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Elvis Presley, el artista adolescente

La primera vez que vi a Elvis Presley yo era un niño de pantalón corto y el corte de pelo a tazón. En la España de finales de los años sesenta ya se había producido una tímida apertura, que –entre otras cosas? había permitido que en 1965 los Beatles actuaran en la Plaza de las Ventas ante un público de cinco mil jóvenes. No conservo ningún recuerdo de ese evento, pues en esas fechas yo sólo contaba dos años, pero en algún momento de mi niñez apareció la imagen de John Lennon con sombrero cordobés, guitarra eléctrica y armónica. No me impresionó gran cosa. En cambio, mi primer contacto con Elvis me produjo una auténtica conmoción. Encendí la televisión –un Telefunken en blanco y negro? y apareció cantando uno de sus números más famosos: el «rock de la cárcel». Con uniforme de preso y un llamativo tupé, su voz de barítono alto y con registros de tenor jugaba con una letra por entonces incomprensible para mí, enlazando frases a un ritmo frenético. 

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¿Se puede ser todavía comunista?

Cuando tenía veintitrés años, fui un verano a conocer el comunismo y aprender alemán en la ahora extinta República Democrática Alemana. A poco de llegar, paseando por una aldea del Hartz, alguien me gritó desde donde no pude verlo un agresivo «Kommunist!» Que en un país comunista se utilizara como insulto tal adjetivo me sorprendió; que toda la población, incluida la muchachada en camisa azul añil de la Freie Deutsche Jugend, echaran pestes en privado y a veces en público del comunismo, también me dejó perplejo; pero lo que de verdad no había imaginado era la realidad misma del comunismo. Si el periodista norteamericano Lincoln Steffens pudo decir, tras pasar tres semanas en la Unión Soviética en 1917, que había viajado al futuro y funcionaba («I have been over into the future, and it works»), viajar a la República Democrática Alemana en los años ochenta era viajar por un túnel del tiempo que nos retrotraía hasta 1945 y que, evidentemente, no funcionaba. Eso sí, era un viaje al pasado muy peculiar, porque todo estaba deslucido por el envejecimiento y, junto a las ruinas de antaño, se alzaban de vez en cuando los bloques de viviendas prefabricados de hormigón, que algún día se desmontarían, cuando hubiera recursos para restaurar la Alemania cuarenta años antes destruida por la guerra: «Dem Sozialismus gehört die Zukunft!» «¡El socialismo es el futuro!», pregonaba la propaganda con que se adornaban las calles, pero el paisaje no hablaba de futuro, sino de congelación en el tiempo y de degradación física y humana.

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Populismo: anatomía del espectro

Si 2016 fue el año del populismo, coronado por la victoria de Donald Trump en las presidenciales estadounidenses y la decisión de los votantes británicos de abandonar la Unión Europea, 2017 fue el año en que se frenó su irresistible ascenso: esperábamos lo peor y lo peor no llegó. Pese a la incesante alerta mediática, no se concretó ninguna de las amenazas previstas: el partido de Geert Wilders apenas subió cinco escaños en las elecciones holandesas, Marine Le Pen cayó con estrépito en la segunda ronda de las presidenciales francesas y Norbert Hofer, candidato de la ultraderecha a la presidencia de Austria, no logró superar al político verde Alexander Van der Bellen. A ello podríamos añadir el fracaso del procés independentista en Cataluña, fenómeno nacionalista de tintes populistas, así como la creciente sensación de que el Brexit ha sido un fenomenal error colectivo cometido en nombre del pueblo. Si el proverbial espectro recorría Europa, en fin, dejó su sitio a un hondo suspiro de alivio.

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