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El hambre y el hombre

EL INGENIO Y EL HAMBRE. DE LA REVOLUCIÓN AGRÍCOLA A LA TRANSGÉNICA

Francisco García Olmedo

Crítica, Barcelona

288 pp.

22,50 €

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Recuerdo que Heinz Saedler, director del Max-Planck-Institut für Züchtungsforschung en Colonia, estaba exultante porque habíamos aislado un gen clave para el desarrollo de las flores. Como sucede hoy en España, los jóvenes alemanes preferían profesiones mejor remuneradas que la investigación científica, así que me pidió ayuda para atraer a españoles a su laboratorio. Le dije que para ello les tendría que dar de comer mejor. Muy serio, me contestó: «Aquí no damos de comer, aquí alimentamos a la gente mediante dietas equilibradas». Pensé en los que mueren de hambre, los que pasan hambre, los que comen suficiente aunque se alimentan mal, los que comen suficiente y se alimentan bien y los que comen demasiado y enferman. La ciencia, tan admirada y tan temida a veces por la sociedad, ¿qué puede hacer y qué ha hecho ya para que todos los humanos podamos comer suficiente y alimentarnos bien? A esta pregunta trata de responder, ¡y vaya si lo hace!, Francisco García Olmedo en El ingenio y el hambre.
El mundo actual lo habitamos casi 7.000 millones de personas, de las que unas 5.400 acceden a los alimentos, mientras que 800 millones pasan hambre o están mal nutridas y otros 800 millones enferman debido a una alimentación excesiva o poco saludable. Este es el balance, grosso modo, al que hemos llegado. Si exceptuamos el borrón que suponen los 800 millones de humanos necesitados, el ingenio del hombre ha sido suficiente para domeñar las hambres de la humanidad. ¿Estamos en condiciones de asegurar que esto va seguir siendo así?
 

El ingenio y el hambre contiene doce ensayos que suman 162 páginas y una declaración de intenciones del autor, además de un índice atractivo. El libro expone con claridad la historia de los artificios utilizados para procurarnos alimentos y es un canto al uso del raciocinio para resolver el problema del hambre. El ingenio y el hambre muestra al profesor García Olmedo más maduro, al ingeniero genético y al narrador, también al hombre culto que escasea entre los científicos especializados. Cada ensayo está precedido por un breve texto, a veces para que nos sitúe en el lugar adecuado y, otras, por el mero placer de contarnos una anécdota capaz de resumir el contenido del ensayo al que antecede. Véase, por ejemplo, el texto «Eva saquea el hormiguero» como prolegómeno de «La única especie artificial». El hombre comenzó a alimentarse seleccionando materias blandas e inocuas, aunque pronto usó su ingenio para eliminar lo coriáceo y lo tóxico mediante el fuego, la molienda y la lixiviación. Carroñero inicial, inventó artificios como la lanza, el arco y la flecha para poder elegir su dieta. Estos artificios facilitaban la digestión de los alimentos, liberando así energía que pudo usar el cerebro para ser más capaz de generar nuevos artificios. En palabras de Faustino Cordón: cocinar hizo al hombre.

Se abusa hoy del término «natural» y de la asociación entre lo natural y lo bueno o lo saludable, frente a lo «artificial» y lo malo o lo peligroso. Así, se nos habla de «jabones naturales» que nos protegen, o de «cervezas genuinamente naturales», sin que nadie haya dado noticia de dichos bienes en la naturaleza. García Olmedo nos recuerda lo natural y poco saludable que es la cicuta o algún componente tóxico de las plantas que comemos, como los alcaloides de la patata, la capsaicina de los pimientos o las fenilhidrazidas de las setas. Para eliminar algunos tóxicos hemos utilizado el ingenio de los mejoradores, mientras que otros los consumimos en dosis bajas para evitar males mayores, y es que lo natural no es garantía de saludable, como tampoco lo es lo artificial.

