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Fascismo y modernismo

Modernism and Fascism: The Sense of a Beginning Under Mussolini and Hitler

ROGER DRIFFIN

Palgrave MacMillan, Nueva York

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La interpretación del fascismo ha suscitado el que es posiblemente el problema de análisis político más difícil y enojoso en la historia de la Europa del siglo XX. Aunque el fascismo tenía claras raíces en el fermento cultural y político de la última parte del siglo anterior, su repentina irrupción tras la primera guerra mundial supuso una sorpresa. No se había predicho y parecía ser una excepción única a los movimientos revolucionarios establecidos, generalmente izquierdistas, obreristas e internacionalistas. El fascismo no era ninguna de esas cosas. Los comunistas reconocieron en un principio que el fascismo presentaba analogías con el estilo y las tácticas revolucionarias y violentas del bolchevismo, pero en años posteriores tanto los marxistas como los liberales occidentales se mostraron de acuerdo en al menos un punto fundamental: el fascismo era reaccionario, antimoderno, una sublevación contra la modernidad.

El «debate sobre el fascismo» protagonizado por los expertos a escala internacional en los años sesenta y setenta intentaba alcanzar una mayor objetividad y exhaustividad, pero tuvo dificultades para llegar a ninguna conclusión clara y compartida. El debate se apagó posteriormente en cierta medida durante los años ochenta, pero acabaría reviviendo en la década final del siglo. Esta fase más reciente del estudio del fascismo se ha visto fuertemente influida por el «giro cultural» en la historia, y ha estudiado mucho más que anteriores investigaciones la cultura y la estética fascistas, o su empleo del arte, la propaganda y el espectáculo. Gracias a ello ha adquirido un entendimiento más completo del carácter moderno de las técnicas y prácticas fascistas, y también de los temas y el contenido tanto de la cultura fascista como, también, de las ideologías fascistas.

El más destacado de los nuevos expertos surgidos en las dos últimas décadas es el historiador británico Roger Griffin, de la Brookes University de Oxford.Tras publicar The Nature of Fascism (1991), que presentaba una nueva teoría del fascismo genérico, editó la mejor publicación en un solo volumen de textos escritos por los propios fascistas, Fascism (1991), la mejor antropología de interpretaciones del fascismo, International Fascism:Theories, Causes, and theNew Consensus (1998), y más tarde (con Michael Feldman) la imponente y exhaustiva antología en cinco volúmenes Fascism: Critical Concepts in Political Science (2004).

Modernism and Fascism es el mejor y más importante libro de Griffin, y se propone presentar una nueva interpretación de una de las dimensiones más importantes del fascismo. Los recientes cambios en el estudio del fascismo, ya mencionados, han preparado un ambiente receptivo, pero Griffin va mucho más allá de temas monográficos para presentar un análisis global de la relación entre fascismo y modernismo.

Tras un capítulo inicial que pone de relieve las «paradojas» del modernismo fascista, dedica un total de cinco capítulos, el equivalente de ciento cincuenta páginas, a presentar una definición e interpretación del modernismo y de sus diversas formas de manifestarse. Ésta es probablemente la interpretación del modernismo más sofisticada que se ha formulado en ningún ámbito, y representa un logro en sí misma, ya que Griffin no se ocupa simplemente del modernismo artístico e intelectual, sino también del «modernismo programático», la expresión del modernismo en proyectos políticos y sociales a partir de la segunda mitad del siglo XIX . La mayor parte de los estudios anteriores se habían limitado a poco más que el modernismo estético («epifánico», en la terminología del historiador británico) y generalmente se han desdeñado por completo sus dimensiones social y política.

