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Retórica y verdad de la crisis ecológica

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1. Desde al menos el inicio de la década de los setenta del pasado siglo, la crisis ecológica global sobre cuya existencia llama tan vigorosamente la atención el ecologismo fundacional se convirtió en un lugar común del discurso acerca de las relaciones entre la sociedad y su entorno, adquiriendo paulatinamente la condición de certeza, antes punto de partida que objeto de controversia. También desde entonces, el lamento verde por el grado de deterioro medioambiental alcanzado se enfrenta a la afirmación contraria que procura minusvalorarlo: pero aquí, la habitual contraposición entre un discurso oficial que propende planglossianamente a la santificación de la realidad existente y aquel otro discurso alternativo dedicado a denunciar las falsedades del primero, se traduce en la automática aceptación de la veracidad del último y la pertinencia de sus soluciones. Y a este respecto es importante entender que, para el pensamiento verde dominante, la crisis no atañe solamente a la naturaleza. Síntoma de una fractura civilizatoria, de la anunciada quiebra del modelo cultural y social occidental, la crisis no tiene que ver sólo con el medio ambiente, sino también con la forma en que vivimos, con nuestros patrones culturales, nuestra ciencia y tecnología, nuestro sistema político y económico. Tan importante como la dimensión material de la crisis ecológica (la alteración de los procesos naturales o la disminución de la biodiversidad) es su dimensión simbólica y normativa: así como, de acuerdo con un viejo recurso literario, un cuerpo enfermo puede ser una metáfora del malestar emocional o moral del paciente, la crisis ecológica no es únicamente crisis de los sistemas naturales: es algo más. La visión predominante dentro del ecologismo dice que la crisis ecológica es también crisis de civilización; expresión y producto, pues, de algo más amplio. Aparece así el pensamiento verde penetrado de un fuerte sentido de crisis, convertida ésta en el espejo de una realidad social que se desea modificar profundamente. Se habla de una «sensación de crisis», de una «crisis de cultura y carácter», o se invoca una «crisis de percepción» que vendría lastrando nuestra capacidad para comprender el mundo en toda su diversidad y complejidad; y estaríamos, en fin, ante el resultado último de la «crisis de inacción» que aqueja a la sociedad contemporáneaAsí, respectivamente, Adrian Atkinson, Principles of Political Ecology, Londres, Belhaven Press, 1991; Robyn Eckersley, Environmentalism and Political Theory, Nueva York, State University of New York Press, 1992, pág. 17; Fritjof Capra, La trama de la vida. Una nueva perspectiva de los sistemas vivos, Barcelona, Anagrama, 1998, pág. 26; Jonathon Porritt, Seeing Green, Londres, Basil Blackwell, 1994, pág. 116. . A ello hay que sumar la convicción, propia del ecologismo más profundo, de que la crisis es el reflejo de una ausencia de valores y de una insuficiente espiritualidad: la crisis como crisis del yo occidental. La condición multifacética de la crisis ecológica resume, en último término, un estado de cosas cuya resolución demanda reinventar las bases de la organización social, transformarlo todo, vivir de otro modo.

 

2. ¿Qué ocurre, sin embargo, si la crisis ecológica no fuera tal crisis, o no lo fuera tanto? Tal es la sugerencia que acierta a expresar, en The Skeptical Environmentalist Measuring the Real State of the World, Bjørn Lomborg, el verde escéptico que proclama en el mismo título ser su autor. Politólogo danés especializado en el tratamiento de metodología empírica, y desconocido por completo hasta ahora en el ámbito de la teoría política verde, Bjørn Lomborg encuentra con su obra en Gran Bretaña una resonancia que contrasta con el silencio que siguió a su publicación, dos años antes, en su país de origen. Que la editora en el mercado anglosajón sea la prestigiosa Cambridge University Press, y que el lanzamiento del libro se vea apoyado por el diario The Guardian, que no sólo publica unos artículos del autor en los que sintetiza sus argumentos, sino que da igualmente cabida a una serie de réplicas y respuestas a