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La fobia anticatalana y sus remedios

Carta sobre nacionalismos

RAMÓN MASNOU BOIXEDA

Península, Barcelona, 1996

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El libro de Ramón Masnou tiene por objeto intentar, en la medida de lo posible, enfrentar una plaga recurrente, quizás endémica, que el autor denomina «fobia anticatalana». Parece que el tiempo transcurrido desde que se promulgó la Constitución de 1978 (que reconoce positivamente la realidad de Cataluña, en afirmación del autor) no hubiera bastado para generar una cultura política, en el resto de España, que reemplace los antiguos estereotipos, temores y rechazos que suscitaba y, a lo que se ve, suscita el hecho nacional catalán. El síndrome se explica por la pervivencia de un nacionalismo agresivo español (consciente o inconsciente) que menosprecia o ignora, en el mejor de los casos, lo que como nación significa Cataluña. Lo que persigue el autor es, por tanto, contribuir a la creación de nueva cultura política en España que conozca y reconozca la realidad catalana. El síndrome encuentra su origen en el desconocimiento que reina en España de Cataluña como nación. Por ello Masnou se dirige en castellano a los españoles de esta lengua para explicarles esta realidad (por tanto, algo más que un mero punto de vista). Y se dirige en primer lugar a los católicos españoles, pues es responsabilidad de los mismos no sólo coadyuvar a restaurar (o implantar) un clima de fraternal convivencia y respeto sino que tienen la obligación de conocer la documentación magisterial de la Iglesia sobre las naciones y los pueblos. Pero el libro interesará sin duda a un público más amplio. Esta obra tiene al menos dos virtudes fundamentales. En primer lugar está la voluntad de romper la estridencia mediática en torno a Cataluña. Sin embargo, para el espectador no periférico esta refriega está tan sujeta a oscilaciones extremosas que quizás Masnou debiera preguntarse si la existencia de la fobia anticatalana sigue debiéndose a la pervivencia de la cultura del «centralismo asimilista» o a la particular organización del sistema político español y a la posición que los nacionalistas catalanes ocupan en el mismo. Una posición que sin duda algún efecto sí tiene en la retórica de la lucha partidista y en su reflejo vociferante en algunos medios de comunicación «nacionales». La segunda virtud consiste en poner a nuestro alcance un importante compendio de documentación magisterial sobre nacionalidades y minorías étnicas (del Papa y de los obispos catalanes) que de otra forma sería de difícil acceso y que, desde luego, es de extraordinaria importancia (y de nuevo no sólo para el católico mesetario que quedará, probablemente, atribulado ante su lectura). Pero tras las virtudes vienen las pegas. Y éstas inevitablemente conducen al nacionalismo del autor. Masnou ama con pasión y legítimamente su tierra (y además no ve en ello conflicto con su amor por España) pero quizás tiene demasiada fe (con vistas a resolver el mentado problema de la fobia) en el origen providencial (y no contingente) de las naciones. Cierto es, como señala, que el Estado es producto de la acción deliberada, caprichosa y hasta arbitraria (contingente) de los hombres, pero ¿cómo no decir lo mismo (si bien en un grado y en un lapso temporal distinto) de las naciones? A Masnou le parece que distinguir nacionalidades auténticas de imposturas es cosa sencilla y que mezclarlas salomónicamente en el café para todos es cosa que ofende y mancilla a las verdaderas. Masnou le tiene demasiado apego a estas coletillas del discurso nacionalista de estos pagos (la realidad catalana, en su sentido fuerte, el hecho diferencial), conceptos que aunque ya antiguos no dejan de resultar opacos por el lastre retórico que soportan dentro del juego político. Su concepto de nacionalidad es tan restrictivo e inflexible («el hecho diferencial») que dejaría desierta la ONU: «lengua propia diferente, cultura diferente, historia diferente, costumbres, instituciones peculiares». Pareciera que las naciones son intemporales (naturales las llama el autor) y no resultado, precisamente, de esfuerzos deliberados y puntuales de los hombres en su voluntad por constituirse en tales. En suma, Masnou se enfrenta a un problema que a muchos (el conflicto permanente por la falta de reconocimiento político de la diferencia cultural) mediante una teoría dudosa (y esto no quiere decir que le quite yo competencia magisterial al autor). Es más, nada habría de malo en esto si no fuera porque esa defensa del carácter natural, prepolítico de las naciones, constituyen una rémora para la solución de los problemas que preocupan a Masnou. Quizás si aceptáramos que las naciones no son esos entes providenciales sino artefactos humanos estaríamos en mejores condiciones de redefinir nuestras identidades nacionales y de acomodar las diferencias y desactivar el conflicto. Por ejemplo, podríamos redefinir la identidad española o la catalana de forma plural. Y no me parece que admitir la contingencia de la nación haga que nos merezca menos respeto o reconocimiento. El que no tengamos una teoría o un instrumento preciso que identifique a las naciones no quiere decir que no se puedan abordar los problemas de las nacionalidades. Estos problemas son problemas concretos que exigen soluciones concretas, me parece, más que una gran narración nacional. En fin, que Masnou no haría menoscabo de su amor a Cataluña si dejara caer su teoría política nacionalista. Pero en cualquier caso siempre nos queda el consuelo del cielo en el que, como nos dice en su despedida, «no hay naciones ni nacionalismos, sino una nueva tierra, donde habitan para siempre la justicia y el amor».

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