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¿Ruptura democrática?

Procesos constituyentes. Caminos para la ruptura democrática

Gerardo Pisarello

Madrid, Trotta, 2014

184 pp. 15 €

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El libro del Gerardo Pisarello es un texto desconcertante. En él todo se mezcla y nada se explica. Se formulan llamadas a un proceso «destituyente/constituyente» sin decir adónde nos llevaría el cambio. Cuando se quiere dar contenido a este cambio, todo son palabras y proposiciones genéricas, sin precisar en ningún momento el camino y los procedimientos que conducen a esas realidades tan deseables. Hay continuas apelaciones a una verdadera «ruptura democrática», frente a la engañosa «transición a la democracia» del 78, que fue para el autor un proceso autoritario, hecho desde arriba y materializado en un «consenso constitucional» cerrado y excluyente. El resultado de ese consenso ha sido el modelo sociopolítico liberal-capitalista-oligárquico-autoritario que hoy tenemos, bajo el control de unas elites que hacen difícil o imposible la participación popular en la toma de decisiones. Por tanto, hay que romperlo. Esta es la tesis con la que arranca el libro, cuyo capítulo primero contiene ya en esencia el mensaje del autorEste constitucionalismo liberal-oligárquico –entiende el autor– opera en el ámbito mundial «a partir de una Ley mercatoria vinculada a los intereses de grandes empresas transnacionales, de entidades como la Organización Mundial del Comercio (OMC), el Fondo Monetario Internacional (FMI) o el Banco Mundial (BM). Y ha estado presente, también, en la articulación del llamado Consenso de Washington, en América Latina, o del denominado Consenso de Bruselas, en la Unión Europea» (p. 16)..

La Transición fue un apaño, no un camino a la democracia verdadera, sino a una partitocracia, con un bipartidismo pactado de unos pocos que acaban siempre entendiéndose. Fue una Transición mediatizada por los poderes reales (la oligarquía franquista, política, económica y militar), ante los que la izquierda claudicó. La Constitución es un «papelito» que hicieron los de arriba. Frente a ello, una nueva generación de españoles debe replantear las cosas ab initio, desde el comienzo. Hace falta volver a empezar. Hace falta un nuevo «proceso constituyente». No basta la «regeneración» de las instituciones: hay que sustituirlas por otra cosa, hay que devolver el poder al pueblo, del cual ellos –los revolucionarios– son los líderes.

El resultado del 78 presenta, además, una extraordinaria rigidez que impide las reformas, lo que obliga a plantearse de nuevo alternativas de ruptura democrática, hasta hace poco impensables. Ante esa situación consolidada, el camino a seguir no es de reforma constitucional, sino –repito– de un nuevo proceso constituyente (pp. 78 y ss.). Ruptura constituyente que «no implicaría renunciar a los elementos garantistas de los textos actualmente existentes», pero llevaría consigo «una propuesta de futuro», que en el libro no se explica más que en sus principios orientadores.

Los protagonistas del cambio tienen que ser «las generaciones más jóvenes, que no participaron en la elaboración de los marcos constitucionales vigentes. Este nuevo constitucionalismo vendría a romper la asociación entre capitalismo y gobierno representativo; frente a ello se plantearía una nueva democracia en su sentido original y plebeyo, basada en alternativas populares que surjan desde abajo con consignas igualitarias». Esta reivindicación de procesos constituyentes en cada nueva generación resulta un tanto llamativa, casi grotesca, y es una especie de adanismo: el mundo comienza con ellos, es la antítesis de la continuidad histórica y del concepto mismo de Constitución.

Frente a la restauración oligárquica del 78 –se lee en el libro–, esta nueva propuesta constituyente ofrecería «un constitucionalismo radicalmente democrático y transformador, capaz de cumplir un doble cometido. Por un lado, contrarrestar –destituir– el actual proceso de privatización, mercantilización y precarización de diferentes esferas de la vida a que el capitalismo neoliberal y financiero está conduciendo. Por otro, crear –constituir– nuevos marcos constitucionales, locales o internacionales, que permitan tutelar de manera sostenible y generalizable las necesidades básicas, los bienes comunes, la paz y la diversidad cultural y nacional». ¡Ahí es nada! ¿Quién da más?