ellos, contribuye a explicar la diferente recepción que se le dispensaVéase The Guardian, 15, 17 y 20 de agosto, y 1 de septiembre de 2001. . En esencia, lo que Lomborg denuncia es la falta de consistencia de una «letanía de nuestro medio ambiente en deterioro» (pág. 3), que no resiste el análisis de los principales indicadores medioambientales. Éstos, en contra del pesimismo apocalíptico reinante al respecto, indican de hecho una mejoría progresiva en el verdadero estado del mundo. Mediante la medición y comparación estadística de un conjunto de indicadores, entre los que se cuentan el bienestar humano y su sostenibilidad en el futuro, los recursos energéticos, la polución, las amenazas químicas, la biodiversidad o el calentamiento global, Lomborg trata de mostrar cómo la insistencia verde en la situación crítica de nuestro entorno condice mal con una realidad que no ha dejado de mejorar en los últimos cuatrocientos años hasta depararnos una prosperidad sin precedentes. El autor se cuida de subrayar que, si algo muestran los datos, es que el estado del mundo ha mejorado considerablemente, si bien ello no significa que ahora sea lo bastante bueno; la primera afirmación se refiere a cómo es el mundo, la segunda a cómo debería ser. Porque, si se trata de atender al estado real del mundo, hay que hacerlo a través de la comparación. Y no de la comparación con un estado ideal del mundo, sino con lo que el mundo era: obtenemos así una medida de nuestro progreso (pág. 5). Así, la estrategia de Lomborg consiste en eludir cualquier impulso normativo en el análisis de la realidad medioambiental con el fin de evitar que los estándares de calidad y conservación del mismo que son deseables impidan apreciar una mejoría sólo enjuiciable, en verdad, reparando en el punto de partida. Por eso la disposición de su aparato estadístico y la lectura que hace del mismo se centran no tanto en situaciones concretas como en tendencias globales, evitando una doble tentación: por un lado, la del particularismo metodológico que únicamente pone de relieve datos negativos locales en detrimento de un más representativo panorama global; por otro, la del cortoplacismo que permite sostener casi cualquier tesis a partir de una astuta selección de los años correctos para el apoyo de la hipótesis en cuestión, cuando la prospectiva en materia medioambiental exige, antes al contrario, tomar en consideración largos períodos de tiempo. Es obvio que los términos de la comparación cobran aquí una importancia decisiva. En ese sentido, Lomborg no elude su orientación antropocéntrica: el eje de su evaluación del estado del mundo son los deseos y necesidades del hombre, no la conservación de un mundo natural carente de derechos pero digno de respeto y protección. Pese a que la mayor parte de los verdes encontrará en esta posición antropocéntrica el punto ciego de la tesis de Lomborg y, sobre todo, una sencilla razón para no prestarle atención por su alegre desatención al mundo natural, lo cierto es que, acaso sin tener plena conciencia de ello, lo que su enfoque consagra es una desaparición de la naturaleza enteramente congruente con una concepción realista de las relaciones sociales con el entorno; pero después volveremos sobre esto. La retórica verde acerca del medio ambiente en crisis se permite además incurrir en numerosas inexactitudes y errores de apreciación estadística, que el autor asegura haber evitado mediante un riguroso cotejo de datos y el manejo de abundante documentación. Esa retórica, sostiene Lomborg, dificulta asimismo la justa ponderación de cualquier tesis que ponga en entredicho la presunta evidencia del deterioro medioambiental, porque facilita el descrédito de la misma en términos morales: la negación de una realidad por todos aceptada sólo puede provenir de alguien que está contra el medio ambiente; alguien, por tanto, con quien no merece la pena hablar: la crisis ecológica como artículo de fe. Nada más alejado del propósito declarado del autor que semejante oposición. De lo que se trata, afirma, es de decidir democráticamente disponiendo de la mejor información posible; un debate tan importante como el relativo al medio ambiente no puede basarse más en el mito que en la verdad (pág. 32). La política comienza en la semántica.

