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El nacimiento del «constitucionalismo popular»

THE PEOPLE THEMSELVES. POPULAR CONSTITUTIONALISM AND JUDICIAL REVIEW

Larry Kramer

Oxford University Press, Oxford

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La reciente aparición del libro The People Themselves –escrito por el actual decano de la Universidad de Stanford, Larry Kramer– representa una excelente oportunidad para prestarle atención a un poderoso cuerpo de literatura jurídica que ha ido emergiendo en los últimos años, al que hoy se hace referencia con el nombre de «constitucionalismo popular» y que agrupa a un notable conjunto de juristas. Entre ellos, encontramos a autores como Larry Kramer, Akhil Amar, Jack Balkin, Sanford Levinson, Richard Parker o Mark Tushnet, todos ellos reunidos por una común desconfianza frente al elitismo que distingue a la reflexión jurídica contemporánea, a la vez que críticos de la obsesiva atención que se dedica en ella al poder judicial. En estas páginas, y tomando como punto de partida el libro de Kramer, intentaré exponer algunas de las ideas principales del «constitucionalismo popular».

UNA HOJA DE RUTA PARA ACERCARSE AL «CONSTITUCIONALISMO POPULAR»
 

Partiendo de la premisa según la cual el gobierno le pertenece al pueblo (antes que a sus representantes, y mucho antes que a la justicia), los «populistas» pueden ser reconocidos en la defensa de criterios como los siguientes La lista que sigue no pretende ser exhaustiva, ni viene a delinear la teoría política del «constitucionalismo popular». Lo que pretende, más bien, es reflejar los «mínimos comunes denominadores» que pueden encontrarse al leer los materiales de distintos autores identificados a o vinculados con el «constitucionalismo popular».:

1. Desafiar la supremacía judicialquitando la Constitución de las manos de los tribunales. Dentro de la obra reciente del «constitucionalismo popular», The People Themselves es el texto que mejor se ocupa de la importante distinción entre las ideas de revisión judicial de las leyes –la capacidad de los jueces de revisar la constitucionalidad de las normas y, eventualmente, declararlas inválidas– y de supremacía judicial –referida al carácter de los jueces como «intérpretes últimos» de la Constitución–. Ambas nociones se consolidaron juntas, como implicando la misma cosa, especialmente a partir del famoso fallo Marbury versus Madison. En dicho caso, por un lado, el Tribunal Supremo estadounidense declaró, por primera vez, la inconstitucionalidad de una decisión del legislativo. Por otro lado, en esta ocasión se impuso la visión del presidente del Tribunal Supremo, John Marshall, sobre la del entonces presidente, Thomas Jefferson, respecto de las relaciones que debían prevalecer entre el poder político, el poder judicial y la Constitución. Para Marshall, la decisión de la Corte representaba la última instancia institucional respecto de los conflictos constitucionales que pudieran surgir dentro de la comunidad. En contra de dicha visión, el entonces presidente Jefferson se mostraba hostil a la idea de la supremacía judicial y defendía un papel más prominente de los poderes políticos en la definición y puesta en práctica de la Constitución. En definitiva, esta última postura –conocida como teoría «departamentalista» o «concurrente»– sostenía que ninguna de las ramas del gobierno podía arrogarse superioridad sobre las otras a la hora de interpretar el significado de la Constitución. Examinando estos debates, y a lo largo de todo su libro, Kramer deja claras dos cosas: el arraigo de esta dicotomía en la historia norteamericana, y el rechazo constante de la última posibilidad –la supremacía judicial– en la etapa fundacional del constitucionalismo norteamericano (y aún más allá de dicha etapa) En su opinión, «tanto en sus orígenes como durante la mayor parte de nuestra historia, el constitucionalismo estadounidense le asignó a los ciudadanos comunes un papel central en la tarea de implementar su Constitución», dejando la «autoridad interpretativa final» en el propio pueblo (p. 8).. Al mismo tiempo, sugiere una diversidad de vías a través de las cuales reorientar la historia constitucional norteamericana hacia un mundo jurídico donde ya no exista la supremacía judicial Kramer hace referencia, entonces, a una serie de medidas que quizá no estén a la altura de su cuidadoso análisis anterior. Así, alude a la introducción de reformas destinadas a acercar el funcionamiento del sistema judicial norteamericano al más politizado modelo europeo (p. 250), limitando también la duración del mandato de los jueces, y haciendo la Constitución más flexible; además de otras medidas más drásticas, aunque amparadas por la propia Constitución existente: desde limitaciones en la jurisdicción del Tribunal Supremo, pasando por restricciones económicas, la reducción o ampliación del número de sus miembros, y hasta el impeachment a los jueces más hostiles a la voluntad ciudadana (p. 249).. Ahora bien, así como en el mundo jurídico que visualiza Larry Kramer lo que ha quedado abolido es la supremacía judicial Aquí –y expresado en los términos de Kramer– «los jueces del Tribunal Supremo pasarían a verse en relación con la gente, como hoy se ven los jueces inferiores en relación con el Tribunal Supremo: como responsables en la tarea de interpretar la Constitución conforme a su mejor juicio, pero al mismo tiempo conscientes de que existe allí fuera una autoridad más alta, con el poder de imponerse sobre sus decisiones» (p. 253). , en la visión de otros autores cercanos al «constitucionalismo popular», como Mark Tushnet o Jeremy Waldron, la impugnación parece ser todavía más radical, y alcanzar a toda forma de control judicial de constitucionalidad. Para Waldron, en una sociedad marcada por la existencia de desacuerdos profundos, y a la vez fundada sobre el principio de igualdad, la idea de que la reflexión sobre las cuestiones más importantes que dividen a la sociedad deba ser trasladada a los tribunales (tribunales cuyos miembros también están divididos por desacuerdos profundos, y que también deciden a través de la regla mayoritaria) resulta ininteligible En directa polémica con el trabajo de Ronald Dworkin –autor fundamental en la defensa de la judicial review– los escritos de Waldron sirvieron para plantear que aún desde una postura seriamente preocupada por la preservación de los derechos individuales debía resistirse el control judicial de las leyes. Esto es así, por un lado, debido a la existencia de desacuerdos profundos e irresolubles (the fact of disagreement) respecto del contenido y forma de los derechos individuales (un reclamo que implicaba un cuestionamiento de las teorías contemporáneas sobre la interpretación constitucional). También, por otro lado, porque esa preocupación por los derechos no podía sino partir del reconocimiento del igual status moral y la igual capacidad de cada uno, lo cual implicaba dejar de lado toda visión que, directa o indirectamente, pretendiera colocar a los jueces como expertos conocedores del contenido de los derechos. En otras palabras, las mismas razones que sustentaban la preocupación por los derechos debían servir para bloquear cualquier intento de dejar a la ciudadanía sin la posibilidad de discutir francamente sobre sus derechos y los límites de los mismos.. Para Tushnet, el principal objetivo de un «populismo constitucional» como el que él defiende es el de «quitar la Constitución de las manos de los tribunales» Tushnet define el «populismo» como «un derecho orientado a realizar los principios de la Declaración de la Independencia y el Preámbulo de la Constitución. De modo más específico, es un derecho comprometido con un principio de derechos humanos universales justificable por medio de la razón y al servicio del autogobierno» (Mark Tushnet, Taking the Constitution Away from the Courts, Princeton, Princeton University Press, 1999, p. 181). Esto implica una visión «fina» o «estrecha» de la Constitución, que se contrapone a la lectura más «robusta» o «abarcativa» hoy dominante..