Esto requiere, por supuesto, una distinción entre los procesos normales de «modernización», la existencia de diversos estados de «modernidad», y el «modernismo», que adopta la forma de una crítica y de un proyecto o proyectos.Al igual que algunos otros analistas, Griffin data el comienzo del modernismo a partir de mediados del siglo XIX , y se habría originado en una revuelta contra lo que se percibía como la decadencia y la deformidad que estaba pasando a ser supuestamente característica de la modernidad en sus formas actuales. El modernismo dio origen a una serie de proyectos para, a partir de aquel momento, revitalizar la modernidad y darle lo que se percibía como una expresión y una forma más verdaderas, más auténticas.Así, en la interpretación de Griffin, «el modernismo es un término genérico para un enorme despliegue de iniciativas heterogéneas, individuales y colectivas, que se llevaron a cabo en las sociedades europeizadas en todos los ámbitos de la producción cultural y la actividad social desde mediados del siglo XIX en adelante. Su común denominador se halla en el intento de lograr una sensación de valor, significado o propósito trascendentes a pesar de la progresiva pérdida de un sistema homogéneo de valores y una cosmología dominante de la cultura occidental provocada por las fuerzas secularizadoras y desarraigadoras de modernización».

Existe una distinción fundamental entre el modernismo y lo que se ha denominado más recientemente posmodernismo, y es que el modernismo proponía alternativas específicas y enfáticas, mientras que el posmodernismo plantea únicamente una elección permanente. El modernismo fascista sería así absolutamente congruente con lo que el crítico estadounidense Ihab Hassan llamó el principio de autoridad en el modernismo, en contraposición al principio de anarquía del posmodernismo. Otra diferencia entre el modernismo y el posmodernismo estriba en que mientras que los modernistas rechazaron drásticamente los aspectos clave de la cultura, la sociedad, la economía y la política de la modernidad, los posmodernistas generalmente aceptan y reflejan las tendencias culturales, sociales y económicas de la así llamada época posmoderna.

Los orígenes del fascismo italiano en la rivoluzione mancata (revolución frustrada) de la Italia del siglo XIX y su estrecha asociación con la revuelta modernista de comienzos del siglo XX en la intelligentsia y la élite artística italianas son generalmente bien comprendidos por los especialistas, a pesar de que no son percibidos normalmente por la opinión común. El dominio continuado del estereotipo habitual quedó demostrado en una fecha tan reciente como 2006, cuando un nuevo documental británico sobre arquitectura moderna expresó su sorpresa por el hecho de que el famoso escritor fascista Curzio Malaparte hubiera pedido que le construyeran una casa ultramodernista como su residencia personal en Capri.

Desde el comienzo mismo, el fascismo italiano se asoció íntimamente con sus propias formas de modernismo. Junto con el comunismo soviético, fue una de las dos grandes y novedosas formas radicales de «modernismo programático» de la década de 1920.Abrazaba de lleno el estilo modernista, y la arquitectura «racionalista» (el término italiano para referirse a la arquitectura modernista) se convirtió en el estilo semioficial del régimen.

El más amplio objetivo programático era crear una nueva revitalización moderna de la nación, con una estructura y un proyecto políticos nuevos que desarrollaran una nuova civiltà (nueva civilización). El fascismo habría así de convertirse en la revolución del siglo XX , del mismo modo que el nacionalismo y el socialismo habían sido las revoluciones del siglo anterior, y la democracia la del siglo XVIII . El modernismo programático no rechazaba todos los aspectos del pasado y de la cultura y la sociedad tradicionales, pero insistía en la creación de una nueva síntesis que combinara aspectos de esta última que siguieran siendo vitales y útiles con nuevos ideales y estrategias que habrían de construir un nuevo proyecto moderno y único. Rechazaba los aspectos «decadentes» de la modernidad, pero abrazaba de manera entusiasta lo que concebía como los objetivos más elevados del modernismo creativo en economía, tecnología, reforma legal e institucional y expansión nacional, todo ello fundamentado en la más esencial de las revoluciones modernistas: la creación del «hombre nuevo» con un vitalismo, una fuerza y un dinamismo fascistas.

