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El descubrimiento del universo en expansión

THE DAY WE FOUND THE UNIVERSE

Marcia Bartusiak

Pantheon, Nueva York

DISCOVERING THE EXPANDING UNIVERSE

Harry Nussbaumer, Lydia Bieri

Cambridge University Press, Cambridge

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Cualquier persona que observe el cielo de noche se da cuenta de que está lleno de estrellas. La cuestión que ha fascinado a la humanidad desde hace más de cinco mil años es qué son estas estrellas y a qué distancia se encuentran de nosotros. La imagen más llamativa del cielo nocturno es la Vía Láctea: esa colección de estrellas que forman una banda luminosa que se extiende en el cielo. Aunque al lector le parezca sorprendente, la respuesta a la pregunta de cómo y por qué se agrupan las estrellas en el cielo y cuán lejos están de nosotros sólo se resolvió hace unos cien años. Anteriormente, los astrónomos se habían preguntado si las estrellas que vemos en el cielo, todas ellas, pertenecen a nuestra galaxia, la Vía Láctea, o si, por el contrario, están en otras galaxias lejanas, los llamados universos islas. Para un astrónomo que trabajase antes del inicio del siglo XX, no se contaba con datos suficientes que pudiesen dar una respuesta definitiva a esta pregunta.

Solamente a comienzos del siglo XX conseguimos saber a ciencia cierta que vivimos en un universo, y no sólo en una galaxia, y que las estrellas brillan gracias a procesos de fusión nuclear: todo ello merced a avances espectaculares en las técnicas de observación en astrofísica. Es curioso que uno pueda, incluso, poner una fecha precisa a tal descubrimiento. Edwin Hubble, astrónomo norteamericano, anuncia, el 1 de enero de 1925, el descubrimiento de que el universo está expandiéndose; decimos anuncia porque, como veremos después, no fue Hubble, sino el astrónomo norteamericano Vesto Slipher, quien lo descubrió.

Antes de esa fecha, la humanidad creía que todo el universo era nuestra galaxia. ¿Cómo hemos pasado de creer que el universo era sólo nuestra galaxia a saber que vivimos en un universo tan grande que podría ser infinito? Hoy en día sabemos que el universo está expandiéndose, que el material que lo compone, incluidos nosotros mismos, se generó inicialmente en un proceso de producción de energía explosivo y que el futuro del universo será, posiblemente, diluirse en la nada. La historia de estos descubrimientos es algo que se cuenta, con un rigor científico exquisito, en dos nuevos libros: Discovering the Expanding Universe, de Harry Nussbaumer y Lydia Bieri (Cambridge, Cambridge University Press, 2009), y The Day We Found the Universe, de Marcia Bartusiak (Nueva York, Pantheon, 2009).

Un tema común en los dos libros es reivindicar el hecho de que los avances que condujeron al descubrimiento de cómo se formó y evolucionó el universo no fueron el esfuerzo aislado de un solo astrónomo, sino un logro conjunto de la comunidad astronómica mundial a comienzos de los años veinte del siglo pasado. Todo esto gracias, en parte, a la disponibilidad de telescopios con grandes espejos que permitieron explorar grandes distancias en el cielo.

