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El lugar de España en Cataluña

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*Conferencia impartida el 24 de noviembre de 2014, 
dentro del ciclo La Cuestión Catalana,
en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas

Como todas las naciones en el mundo, Cataluña tiene el derecho de decidir su futuro político. 

                               Artur Mas, después de firmar la convocatoria del referéndum el 27 de septiembre de 2014

El Estado comienza cuando el hombre se afana por evadirse de la sociedad nativa dentro de la cual la sangre lo ha inscrito. Y quien dice la sangre dice también cualquier otro principio natural; por ejemplo, el idioma. Originariamente el Estado consiste en la mezcla de sangres y lenguas. Es superación de toda sociedad natural. Es mestizo y plurilingüe.

José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas

El gobierno catalán de CiU ha decidido tirar por la borda décadas de colaboración con los gobiernos de España, que tan buenos réditos le ha dado a Cataluña y a CiU, para ponerse al frente de un movimiento popular independentista, con un lenguaje crecientemente agresivo, a veces insultante, y que bordea la insurrección, y en un momento de crisis económica escasamente oportuno. La prensa anglosajona, con su habitual concreción, habla de la "secesión" catalana. Es, probablemente, la denominación correcta. Una secesión que en los últimos meses ha lanzado un reto al Estado de derecho para iniciar lo que es ya casi una revolución, no violenta, ciertamente, pero tampoco pacífica, pues el menosprecio público de la ley no es nunca pacífico.

Todo ello es enormemente preocupante no solo para España, por supuesto, sino también para los catalanes. Dificulta abordar con seriedad la actual crisis, oculta los frecuentes casos de corrupción, daña seriamente la imagen exterior de España y de Cataluña en un momento de extrema delicadeza, abre fosos de incomprensión entre catalanes y otros españoles y, sobre todo, divide la misma sociedad catalana y corre el riesgo de enfrentarla, profundamente y por mucho tiempo. Daño evidente que causa, que ya ha causado, el proyecto secesionista, que difícilmente se compensará con un beneficio emergente, de muy incierto calado.

Creemos (o queremos creer) que todo ello responde a un malestar, sin duda real y extendido, pero en buena medida poco meditado y, por supuesto, irresponsablemente alimentado por el nacionalismo catalán. Malestar que podría y debería encontrar cauces de entendimiento y de pacto si, de una parte y de otra, se arbitran los procedimientos, que existen o, para ser más precisos, que no pueden no existir, pues la política y la leyes están para eso, para resolver los problemas de los hombres, no para crearlos. La Constitución, lo ha dicho el Tribunal Constitucional y lo ha reiterado recientemente Rubio Llorente, no pone sino limites procedimentales a su propia reforma. Todo es pues posible dentro de la legalidad.

En todo caso, los numerosos interrogantes abiertos por aquella decisión sólo se podrían ir concretando a lo largo de un complicado y lento proceso político y legal que no ha hecho sino comenzar y se augura largo, muy largo, de modo que estamos más bien al comienzo que al final del proceso. Un proceso que exigirá serenidad, paciencia y buenas maneras. 

Y que no es urgente. Pues hay que decirlo con rotundidad y desde el principio: los catalanes no sufren opresión alguna ni están colonizados, ni están explotados, ni menos viven bajo una tiranía que justifique demandas de libertad. Muy al contrario, su calidad de vida, emblematizada por la Marca Barcelona y esa magnífica ciudad, es envidiada en todas partes. También en España, por cierto.

Pero ese largo proceso de discusión y debate es inevitable, pues es la única vía legal, la única vía constitucional y, por lo tanto, la única vía democrática y  pacífica. La alternativa sería una secesión unilateral producto de una oleada pasional, que colocaría a Cataluña en la ilegalidad constitucional e internacional (incluida la europea), haría de sus dirigentes reos de un delito penalmente sancionable, dividiría profundamente la sociedad catalana, obligaría a suspender la autonomía (al menos parcialmente) y dejaría su economía en la quiebra. Un desastre total para Cataluña y para España que algunos líderes catalanes parecen desear.

Pero como sabemos, no sería la primera vez que ocurre. Al contrario. 

Y si los nacionalistas catalanes recuerdan obsesivamente 1714 harían bien en no olvidar tampoco que cuando se produjo otra oleada independentista, y otro presidente de la Generalitat declaró unilateralmente el Estat Català (por cierto, dentro de la “República Federal Española”), la respuesta, no del franquismo, sino de la (para algunos) añorada legalidad de la Segunda República, la respuesta de Alcalá Zamora y de Lerroux, fue declarar el Estado de Guerra en Cataluña, ocupar Barcelona militarmente y someter a la Generalitat a consejo de guerra.

