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Antes del final

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Cuando aparezca esta columna las elecciones estadounidenses del 3 de noviembre no se habrán celebrado aún. Me he resistido con determinación en otras anteriores a la tentación de pronosticar sus resultados y voy a seguir haciéndolo. Aunque, como se ha señalado hasta la saciedad, están llamadas a marcar un hito en la vida pública de aquella nación hasta hace poco hegemónica en la geopolítica mundial, conviene no echar en saco roto que ningún hito es fatalmente definitivo.

No cabe mejor recordatorio que el inesperado triunfo de Trump en las elecciones de 2016. A su manera embarullada, paradójica, extravagante, desorientada, a menudo grotesca u ofensiva hacia sus adversarios, el nuevo presidente ha tratado de imponer un ambicioso cambio de rumbo en la trayectoria interna e internacional seguida por su país desde la época de Franklin Roosevelt y el final de la Segunda Guerra Mundial. Por diversas razones, en especial por el desafío que la extinta Unión Soviética suponía para el orden capitalista occidental, Estados Unidos, aun con grandes matices —de Truman a Reagan había un amplio recorrido— mantuvo estable su protagonismo económico y político en el bloque vencedor durante la guerra fría. Las diferencias en su seno, sin embargo, se acentuaron al tiempo que disminuían los dividendos de la paz.

Por un lado, la respuesta a los atentados islámistas del 11-S y, en especial, la invasión de Irak generaron una creciente desconfianza entre los aliados europeos hacia la certidumbre neocon de que las sociedades del Oriente Medio estaban deseosas de adoptar regímenes democráticos y necesitaban apoyo. El liderazgo americano empezó a ser puesto en cuestión y, a su vez, bajo el presidente Obama optó por dirigir la política exterior USA desde el asiento de atrás. Los críticos que afean a Trump su desinterés por sus aliados europeos deberían recordar que en asuntos decisivos como el Plan Conjunto de Acción sobre el programa nuclear de Irán (2015), los acuerdos de París sobre cambio climático (2015), la intervención exterior en la guerra civil siria y el final de las sanciones al régimen castrista cubano, Estados Unidos adoptó consistentemente la línea de menor resistencia y Obama rompió los puentes con los republicanos, algo mucho más importante.

Pero había otro factor al que se prestaba menos atención: la extensión de la economía globalista que acompañó a la explosión de las nuevas tecnologías de información y comunicación. La economía mundial dejó de ser ricardiana, es decir, compuesta por unidades nacionales que contribuían al mercado con bienes y servicios que reflejaban sus ventajas comparativas, para ser sustituida por otra que otorgaba gran protagonismo a las cadenas de valor, es decir, a procesos productivos cuyos distintos componentes podían ser realizados en diversos lugares y jurisdicciones nacionales. El ejemplo señero de los móviles Apple es el más vistoso, pero dista mucho de ser el único.

Los procesos menos complejos de la secuencia productiva fueron rápidamente transferidos a otros países donde podían realizarse con similar eficacia pero con costes mucho más reducidos. Ahora el ejemplo señero es China que, también desde los 90, se convirtió en el taller mundial donde operaban sin otros límites que los de la fuerza de trabajo local, muchas de  las cadenas de valor concebibles, desde las más simples hasta, finalmente, las más complejas.

Ese nuevo modo productivo recompuso la división del trabajo y generó ganadores y perdedores en la arena internacional. Muchos de los trabajos manufactureros bien pagados que hasta entonces habían ejecutado operadores americanos se trasladaron a China. Si los consumidores USA se beneficiaban todos ellos (incluyendo a quienes habían perdido su empleo ante el empuje bajista de los chinos) de los descensos de precios en esos bienes y servicios, millones se quedaron sin trabajo o tuvieron que reciclarse en otros peor pagados. Las distintas administraciones americanas desde Bill Clinton hasta Obama, los medios de comunicación y los poncios locales no hicieron grandes esfuerzos por enmendar la situación.