Así pues, lo que este libro plantea es la conveniencia de revisar una noción tan arraigada como la de crisis ecológica, que bajo su envoltura científica encubre una intencionalidad política e ideológica que no puede ser negligida por más tiempo. Desde una perspectiva más rigurosa, entonces, la crisis ecológica no sería más que el producto de una interpretación sesgada de los parámetros medioambientales, el resultado de una inercia cuyo punto de partida se sitúa en la década de los setenta, cuando el fin del mundo pasó a constituir un horizonte terrible pero familiar, cuya ocurrencia no se dilataría más allá de medio siglo. El miedo a problemas medioambientales en gran medida imaginarios, advierte Lomborg, puede además desviar nuestra atención de las medidas verdaderamente necesarias. Por eso, señala, no debemos dejar que las organizaciones medioambientales, los grupos de presión empresariales o los medios de comunicación monopolicen la agenda medioambiental, en beneficio de un escrutinio democrático del debate y de un conocimiento preciso del verdadero estado de la cuestión. La mencionada disputa periodística provocada por estas tesis en Gran Bretaña demuestra la importancia central que para el ecologismo político tiene la noción de crisis ecológica, como recurso discursivo y como mecanismo legitimatorio. Las críticas a Lomborg alcanzan tanto a su método estadístico como al fundamento normativo de sus argumentaciones, pero el despliegue de réplicas y contrarréplicas a que da lugar tiene, más que un interés inmediato, el de ofrecer continuidad a la habitual reacción verde a todo cuestionamiento de la crisis ecológica. Puede ser cierto: a las estadísticas cabe arrancarles muy distintos tonos, y el eco alcanzado por la obra de Lomborg se debe quizá más a su oportunismo y capacidad provocadora que a sus méritos intrínsecos. Pero esto no oculta, sin embargo, la amenaza que ese cuestionamiento representa para la entera arquitectura normativa del ecologismo político, ya que en la raíz de la defensa verde de la crisis ecológica como tal crisis y como crisis de civilización encontramos conceptos, valores y argumentos esenciales para la consistencia de aquél tal y como ha terminado configurándose.

3. Ciertamente, la negación o relativización de la crisis es habitualmente desechada por los verdes por constituir un mero reflejo ideológico del mismo sistema que la produce, que se defiende mediante un ejercicio de afirmación de las propias virtudes que es, a la vez, un ejemplo de ceguera y de voluntarismo prometeico. Que el colapso ecológico no se haya producido todavía en modo alguno indica que no vaya a producirse; de hecho, es cada vez más probable: tal es la lógica de lo peor, enarbolada por el ecologismo y expresada en predicciones que constituyen más bien el disfraz técnico de la profecía, así Goldsmith et al., en su influyente Manifiesto para la supervivencia, 1972: «Si no se cortan de raíz las tendencias que se observan en la actualidad, el derrumbamiento de la sociedad y la destrucción irreversible de los sistemas de mantenimiento de la vida en este planeta serán inevitables, posiblemente a finales de este siglo y con toda seguridad antes de que desaparezca la generación de nuestros hijos»Edward Goldsmith et al., Manifiesto para lasupervivencia, Madrid, Alianza, 1972, pág. 9. . La concepción verde de la historia como teleología negativa refulge aquí en todo su esplendor apocalíptico. Auténtica contrahistoria del mundo occidental, el relato histórico verde indaga en las raíces de la actual crisis ecológica y describe el proceso de progresiva dominación humana de lo natural, a resultas del cual el curso del tiempo no conduce a la sociedad perfecta cantada por la historiografía ilustrada, sino a la amenaza autodestructiva a la que da forma la crisis. La línea que conduce a la catástrofe resulta ser, sin embargo, tan recta y predecible como la trazada por el optimismo decimonónico: el pasado se convierte en la acumulación de ideas y prácticas conducentes a un final ya previsto, en un proceso cerrado y cumplido desde su comienzo: una serie de sumandos y restandos que, carentes de autonomía propia como procesos históricos independientes, producen un resultado final. La Historia, según los verdes, se tiñe de determinismo: las cosas no podían haber sucedido de otra manera. Sin embargo, ¡oh, sin embargo!, la invocación del desastre tiene aquí un trasfondo pedagógico, porque hay una esperanza, resta una posibilidad. En fin de cuentas, la catástrofe ecológica que derivaría de la actual crisis medioambiental es invocada como el horizonte más probable si continúan las actuales tendencias socioculturales y económicas. Si estas tendencias se revierten a tiempo y de acuerdo con los postulados proporcionados por el mismo ecologismo que acierta a revelarnos la amenaza a la que sin plena conciencia nos enfrentamos, la distopía catastrofista se transforma en su contrario: una sociedad sustentable que ha logrado la armonía con el entorno y reparado con ello la brecha que el proceso de civilización occidental había abierto entre nosotros y la naturaleza ahora reencontrada. La historia desemboca en utopía.