Esto planteaba la revolución de la nación, no la clase, como la síntesis de la moderna revolución política, social y cultural para producir lo que Mussolini pasó a concebir como una «competencia revolucionaria» entre la Italia fascista y la Unión Soviética, una competencia que él pensaba que ganaría con seguridad el fascismo porque se basaba en las realidades más profundas de la nación, de la economía moderna y de las fuentes genuinas de la motivación humana.Todo ello se expresaba en el objetivo supremo fascista del «totalitarismo» (el concepto es una invención fascista), a pesar de que su plasmación concreta resultara ser mucho más difícil.

Griffin se vale de sus propias investigaciones y del trabajo de destacados especialistas durante la última década aproximadamente: estudiosos como Emilio Gentile (el más relevante historiador vivo del fascismo italiano), Mark Antliff, Ruth BenGhiat, Claudio Fogù, Diane Ghirardo, Jeffrey Schnapp, Angelo Ventrone y otros. Un aspecto, sin embargo, que no se examina con tanta claridad es el proyecto del imperialismo fascista –la nueva romanità en el extranjero– que revelaría algunos de los mismos elementos, con el derroche de riqueza desplegado en un proyecto como la construcción de la infraestructura económica de una moderna «Etiopía italiana» a partir de 1936.

No obstante, el eje fundamental del libro no es el análisis del fascismo italiano, sino el estudio del modernismo del nacionalsocialismo alemán que, junto con el extenso análisis introductorio del modernismo, constituye uno de sus dos principales logros. Durante algún tiempo, un número considerable de estudiosos han planteado una distinción entre los regímenes italiano y alemán, tomando a la infradesarrollada Italia de Mussolini como un régimen «modernizador» (aunque no modernista), en contraste con una industrializada Alemania nazi, cuyo régimen se tiene por «reaccionario». Esta distinción era básica para la interpretación más amplia del gran historiador italiano Renzo de Felice, que en el momento de su muerte en 1996 estaba considerado como el decano de los estudiosos del fascismo italiano y también como el más importante historiador italiano de su generación.

Todos los especialistas se mostrarían de acuerdo en que el nazismo fue un movimiento que buscaba la regeneración y la revitalización, pero incluso Enrst Nolte, que contribuyó a generar el «debate del fascismo» de los años sesenta, señaló que rechazaba la «trascendencia». Durante los años setenta, e incluso más allá, persistió la antigua interpretación del nazismo como intrínsecamente reaccionario, aunque ninguno de los muchos que suscribieron esta idea pudieron identificar ninguna Alemania histórica o tradicional anterior que Hitler pudiera haber perseguido restaurar. Jeffrey Herf intentó más tarde la cuadratura de este círculo introduciendo el concepto de Reactionary Modernism (1984).

La evidente invocación de factores y valores primordiales por parte de los nazis, combinada con su oposición tanto al liberalismo como a la izquierda, fueron las características principales que impulsaron durante mucho tiempo el concepto de «nazismo reaccionario». Lo que esto pasaba por alto es que lo característico del modernismo era la combinación de lo subjetivo y lo no racional con nuevas formas en la búsqueda de una síntesis novedosa de estas cosas con los estilos y modos de tecnología y organización más recientes, un modelo frecuentemente repetido en el modernismo programático. Como escribió Modris Eksteins en su incisivo tratamiento del modernismo de comienzos del siglo XX en Rites ofSpring (1989): «El nacionalsocialismo fue un producto más del híbrido que ha sido el impulso modernista: el irracionalismo cruzado con el tecnicismo. […] La intención del movimiento era crear un nuevo tipo de ser humano del que nacería una nueva moral, un nuevo sistema social y, a la larga, un nuevo orden internacional». Esto combinaba conceptos de un «imaginario histórico» con valores y ambiciones radicalmente nuevos. El resultado no era una vuelta a una utopía preindustrial «reaccionaria» (que hace que el nazismo se parezca más al Portugal de Salazar), sino una «modernidad alternativa» nueva y radical en la que el Tercer Reich habría de estar a la cabeza del mundo en tecnología al tiempo que construía una utopía que combinaba todos los valores primordiales de la raza con nuevas formas del siglo XX.