Hablemos primero acerca de los avances experimentales que permitieron la revolución cosmológica hace cien años. Cuando uno mira al cielo no tiene información directa que le permita determinar la distancia a la cual se encuentran los objetos celestes; todo aparece proyectado en la bóveda celeste. Uno de los grandes rompecabezas en cosmología observacional es encontrar a qué distancia se hallan las fuentes. Esto puede hacerse de varias maneras: la más directa es usar el paralaje, es decir, el cambio aparente de posición de un objeto cuando el observador cambia de posición. Este es un fenómeno al que todos estamos acostumbrados, ya que es lo que utiliza el cerebro humano para calcular distancias. Fíjese el lector, por ejemplo, en un lapicero a la distancia del brazo extendido, y mírelo cerrando primero el ojo derecho y luego el izquierdo. El objeto cambia de posición aparente, parece que se mueve (paralaje, en griego, significa alteración). Midiendo el ángulo con que cambia el objeto, y sabiendo la distancia entre los ojos, es posible determinar la distancia respecto al objeto recurriendo a trigonometría básica: cuanto más lejos esté el lapicero, más pequeño será el ángulo, y viceversa. Lo que un astrónomo hace es valerse del hecho de que la Tierra gira alrededor del Sol y, por tanto, sustituye la separación entre los ojos por el tamaño de la órbita de la Tierra, aproximadamente 300 millones de kilómetros (16 minutos luz). Esta técnica, sin embargo, no permite ir muy lejos en las escalas cósmicas, ya que se encuentra limitada por el desplazamiento angular más pequeño que pueda medirse, que corresponde a la resolución angular del telescopio: unas décimas de segundo de arco (repárese en que el tamaño angular de la luna llena en el cielo es de 1.800 segundos de arco).

La medición de distancias directas en cosmología vía paralajes, por tanto, sólo permite llegar a distancias del tamaño de la Vía Láctea, esto es, unos cien mil años luz. Si recordamos que el universo visible tiene un radio de unos 14 millardos de años luz, nos damos cuenta inmediatamente de que sólo pueden medirse distancias en una millonésima parte en porcentaje del radio total del universo. Hay que utilizar otros métodos más ingeniosos para medir distancias.

A principios del siglo pasado, la astrónoma estadounidense Henrietta Swan Leavitt trabajaba en el observatorio astronómico smithsoniano de Harvard como «computador humano», analizando imágenes de telescopio: básicamente, contando estrellas y midiendo su luminosidad. Henrietta descubrió que había un tipo particular de estrellas variables que exhibían una relación muy precisa entre su luminosidad intrínseca y el período con el que variaban: las estrellas cefeidas. Se trataba de un descubrimiento monumental, ya que si uno podía medir un paralaje de una sola cefeida, contaba ya con una «regleta cósmica»: simplemente midiendo el período de las otras cefeidas podía determinar su luminosidad y, en consecuencia, la distancia. Para entenderlo, resulta útil recordar que si uno conoce la luminosidad de una bombilla, digamos 100 vatios, cuán brillante o débil nos parece al ojo sirve para determinar su distancia. Pero para esto hay que saber su luminosidad, y esto es lo que descubrió Henrietta: una herramienta para medir distancias más allá de la Vía Láctea si era posible medir la distancia aunque fuese de una sola cefeida. Fue un año después cuando el astrónomo danés Ejnar Hertzsprung consiguió medir el paralaje a una cefeida en la Vía Láctea, abriendo así el camino para medir distancias en el universo más allá de nuestra galaxia: hasta donde se vean cefeidas. El subsiguiente descubrimiento realizado por Edwin Hubble, al que volveremos más tarde, de cefeidas en la galaxia de Andrómeda –nuestra galaxia vecina más masiva– permitió descubrir que existen más galaxias en el universo de las que hay en la Vía Láctea.

En aquel momento, la comunidad astronómica empezó a preguntarse qué le pasaba entonces a un universo que estaba lleno de galaxias: cuál era su destino y evolución, y si tenía un origen. Al mismo tiempo, el mundo científico vivía la culminación de dos revoluciones en Física: la relatividad de Einstein y la mecánica cuántica. Como veremos más adelante, estas dos desempeñaron un papel crucial para entender los datos astronómicos que conducirían al descubrimiento del universo en expansión. Pero, antes de entrar en ello, es importante hablar de un físico belga que sentó las bases teóricas para describir matemáticamente el universo (recordando a Galileo Galilei, quien inició la física como ciencia al declarar que «la naturaleza está escrita en lengua matemática»).