2. Contra una «sensibilidad antipopular». Para el «constitucionalismo popular», muchas de las posturas mantenidas por los miembros más prominentes de la comunidad jurídica estadounidense –coronadas habitualmente con una encendida defensa de la revisión judicial de las leyes– se basan en una característica «sensibilidad antipopular». Robert Unger resumió adecuadamente esta visión al sostener que el «pequeño y sucio secreto de la jurisprudencia contemporánea» viene dado por su «disconformidad con la democracia». Esta disconformidad se expresa, según Unger, en una «incesante identificación de límites sobre la regla mayoritaria, antes que sobre el poder de las minorías dominantes, como responsabilidad principal de los jueces y juristas; y, en consecuencia, en la hipertrofia de prácticas y arreglos contramayoritarios; en la oposición a todas las reformas institucionales, particularmente a aquellas orientadas a expandir el nivel de compromiso político popular, lo cual es visto como algo que amenaza el sistema de derechos». Jack Balkin también exploró esta peculiar «sensibilidad antipopular» que encontró no sólo como propia de las élites jurídicas dominantes, sino también del progressivism o «progresismo» norteamericano.Ambas visiones, en su opinión, muestran una profunda desconfianza hacia las «preocupaciones de la gente común, un inflado sentido de la superioridad, un desdén por los valores populares, un temor frente a la regla de la mayoría, una confusión entre la capacidad técnica y la capacidad moral, y un hubris meritocrático» Balkin sitúa la confrontación populismoprogresismo dentro del arco de la izquierda. Ambos movimientos favorecen la adopción de reformas, pero difieren fundamentalmente en su actitud hacia «las creencias, actitudes y acciones de la masa de los ciudadanos comunes». El movimiento «populista» sería de origen rural, desconfiado de las grandes organizaciones y de la burocracia, crítico de la centralización del poder, de los privilegios, del poder de los técnicos. El «progresismo», en cambio, tiene un origen urbano y se muestra favorable a un gobierno de técnicos y expertos actuando en pos del bien público. Como los «populistas», los «progresistas» también rechazan las políticas conservadoras y corruptas, pero sin embargo no se alinean con aquéllos en el rechazo a la concentración y centralización del poder, medidas ambas que, según entienden, pueden ser necesarias para la promoción de determinadas políticas. . Frente a este elitismo, el «constitucionalismo popular» pretende recuperar y reconocer su merecida importancia y peso institucional a los valores propios de la «cultura popular».

3. Interpretación extrajudicial. En los puntos anteriores se encuentra ya esbozada una idea que resulta central dentro del «constitucionalismo popular», y que tiene que ver con el protagonismo que debe corresponderle a la ciudadanía en la interpretación constitucional. De lo que se trata es de reservar un papel fundamental a la llamada «interpretación extrajudicial» de la Constitución. Larry Kramer, por ejemplo, define al «constitucionalismo popular» como la visión conforme a la cual «quienes gobiernan tienen la obligación de hacer lo mejor para interpretar la Constitución mientras sacan adelante sus tareas cotidianas de gobierno, pero donde su interpretación no resulta autoritaria, sino que se encuentra sujeta a la supervisión y corrección directa por parte del mismo pueblo, entendido éste como un cuerpo colectivo capaz de actuar y expresarse independientemente». Hace tiempo que varios juristas defendieron y desarrollaron ideas semejantes. Así, por ejemplo, encontramos concepciones de este tipo en los trabajos de dos prominentes profesores de la Universidad de Yale: Bruce Ackerman, que resaltó el papel de We the People en la creación, desarrollo e interpretación de la Constitución (aunque manteniendo la centralidad y supremacía del poder judicial en la tarea interpretativa); y Akhil Amar, que subrayó el principio de la soberanía popular, el carácter «mayoritario» (y no «individualista») de los derechos constitucionales no enumerados y, a diferencia de lo que sucede en el trabajo de Ackerman, el papel protagonista que, históricamente, se le había reservado a la ciudadanía y los órganos políticos en la interpretación y aplicación de tales derechos. De modo similar, el profesor Stanford Levinson se ocupó de mostrar de qué modo una discusión como la anterior revela la oposición entre dos cosmovisiones a las que célebremente denominara concepciones «católica» o «protestante» de la Constitución. Conforme a la primera, la tarea interpretativa se considera como «provincia exclusiva» del poder judicial, mientras que la segunda considera a la interpretación como una tarea difundida de modo igual entre todos los ciudadanos (volveré sobre este punto más adelante) El propio Frank Michelman parece claramente persuadido por una visión «protestante» del constitucionalismo, según lo que muestran sus últimos trabajos.Véase también, comentando dicha aproximación de Michelman al «constitucionalismo popular», y mostrando formas en que perfeccionar dicho encuentro, Balkin, 2004. . El «constitucionalismo popular» se propone defender una alternativa obviamente más cercana a la segunda de las opciones mencionadas.