A continuación, el libro que comento vuelve a contarnos, sin ninguna aportación de relieve, la historia del constitucionalismo (revolución inglesa del siglo XVII, gestación del constitucionalismo norteamericano, la revolución francesa, las rupturas constituyentes mexicana y soviética, la experiencia española de la Segunda República y el constitucionalismo alemán o italiano de los años cuarenta). Finalmente da cuenta de lo que llaman «el constitucionalismo neoliberal» de los años ochenta, protagonizado por Ronald Reagan y Margaret Thatcher, un nuevo modo de entender las cosas que inspiró la política de todos los países del mundo occidental, incluida la Unión Europea, en esos años. Nada digno de mención en estos capítulos 2, 3 y 4: es lo ya sabido.

El mensaje del doctor Pisarello vuelve a aparecer en el capítulo siguiente –el quinto–, en el que se nos ofrece, como referencia a seguir, las rupturas constituyentes de Latinoamérica (pp. 108 y ss.), entre las que destacan los procesos democratizadores de Venezuela, Bolivia y Ecuador (los casos de Brasil y Colombia se quedaron –dice– a mitad de camino en su impugnación de las políticas neoliberales). Por el contrario, «la Constitución venezolana, la ecuatoriana y la boliviana reflejaron una voluntad de ampliación del principio democrático y de la participación popular. Esto supone otorgar un mayor peso a los controles sociales sobre los poderes constituidos y complementar las tradicionales formas de democracia representativa con formas participativas, paritarias (en términos de género) y comunitarias (propias de muchas comunidades indígenas)». Esto, que llama «ampliación del principio democrático», va acompañado de un fortalecimiento extraordinario del poder presidencial de los caudillos (Hugo Chávez, Evo Morales y Rafael Correa), que se convierten en intérpretes privilegiados de la Constitución. Bajo su liderazgo, el Estado asume el control público sobre la economía, lo que implica nacionalización de sectores, reconocimiento de derechos sociales para todos, protección de las comunidades indígenas o de emigrantes, derecho al agua y a la ciudad, respeto a la naturaleza y paso de un paradigma antropocéntrico a un paradigma biocéntrico, que garantice un bienestar generalizable y sostenible. A todo ello se lo califica de «constitucionalismo social», basado en el control público sobre los recursos estratégicos del país (los energéticos, las minas, el agua, el suelo, los ríos, el crédito y la banca y otros), así como en una mejor redistribución de la riqueza, de modo que se reduzcan los índices de pobreza.

Estos procesos constituyentes (latinoamericanos) cuestionarían –dice– el modelo del constitucionalismo neoliberal europeo y serían una referencia para el futuro orden constitucional de los países del sur de Europa, entre ellos España. Sería ésta una inversión de papeles. «Durante décadas –escribe– la experiencia constitucional española fue una referencia obligada para procesos constituyentes o de reforma constitucional en diferentes latitudes, comenzando por Latinoamérica. El cambio político y jurídico que condujo a la Constitución de 1978 era presentado como ejemplo de una transición virtuosa, pactada, que marcaba un rumbo constitucional digno de imitación» (p. 135). Pero ahora los que podríamos llamar procesos constituyentes bolivarianos suponen un cuestionamiento del modelo español, pues ofrecen «una extensión significativa de los mecanismos de participación ciudadana, una mejor tutela de los derechos sociales y el establecimiento de cláusulas de protección frente a la privatización de servicios básicos como el agua o la atención sanitaria» (p. 136). Tendríamos así un constitucionalismo del norte cada vez más semántico y un constitucionalismo del sur que sería el real y verdadero (la distinción de norte y sur debe de estar referida a América).