4. En el ecologismo, esa utopía proyectada hacia el futuro, guarda una estrecha correspondencia con una utopía retrospectiva cuya comprensión es esencial para entender todo su entramado normativo y su postura frente a la crisis ecológica. Para los verdes, la historia occidental es, como hemos visto, la historia de una progresiva separación del hombre y la naturaleza, separación pronto convertida en extrañamiento humano respecto de sus orígenes biológicos y de la pertenencia simbólica a una comunidad natural de la que es continuidad y no ruptura. Esta escisión presupone una época de esplendor, de armonía en las relaciones del hombre con su entorno; los verdes incurren así en una ensoñación arcádica que viene a ser expresión del elemento central de sus postulados filosóficos: su concepción de la naturaleza. La invalidez de ésta permite explicar las decisivas lagunas y ambivalencias de que adolece la teoría filosófica y política del ecologismo. Además de ser críticos de la ciencia moderna y sus consecuencias, la visión verde de la naturaleza procede de una rama de las ciencias naturales, la ecología, que resulta en un paradigma holista que encuentra en la imagen reticular su mejor síntesis explicativa: no hay jerarquías, sino cooperación e interdependencia entre los distintos seres vivos. Subsiste siempre, sin embargo, un resto de misterio, incognoscibilidad de una naturaleza que se quisiera reencantada. Poseedora de un valor intrínseco e independiente de nuestro juicio, el mundo natural posee una trascendencia y una fuerza significativa que aconsejan la fusión espiritual con él y su adopción como fuente axiológica. La visión verde de la naturaleza aparece así mediada por la experiencia estética. Todo ello resulta en una naturaleza universal, objetiva y ahistórica, suspendida en el tiempo y susceptible de afirmación al margen de un contexto social al que permanece inmune en su grandeza. Naturalmente, esto es falso. La concepción verde de la naturaleza es una mistificación ideológica que sustituye la realidad de las relaciones sociedad-naturaleza por el mito de una sublimación pastoril que localiza en un pasado originario una situación de armonía, susceptible de ser reproducida en el futuro. La idealización esencialista de lo natural en que incurre el pensamiento verde lo incapacita para comprender el verdadero carácter de la relación del hombre con su entorno, y con ello la naturaleza de la presunta crisis ecológica. Porque no sólo no puede aceptar la evidencia de unas formas naturales dinámicas ligadas a la sociedad que se las apropia, sino que no alcanza siquiera a distinguir entre, de una parte, la naturaleza profunda de los procesos y estructuras causales que no están sometidos a la influencia humana ni a su poder de transformación, y, de otra, la naturaleza superficial, las formas naturales, sobre las que esa acción humana se proyecta y aplicaSobre esto, véase Kate Soper, What is Nature?, Oxford, Blackwell, 1995. . La naturaleza en su sentido profundo alude así a la estructura misma de la realidad más allá de sus apariencias: los procesos bioquímicos y las leyes físicas que rigen la existencia y su funcionamiento: la naturaleza como inmanencia. La naturaleza superficial, en cambio, constituye la manifestación externa de aquélla, su encarnación en formas sujetas a cambio evolutivo y por ello sometidas a la influencia transformadora del hombre, que es también, dicho sea de paso, una de esas formas. Hablar, como hace el ecologismo, de una naturaleza que no debe ser manipulada o modificada, equivale a identificar lo natural con lo natural profundo y lamentar como desaparición y pérdida de la misma la de sus manifestaciones no tocadas por el hombre. Pero no cabe una foto fija de la naturaleza superficial, como no cabe una alteración de la naturaleza a nivel profundo: por más que el hombre, como los avances en el campo de la genética o la física vienen a anunciar, pueda llegar a influir en el funcionamiento de los procesos naturales más esenciales para la configuración de la realidad, estará haciéndolo sobre una base cuya existencia le precede y sobrevivirá. La transformación de la naturaleza por el hombre provoca, así, el fin de la naturaleza en su sentido superficial, como realidad independiente del hombre, pero en modo alguno el de una naturaleza profunda que siempre establecerá un límite último a nuestra influencia en ella. Para los verdes, sin embargo, las formas naturales visibles terminan constituyendo la naturaleza, sin más, de donde se deriva que esas formas no deben ser alteradas so pena de acabar definitivamente con aquélla: paradójicamente, la esencia de la naturaleza por la que el ecologismo estaría llamado a velar se identifica cándidamente con su apariencia.