Durante la historia, el hombre ha encontrado artificios para hacer frente a cada situación de superpoblación. «Bajo el dominio humano» narra el comienzo de la domesticación en la Mesopotamia turca idealizada en unas manos de mujer enterrando granos de trigo germinados en el vertedero de un poblado a los pies del volcán Karaca Dag. La salida de la Edad de Hielo, las oscilaciones bruscas del clima durante el período frío y seco denominado Younger Dryas y la bonanza subsiguiente abrieron paso a la domesticación de las plantas en respuesta a la presión demográfica. García Olmedo nos explica los secretos que desvela la biología molecular sobre la domesticación del trigo. De hecho, es posible identificar la única población de trigo silvestre de la que derivan todos los trigos diploides cultivados. ¿Sabe usted cómo se obtuvieron los trigos adecuados para fabricar pastas y espaguetis? ¿O cómo fue posible generar el Triticum aestivum, el trigo hexaploide actual cultivado que sirve para fabricar pan y constituye una de las principales cosechas a nivel global? Vemos la domesticación como un proceso contra natura mediante el que hemos eliminado caracteres de las plantas que les permiten adaptarse, defenderse de las agresiones y evolucionar en la naturaleza. ¿Sabía usted que entre los cientos de miles de plantas sólo hemos logrado domesticar apenas ciento cincuenta especies? García Olmedo nos explica por qué.

Para relatar los artificios agronómicos de «La edad de los metales» desayunamos con unas estrofas preciosas del texto de la disputa sumeria entre la Azada y el Arado de Herman Vanstiphout. Basta su lectura para comprender el uso de artificios asociado a la complejidad social conforme nos deslizamos desde el Neolítico a la Edad del Bronce y hasta la Edad del Hierro. Viajaremos con García Olmedo donde los dos ríos y allí, en el entorno del Tigris y el Éufrates, visitaremos las sedes de los imperios babilónico, asirio, de Judea, del antiguo Israel y del nuevo imperio babilónico. Allí veremos los shadufs o ingenios primitivos precursores de las norias de agua, encontraremos presas para retener el flujo de ríos como el del Khosr, entre azadas y arados presenciaremos la puesta en cultivo de terrenos vírgenes o la siembra sin laboreo después de inundar los terrenos. Si nos acercamos luego al valle del Nilo podremos observar la agricultura tal y como la heredamos dos mil años después, fundiéndose así con nuestros recuerdos de niñez.

Virgilio, con sus Geórgicas, da paso a la visión de la agricultura cuando la astronomía y la astrología todavía no se habían separado y el hombre buscaba el efecto mágico de estrellas y planetas sobre las cosechas. Los esfuerzos de Ulises cuando vuelve a Ítaca para despertar la memoria de Laertes nos delatan la espléndida biodiversidad de los frutales cultivados en su tiempo. Los escritos botánicos de Teofrasto o los de Columella y Plinio relatan un gran número de ingenios relacionados con riegos y drenajes, injertos y poda, viticultura y enología, rotación de cultivos, manejo de animales de granja o medicina veterinaria, constituyendo una síntesis tecnológica de la historia previa de la humanidad. Los diarios de Cristóbal Colón son la excusa para recordarnos que «Las plantas viajan alrededor del mundo» y, como muestra un botón, García Olmedo nos presenta los treinta cultivos cuyas cosechas son la base de la alimentación mundial, ordenándolas de acuerdo con las toneladas producidas y su lugar de origen. Resultará conmovedor para el lector no avisado y muy apegado a su terruño saber que las naranjas o el arroz, ¡tan valencianos ellos!, son originarios de Asia, al igual que lo son los garbanzos o las lentejas que cultivan vallisoletanos y leoneses, lo que nos hace sonreír ante la insistencia de algunos para que en cada lugar se cultiven sólo especies autóctonas.