La comparación de estos dos modelos y las políticas seguidas por el gobierno español han dado lugar, según el autor, a los numerosos movimientos de protesta acaecidos en España en los últimos años. De este modo, la crisis económica y los modelos latinoamericanos habrían supuesto para España la denuncia de los engaños del 78, el agotamiento del modelo de Constitución liberal-oligárquica, que es un cepo que atenaza al país, y el fin del consenso nacional que entonces se forjó. Tal es la tesis que se desprende del capítulo 6 (pp. 135-160), en el que vuelve a denunciarse la mediatización y falta de valentía con que fue «negociada» la Constitución del 78, bajo inercias franquistas heredadas, estrechos márgenes para el reconocimiento de derechos sociales y un sistema electoral protector del bipartidismo caudillista, poco democrático, que hoy tenemos.

Este sistema político y social ha saltado por los aires con la crisis de 2008, que marca un fin de época. La situación en la que se ha desembocado resulta inaceptable por una serie de razones y da lugar a la rebelión que hoy se extiende a múltiples esferas: «En lo social, porque a partir de 2008, y con la excusa de la crisis, se precarizan aún más las relaciones laborales, se aceleran los recortes de salarios –directos, indirectos y diferidos–, aumentan las privatizaciones en el sector público, se restringen los programas de transición energética, se producen nuevos ataques al medio ambiente, y se profundizan las desigualdades de género y la marginación o la negación de los trabajos de cuidado (asistencia social, dependencia). Desde el punto de vista democrático, porque muchos puestos clave de la dirección política pasan a ser ejercidos por miembros de grandes grupos financieros, se vacía el papel de los parlamentos, se hace de los decretos leyes un instrumento al servicio del ajuste social, y se visibilizan de manera notoria las “puertas giratorias” que unen a los partidos tradicionales y las grandes empresas, generándose así una marcada desafección con la democracia liberal de representantes. Desde el punto de vista garantista, por fin, porque se consolida una legislación de excepción, represiva, dirigida a sancionar penal y administrativamente la exclusión y la protesta social, y a restringir de manera abusiva el contenido de la libertad ideológica, de expresión y de manifestación» (p. 161).

Ante tal situación, la reforma no es suficiente y hay que crear las condiciones para un escenario de ruptura. No basta el cuestionamiento de uno o dos preceptos de la Constitución, sino que hay que ir a «propuestas más radicales, de reformas rupturistas o de refundación constituyente, como las que se han planteado –vuelve a repetir– en América Latina o en Islandia» (p. 162). Esto es justamente lo que suscita el temor de algunos líderes políticos históricos (como Miguel Roca, Felipe González, Rodolfo Martín Villa, Jaime Ignacio del Burgo o José María Aznar, entre otros), que manifiestan su resistencia a abrir cualquier proceso de reforma constitucional, porque no se sabe adónde puede llegar. Muchas cuestiones podrían replantearse; por ejemplo, el reconocimiento de derechos sociales (educación, sanidad, vivienda, trabajo, renta básica) como algo jurídicamente exigible (y económicamente insostenible), la reforma de la organización territorial del poder, federal o confederal, una nueva planificación económica, la intervención de empresas estratégicas y de servicios esenciales, régimen controlado de los medios de opinión pública, nuevas formas de participación ciudadana y democracia directa; incluso podría ser replanteada la propia institución monárquica como forma de Estado. Estos y otros temas serían justamente el objeto de la ruptura buscada.

Pero, ¿qué salida ofrecen estos profetas del nuevo constitucionalismo social? ¿Cómo piensan articular, sobre qué bases, ese nuevo Estado? Tras sus proposiciones genéricas, ¿qué medidas adoptarían? ¿Cómo se financiarían? La respuesta a estas preguntas, hasta el momento, ha sido absolutamente ninguna. Las últimas páginas del libro (Conclusiones: pp. 171-183) tratan de fijar algunos contenidos al nuevo constitucionalismo, pero, como veremos enseguida, no pasan de ser la repetición de eslóganes conocidos, frases bonitas y buenos deseos, sin precisar en ningún momento cómo piensan hacer realidad lo que dicen.