4. Una relectura crítica sobre losefectos del control judicial. Los «populistas» apoyan el punto anterior, normativo –referido al lugar que debe asumir la ciudadanía en la interpretación constitucional– con una serie de estudios, descriptivos, que en buena medida desacralizan y desmitifican las visiones dominantes en torno al impacto de las decisiones de los tribunales, y en particular del Tribunal Supremo. Una parte significativa de estos estudios se ha centrado en mostrar la limitada capacidad (y disposición) de los tribunales para frenar o anular las políticas adoptadas por los poderes ejecutivo y legislativo, o para imponer directamente su propia agenda. En el ámbito norteamericano (donde la fascinación ejercida por la tarea de los tribunales resulta particularmente notoria), esta visión crítica encontró un punto de apoyo importante en el trabajo del científico político Robert Dahl, quien dejó claro muy pronto que el poder judicial se movía demasiado cerca de los poderes políticos: es decir, que ni representaba la amenaza «contramayoritaria» que sus detractores temían, ni solía actuar con la autonomía e independencia teórica que sus defensores le atribuían. Más contemporáneamente, escritos como los de Gerald Rosenberg ayudaron a ver que ni siquiera casos tan resonantes como Brown versus Board of Education –una decisión contra la discriminación racial, que encabeza las preferencias entre quienes glorifican la tarea judicial– tuvieron la importancia y efectividad que se les atribuyen. En su opinión, el caso Brown «virtualmente no produjo ningún efecto en relación con la discriminación». La idea es que el cambio resultó posible «sólo cuando las ramas legislativa y ejecutiva actuaron de manera conjunta con los tribunales» (Gerald Rosenberg, The Hollow Hope: Can Courts Bring About Social Change?, Chicago,The University of Chicago Press, 1991, p. 71). Esta visión se vincula, más recientemente aún, con estudios como los de Stephen Griffin, demostrando que «el significado de la Constitución, en su mayor parte, se determina a través de la política ordinaria», es decir, a través de las acciones «del presidente y del Congreso, y no del Tribunal Supremo» (Stephen Griffin, American Constitutionalism, Princeton, Princeton University Press, 1996, p. 45), o los de Mark Tushnet, para quien el proceso de revisión judicial de las leyes representa poco más que noisearound zero (op. cit., p. 153). En el trabajo de Tushnet, la referencia a trabajos empíricos demostrando el limitado impacto de las decisiones judiciales, se acompaña con ejemplos que demuestran de qué modo, en una diversidad de naciones donde no existe la judicial review, puede asegurarse igualmente un adecuado nivel de respeto hacia los derechos individuales. En definitiva, estudios empíricos como los referidos contribuyen a apartar los temores sobre lo que puede implicar «un mundo sin control judicial de las leyes».