Del rechazo oficial por parte de Mussolini de «los principios de 1789» –en referencia al liberalismo y el racionalismo normativo, una posición evidentemente defendida por Hitler– ha surgido una notable confusión. Esto ha dado lugar a la suposición habitual de que el fascismo rechazaba in toto los principios de la Ilustración del siglo XVIII, pero se trata de una conclusión en exceso reduccionista. El fascismo rechazaba los principios de 1789, pero abrazaba algunos de los principios fundamentales de 1793: la primacía de la nación, la solidaridad, la revolución y la redención por medio de una especie de religión profana. Se inspiró en importantes corrientes del pensamiento ilustrado, como la sustitución del cristianismo ortodoxo por un concepto diferente de Dios y trascendencia, la sustitución de la ley natural tradicionalmente sagrada por una completamente profana y la adopción de nuevos conceptos de naturaleza y sociedad. Fue esencial el concepto de una nueva jerarquía de lo ilustrado, artísticamente avanzado y culturalmente superior, corrientes de pensamiento que en la Ilustración habían coexistido con el semiuniversalismo. La fe en el progreso y el renacimiento profanos, un nuevo optimismo profano, surgió inicialmente de la misma fuente, como lo hizo la orientación hacia una «humanidad superior» basada en principios profanos. Las doctrinas de la Ilustración habían planteado la necesidad de una dirección y gobierno de élite, el dominio del voluntarismo humano y el triunfo de una nueva voluntad cultural y reformista, y habían introducido una nueva distinción entre sectores de la sociedad productivos e improductivos. En el siglo XVIII esto adoptó en ocasiones el aspecto de una reforma enormemente autoritaria, y en sus manifestaciones extremas posteriores puso el énfasis en un cambio revolucionario drástico y violento, que afectó a amplias esferas de la vida política, social y cultural, con el objetivo de lograr una nueva uniformidad dentro de la nación. La Revolución Francesa aportó el primer ejemplo de introducir una religión profana nueva y radical, acompañada por un teatro público y una liturgia política nuevas que inculcar a las masas. Fue también la Ilustración la que inició la práctica de una clasificación racial de la humanidad.

Nada en política es más típicamente moderno que el mito de la nación, llevado a un mayor extremo en la Alemania nazi que en ningún otro lugar. A este respecto, Griffin señala convincentemente que el famoso Mein Kampf de Hitler fue un documento prototípicamente modernista, que hacía especial hincapié en las numerosas semillas de declive que llevaba aparejada la modernidad. Más que volver a una cultura del tradicionalismo o el cristianismo histórico, Hitler ofreció un programa enteramente modernista de redención que combinaba lo racialmente primordial e irracional, por un lado, y un proyecto político radical que habría de introducir una nueva época milenaria.

Los historiadores han solido seguir el ejemplo del rechazo de Hitler en 1933-1934 a determinados tipos de modernismo estético que habían sido abrazados anteriormente por el principal activista cultural del movimiento y su responsable de propaganda, Paul-Joseph Goebbels. Lo que obviaron fue que el objetivo de Hitler era reemplazar el estilo expresionista (que él asociaba con el Kulturbolschewismus, la forma decadente de modernismo) con una nueva forma de arte orientada hacia el futuro que combinaba lo clásico y racialmente arcaico con nuevas formas de expresión que se valían de las técnicas más avanzadas. Griffin continúa catalogando una larga serie de usos de estilos, motivos y técnicas modernistas en el arte, la arquitectura, la escultura y la música nazis, todos los cuales aspiraban a crear un nuevo arte para el Reich.