Ocurría el seis de octubre de 1934 y nos lo ha relatado con extraordinario rigor nuestro compañero Alejandro Nieto. Eran otros tiempos, desde luego. Pero ciertamente no tranquiliza ver que el President de la Generalitat está dispuesto a saltarse la ley una y otra vez e incluso retar a la legalidad, aunque una y otra vez repita su voluntad pacífica y el deseo de que la ruptura sea "amable". 

En esta charla pretendo aportar algunos elementos para abordar con serenidad ese debate. Así pues, comencemos por el principio: ¿Por qué todo este gran problema? ¿Qué argumentos a favor de la independencia ofrecen los independentistas? 

Vayamos al último Barómetro de Opinión del Centro d’Estudis d’Opinio de la Generalitat de Octubre de 2014 para buscar la respuesta. Pues bien, de quienes votarían el doble Sí a la independencia, el 30% alude a temas económicos, un 20% menciona un sentimiento de incomprensión del resto “del Estado” (supongo que querrán decir de la sociedad), y otro 20% menciona razones mixtas (Cataluña mejoraría en prosperidad o ganaría en libertad). 

La Constitución, lo ha dicho el Tribunal Constitucional, no pone sino límites procedimentales a su propia reforma

Y es un hecho que casi dos de cada tres (el 60%) creen que el esfuerzo fiscal de Cataluña no es justo, otro tanto creen que el gobierno central perjudica las infraestructuras públicas de Cataluña y más de uno de cada tres (el 70%) creen que la política del Estado tiene un carácter re-centralizador y Cataluña tiene un nivel insuficiente de autonomía. De hecho los catalanes puntúan con un suspenso claro (un 2,86 sobre 10) el trato que los ciudadanos de Cataluña reciben de parte del gobierno español (que uno de cada cuatro cree que es “totalmente injusto”). 

En resumen, una mezcla del viejo España ens roba con elementos identitarios mas la utopía de un futuro sin problemas. Esto es lo que hay. Pero, ¿hay razones para ese sentimiento?

Comenzaré discutiendo el supuesto derecho a decidir, previo a todo lo demás. Para abordar después hasta cinco argumentos que resumen bastante bien los que señalaba anteriormente. Puede que haya más, sin duda, pero creo que son los principales. Y son de distinto calibre intelectual, de modo que no les otorgaré la misma atención. Los adelanto:

1. España nos roba, contribuimos en exceso
2. No nos quieren, nos menosprecian
3. Hechos y derechos diferenciales: somos distintos.
4. Tenemos una lengua, somos una nación, ergo, tenemos derecho a ser un Estado.

Rechazaré los cuatro argumentos anteriores. Pero sí aceptaré otro, el quinto, el democrático: la voluntad diferencial de los ciudadanos de Cataluña, democráticamente manifestada de modo reiterado. Pero lo haré, justamente, para dudar de su existencia.

Derecho a decidir

Y comencemos dejando de lado el llamado derecho de autodeterminación, bien tasado por el derecho internacional a una serie de supuestos en absoluto aplicables a Cataluña. Que ni es territorio colonizado, ni objeto de genocidio o violación alguno de derechos humanos, ni nada parecido. No estamos ante una instancia del derecho de autodeterminación sino ante una alegación, pura y dura, de un supuesto derecho a decidir que se atribuye una colectividad, la catalana, como podrían atribuírsela los leridanos o los vecinos de Benidorm.

Y reconozcamos que el catalanismo ha tenido la habilidad (“astucia” y “engaño al Estado” son términos que usa el President), la habilidad de situar el debate político alrededor de ese supuesto “derecho a decidir”, evitando centrarlo en el tema de fondo: independencia sí o no. La razón es obvia: por una parte, se defiende mucho mejor lo primero que lo segundo y, por otra, si se gana lo primero, ya se ha ganado lo segundo. El derecho a decidir es pues como un caballo de Troya, que gana la guerra por la puerta de atrás.