5. El derecho fuera del derecho. Las preocupaciones prácticas de los «populistas» encuentran expresión, además, en otros dos puntos de interés. Por un lado, sus trabajos muestran la indiferencia (si no la actitud hostil) que suelen mantener los tribunales (y la comunidad académica, en general) respecto del modo en que la propia ciudadanía, en los hechos, genera «sentido jurídico». Por otro lado, a ellos les interesa mostrar, justamente, la forma en que la sociedad influye en, reconstruye y a veces directamente socava el valor de las decisiones judiciales. Uno de los antecedentes más interesantes de este tipo de posturas se encuentra en el muy reconocido artículo de Robert Cover, «Nomos and Narrative», de 1983, en el que exploraba los «indisciplinados impulsos iusgenerativos» provenientes de movimientos sociales alternativos y mostraba cómo la tarea judicial más característica no era la de «crear, sino la de eliminar [ciertas visiones sobre el] derecho». En opinión de Cover, los jueces –confrontando la existencia de cientos de tradiciones legales alternativas– venían a decir «que esta tradición es derecho, mientras destruían o trataban de destruir a las restantes». En contra de dicha visión, Cover sostenía que «las historias que cuentan quienes resisten al derecho, las vidas que viven, el derecho que hacen» debían pasar a desempeñar un papel más importante a la hora de definir el contenido y el significado del derecho De modo similar, autores como Jack Balkin han resaltado el efecto constitucionalmente enriquecedor (antes que anárquico o simplemente perturbador) de las interpretaciones que avanza la ciudadanía –en desafío de las que fija el Tribunal– por medio de los partidos políticos y los movimientos sociales. Según Balkin, «las interpretaciones constitucionales protestantes cumplen un papel crucial en la construcción de límites y en la distribución de posiciones políticas razonables». Ellas ofrecen «un mecanismo fundamental de retroalimentación que contribuye a dar forma al desarrollo de la doctrina constitucional a largo plazo».. «El significado del derecho constituye un enriquecimiento desafiante de la vida social, una potencial limitación al poder y la violencia arbitrarios. Debemos dejar de circunscribir al nomos; debemos saludar la llegada de nuevos mundos jurídicos», concluía Cover.Trabajos como los de dos profesores de Yale, Reva Siegel y Robert Post refuerzan un enfoque similar sobre la tarea del constitucionalismo Para algunos «populistas», entre las implicaciones de esta nueva mirada en torno al derecho se encuentra el de la «derrotabilidad» de las decisiones judiciales, que pasan a ser vistas, exclusivamente, como decisiones merecedoras de un «presunto respeto» y quedan sujetas a constantes y múltiples desafíos (que incluyen la desobediencia a las mismas) por parte de la población.. Junto a estos trabajos, estudios como los de Wayne Moore han ayudado a mostrar las formas específicas en que la ciudadanía «crea y mantiene normas constitucionales, incluyendo normas `legales' que no encajan inmediatamente dentro de las narrativas profesionales». Otros, como los de Michael McCann, exploran de qué modo los «ciudadanos reconstruyen las normas legales, transformándolas en recursos para propósitos distintos a los que apuntaban los jueces»; y otros más se empeñan por entender los modos y las razones en que la ciudadanía hace uso del derecho.

6. Democracia y participación. Todos los rasgos anteriores nos hablan de la común preocupación de los «populistas» por impulsar una mayor participación popular en las estructuras políticas y económicas. Esta preocupación los distingue especialmente de otras corrientes «progresistas» (en el sentido arriba definido) que ven dicha participación como arriesgada. En efecto, y según los «populistas», la lucha que emprenden los «progresistas» contra la estrechez de miras, la parcialidad y la ignorancia es una lucha dirigida, en buena medida, contra las mayorías populares, a quienes responsabilizan de los sesgos o parcialidades que pueden afectar al proceso político. Finalmente, sucede que «progresistas» y «populistas» difieren radicalmente en cuanto a los ideales de la democracia que defienden: mientras los «progresistas» favorecen la «soberanía de la razón», los «populistas» esgrimen el ideal de la «soberanía del pueblo». El primer ideal puede llevar a los primeros a defender, por ejemplo, ideas de la democracia basadas en «la persuasión, la discusión, el diálogo racional» (ideas estas vinculadas normalmente con lo que hoy se tiende a llamar «concepción deliberativa de la democracia»). Los «populistas», en cambio, se manifiestan escépticos frente a dichas propuestas, y sobre todo frente al sesgo elitista que detectan en ellas. En su defensa de la soberanía popular tienden a valorar más las manifestaciones propias de la «cultura popular», con lo que ella pueda incluir de «indisciplinado», «vulgar» o no refinado. Institucionalmente hablando, y como resultado de su confianza en la ciudadanía –de su desconfianza en las élites–, los «populistas» favorecen herramientas y medidas tales como la rotación en los cargos, los mandatos cortos o la descentralización del poder.