El físico belga y religioso jesuita, monseñor Georges Lemaître, nació en Charleroi (Bélgica) en 1894 y recibió una educación religiosa en los jesuitas. Antes de ser ordenado sacerdote, luchó en la Primera Guerra Mundial en el ejército belga y después regresó a sus estudios científicos. Estudió Física y se interesó por la Astronomía. Para completar su tesis doctoral viajó a la Universidad de Cambridge, donde estudió con el astrónomo más famoso de su tiempo, Arthur Eddington, y luego estuvo un año en el observatorio de la Universidad de Harvard trabajando para su tesis doctoral con otro famoso astrónomo, Harlow Shapley. Lemaître, mientras visitaba la Universidad de Harvard en Boston, decidió inscribirse en el MIT para obtener el grado de doctor en Física. Antes de acabar su tesis doctoral regresó a Bélgica, donde obtuvo un puesto como profesor a tiempo parcial en la Universidad Libre de Lovaina. Es en este período cuando realizó uno de sus dos trabajos fundamentales en Cosmología. En este momento de su vida, Lemaître tenía un empleo que hoy llamaríamos precario, con ninguna estabilidad y un salario paupérrimo. Aun así, éste fue el período más productivo de su vida desde el punto de vista científico. Esto no debería esgrimirse como excusa para tener a nuestros investigadores en situaciones de precariedad: la excepción justifica la regla. Lemaître obtuvo una plaza permanente en la Universidad de Lovaina muy poco después.

Lemaître encontró una solución a las ecuaciones de Einstein, las que determinan cómo se relaciona la gravedad con la materia, en la que el universo se expandía: era un universo dinámico. Esto causó una gran sorpresa, ya que un universo dinámico es algo que, cuando miramos al cielo, no parece muy adecuado para describir las observaciones: el ojo humano percibe el universo como bastante estático. En esos tiempos, como ahora, cualquier joven científico que presentaba una teoría revolucionaria y nueva necesitaba de la aprobación de la comunidad científica. En aquel momento, Einstein era una especie de estrella mundial, lo más parecido a una estrella mediática del pop hoy en día. La respuesta de Einstein no pudo ser más negativa: «El universo de Lemaître, aunque matemáticamente correcto, es abominable desde el punto de vista estético». Uno se pregunta qué papel debe desempeñar en la ciencia la estética; de hecho, no debería desempeñar ningún papel. El propio Einstein afirmó: «Si quieres describir la verdad, deja la elegancia para el sastre». De esto no se acordó cuando criticó a Lemaître: en casa del herrero, cuchara de palo. Desgraciadamente, también los científicos son seres humanos y muchas veces la intuición, el ansia de protagonismo o el creerse infalibles acaban afectando a sus acciones científicas. Afortunadamente, la Física y la Cosmología en particular son ciencias empíricas y, por tanto, la comprobación experimental es lo que cuenta. Antes de hablar más en detalle del universo en expansión y de su comprobación experimental, veamos la segunda teoría del universo que Lemaître dio al mundo.

Después de haber conseguido su doctorado por el MIT, de volver a Lovaina y ser promocionado para ocupar una plaza de profesor permanente en la facultad, Lemaître asistió a un congreso organizado por Arthur Eddington en el que expuso una teoría del origen del universo, en el que se habría producido una explosión primigenia: es lo que hoy en día llamamos el «Big Bang». De nuevo se encontró con un escepticismo enorme por parte de la comunidad científica, pero, años después, Einstein reconocería que Lemaître tenía razón: los datos en su favor eran abrumadores. Lemaître era un visionario y en el resto de su tiempo como profesor en la Universidad de Lovaina fue un pionero del uso de técnicas computacionales para describir el universo. Si pensamos que estamos hablando de los años cuarenta-cincuenta del siglo pasado, cuando los ordenadores estaban empezando a nacer, nos damos cuenta de la gran capacidad de anticipar las nuevas técnicas de investigación en Física que tenía Lemaître, o monseñor Lemaître, como era conocido por entonces, ya que no olvidemos que siempre ejerció como religioso. Pero, ¿cómo descubrieron los astrónomos que el universo se expandía?