Por ello es preciso oponer a la visión arcádica verde una concepción más realista, tanto del mundo natural como del proceso histórico de apropiación social del mismo. Excepto en el sentido profundo de sujeción última del hombre a los procesos biológicos que lo constituyen y a las leyes que rigen la naturaleza de la naturaleza, ésta no es universal ni inmutable, como lo demuestra el hecho de que es socialmente apropiada y transformada, no sólo material y físicamente, también cultural y simbólicamente. Así, la naturaleza no es para el hombre una realidad objetiva, sino una construcción social. La afirmación ontológica de su efectiva realidad no puede ocultar la verdad de su posterior construcción epistemológica y física. Este es un aspecto que no puede olvidar toda enmienda construccionista elevada al ingenuo realismo filosófico de que el ecologismo suele hacer gala: aceptada la preexistencia de una realidad natural independiente, el hombre se proyecta sobre ella y la construye, pero no sólo epistemológicamente a través del conocimiento y el lenguaje, sino también materialmente al transformarla y transformarse en ese proceso. La vigencia de las intuiciones marxistas, desarrollo cualificado de la concepción ilustrada de la naturaleza, es así evidente. La sociedad no sólo construye la idea de naturaleza que posee en cada momento, sino también la realidad natural a la que se adapta y transforma. Hablar de construcción social es por ello hablar de dependencia contextual: la naturaleza como idea y la naturaleza como realidad poseen distinto significado y forma en diferentes contextos sociales e históricos. Desde esta distinta perspectiva, la crisis ecológica no tiene ya por qué considerarse crisis de cultura o reflejo de una situación excepcional en el estado de las relaciones sociedad-naturaleza. Éstas, por el contrario, se caracterizan por su esencial dinamismo e indeterminación: los problemas medioambientales son inherentes a la relación de la sociedad con su entorno. Más que una anomalía, la crisis es el estado permanente que resulta de un proceso de recíproca transformación y coevolución cuya culminación, de hecho, es la transformación de la naturaleza en medio ambiente humano. No se trata de postular la negación de los problemas medioambientales, pero su normalidad desaconseja, sencillamente, hablar de crisis en el sentido fuerte en que lo hace el ecologismo fundacional. Por ello, la resolución de la presunta crisis ecológica no demanda una transformación global de la sociedad y una inversión de los valores dominantes, sino su corrección reflexiva. Pero nada de esto puede ser aceptado por un ecologismo que depende de la validez de su noción de naturaleza para la defensa de su programa filosófico y político. Y es aquí donde entran en juego las consecuencias políticas de la crisis ecológica y de la visión verde de la misma.

5. Hay que recordar que bajo la convicción late la estrategia: el recurso a una fórmula discursiva de fuerte poder persuasivo pretende allanar el camino de la acción, simplificando, a la vez, su legitimación. El término crisis evoca una situación límite en la que los valores y procedimientos vigentes pueden ser suspendidos en beneficio de la eficacia: sentido de crisis es sentido de urgencia. No hay más que repasar las soluciones propuestas en la literatura verde de los años setenta para comprobar cómo la acentuación de la excepcionalidad agudiza la tentación autoritaria y la inclinación por las fórmulas expeditivasVéanse William Ophuls,Ecology and the Politics of Scarcity, San Francisco, W. H. Freeman and Company, 1977; Paul y Anne Ehrlich, The Population Bomb, Nueva York, Sierra Club, 1969; Robert Heilbroner, An Inquiry into The Human Prospect, Londres, Calder & Boyars, 1975. . El allendismo arcádico se establece así autoritariamente. Como ha señalado David Harvey, una «retórica alarmista de crisis y catástrofe inminente […] puede ayudar a legitimar toda clase de acciones al margen de sus consecuencias sociales o políticas»David Harvey, Spaces of Hope, Edimburgo, Edinburgh University Press, 2000, pág. 217. . La excepcionalidad que una crisis plantea sugiere la alteración de todos los patrones decisorios, máxime en este caso, donde el componente científico-técnico de la crisis medioambiental puede conducir fácilmente a la exclusión de los profanos en beneficio de los expertos, de los únicos capaces de solucionar el problema, sean éstos científicos, políticos o místicos. La crisis ecológica se dibuja así como una noción política e ideológica en origen, por cuanto es un modo de designar el conjunto de problemas medioambientales que al tiempo es juicio acerca de su origen y tolerabilidad, y estrategia para obtener el monopolio de su resolución. A este respecto, la concepción verde de la crisis ecológica encierra en sí misma la paradoja definitoria del ecologismo político dominante: la politización del medio ambiente termina en su despolitización. Y ello porque prima en el pensamiento verde una visión de la crisis y de la sustentabilidad medioambiental llamada a ordenarla que excluye todo debate acerca de su naturaleza. Ya se trate de su reducción a expediente técnico o de su sujeción a patrones ideológicos prefijados vinculados a su ensoñación arcádica, la consecución de la sustentabilidad se convierte en un valor prepolítico e intangible, al margen de toda negociación o deliberación públicas, cuyo contenido se sustrae a la definición social por venir científica o ideológicamente dado. Su viabilidad técnica o su coherencia ideológica se anteponen a su determinación y control democráticos, con lo que la política de la crisis ecológica acaba siendo una ausencia de política.