DISCUTIENDO CON LARRY KRAMER

Dentro de una línea de trabajo como la examinada hasta aquí, el reciente libro de Larry Kramer destaca por lo meticuloso de su análisis histórico y lo provocativo de sus tesis principales. Su obra representa además, sin lugar a dudas, una de las expresiones más sistemáticas, elaboradas y mejor justificadas del «constitucionalismo popular». Sin embargo, es importante dejar claro que no todos los autores que pueden considerarse parte de esta corriente «populista» suscriben plenamente el núcleo de las ideas defendidas por Kramer. En este sentido, el ejemplo de trabajos como el de Robert Post y Reva Siegel resulta bien ilustrativo. Post y Siegel comparten las principales tesis de Kramer en cuanto a que «el derecho constitucional debe encontrar su legitimidad, a la postre, en la cultura constitucional de los actores no judiciales». Ellos también consideran que «el pueblo [debe conservar] la última palabra sobre el significado de la Constitución». De todas formas, Post y Siegel piensan que es posible mantener dichos compromisos sin renunciar a la idea de supremacía judicial: es decir, piensan que es posible encontrar un «equilibrio viable» entre ambos propósitos. Así, sostienen, por ejemplo, que los ciudadanos pueden tratar de modificar las decisiones del Tribunal que entienden contradictorias de la Constitución por una diversidad de medios (que incluyen desde la promoción de cambios políticos destinados a ejercer presión sobre el Tribunal, hasta otras vías más directas, como el avance de enmiendas constitucionales destinadas a modificar la decisión del Tribunal o, en los casos más extremos, el desafío directo –la «negación de obediencia»– frente al mandato de la justicia. Medios como los referidos permiten vislumbrar formas de convivencia posible entre el ideal de la soberanía popular y el respeto de la supremacía judicial.

Desde «fuera» de este movimiento jurídico, las voces que opinaron sobre el libro de Kramer lo hicieron en un tono mucho más crítico. En particular, quisiera hacer referencia aquí a dos críticas notables, que destacan tanto por la calidad e influencia de sus autores, como por la procedencia de los mismos de ámbitos ideológicos opuestos dentro de la academia jurídica contemporánea. Me refiero a los comentarios escritos por Richard Posner, identificado con el liberal-conservadurismo, y Lawrence Tribe, asociado normalmente con el progresismo.Tanto Posner como Tribe se muestran escépticos frente a la reconstrucción histórica propuesta por Kramer. Posner, que prefiere dejar dicha tarea a «historiadores profesionales», sugiere una (simplista, más «clásica» si se quiere, pero tal vez también mejor orientada) visión de la historia norteamericana que emula el «modelo de tres etapas francés» de «Mirabeau-Robespierre-Napoleón»: esto es, revolución burguesa (en el caso norteamericano liderada por los federalistas), que despierta una reacción extremista y antiburguesa (liderada por los republicanos Jefferson y Jackson a partir de 1800), y una restauración burguesa (en los Estados Unidos tras la derrota de Van Buren). Esta restauración, según Posner, convirtió a Estados Unidos en la «quintaesencia de la república burguesa que aún sigue siendo, con derechos de propiedad y contratos garantizados por jueces profesionales, y con un derecho constitucional que se tiene por derecho ordinario, más que como un producto de la voluntad popular». Para él, la vuelta a la etapa del «constitucionalismo popular» sugerida por Kramer resulta tan poco esperable como el retorno de Francia a la etapa termidoriana. Con ironía, se pregunta entonces en qué «town meeting» se podrían reunir millones de personas, y por qué apoyarse en el juicio de «ciudadanos ordinarios» que «no han leído nunca la Constitución». Y aunque se muestra comprensivo frente a las «náuseas» que parecen sentir Kramer y algunos de sus colegas frente al papel central adquirido por los tribunales, y a su burocrático y poco atractivo modo de actuar, Posner simplemente no entiende cómo puede ser deseable (o posible) la alternativa del «constitucionalismo popular», que él define como «populismo tout court».