Antes de entrar en ello, sin embargo, veamos cómo legitiman ese cambio o ruptura constitucional. Lo que llaman «poder constituyente democrático» consiste en la capacidad del pueblo, esto es, de las mayorías sociales como «poder original democratizador y fundador»; poder que procede de sí mismo y que puede «constituir» o «destituir» a través de la presión social o por vías electorales. Este poder constituyente se manifestaría de ordinario en asambleas elegidas de manera democrática, con exclusión de personas o grupos de poder vinculados al antiguo régimen. En ocasiones –escribe–, «la existencia de una situación revolucionaria o de cambio radical ha llevado a que ciertas decisiones fundamentales –como la exclusión de la forma monárquica o del carácter unitario del Estado– sean adoptadas antes de la propia convocatoria a una Asamblea Constituyente o durante su desarrollo» (p. 173). El nuevo marco jurídico se elaboraría en un proceso de interacción constante entre la Asamblea, las entidades promotoras del cambio y la propia comunidad: «La teoría democrática del proceso constituyente no opera bajo la obsesión del cierre institucional. Por el contrario, tiende a evitarlo y a diseñar canales que mantengan viva la capacidad de autogobierno de la comunidad política» (p. 173).

Este poder constituyente popular manifestado en una asamblea ciudadana tendrá que superar las resistencias que opondrán siempre las estructuras del poder constituido, político y económico cuando se intente imponer formas más democráticas de organización de la vida política, cultural y económica. Por eso hay que ganar las elecciones: para construir después una sociedad distinta.

He aquí formulado todo un proyecto de demolición del actual modelo constitucional socio-liberal implantado en el mundo occidental y su sustitución por un nuevo constitucionalismo social-popular de origen asambleario. Las preguntas que suscita la exposición de Pisarello son, de nuevo, múltiples: ¿quién legitimará esas asambleas constituyentes y qué elección las precederá? ¿Qué presión social sería admisible como vía de actuación popular? ¿Qué grupos son los llamados a participar, junto a las asambleas, en el proceso constituyente? ¿Qué «ciudadanía» sería la legitimada para proponer reformas en ese modelo permanentemente abierto? Y, ¿en qué consistirían esas formas más democráticas «de organización de la vida política y económica»? Es inútil buscar en el libro respuesta a ninguna de estas preguntas.

Lo más que el autor consigue concretar como contenido de ese proyecto de nuevo constitucionalismo y nueva gobernanza, se formula con estas palabras: «Este nuevo constitucionalismo debería consagrar formas de gobierno republicanas y laicas, capaces de compatibilizar el máximo autogobierno de las mayorías con la máxima tutela de las minorías vulnerables (por razones de género, lingüísticas, religiosas, de origen étnico o nacional). Por otro lado, debería favorecer la implicación ciudadana directa en los asuntos públicos y concebir la representación como una exigencia de la división del trabajo a la que es necesario someter a controles permanentes. Tomar conciencia de ello obligaría a impulsar una reforma radical de los partidos políticos, a promover su democratización interna, a prohibir su financiación por parte de grandes empresas y otros grupos privados, y a estipular un régimen severo de incompatibilidades para cargos electos; a imponer límites claros a los gastos en campañas, a planear reformas electorales con un fuerte sentido proporcional y a introducir, en general, restricciones temporales al ejercicio de cargos políticos. Asimismo, exigiría recuperar la primacía del poder legislativo sobre el ejecutivo, democratizar el acceso al poder judicial, superar sus rasgos corporativos y humanizar el derecho penal y penitenciario… De lo que se trataría, con ello, es de reforzar los valores de austeridad, honestidad y transparencia en el ejercicio de la función pública, de apuntalar el derecho a la información y de evitar que los miembros de un gobierno, los legisladores o los jueces acaben por convertirse en una casta privilegiada. Para resultar viables, obviamente, estos cambios deberían venir acompañados por mecanismos robustos de participación popular directa y de control del poder: asambleas descentralizadas, rotación en ciertos cargos, revocatorias de mandato, sorteos, iniciativas legislativas populares generosas, diferentes tipos de consultas ciudadanas, vías digitales y físicas de implicación en los asuntos públicos y una democratización amplia del poder comunicacional, basada en el fomento de medios de comunicación públicos bajo control social, de cooperativas informativas y de una red libre, plural y progresivamente desmercantilizada» (pp. 179-180).