6. Por el contrario, la aceptación de una distinta perspectiva de las relaciones sociedad-naturaleza, y por tanto de la crisis ecológica, no implica necesariamente un descuido del medio ambiente o un abandono del objetivo de la sustentabilidad; tan sólo una distinta fundamentación de ese principio, alejada de los dogmas alrededor de los cuales se ha constituido históricamente el ecologismo político. La proclamación del carácter esencialmente normativo del principio de sustentabilidad, esto es, la aceptación de que existen muchos posibles modelos del mismo cuya definición depende en última instancia de una elección política de valores, demanda la articulación de un debate ciudadano y democrático acerca del contenido concreto de la sustentabilidad que nadie puede monopolizar. La dimensión técnica de la sustentabilidad se subordina a su previa definición democrática. De igual modo, podría ya venir a reconocerse el vínculo existente entre sustentabilidad y ese dominio de la naturaleza que está en el corazón del proyecto de la modernidad, pero no para demonizar, a la manera de los verdes, ese dominio, sino para reformularlo. La protección de la naturaleza no vendría justificada por su reencantamiento, sino del descubrimiento de sus leyes y el control de su funcionamiento. Lejos de exponerse esto al reproche verde de que perdería aquélla toda dimensión simbólica, cabría alegar que esa dominación de lo natural puede ayudarnos a comprender más plenamente el significado de la naturaleza para el hombre, al no imponerse ya ésta como amenaza, constricción o misterio. Es importante comprender aquí que dominación de la naturaleza no se asimila a su destrucción o explotación, sino que indica más bien el control consciente de la interacción sociedad-naturaleza. Y no el control absoluto de la naturaleza profunda fuera del alcance humano, sino más bien el control suficiente de la relación sociedad-naturaleza, no de la naturaleza en su conjunto. La dominación deja con ello de ser una perversión de las habilidades instrumentales del hombre para convertirse en la culminación del proceso social de apropiación del medio.

7. Merece acaso la pena preguntarse quién va a sostener en el panorama político contemporáneo una posición así, sustancialmente alejada de los dogmas dominantes del ecologismo fundacional que la izquierda, en contra de la tradición marxista que constituye su origen ideológico, parece haber terminado asumiendo. Esta paradoja puede explicarse como sigue. Para el ecologismo, la convergencia con la izquierda ortodoxa del marxismo doctrinario no fue nunca una prioridad; antes bien, convenía tomar distancia respecto de una ideología tan dañina para el medio ambiente como el propio liberal-capitalismo occidental. Con independencia de su teatralizado antagonismo, las dos ideologías en disputa acababan confluyendo en lo que Jonathon Porritt llamó célebremente «la superideología del industrialismo»Jonathon Porritt, «Industrialism in All its Glory», en Michael Redclift y Graham Woodgate, The Sociology of the Environment, III, Aldershot, Edward Elgar, pág. 543., inspiradora de aquel lema según el cual el ecologismo político no se situaría ni en la izquierda ni en la derecha, sino más allá. La cualidad táctica de esta proclamación, destinada en parte a la búsqueda de un espacio propio y autónomo, no impide su íntima veracidad: los presupuestos teóricos del ecologismo filosófico y político poco tienen que ver con los del liberalismo y el marxismo frente a los que se sitúa. Por ceñirnos aquí a este último, la incompatibilidad conceptual es evidente. No sólo por la orientación productivista de que hace gala la tradición marxista, reforzada luego por el socialismo realmente existente, sino también y más decisivamente por la concepción de la naturaleza y de las relaciones humanas y sociales con ella que el marxismo sostiene firmemente. En fin de cuentas, esta concepción marxista de la naturaleza constituye la concepción moderna por excelencia, como refinamiento y desarrollo de la concepción ilustrada mediante una cualificación tan importante como la que el trabajo, como mediación, supone. La incidencia social sobre una naturaleza en evolución permite hablar de unas relaciones históricas sociedad-naturaleza de recíproca influencia y penetración: el metabolismo socionatural al que Marx se refiere. La producción social de la naturaleza provoca su desaparición como tal, vía esa su humanización a la que ya se referían Hegel y el idealismo alemán. El