La inesperada victoria de Trump en 2016 se debió ante todo a su capacidad para comprender —aunque no para explicar y afrontar coherentemente— la importancia del cambio que se estaba desarrollando ante los ojos perplejos de tantos trabajadores americanos. Su tosco lema MAGA (Make America Great Again), luego trasformado en la estrategia America First, ayudó a que cayeran de ellos muchas escamas. No en balde, su triunfo electoral sucedió en algunos bastiones industriales que anteriormente, aun de forma desigual, habían apoyado mayoritariamente la política general del Partido Demócrata.

En esa medida, Trump ha marcado un hito que, con independencia de lo que suceda el 3 de noviembre, no va a desaparecer fácilmente de la futura sociedad americana.

De ahí que lo importante a largo plazo no sea tanto quién gane o pierda las elecciones a la presidencia o a las cámaras legislativas sino el rumbo que quien lo haga vaya a impulsar en la política general del país.

Pero, a largo plazo… recuérdese el comentario de Keynes. También, sin embargo, que el largo plazo está hecho de otros más cortos.

***

La elección presidencial, en los días previos a la votación, tiene ya un ganador: Joe Biden, el candidato demócrata. Así lo anticipa una mayoría de encuestas, tanto a escala nacional como en los estados que darán al vencedor la mayoría en el Colegio Electoral. Según Financial Times (28 de octubre) Biden contaba ya con 279 votos electorales sobre los 270 que conforman la mayoría entre estados ya fijos en su columna (las dos costas y Nueva Inglaterra) y los que se inclinan por el voto azul. Trump sólo tenía 83 fijos (Sur y Midwest) y otros 42 posibles. En Michigan, Pennsylvania y Wisconsin, donde Trump ganó por escasa mayoría en 2016, Biden le superaba en más de 5 puntos porcentuales. Y estados donde Trump obtuvo un triunfo sólido en 2016 como Carolina del Norte, Georgia, Ohio y Iowa están en la cuerda floja

El remusguillo de 2016, sin embargo, subsiste. También entonces Hillary Clinton parecía una segura ganadora y acabó en la cuneta de forma inesperada. Uno de los pocos encuestadores que entonces acertó con Trump fue Robert Cahaly de Trafalgar Group, que le dio ganador en Michigan y Pennsylvania. En 2018 Cahaly también pronosticó el triunfo de Ron DeSantis, el actual gobernador de Florida, a quien todos los demás habían colocado en la cuenta de los fracasados. Cahaly piensa que Trump ganará en 2020.

Uno de sus instrumentos es el llamado sesgo de sensibilidad social que se produce cuando quien responde a una pregunta lo hace con una respuesta encaminada a que el entrevistador no se muestre crítico con él. Quienes saben que tienen opiniones poco aceptables no quieren que les juzgue un extraño al que no conocen y menos ahora cuando tanta gente ha visto su empleo en riesgo por decir claramente lo que piensa.

Otro, las entrevistas cortas. Las largas sólo interesan a quienes tienen una opinión ya formada, sea muy conservadora o muy progresista, lo que lleva a desviar la atención de quienes de verdad inclinan la balanza —los que están en el medio—. Hay otros factores más propiamente americanos, pero esos dos son algo recomendable para todos los que practican este deporte de riesgo. Sobre esa base, para Cahaly, Trump puede alcanzar un triunfo que sobrepase por muy poco los 270 votos electorales. Es posible, aunque tal vez la flauta de Cahaly dio con la nota exacta hace cuatro años gracias a una acumulación de casualidades.

Lo indudable —y eso remacha la idea de que estas elecciones son de gran calado— es la previsiblemente alta participación electoral. El 27 de octubre, una semana antes del día de la votación, más de 66,4 millones de votantes habían depositado su papeleta —ocho millones más de electores que el total de votantes que anticiparon su voto en 2016. Muchos de ellos lo han hecho para evitar la cola en su colegio y así eventuales contagios del virus de Wuhan. Otros, especialmente los demócratas, han atendido los llamamientos de su partido para que su voto no se pierda o se vea envuelto en eventuales querellas por fraude electoral.