Hasta este momento sólo hemos hablado del trabajo que los astrónomos hicieron mirando las «fotos» del cielo, pero éste contiene más información: los espectros de objetos celestes. Si descomponemos la luz de una estrella con un prisma, ésta se descompone en colores: es lo que llamamos su espectro. Cada color tiene una especie de huellas dactilares que se corresponden con la composición química del gas de que están compuestas las estrellas o las galaxias. Como estas líneas pueden observarse también en la Tierra, es posible identificar de qué está compuesta la estrella. Pero no sólo eso: la gran ventaja es que los astrónomos también pueden identificar lo lejos que está una galaxia valiéndose del efecto llamado «Doppler», al medirse su espectro. Cuando una galaxia se aleja de nosotros, su luz se hace más roja, y viceversa: cuanto más se acerca a nosotros, se hace más azul. Es el mismo fenómeno que observamos en el sonido de la sirena de una ambulancia: cuando se acerca a nosotros el sonido es más agudo y, cuando se aleja, el sonido es más grave.

Vesto Slipher fue un astrónomo estadounidense que pasó toda su carrera en el observatorio astronómico de Lowell, en Flagstaff (Arizona). Él fue el primero que descubrió en 1912 que las galaxias, utilizando medidas de sus espectros, mostraban desplazamientos de su luz al rojo. Esto era un claro indicativo de que se alejaban de nosotros. Fue Slipher y no Edwin Hubble quien hizo este descubrimiento, a pesar de lo que se piensa popularmente. Debemos recordar que Hubble conocía bien los medios de prensa y consiguió manipular la opinión pública. Fue también Vesto Slipher quien entendió perfectamente en 1917 lo que significaban sus medidas y la implicación de un universo en expansión. A pesar de que sus medidas eran muy anteriores a las teorías de Lemaître, tuvieron que pasar muchos años hasta que datos mucho mejores consiguieron cimentar el modelo de Lemaître.

Sí fue Hubble, sin embargo, quien consiguió recoger datos suficientes como para resumir los descubrimientos de Slipher en una sencilla ecuación: la velocidad de recesión es igual a la constante de Hubble multiplicada por la distancia. La velocidad de recesión se mide muy fácilmente, y hasta llegar a los confines del universo visible con un espectro, permite medir la distancia, que no podría medirse de ninguna otra manera: esta es la famosa ley de Hubble.

Los primeros cincuenta años del siglo pasado estuvieron dominados por descubrimientos astronómicos llevados a cabo por americanos y hallazgos teóricos realizados por europeos. Los siguientes cincuenta años verían una revolución teórica en Cosmología sin precedentes, protagonizada casi exclusivamente por cosmólogos de la extinta Unión Soviética. Veamos cómo sucedió esto, pero antes entendamos por qué nuestra descripción del universo era incompleta y qué hacía falta para entenderlo mejor.

En 1965, dos ingenieros de los Bell Labs en Nueva Jersey descubrieron accidentalmente la radiación del fondo cósmico de microondas (CMB): una radiación uniforme en el cielo, reminiscencia del Big Bang. La bola de fuego primigenia que había predicho Lemaître, más tarde, a finales de los años cuarenta, permitió al físico ruso George Gamow predecir el modo en que se forman los elementos primordiales: el hidrógeno y el helio, principalmente. A partir de estos elementos, la alquimia que se desarrolla en los corazones de las estrellas a lo largo de la vida del universo crea todos los demás elementos químicos. Ahora hemos observado esta radiación cósmica con mucho más detalle. Sabemos que fue emitida trescientos ochenta mil años después del Big Bang y, aunque es muy uniforme, tiene pequeñas irregularidades, de una parte en cien mil. Estas pequeñas variaciones de temperatura corresponden a pequeñas variaciones de densidad: son las semillas de las galaxias que vemos hoy. Además, estas irregularidades nos proporcionan información muy importante sobre el contenido del universo. ¿Cómo es esto posible? Si el universo ha estado expandiéndose durante catorce mil millones de años, en el principio el universo estaba hecho de un gas de hidrógeno y el helio, denso y muy caliente, y, por tanto, emitía radiación. Es la radiación que vemos cuando miramos el CMB. Es muy uniforme, pero con pequeñas «arrugas» de densidad y temperatura.