Efectivamente, es difícil argumentar contra algo tan sencillo como el derecho a decidir tu propio futuro. ¿Quién se niega a ello? ¿Quién puede responder “No” a la pregunta de si quiere decidir o no? ¿Quiere usted decidir, votar, quiere ser tenido en cuenta, ser escuchado? Por supuesto que sí. Son preguntas obvias que los sociólogos nos negaríamos a hacer en una encuesta. ¿Desea usted pagar impuestos? ¿Quiere hacer el servicio militar? ¿Desea una Universidad en su ciudad, una línea directa de AVE? Preguntas-trampa, que se responden solas, de modo que lo sorprendente no es que el 80% de los catalanes quieran ser consultados, lo sorprendente es que no lo desean el 100% y hay al menos un 20% con sentido de la responsabilidad.

Por supuesto, tal derecho no aparece recogido en la CE, ni en ninguna otra constitución; sería tanto como un suicidio, el reconocimiento de su finitud. No hay tal cosa en la Constitución americana, país que tuvo una guerra civil a causa de ello. Ni en la Italiana, que ha negado tal derecho al Veneto. Ni en la francesa o la alemana.

Y ello por dos razones. Una, si se acepta el derecho a decidir de los catalanes, ¿por qué no el de cualquier otra colectividad? No ya los vascos, los leridanos o los del Valle de Aran, comunidades territorializadas y que parece pueden separarse, sino cualquier grupo podría solicitar un estatuto legal propio. Es un principio que no puede reconocerse a nadie porque no puede generalizarse. Y por ello pedir el derecho a decidir es solicitar un privilegio, algo que se pide sólo para sí mismo, pero para nadie más. Por cierto, tampoco dentro de Cataluña, pues quien pide el derecho a decidir de Cataluña no está dispuesto a reconocérselo a Tarragona o Sarriá. 

Pero en segundo lugar, aceptar el derecho a decidir es aceptar que hay un espacio de decisión separado y propio, que la soberanía no reside en todos sino en una suma de partes, que es, justamente, lo que se llama independencia. Aceptar el derecho a decidir es pues aceptar ya una soberanía propia, es aceptar la independencia antes de haberla votado.

Se está discutiendo el tema de la independencia por la puerta de atrás, con una manifiesta falta de honestidad intelectual. Si el catalanismo desea testar el apoyo a la independencia hubiera podido utilizar cualquiera de las numerosas consultas electorales (locales, regionales o nacionales) elaborando una plataforma conjunta pro-independencia y presentándose así. No ha querido hacerlo, por supuesto, y ahora exige poder decidir cuando ha tenido docenas de oportunidades de hacerlo.

Por lo demás, ¿acaso no lo han hecho los catalanes? Por supuesto que sí y esta es la gran mentira: que no han podido decidir. Pues los catalanes han  participado activamente en la creación del actual marco constitucional, de modo que cuando algunos demandan el derecho a decidir parecen olvidar que ya decidieron en el pasado, y por cierto de modo reiterado y masivo.

Veamos, la Ley para la Reforma Política, que hizo posible la Transición, fue aprobada en Cataluña en con una participación del 74 % de su censo y un voto afirmativo del 93%, es decir, fue votada afirmativamente nada menos que por el 69% del censo, más de dos de cada tres catalanes. De modo similar la Constitución fue aprobada en Cataluña con una participación del 68% (superior a la española en un punto) y un voto positivo del 90,5% (tres puntos por encima del resto de España), es decir, fue votada afirmativamente por el 61%, casi dos de cada tres catalanes. En fecha tan tardía como el 2006 el CIS nos informaba de que más del 70% de los catalanes valoraban positivamente la Constitución porque ha sido un instrumento útil para mantener unido el país; no sabemos qué opinan hoy. 

Por el contrario, en el referéndum sobre el primer Estatuto de Autonomía de  1979 la participación fue del 60% y los votos afirmativos fueron el 88%, es decir, fue aprobado por un 53% del censo, poco más de uno de cada dos catalanes. Y finalmente, en el referéndum para aprobar el nuevo Estatuto (junio de 2006) la participación fue inferior del 49% y los votos afirmativos alcanzaron el 73%, es decir, fue aprobado por el 36% del censo, poco más de uno de cada tres catalanes.

Deben recordarse estas cifras: dos de cada tres catalanes aprobaron la Constitución española, uno de cada dos el primer estatuto y uno de cada tres el segundo. Respetar la Constitución de 1978 es pues respetar la voluntad democrática de la inmensa mayoría de los catalanes.

Por lo demás, ¿acaso no han participado los catalanes en la gobernabilidad de España durante toda la época democrática? Pues tanto dentro del PP como en el PSOE, la representación de Cataluña en el Congreso de los diputados y en el Senado ha sido numerosa, y desde luego más numerosa que la aportada por CiU o ERC. De hecho han participado más que Madrid, pues Madrid y Barcelona aportan casi el mismo número de diputados, pero Cataluña aporta más. Hasta 1989 Barcelona elegía 33 diputados, más que Madrid, cifra que luego se redujo a 31. Vaya paradoja: los catalanes han podido decidir y han participado en la gobernanza de España más que Madrid.