¿Quiénes serán los votantes decisivos? Una vez más, es difícil saberlo. El 23 de septiembre, Thomas Edsall apuntaba en su columna de NYT que en Michigan, Pennsylvania y Wisconsin, tres de los estados que Trump necesita mantener de su parte, el número de votantes registrados había subido seis puntos por comparación con el ciclo de 2016, pero el número de demócratas había menguado en un 38%, alrededor de 150.000 menos. Adicionalmente los blancos sin grados universitarios —un grupo que votó ampliamente por Trump en 2016— habían aumentado su presencia en un 46%, mientras que la gente de color —así se ha dado en llamar a todos aquellos cuyo color de piel tiene un grado superior de melatonina, por pequeño que sea— sólo lo había hecho en un 4%, una diferencia especialmente notable porque ese último grupo había crecido un 13% en esos estados mientras que el grupo WNC (white non college, blancos sin título universitario) sólo lo había hecho en un 1%. 

Otro factor de duda es la decidida evolución hacia la izquierda de los demócratas blancos, especialmente los jóvenes. Por más que su partido insista en que Estados Unidos está aquejado de un racismo sistémico que pospone y discrimina a las gentes de color, una mayoría de los votantes demócratas siguen siendo blancos y, entre ellos, la incidencia de quienes no han evolucionado tan rápidamente hacia el progresismo en cuestiones de raza y moral se mantiene. En el pasado, ese hiato ha lastimado las expectativas políticas del partido en su conjunto y aún está por ver hasta qué punto las críticas de Trump no harán mella sobre el votante medio. Edsall (octubre 14) insistía nuevamente en este aspecto porque, según él,  durante el mes de septiembre 2020 el número de WNC que se había registrado para votar había seguido subiendo.

Finalmente, la gran incógnita para ambos partidos es la conducta electoral de lo que sin gran precisión el censo llama  latinos y que pueden ser de cualquier color. Son un segmento fundamental de la población en varios estados en disputa: 38,7% en Texas, 29,2% en Nevada y 31,7% en Arizona y representan casi un 10% en Carolina del Norte y Georgia. No todos ellos votan al unísono. El electorado latino, adicionalmente, se concentra en un estado decisivo en las campañas electorales: Florida. Allí una buena parte de los votantes hispanos con nacionalidad americana se consideran exclusivamente blancos, incluyendo a más de la mitad de los cubanos del área de Miami que reniegan de ser considerados Latinx frente a los progresistas que se empeñan en situarlos entre la gente de color.

La importancia de la elección presidencial ha tapado otro aspecto decisivo de lo que que los americanos se juegan el 3 de noviembre en el Congreso. La opinión mayoritaria se inclina a que los demócratas seguirán manteniendo, incluso aumentándola, su mayoría en la Cámara de Representantes porque, ésta sí, se aproximará mucho a los resultados del voto popular en las presidenciales. La gran partida, pues, tendrá como protagonista al Senado, donde un tercio más dos de los escaños (éstos últimos debido a situaciones especiales) tendrá que afrontar la decisión de los electores. Hasta ahora se repartían así: 53 republicanos, 45 demócratas y dos independientes que votan con los demócratas. Uno de ellos, Bernie Sanders.