Estas «arrugas» y cómo utilizarlas para medir los parámetros del universo en que vivimos fueron predichas, en 1970, por los físicos soviéticos Rashid Sunyaev, hoy en día director del Instituto Max Planck de Astrofísica en Múnich, y Yakov Zeldovich, ya fallecido. Sus predicciones conocerían una confirmación experimental espectacular a comienzos del siglo XXI.

Arrugas en un gas son como ondas sonoras. Podemos ver estas pequeñas fluctuaciones como una sinfonía cósmica, narrando el origen de las galaxias. Los cosmólogos intentan «escuchar» esta música y entender a partir de ella cómo está hecho el instrumento (el universo). Para entender cómo se hace necesitamos tres claves más: 1) Cuando el universo tenía 380.000 años, nada podía haberse desplazado a más de 380.000 años luz, y tampoco la música de la sinfonía cósmica. Esto significa que hay una escala fundamental y que le corresponde un armónico fundamental y otros secundarios. Es como soplar en un tubo: sólo puede producirse una nota (fijada por la longitud del tubo) y sus armónicos; 2) Si esta escala puede verse en el fondo cósmico de microondas, como una cinta de medir cósmica, puede medirse únicamente como un ángulo, como el paralaje astronómico; 3) Esto en parte ya lo sabían los pintores del Renacimiento cuando descubrieron la perspectiva. Si sabes cuánto mide una regla y la ves a distintas distancias, puedes medir la distancia midiendo el ángulo que subtiende la regla. En consecuencia, podemos medir la distancia al CMB midiendo el ángulo de esta escala fundamental. Afortunadamente, podemos medir todavía más. Pero, para entender esto, tenemos que dar un paso atrás.
Albert Einstein nos enseñó que la masa deforma el espacio-tiempo, como cuando una persona corpulenta (la masa) se sienta sobre un colchón: la superficie del colchón (el espacio-tiempo, si imaginamos que el espacio tiene sólo dos dimensiones, como la superficie del colchón) se deforma. Isaac Newton nos enseñó que era la masa la que generaba la gravedad, pero claramente esto puede entenderse en el lenguaje de Einstein y, para nosotros, en el ejemplo del colchón: si había una bolita sobre el colchón, cuando se sienta la persona corpulenta la bolita «cae» sobre él. Einstein también nos dijo que E = mc2. Masa y energía son la misma cosa, por lo que, en lenguaje sencillo, cualquier cosa (masa o energía) es como la persona corpulenta que aplasta el colchón: deforma el espacio-tiempo y, por tanto, deforma su geometría.

Einstein demostró que, globalmente, existen únicamente tres opciones para la geometría del espacio-tiempo: a) Universo plano, cuyo equivalente en dos dimensiones sería una superficie plana; b) Universo cerrado, equivalente a la superficie de una bola; c) Universo abierto, como la superficie de una silla de montar a caballo. Y es el contenido total (masa y energía) del universo lo que determina su geometría. Un universo plano es al que todos estamos acostumbrados todos los días: la superficie de una mesa. Esta similitud es sólo una aproximación, ya que el universo real tiene cuatro dimensiones, tres espaciales y una temporal, y una mesa sólo dos dimensiones. Pero como no es fácil visualizar cuatro dimensiones, resulta útil pensar en el ejemplo de la mesa y, después, la esfera, para entender geometrías distintas. En el caso de la mesa podemos imaginar que las tres dimensiones espaciales corresponden a un lado de ésta, mientras que el tiempo es el otro lado. En la mesa, la distancia más corta entre dos puntos es una línea recta. Un universo curvo, tanto abierto como cerrado, es aquel en que la línea recta no es necesariamente la distancia más corta entre dos puntos. También estamos habituados a una superficie curva cada vez que viajamos en un vuelo transatlántico: el avión, en vez de ir hacia el oeste desde Europa, se dirige primero hacia el norte. La razón es que la distancia más corta es una línea curva cuando el espacio es una esfera, como la superficie de la Tierra. Valiéndonos precisamente de este hecho –que la distancia entre dos puntos y, por tanto, los ángulos, depende de la geometría del espacio–, podemos medir la geometría del universo entre nosotros y el CMB (que es todo el universo visible) midiendo el ángulo de esta escala fundamental.