contraste con un ecologismo que aboga precisamente por lo contrario, por la naturalización del hombre y la sociedad, no puede ser más agudo. Cuando el ecologismo surge en la década de los sesenta, en forma primero y sobre todo de movimiento social, no halla por tanto en la tradición marxista sus fuentes de inspiración. Confluyen en él, por el contrario, influencias tales como la entonces pujante Nueva Izquierda, la contracultura hippy con su carga de adanismo anticientífico y espiritualista, o la literatura apocalíptica en la que reverberan los ecos fantasmales de una deflagración nuclear. El ecologismo de los orígenes se constituye principalmente como una utopía posindustrial. Su atractivo para la izquierda no puede proceder, por tanto, de una inexistente afinidad conceptual; su seducción se explica, antes bien, por la ausencia de un auténtico debate doctrinal. No hay que olvidar que, pese a la alarma generada por cierta prospectiva más o menos científica, que en última instancia cabe interpretar como un reflejo de la paranoia provocada por la Guerra Fría y la amenaza de la destrucción mutua asegurada, el medio ambiente no es una verdadera preocupación para una izquierda situada en las trincheras del debate ideológico que sigue a la posguerra mundial y continúa hasta la caída del muro cuatro décadas después. E inevitablemente, el ecologismo posee un aire de familia que lo emparenta con la izquierda más informal, a la que se aproxima de forma natural pese a su declarada vocación de independencia. Así, para cuando el medio ambiente queda incluido en la agenda política de la ciudadanía posmaterialista, la izquierda no repara en finuras conceptuales y trata de atraerse para sí una causa que sólo puede sumar, pero difícilmente restará, votos y apoyo popular. La protección del medio ambiente es un propósito lo bastante general y difuso como para exigir mayores precisiones a nivel de estrategia partidista o electoral. A ello se suma la deriva pragmática de unos partidos políticos verdes que, en su asalto a las instituciones y pese a las convulsiones internas que ello provoca, sacrifican estratégicamente sus verdades privadas en beneficio de algunas conquistas públicas; la efectiva consecución de determinadas políticas medioambientales termina por hacer irrelevante su fundamentación teórica. Nos encontramos así con que la alianza entre la izquierda y el ecologismo parece responder a un malentendido y se sostiene gracias a un calculado silencio acerca de los principios que subyacen a una y otro. La reconstrucción normativa del ecologismo político podría encontrar un vínculo adecuado en la modernización que la izquierda misma demuestra estar necesitando; bien podría pensarse, de hecho, que las dificultades que tanto uno como otra encuentran para articular un discurso coherente son consecuencia de idéntico estancamiento ideológico, cuyas causas habría que buscar en la historia política y filosófica reciente. Pero para que esa recíproca modernización pueda llegar a desarrollarse provechosamente para ambos, sería necesario un verdadero debate de ideas, que de un lado revisara a fondo los muy deficientes presupuestos del ecologismo fundacional, dando forma a una nueva política verde, y de otro convenciera de su bondad a una izquierda de otro modo inclinada siempre a considerar la agenda medioambiental apenas como un complemento electoralmente rentable.

8. Naturalmente, la reconstrucción aquí propuesta, aunque constituye a mi juicio la base sobre la que refundar normativamente un ecologismo político por fin reconciliado con el proyecto de la modernidad, representa forzosamente la verdad acerca de la relación del hombre con el medio, ni tiene asegurada la aceptación de la ciudadanía en un debate abierto y democrático acerca del principio de sustentabilidad y su concreta aplicación práctica. En todo caso, libros como el de Lomborg tienen la virtud de remover las estancadas aguas de un pensamiento verde dominante a la vez demasiado complaciente e ingenuo en su arcádica visión de la naturaleza y su relación con el hombre. Discutir el verdadero estatuto de la presunta crisis ecológica y de sus implicaciones simbólicas permite dar expresión a la promesa incumplida del ecologismo político, que no es otra que la efectiva politización de las relaciones sociedad-naturaleza y del objetivo de la sustentabilidad, yendo así más allá de una retórica que traiciona sus propios presupuestos.

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