Finalmente, reconozcamos que CiU en concreto ha apoyado la gobernabilidad de España en numerosas ocasiones; es más, se jacta de ello con frecuencia (y con razón). Mal podría hacerlo de no ser cierto. Uno no puede enorgullecerse de participar y decidir, y alegar después que no le dejan decidir.

Y vayamos ahora a los argumentos que se dan para la decisión misma: la independencia. Independencia, ¿por qué?, ¿para qué?

Primer argumento: No nos quieren

El primer argumento, el emocional, es simplemente falso y producto de las ganas de enredar y malear de algunos, y los datos de opinión no lo corroboran en absoluto. 

Sondeos recientes (de Metroscopia) muestran que dos de cada tres catalanes piensan que en España “hay un  amplio sentimiento de desafecto y recelo hacia Cataluña”, de modo que sí, hay muchos catalanes que se sienten poco apreciados en el resto de España. Es curioso que el mismo porcentaje de catalanes (dos de cada tres) aseguran que es “muy exagerado” decir que en Cataluña “hay un  amplio sentimiento de desafecto y recelo hacia España”. En resumen, los catalanes piensan: Tú no me aprecias a mí, pero yo a ti sí te aprecio.

Pues bien se da la circunstancia de que esa misma asimetría ocurre en el resto de España. Los españoles aprecian Cataluña, mucho, y siempre ha sido así. Sin embargo creen que los catalanes menosprecian España. De nuevo: Tú no me aprecias a mí, pero yo a ti sí.

Doble confusión, doble engaño. Ni es cierto que “los españoles odian a los catalanes”; ni es cierto que “los catalanes desprecian a los españoles”. Lo que sí es cierto, por desgracia es que hay minorías que así lo sienten, y todavía más cierto que hay políticos que alientan ese odio y hacen electoralismo con ello. 

La realidad es más bien la contraria. Al igual que la mayoría de los catalanes se siente español en alguna medida, lo que sería difícil si menospreciaran España, la inmensa mayoría de los españoles aprecia y valora Cataluña y, desde luego, se enorgullece de una ciudad como Barcelona, quizás la mejor del Mediterráneo. Y durante muchos años la sociedad catalana, más libre que la del resto de España, fue modelo y vanguardia intelectual y moral de la sociedad española. Puedo rememorar que, siendo joven, durante la transición, salté en manifestación ilegal en más de una ocasión en las calles de Madrid, en Bravo Murillo en concreto, con compañeros políticos al grito de Libertad, Aministía, Estatut de Autonomía. Nuestra solidaridad con Cataluña era total.

El hecho de que haya estereotipos sobre los catalanes no dice nada en contra, pues igualmente existen sobre los vascos, andaluces, gallegos o valencianos (o los franceses o los alemanes), y forman parte de la cultura popular al menos desde hace siglos (que yo sepa, al menos desde el Padre Feijoo).

Pero el recelo y la confusión existen, y ya va siendo hora de que los políticos españoles, de uno y otro lado del Ebro, escenifiquen y hagan ver que ese supuesto odio o incomprensión no existe. Hay mucha, mucha, tarea por hacer en el terreno de los sentimientos y las sensibilidades -lo recordaba hace días el profesor Tamames-, con coste cero para el erario público, pero con inmensas rentabilidades para la comprensión y el aprecio mutuo. Ocho apellidos vascos, la película de Emilio Martínez Lázaro, ha hecho más que la mayoría de los políticos por eliminar esos recelos y celebrar nuestras diferencias, más que absolutizarlas. Los políticos deberían aprender. También del Rey, por ejemplo, que no se priva en sus viajes de hablar en alguna de las varias lenguas españolas.

Segundo argumento: España nos roba

¿Es así?  Veamos los datos. Cataluña está al 106% del PIB per capita de la Unión Europea (por cierto, al nivel mismo de Escocia) aunque en paridad de poder adquisitivo estaría 17 puntos por encima de la media de la UE y 7 por encima de la eurozona. España está hoy al 90%, pero sin Cataluña baja al 87,5%. Si ajustamos según PPA (datos de Morgan Stanley), habría nada menos que 22 puntos de diferencia entre Cataluña y España, casi la diferencia que hay entre España (toda) y el Reino Unido. Podemos leerlo al contrario: la tasa de riesgo de pobreza o exclusión social de Cataluña es del 20%, la misma de Dinamarca, Bélgica, Alemania o Luxemburgo.

