros bares abiertamente homosexuales de España destinados a una clientela internacional, mientras que en las supuestamente más modernas Madrid o Barcelona la policía seguía reprimiendo a los gays. Rubias y morenas ligeras de ropa desafiaron sensualmente con su manera de vestir un orden moral que había multado sistemáticamente tanto a los padres de niños que se bañaban desnudos como a las mujeres que se negaban a ponerse el albornoz (un tipo de burka o burkini cristiano). En vez de suprimir el bikini, un símbolo de los años sesenta, las autoridades animaron a la Iglesia a incrementar su tajada del pastel turístico con un restablecimiento del turismo religioso, especialmente el peregrinaje a Santiago de Compostela. El santo ya había dejado de denotar a Santiago Matamoros y encarnaba, en cambio, el ecumenismo e incluso la pacífica unidad europea.

El turismo de masas fomentó tanto la destrucción como la prosperidad. Los pobres pero en otro tiempo pintorescos pueblos costeros españoles se vieron inundados por altas torres de hoteles. Agentes contaminantes –estéticos y reales– destruyeron los atractivos naturales que habían fascinado a muchos extranjeros. Por toda la costa mediterránea, los hoteles tenían la costumbre de mandar sus aguas residuales directamente al mar, y las corrientes las devolvían con frecuencia a las populosas playas. El director de salud pública de Gerona «respiraba tranquilo cuando se acababa el verano porque los sístemas hídricos en la zona estaban obsoletos y siempre había cierto riesgo de tifus» (p. 201). La poco uniforme distribución de los beneficios derivados de la industria acentuó las desigualdades sociales y geográficas.

La liberalización de una sociedad autoritaria provocada por los turistas es un tema con considerables resonancias contemporáneas. Al igual que España en los años cincuenta, Cuba –con la ayuda de capital, expertos y turistas españoles– ha abierto sus playas a europeos, canadienses y latinoamericanos. También China ha promovido una llegada masiva de visitantes que cobran conciencia de que «China es diferente» sin necesidad de ninguna campaña oficial de publicidad. Nadie sabe cuánto tiempo podrán administrar estas dictaduras de partido su afluencia de turistas sin sucumbir a las corrientes de liberalización política y social que contribuyeron a socavar la dictadura personal de Franco.
 

Traducción de Luis Gago

Este artículo ha sido escrito por Michael Seidman especialmente para Revista de Libros

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