El resultado que los cosmólogos descubrimos hace diez años es que el universo es plano: esto significa el alivio de muchos estudiantes de cosmología ya que, en este caso, las ecuaciones son mucho menos complicadas que en los otros dos. Es decir, cuando los cosmólogos midieron la distancia más corta entre dos puntos, descubrieron que se trataba de una línea recta, es decir, un plano. No sólo eso: también fue una validación experimental de la teoría llamada de la inflación, que intenta describir cómo se formó el universo.

La teoría de la inflación no sólo explica por qué el universo es plano y por qué tiene el tamaño que tiene, sino también cuál es el origen de las galaxias, es decir, nosotros: las pequeñas semillas que mencionamos antes. De nuevo se estaba ante un descubrimiento teórico liderado por físicos soviéticos detrás del telón de acero. A finales de los años setenta y principios de los ochenta del pasado siglo, Alexei Starobinsky, Andrei Linde, Viatcheslav Mukhanov y el norteamericano Alan Guth desarrollaron la teoría del universo inflacionario, que hoy en día ha pasado todas las pruebas observacionales.

Las observaciones indican que el universo tiene geometría plana, pero, ¿de qué está hecho el universo? ¿Cuál es su contenido en materia? Si contamos todas las estrellas en el cielo, vemos que éstas constituyen solamente un 1% de la cantidad de materia que se requiere para que el universo sea plano, de ahí que la mayoría de la materia tenga que ser de un tipo que no sea visible, esto es, materia oscura. A mediados del siglo XX, los astrónomos Vera Rubin y Fred Zwicky descubrieron que para que las estrellas en las galaxias se mantuviesen juntas, sin esparcirse por el universo como balas perdidas, hacía falta más materia, una especie de pegamento, ya que, de lo contrario, las estrellas saldrían despedidas de la galaxia por la misma fuerza centrípeta debido a la rotación de la galaxia. Es fácil entender este descubrimiento. Piense el lector en una honda con una piedra que quiere lanzarse. Para ello se gira el brazo a una velocidad alta hasta que suelta un trozo de la cuerda que sujeta la honda y, en ese momento, la piedra sale despedida. Con las galaxias sucede lo mismo. Como vemos que las estrellas giran a una velocidad muy alta, algo tiene que mantenerlas sujetas: ¡la materia oscura! Materia que no vemos y que solamente tiene un efecto gravitacional.

Sin embargo, las medidas iniciadas por los astrónomos Vera Rubin y Fred Zwicky, además de muchas otras observaciones, nos indican que no hay bastante materia para hacer el universo plano. Alguien tiene que estar equivocado. Hay, además, un problema molesto con la edad del universo, ya que las medidas de la constante de Hubble (velocidad de expansión del universo) y las medidas del contenido de materia indican que el universo tendría que ser más joven que algunas de las cosas que contiene. Esto es claramente un misterio.

El gran descubrimiento de finales del siglo XX es que casi el 80% del universo, lo que faltaba para explicar la geometría, no es ni siquiera materia. Sabemos que este nuevo componente está distribuido uniformemente y no «cae» en galaxias o cúmulos de galaxias. Sabemos que afecta al universo solamente en escalas muy grandes, comparables con el tamaño del propio universo. También sabemos que tiene densidad constante (por ello se llama constante cosmológica), o casi, por lo que no se diluye con la expansión (si es energía asociada con el vacío esto tiene sentido, puesto que el vacío es vacío y no se diluye). Es invisible: sus efectos se ven únicamente en la expansión y geometría del universo y por ello es merecedora del nombre de energía oscura.