Cataluña es, sin duda, una de las regiones más ricas, no de España sino de Europa. Pues bien, ¿cómo puede afirmarse que una de las regiones más ricas de Europa está siendo explotada sistemáticamente por sus vecinos más pobres? Es difícil de creer. 

Que Cataluña pretenda ser independiente porque pagaría menos es como si los residentes en Puerta de Hierro o en Sarriá declararan mañana que su balanza fiscal es negativa, reciben menos de lo que aportan, y desean independizarse. No es una hipótesis. En el pseudo-referendum del 9N pasado el porcentaje mayor de doble sí se obtuvo en Sarria o Gracia, los barrios más ricos de Barcelona. De modo que no son los pobres de Cataluña quienes se defienden de la solidaridad del sur. 

Quienes pagan mucho son los catalanes, no Cataluña, y ello porque, como hemos visto, son más ricos que el resto. Lo mismo pasa en Baleares o en Madrid, o con los ricos de Sevilla, Valencia o Bilbao. España no es una colección de territorios, sino de ciudadanos, y los impuestos no los pagan las provincias, las ciudades, los valles o las mancomunidades, sino los ciudadanos, estén donde estén.

Es cierto que Cataluña, es decir, los catalanes, pagan por encima de la media porque ese es el precio de la solidaridad en una comunidad nacional. Pero rechazar esa solidaridad con los pobres del resto de España para pedir después la solidaridad de Europa es, no una contradicción, sino un doble disparate que los europeos no dejan de señalar. Uno de los mayores expertos en derecho europeo, el profesor Joseph. H.H. Weiler, lo señalaba con rotundidad: 

Sería enormemente irónico que el proyecto de pertenencia a la Unión acabase creando un incentivo que diese sentido a la desintegración política…. Al buscar la separación, Cataluña estaría traicionando los mismos ideales de solidaridad e integración humana sobre los que se fundamenta Europa (diario ABC, 11 de marzo del 2012).

Si Cataluña se hace independiente porque así paga menos, se estaría enviando un mensaje perverso a todas las regiones ricas europeas: Independízate, pagarás menos. No seas solidario con los pobres del sur, pero sí con los ricos del norte ¿Es eso europeísmo?

Sí es cierto, sin embargo, que podemos discutir los límites de esa solidaridad, no de Cataluña, sino de cualquiera. ¿Hasta qué punto deben las personas contribuir al bienestar de otras personas menos favorecidas? La pregunta es relevante, y en un Estado de bienestar maduro como el español, y tras treinta años de transferencias, siempre en la misma dirección, se puede y se debe discutir. El tema ha sido rigurosamente tratado en un trabajo reciente Nuevo sistema de financiación autonómica, elaborado por los académicos Tamames, Velarde, Schwartz y el fallecido Barea, aparte de mi hermano Jaime.

Por ejemplo, no parece razonable que si Cataluña (o Madrid) ocupa un lugar en el ranking de Comunidades Autónomas antes de impuestos, descienda en ese mismo ranking después de impuestos a favor de alguna Comunidad que recibe en lugar de contribuir. Y es igualmente razonable discutir y valorar la duración de esa solidaridad, pues si después de décadas de transferencias, siempre en la misma dirección, la situación no ha cambiado, tiene sentido preguntarse por la eficiencia de esa política ¿No estaremos creando culturas del subsidio y la subvención, como hay culturas de la pobreza o de la mendicidad?

En todo caso, quien quiera discutir los límites de la solidaridad debe recordar que los tiempos son mudables y la suerte puede cambiar. La solidaridad del norte con el sur, porque el norte es más rico, podría ser solidaridad del sur con el norte si la prosperidad cambia de signo. No es ningún disparate. En Estados Unidos, en los últimos años, ese cambio se ha producido en no pocos Estados, y en la historia de España también. Madrid era mucho más pobre que Cataluña hace no mucho, y sin embargo hoy contribuye más. Y hace un siglo Cataluña recibía la solidaridad de otras regiones, que podían comprar textiles más baratos pero estaban sometidas a un arancel que las perjudicaba. Podría volver a ocurrir, y Cataluña podría pedir la solidaridad de otras regiones en quien sabe cuánto tiempo, y sin duda la recibiría. Es más, no es que puede volver a ocurrir, es que ya ha ocurrido, y así, el mismo día en el que la Generalitat anunciaba abrir el proceso de autodeterminación, el mismo día, solicitaba del gobierno fondos por valor de miles de millones para atender pagos urgentes, que le son prestados por España, es decir, por todos los españoles, pues la deuda pública de la Generalitat tiene la calificación de bono basura.