Tribe es más duro aún en sus juicios contra el «constitucionalismo popular» de Kramer, y denuncia a la «izquierda» que se empeña en poner objeciones a las funciones desarrolladas históricamente por el Tribunal Supremo. Para él, dicha actitud se explica porque a estos críticos les resulta muy difícil poner objeciones –como quieren hacerlo– al extremo conservadurismo del «Tribunal Rehnquist», defendiendo a la vez las mejores decisiones de los tribunales más progresistas (los denominados «Tribunal Warren» y «Tribunal Burger»). Trabajos como los de Kramer se basan, en su opinión, en una lectura sesgada de la historia que culmina con la «equiparación de la revisión judicial al monopolio judicial sobre la verdad constitucional». Para Tribe, por otra parte, «la influencia sobre decisiones individuales que Kramer le concedería al pueblo implica un poder de decir la última palabra que el pueblo nunca ha tenido, y que nunca se le podría permitir que tenga», al menos si al mismo tiempo no se renuncia al derecho constitucional, y se vacía de todo sentido a la Constitución. En la parte más severa de su comentario, Tribe denuncia el riesgo de que Kramer termine encantando a un «amplio y potencialmente impresionable universo de lectores y estudiantes» En una carta publicada en The New YorkTimes Book Review del 21 de noviembre de 2004, Kramer lamenta dicha acusación y la atribuye, justamente, al poco respeto que parecen mostrar autores como Tribe frente a la capacidad e independencia de juicio de sus lectores..

En lo personal, creo que las objeciones que se le hacen al «constitucionalismo popular» –versión de Kramer– en cuanto a la reconstrucción histórica de la que parte, se encuentran parcialmente justificadas. Mi propia lectura de la historia constitucional norteamericana se asemeja mucho más al esbozo que, grosso modo, sugiere Richard Posner en su crítica. Sin embargo, así como creo que autores como Kramer magnifican la presencia de un «constitucionalismo popular» a lo largo de dicha historia, entiendo que es también cierto que la «historia oficial» desdibuja estos rasgos progresistas hasta convertir a la misma en una historia montada sobre una ausencia evidente: la del propio pueblo norteamericano. La de ellos es una historia de abogados y jueces, en la que la ciudadanía sólo resulta invocada, pero no tiene voz. Esfuerzos como los de Kramer resultan, en ese sentido, muy valiosos, ya que tratan de reconectar la historia constitucional norteamericana –y, por tanto, los orígenes de la revisión judicial de las leyes– con movimientos sociales y luchas de raíz popular.

Por otra parte, tampoco estoy de acuerdo con la desconfianza que se manifiesta frente a los aspectos menos descriptivos y más normativos del «constitucionalismo popular». A la hora de pensar en la deseabilidad de un retorno a este tipo de constitucionalismo, son varios los datos que autores como los revisados aquí aportan, y que merecen ser tenidos en cuenta en la discusión: 1) la historia de la revisión judicial es muy ambigua en sus resultados respecto del ideal de mantener la inviolabilidad de los derechos individuales; 2) los efectos de las decisiones judiciales resultan fundamentalmente insignificantes sin el apoyo de las otras ramas de gobierno, y sin una recepción adecuada por parte de la ciudadanía; 3) existen países que carecen de una práctica de revisión judicial de las leyes sin que ello en absoluto sea un obstáculo para el mantenimiento de un alto nivel de respeto hacia los derechos individuales. Estos datos sólo refuerzan un acuerdo teórico cada vez más extendido y profundo en torno a la dificultad de seguir justificando que las decisiones constitucionales más importantes para la vida de la comunidad no sean decididas por ella misma (en un sentido no metafórico del término «decididas»). La pereza o la falta de imaginación en torno a mecanismos que hagan viable una «salida» del sistema de control judicial hoy dominante no deben constituirse en razones contra un esquema alternativo –en el que se maximice la intervención de la ciudadanía en las discusiones constitucionales– que sí resulta en principio posible, justificable y deseable.

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