Tal es el popurrí (mezcolanza de cosas diversas, cajón de sastre) que nos ofrece esta nueva filosofía política, a la que podrían sumarse otras expresiones como «democracia participativa», «democracia socioeconómica», «derechos sociales efectivos», como serían «el derecho al agua, a la ciudad, al propio cuerpo, a la vivienda o a un ingreso ciudadano desvinculado de las relaciones laborales normales» (renta básica), y variadas formas de gobierno colectivizadoras que abundan en sus páginas, como «gobierno público, ecológico y socialmente controlado de la economía», «planificación democrática», «mercados regulados», «diferentes regímenes de propiedad y uso de bienes comunes», «satisfacción de las necesidades básicas de todas las personas», «control de los capitales financieros», «desprivatización de actividades y sectores» (es decir, nacionalizaciones) y cosas por el estilo. Con algunas de estas propuestas, secundum quid que dicen los clásicos, podríamos estar de acuerdo (con la mayoría no), pero dichas así, genéricamente y sin concretar, no significan nada: son utopías o buenos deseos.

Todo ello no es otra cosa que un cuadro más civilizado del viejo comunismo utópico, cuyos verdaderos resultados están acreditados por la historia en todos los países en los que se implantó el socialismo real y las economías colectivizadas. El planteamiento y orientación de la actual izquierda radical es el mismo del viejo marxismo-leninismo que se predicaba en las universidades hace cincuenta o sesenta años, sólo que ahora más civilizado, sin violencia, sin asalto a Palacios de Invierno, pero igual. Como si el comunismo, que todos hemos conocido, se hubiera demostrado portador de democracia y libertad. ¿Se ha olvidado la experiencia histórica de Stalin, de Mao, de la Unión Soviética, de los gulags y campos de concentración, de la miseria económica que generaron, de la Revolución Cultural y de los centenares de presos políticos? No mejores resultados ofrecen a día de hoy las experiencias del socialismo latino, desde Allende a Castro, pasando por la actual Venezuela poschavista o la Bolivia de Evo Morales. Es difícil que en el marco jurídico-constitucional que se dibuja, bajo los principios enunciados en el libro que comentamos, se genere ahorro e inversión, iniciativa empresarial, riqueza, ni un mercado eficiente. La total falta de seguridad para la propiedad privada que engendraría un sistema tal llevaría a la parálisis de la economía y a la miseria de la nación, como llevó, años atrás, a países enteros como Rusia, Hungría, Rumanía, Bulgaria, Ucrania, Polonia, Chequia o Eslovaquia. Miseria que es patente hoy igualmente en Cuba, Venezuela o Bolivia.

Gaspar Ariño Ortiz es catedrático de Derecho Administrativo en la Universidad Autónoma de Madrid. Sus últimos libros son La financiación de los partidos políticos (Madrid, Cinca, 2009), Las nacionalidades españolas: el caso de Cataluña (Cizur Menor, Aranzadi, 2012), Regenerar la democracia, reconstruir el Estado: un programa de reformas políticas (Madrid, Unión Editorial, 2012), La Corona: reflexiones en voz baja (Madrid, Iustel, 2013) y La independencia de Cataluña (Cizur Menor, Aranzadi, 2015).

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