Tercer argumento: hechos y derechos diferenciales; somos distintos; la cultura

Argumento que tiene dos vertientes, una jurídica, tenemos derechos históricos, y otra antropológica, somos distintos. La primera tiene escaso valor aunque la recoja el actual Estatuto, en su art. 5, al afirmar que El autogobierno de Cataluña se fundamenta…en los derechos históricos del pueblo catalán.

Debo confesar que me interesan poco, es más, me aburren los argumentos historicistas. Que Cataluña fuera o no independiente en el pasado (y sabemos que no lo fue jamás), es irrelevante hoy  en el siglo XXI y tras haber votado masivamente la Constitución de 1978. No hay derechos diferenciales ni privilegios que puedan alegarse cuando todos hemos acordado que somos iguales. Si aceptamos el argumento del derecho histórico los aristócratas podrían desempolvar sus privilegios, las villas sus fueros, los conventos sus cartas de derechos y regresaríamos a la esclavitud. La historia está llena de privilegios, y el progreso consiste en eliminarlos, no en alegarlos, y menos en restaurarlos. Y avergüenza escuchar a gente inteligente transitar por esos derroteros. Más aun cuando distorsionan y manipulan la historia para hacerla decir lo que nunca tuvo lugar, olvidando lo que sí ocurrió, como por ejemplo que la rebelión de 1713 se hizo en nombre de España, y no en nombre de Cataluña u olvidando el apoyo de parte notable de la sociedad catalana al franquismo (por favor, revisen el documental del viejo NO-DO con las imágenes de la entrada de Franco en Barcelona) , como si la Guerra Civil hubiera sido una guerra de Castilla contra Cataluña, por mencionar sólo dos notables olvidos.

El segundo argumento, el antropológico, que alega que los catalanes tienen otra “cultura” ignora lo que quiere decir esa palabra y es tan débil que bordea el ridículo. La diferencia entre los catalanes, los aragoneses y los valencianos, o entre estos y los castellanos, por citar algunos, son mínimas, y no mayores que las que hay dentro de esas mismas comunidades. Sin la menor duda hay más diferencias entre un ciudadano de la burguesía de Barcelona y un payés del Ampurdán que entre los barceloneses y los madrileños. Y más diferencias entre los andaluces y los gallegos que entre los aragoneses y los catalanes. Nos hallamos ante el freudiano narcisismo de las pequeñas diferencias. Culturalmente diferentes son los yanomami de Brasil, los inuit de Alaska, los quechuas del altiplano andino o los aborígenes australianos, pero desde luego no los catalanes, cuya historia, costumbres, gastronomía, trajes típicos o no, folklore, apellidos, historia, etc. son similares a los de su entorno, y se hallan inextricablemente unidos al resto de la península ibérica. Comen lo mismo, beben lo mismo, visten lo mismo, oyen la misma música, van a los mismos partidos de futbol, ven las mismas películas, se bañan en las mismas playas, es decir, actúan, piensan y sienten como los demás. Y eso, los modos de actuar, pensar y sentir, es lo que llamamos cultura.  No es casual que Cataluña ha sido tierra de inmigración desde hace más de un siglo ni que los apellidos más frecuentes sean los mismos del resto de España. Cataluña no es una isla. 

Por supuesto que son distintos de los andaluces, como estos lo son de los canarios y todos de los gallegos o los asturianos. ¿Y qué? También lo son los toledanos de los segovianos, los granadinos tienen poco que ver con los sevillanos y los de Cornellá se parecen poco a los de Girona.  

Pero además y sobre todo: ¿importa esa diferencia en el siglo XXI? Si se acepta la autodeterminación de los culturalmente distintos, ¿dónde poner barreras? ¿Acaso no son diferentes los senegaleses o los marroquíes que viven en Cataluña (hasta un 15% de inmigrantes), y nadie en su sano juicio les otorgaría  el derecho a separarse por tener una cultura diferente? Una sociedad moderna se jacta de abarcar la mayor diversidad de creencias y costumbres en su seno, no al contrario. ¿Dónde está escrito que los pueblos, los Estados y las democracias no pueden ser culturalmente heterogéneos (y volveré sobre este tema más adelante)? Es un argumento que expulsa al distinto, al otro, y bordea el racismo, aunque este racismo sea de base cultural y no biológica. 