El énfasis muy extendido en la tecnología avanzada, no simplemente en sistemas armamentísticos, sino en muchos sectores de la economía, exige una menor atención, ya que se trata de algo más conocido. El Tercer Reich desarrolló un especial modernismo tecnocrático asociado con la nueva y drástica planificación social y política para el futuro promovida por cualesquiera movimientos revolucionarios. Quizás el aspecto más exclusivo del Reich fue el énfasis en su interpretación de la biología y la «biopolítica», que combinaba lo primordial con un impulso único hacia una utopía biológica modernista, que combinaba el exterminio masivo basado en las más recientes técnicas científicas y la creación/invención biológica de una «raza dominante» pura, la única propuesta de la historia moderna que convierte a una nación en una especie de laboratorio frankensteiniano. «Ciencia enloquecida», sin duda, pero un tipo de ciencia de una modernidad alternativa sin ningún precedente tradicionalista. En vez del «nuevo hombre» soviético basado en la clase y el materialismo pseudocientífico, esto produciría un nuevo hombre basado en la raza, la biogenética y la cultura vitalista, que desde el punto de vista de Hitler era el superior de los dos proyectos de «revolución antropológica». El Tercer Reich fue también modernista por ser el «más verde» de todos los regímenes radicales, el primero en poner freno al tabaco, ya que buscaba introducir una drástica ecología alternativa. Griffin admite de buena gana que todo esto suponía una reacción contra formas dominantes de modernidad, pero subraya en todo momento que una reacción así fue siempre esencial para el modernismo, ya que éste buscaba introducir expresiones y conceptos nuevos, radicales y auténticos que sustituyeran a las formas de modernidad decadentes, falsas y destructivas. La interpretación tradicional del fascismo no era, así, tanto errónea cuanto drásticamente reduccionista e incompleta. Griffin presenta una perspectiva mucho más exhaustiva.

Este estudio se apoya fundamentalmente en Italia y Alemania, los dos únicos países en que los regímenes fascistas se mantuvieron en el poder durante períodos prolongados, pero al final del libro Griffin plantea la cuestión del modernismo en relación con los movimientos fascistas menos importantes. Hace mucho tiempo que se ha reconocido el modernismo literario e intelectual de los escritores fascistas franceses, al igual que ha sucedido con lo que podría llamarse el modernismo económico o la sofisticación de las ideas de Mosley y la Unión de Fascistas Británica. En Latinoamérica, los integralistas brasileños formaron el movimiento de tipo fascista de mayores dimensiones de la región, que introdujo su propia doctrina, absolutamente personal, de sincretismo racial y la «cuarta era de la humanidad», algo que podía compararse con el modernismo fascista de Europa, a pesar de ser muy distinto en su contenido específico.Al contrario, el neotradicionalismo cultural y religioso del régimen de Franco, así como las propias prioridades políticas del dictador, impidieron toda revolución fascista o modernista en España.

El movimiento con la fama más intensa de antimodernismo, aunque ciertamente no de tradicionalismo, fue la intensamente mística Legión del Arcángel Miguel, con su fuerte sincretismo de política extremista y religiosidad ortodoxa. Rumanía, no España, fue el país menos secularizado en el que surgió un movimiento fascista importante, y produjo la doctrina más inequívocamente sincretista. Lo que resultó sorprendente, sin embargo, fue el atractivo que tuvo la Legión entre los escritores, estudiantes y profesores universitarios modernistas del país, e incluso entre los científicos, que estaban aparentemente convencidos de que la crisis de modernidad y de materialismo requería una nueva revolución del espíritu. Algunos de estos escritores e intelectuales intensamente modernistas, como Mircea Eliade y Emil Cioran, alcanzaron más tarde fama internacional.

Lo que ha logrado Griffin es situar el fascismo dentro de sus plenas dimensiones históricas con mucha mayor claridad de lo que habían hecho los análisis reduccionistas anteriores. Nos ha brindado tanto un gran estudio del modernismo propiamente dicho como de la amplia variedad del carácter modernista del fascismo. Ésta es la nueva obra sobre el fascismo más importante que ha aparecido en bastantes años y es de esperar que pronto se publique traducida en España.


Traducción de Luis Gago

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Ficha técnica

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