Incluyendo las dos elecciones especiales, los republicanos tienen que defender 23 escaños por 12 los demócratas. Si 4 o más de los 23 lo pierden mientras los demócratas mantienen los suyos, la mayoría habrá cambiado y si, además, Joe Biden se convierte en presidente se habrá producido una gran marea azul que hará mucho más sencillas sus tareas legislativas. Incluso si el cambio afecta tan sólo a 3 republicanos, los demócratas contarán con mayoría porque, en los casos de empate, el vicepresidente —en esta hipótesis la vicepresidenta Kamala Harris— curiosamente cuenta entre sus funciones la presidencia del Senado y tiene voto de calidad

***

Todos los indicios apuntan a que una mayoría de electores ha decidido ya su voto. Pero aún queda un resto que puede decidir la elección en un sentido u otro. Una vez más, sobre esos indecisos planearán los mismos grandes asuntos que han ocupado la atención nacional a lo largo de la larguísima campaña electoral que empezó a tambor batiente tan pronto como se contaron los votos en la noche del 9 de noviembre de 2016. Uno de ellos, siempre decisivo para la mayoría de votantes, ha sido el estado de la economía.

En ese campo Trump había llevado la delantera. Pero, como se ha dicho con exactitud, le ha tocado en suerte presidir dos economías enfrentadas la una con la otra. La primera duró hasta marzo 2020 y llevó al país a  batir records históricos en el número de puestos de trabajo, en la renta de los hogares y en la apreciación de los valores bursátiles. Trump recogió la larga etapa de expansión moderada bajo Obama y la impulsó suavemente. De hecho, tras el primer debate presidencial (29 de septiembre), las encuestas recogían su ventaja sobre Biden. También en septiembre pasado un 56% de los encuestados por Gallup decía estar mejor que hace cuatro años. Pero la crisis sanitaria se había llevado ya por delante buena parte de esos avances. Conviene recordarlos.

Al poco de la elección 2016, la Reserva Federal apuntaba que la tasa de paro (4,7%) bajaría paulatinamente para situarse en 4,5% en los próximos años. A finales de 2019 había caído a 3,5% como resultado, en buena medida, de los cambios impositivos en 2017 y 2018. La bajada del desempleo impulsó aumentos salariales y amplió las oportunidades para los trabajadores poco cualificados. Pero, con la explosión de Covid 19 y su secuela de cierres y distancia social el desempleo saltó hasta 14,7% el pasado abril. Aunque se recuperó con rapidez en los meses siguientes, en septiembre el paro seguía en 7,9% y había cinco millones más de parados que cuando Trump empezó su mandato.

La economía había crecido hasta 2019 con una ligera aceleración sobre la expansión que acompañó los últimos años de Obama, pero el crecimiento se vino abajo con la llegada del virus. A pesar de una rápida respuesta bipartidista en Washington que impulsó con varios billones de dólares (12,1 según algunas cuentas) las ayudas al consumo doméstico, a las pymes y a algunas grandes industrias, el PIB rebajó su crecimiento en 1,9 billones respecto del año anterior. El empleo industrial, que había perdido ocho millones de puestos de trabajo entre 1979 y 2009, inició una paulatina recuperación a partir de 2010, pero la crisis sanitaria lo redujo a un nivel similar al de los 1940s.

Sin embargo, las noticias más recientes parecen abrir un horizonte esperanzador. La economía USA creció 7,4% durante el tercer trimestre 2020 y el número de trabajadores acogidos al paro en la semana anterior a la elección había bajado hasta 751.000.

Si sufre una derrota, Trump tendrá buenas razones para atribuirla a la volubilidad del destino.

No sucederá así con la segunda gran preocupación de los electores —su salud—. Con 8,9 millones de casos y 227.697 fallecidos hasta octubre 28, Estados Unidos ha sufrido con rigor el azote de la pandemia. Es cierto que los medios críticos del presidente han hecho recaer sobre él el mayor peso de muchas decisiones erróneas en las que también incurrieron otras autoridades estatales y locales, pero no lo es menos que Trump no ha mantenido una trayectoria clara y, menos aún, ha sabido educar al público en aquello que él intuía razonablemente: que la preocupación por la salud colectiva no debía limitar los esfuerzos para que la economía no se viniese abajo de forma irreparable.

La semana próxima despejará muchas incógnitas.

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