Cierto, la lengua propia, el catalán, sí representa una diferencia cultural relevante que debe ser tomada en consideración. Y lo es. Recordemos que la Constitución declara en su art. 3 que el catalán es una de las cuatro “lenguas españolas”, que merece respeto y protección, y en virtud de ello se habla, se enseña y se lee a lo largo y ancho de Cataluña. Que es ya una sociedad plenamente bilingüe (más del 90%), un éxito histórico de la democracia alcanzado gracias, y no contra, España, y gracias y no contra la Constitución Española. Jamás en su historia ha tenido Cataluña un mayor reconocimiento de lo que algunos llaman su “identidad cultural”. Jamás. 

De los que votarían el doble Sí a la independencia, el 30% alude a temas económicos, un 20% menciona un sentimiento de incomprensión del resto del "Estado", y otro 20% menciona razones mixtas

Que sepamos el problema hoy no es el uso del catalán en escuelas, colegios, universidades, sino el uso del castellano, y no lo es hablar catalán en los medios de comunicación públicos, sino hablar en español, no lo es rotular en catalán, sino en español. Y destaquemos que, a pesar de ello, casi la mitad de los catalanes utiliza el castellano como lengua usual. Según el Instituto de Estadística de Cataluña el 46% de los catalanes tienen como lengua habitual el castellano y el 35,6 el catalán y mas del 50% tienen el castellano como lengua materna. 

El problema hoy no es el hecho diferencial de la lengua catalana sino la negación institucional del bilingüismo real de la sociedad catalana, a la que se le niega incluso la posibilidad de que el 25% de las materias escolares se enseñen en español. ¡Un 25%! El problema hoy no es el de la lengua catalana en España sino el de la lengua española en Cataluña. El mismo que hace cincuenta años, pero al contrario. 

Y vayamos al cuarto argumento, quizás el más enjundioso:

Somos una nación

Recientemente 31 jueces y magistrados de los cerca de 700 que ejercen en Cataluña  han afirmado tajantemente: hay que partir de un hecho que -creemos- no admite discusión: Cataluña es una nación y, en consecuencia, esta indiscutible realidad nacional de Cataluña comporta, indefectiblemente, el reconocimiento de su derecho a decidir. Artur Mas lo reitero el pasado 27 de septiembre después de firmar la convocatoria del referéndum: Como todas las naciones en el mundo, Cataluña tiene el derecho de decidir su futuro político

¿Es así? ¿Ser una “nación” otorga derecho de autodeterminación, otorga algún derecho?, ¿importa ser nación? Esta es la pregunta clave. Y la respuesta es que no. Veamos por qué y hagámoslo con la parsimonia que exige el argumento.

A la hora de pensar el Estado moderno y sus relaciones con la nación, todos hemos interiorizado un hábito de pensamiento según el cual la base de un Estado es la nación y una nación se identifica por la posesión de una lengua propia. Hábitos de pensamiento, creencias en el sentido que Ortega le daba a esta palabra, que reproducen ideas expuestas por pensadores románticos. Por una parte la fusión de lengua y concepción del mundo implícita en el nacionalismo lingüístico de Herder y el historicismo alemán. De otra el principio de las nacionalidades de Pascuale Stanislao Mancini, reiterado posteriormente por el presidente Wilson. Herder nos dice que una nación es una lengua; Mancini que una nación  es un Estado. “Cada nacionalidad ha de tener su Estado” escribe Prat de la Riba en La nacionalidad catalana (1906).

El resultado es que pensamos (o más bien “somos pensados”) a través de un filtro que dice que allí donde hay una lengua, hay una nación, y allí donde hay una nación, hay (o debe haber) un Estado: lengua = nación = Estado. Pero cuidado, también viceversa. Y así, allí donde hay un Estado debe haber una sola nación, y para ello, por supuesto, debe haber una sola lengua nacional. Así, cuando se dice que disponer de una lengua propia otorga a una comunidad el derecho de tener Estado propio, se argumenta desde la nación hacia el Estado, de abajo a arriba. Pero cuando un Estado trata de imponer una lengua, la lógica funciona igual, pero de abajo a arriba: como ya somos un Estado, queremos una sola lengua.