La agricultura, como factor geopolítico moderno de primer orden, aparece con los planteamientos del reverendo Thomas Robert Malthus, según los cuales la tendencia de la población a crecer más deprisa que los medios de subsistencia sólo podría encontrar freno en factores apocalípticos como el hambre, la enfermedad y la guerra. Hasta nuestros días, las predicciones de Malthus no se han cumplido.
El siglo XIX marcó el inicio de la agricultura con fundamento científico. La rivalidad francoprusiana se evidencia en la competición para seleccionar variedades de remolacha azucarera de alto rendimiento entre Franz Carl Achard y Louis de Vilmorin, que conseguiría aumentar el contenido de azúcar de la variedad blanca de Silesia hasta el 16% y publicaría sus consideraciones sobre la herencia de las plantas en 1856, diez años antes de que Mendel publicara las leyes de la herencia y tres años antes de que Darwin hiciera lo propio con El origen de las especies. Por cierto, ¿sabía usted que el valor estratégico del azúcar impulsó en el pasado a los holandeses a cambiar Nueva York por Surinam y, a los franceses, Canadá por la isla de Guadalupe? Los trabajos de mejora genética de Louis de Vilmorin en Francia o de John Veitch en Inglaterra llevarían a la creación de las primeras empresas europeas de semillas. «La simbiosis con la industria» nos llama la atención sobre el beneficio mutuo de agricultura e industria y narra aspectos polémicos de la vida del químico alemán Fritz Haber, que ingenió un procedimiento para sintetizar amoniaco a partir de hidrógeno y nitrógeno, sin el cual no podría alimentarse a la mitad de la población actual. Los avances en nutrición y protección de las cosechas y la revolución mecánica del siglo XX marcaron el camino hacia la tecnificación de la agricultura. La mejora vegetal moderna tiene sus pies anclados en la síntesis mendeliano-darwiniana del siglo XX y se hace patente en «La aventura global de Norman Borlaug» mediante la explotación del aumento del vigor y del rendimiento de los híbridos respecto de sus progenitores. Las nuevas variedades de maíz, trigo y arroz consiguieron alejar el fantasma del aumento del hambre.

Algunos piensan que el problema del hambre tiene una base político-económica. Sin embargo, frente a las demandas de alimentos de la población creciente y al aumento de la demanda per cápita en países como India y China, García Olmedo nos habla en «La revolución transgénica» de la necesidad de incorporar nuevos artificios; comienza por explicarnos que dicha revolución se basa en un invento europeo, el de la ingeniería genética vegetal, y añade, con cierta amargura, que dada «la necedad imperante en nuestro continente, el oro será una vez más para los gringos». Ello, a pesar de que la primera generación de cosechas transgénicas responde a retos actuales de la agricultura: producir más por hectárea y hacerlo con menor impacto ambiental por tonelada de alimento producida. Mientras que cada año aumenta en el mundo la superficie de las cosechas transgénicas, la Unión Europea corre el grave riesgo de quedar relegada en la producción y uso de nuevos productos transgénicos: los alimentos enriquecidos en vitaminas o las cosechas con características nuevas, como la producción de plásticos biodegradables, aceites de uso industrial o productos de interés farmacéutico. García Olmedo nos habla de bioseguridad, de la inocuidad de los alimentos derivados de cultivos transgénicos –en lo que, por cierto, coincide con la Organización Mundial de la Salud–, de flujos génicos o de la compatibilidad de dichos cultivos con el medio ambiente. En «El mito de la agricultura ecológica» nos descubre los orígenes del movimiento defensor del «cultivo orgánico» y del rechazo injustificado de la ciencia que suelen hacer los defensores de la agricultura ecológica. Además, desmiente con paciencia, datos y claridad los mitos sobre hipotéticos alimentos ecológicos «más sabrosos o nutritivos» o «más sanos y seguros», y nos muestra la falta de rigor de los que defienden que la agricultura ecológica es respetuosa con el medio ambiente. La agricultura ecológica globalizada supondría un retroceso de nuestra capacidad para vencer el hambre en el mundo. El último ensayo del libro plantea «El dilema de los biocombustibles» –¿plantas para comer o plantas para quemar?– y supone una guía valiosa para aquellos que quieran familiarizarse con la última polémica sobre los usos de las plantas de cosecha, ya sean modificadas genéticamente o no.

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