Hoy en día las medidas del CMB, de las galaxias, de los cúmulos y de las supernovas están todas de acuerdo, como se ha demostrado espectacularmente, por ejemplo, en 2003 con el satélite WMAP. Indican que el pastel cósmico está dividido como en la figura 1: 4% química, 23% materia oscura y 73% energía oscura. Esto, sin embargo, nos deja en la siguiente situación: nosotros y toda la química somos una parte muy pequeña de todo el universo. Por lo menos para la materia oscura hay teorías fundamentales de los físicos que predicen su existencia y sus propiedades. Seguramente veremos avances importantes que llegarán muy pronto, sobre todo ahora que ya está funcionando el acelerador de física de partículas (LHC) en Ginebra.

El problema de más envergadura es que los físicos teóricos que estudian el vacío nos dicen que la constante cosmológica debería ser de 120 órdenes de magnitud (¡un uno con 120 ceros detrás!) más grande de lo que observamos. En otras palabras, no tenemos ninguna idea de lo que es: hay teorías y especulaciones, pero nada más. Claramente tenemos ante nosotros un problema muy complicado. ¡Qué apasionante! Las nuevas generaciones de jóvenes que ahora empiezan a estudiar Física tienen ante sí un gran reto, casi igual al que existía hace cien años cuando no sabíamos casi nada acerca del universo.

Científicos de distintas áreas están empezando a trabajar juntos (teóricos, experimentales, físicos, astrónomos, etc.). Tenemos que estar seguros de que lo que llamamos energía oscura es el mismo bicho (muestra las mismas propiedades) cuando lo observamos de distintas maneras. De ahí que esté produciéndose un enorme esfuerzo observacional de toda la comunidad astrofísica, astronómica y cosmológica para hacer observaciones que puedan aclarar la naturaleza de la energía oscura.

Si hubiésemos escrito este artículo hace cien años contendría solamente una línea: no sabemos nada acerca del universo, ni siquiera sabemos si hay un universo. De hecho, sería aún peor, porque ni siquiera sabíamos entonces por qué brillan las estrellas. El avance en nuestro entendimiento del cosmos en cien años ha sido espectacular, vertiginoso. Ahora sabemos por qué brillan las estrellas, cómo se formó el universo, cómo evolucionó y cómo se formaron las galaxias. Sabemos que el material de que estamos hechos se formó en el Big Bang y luego fue reprocesado para formar materiales como oxígeno, carbono, etc., en las estrellas. Hoy sabemos tantas cosas que un estudiante de Cosmología necesita años para formarse y ser un profesional.

La predicción teórica más curiosa, según los conocimientos más modernos sobre el universo, es que en el futuro, en dos o tres veces la edad del universo actual, la energía oscura habrá hecho que no podamos ver nada más que nuestra galaxia, la Vía Láctea. Esto se debe a la expansión tan rápida del universo, que provocará que la luz no pueda viajar más allá de nuestra galaxia. Será entonces cuando la astronomía extragaláctica observacional haya muerto. Aunque para entonces seguro que no habrá raza humana para hacer observaciones.

Los libros de Nussbaumer y Bieri, por un lado, y Bartusiak, por otro, cuentan de una manera profesional, pero a la vez amena, el gran esfuerzo que supuso descubrir que vivimos en un universo que se expande. Son libros que describen, además, el tremendo esfuerzo de muchos astrónomos, físicos y cosmólogos para descubrirlo, y cómo muchas de las teorías revolucionarias necesitaron años para ser confirmadas. Pero quizá lo más apasionante sea la observación de que el cosmos no para de darnos sorpresas. La energía oscura indica que hay nueva física más allá de la teoría de la relatividad general de Einstein y el modelo estándar de física de partículas. Cualquier resultado impacta no solamente en la Cosmología, sino también en nuestro conocimiento de la estructura fundamental del espacio-tiempo. Estamos viviendo la época dorada de la Cosmología y el actual es un gran momento para ser un cosmólogo, ya que si esperamos otros veinte millardos de años, el universo se habrá disuelto en la nada debido a la energía oscura y no habrá ya observadores inteligentes.

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