Dos lógicas que reproducen específicas experiencias históricas europeas, la francesa y la alemana. Como es sabido, desde el abate Gregoire, Francia construye la nación desde el Estado imponiendo el francés contra “provincialismos” y patois, utilizando como instrumentos privilegiados la escuela y el cuartel, tarea que no culmino sino a comienzos del siglo XX. Pero Alemania era ya nación a comienzos del XIX -véanse los Discursos a la nación alemana de Fichte-, mucho antes de la unificación de Bismarck de 1870, quien construye el Estado desde la pre-existente nación basada en la lengua. Por ello los franceses han basado su ciudadanía en el ius soli y los alemanes en el ius sanguinis.

Pero paradójicamente el resultado es el mismo en ambos casos: el demos, el pueblo que sustenta al Estado, es culturalmente homogéneo. Ya sea porque el Estado hace a la nación o porque la nación se dota de un Estado, en todo caso a cada Estado le corresponde su cultura y su lengua, y a cada lengua, su cultura y su Estado.  Herder, el gran teórico del nacionalismo, lo decía con otro lenguaje más problemático: a cada pueblo (Volk), su Espíritu (su Geist) y, por supuesto, a cada Volkgeist, su Estado. 

Pues bien, ¿qué verosimilitud tiene hoy este modelo? ¿Podemos organizar el mundo con ese esquema de nación-Estado, como pretendió el presidente Wilson hace ahora un siglo y pretende el catalanismo radical hoy? Me temo que en absoluto, hasta el punto de que algún inteligente sociólogo (Charles Tilly) ha considerado esta idea como el primero de los “postulados malignos” de la ciencia social: la creencia de que el mundo como un todo se divide en "sociedades" distintas cada una con su cultura, gobierno, economía y solidaridad, más o menos autónoma.  

Y tras la teoría, tratemos de cuantificar el problema: ¿cuántas naciones, cuantas lenguas, cuantos Estados? Difícil de precisar pero fácil de dimensionar. En el mundo tenemos hoy censadas aproximadamente 6.700 lenguas distintas, no menos de 5.000 etnias o “naciones” y poco menos de 200 Estados, 193 en Naciones Unidas. Eso significa que la media de lenguas por Estado es nada menos que 35 (y la media de hablantes por lengua es algo menos de 900.000 personas). Datos agregados que encubren una tremenda dispersión. El continente más “normalizado”, es decir, con una media de lenguas por país menor es, con gran diferencia, Europa con 4,6 lenguas por Estado, y quizás por eso Europa ha podido creer durante tanto tiempo en la ecuación lengua = nación = Estado. Fuerte homogeneización que contrasta con la dispersión en otros continentes; así Oceanía, con una media de 50 lenguas por país. El resultado es que sólo hay 25 Estados lingüísticamente homogéneos, menos del 15%, que engloban menos del 10% de la población del mundo. Para que se entienda mejor: vivir en un Estado lingüísticamente homogéneo tiene una probabilidad de 1 sobre 10.

Aunque los datos sobre la composición étnica de los Estados son más difíciles de estimar (pues el concepto de “nación” es muy complejo y difícil de operacionalizar), los resultados son similares. En un resumen reciente el profesor Isajiw, de la Universidad de Toronto, señalaba que de un total de 189 Estados incluidos en el World Factbook de la CIA, 150 incluyen cuatro o más grupos étnicos y solo dos países (Islandia y Japón) listan un solo grupo. Y concluía asegurando que “prácticamente todas las naciones-Estado son más o menos multi-étnicas”. Existen más relaciones “inter-nacionales” dentro de los Estados que entre ellos, se ha dicho acertadamente. 

Así pues, la mayoría de los Estados son plurinacionales y pluri-lingüísticos, y ni estamos ni hemos estado nunca en la ecuación lengua = nación = Estado. El mapa de los Estados, el de las lenguas y el de las naciones no se superponen, se entremezclan, como decía Tilly. Lo normal, la regla, son naciones pluri-linguisticas, pluri-religiosas y pluri-etnicas, como la India, Uganda, Bolivia, y así hasta 150 casos. 

Y por si fuera poco los humanos nos hemos entretenido en complejizar el mapa todavía más moviendo a la población (a las naciones) entre los Estados. La globalización mueve capitales y mercancías, pero mueve también personas, y con ellas se mueven lenguas, religiones, creencias, culturas. Se estima en no menos de 200 millones los emigrantes en todo el mundo, flujo que continúa a todo ritmo, de modo que son más del 20% en París, casi el 30% en Londres, cerca del 40% en Nueva York, por encima del 40% en Los Ángeles y más del 50% en Toronto, Vancouver o Miami donde la minoría es ya mayoría. Y con una composición crecientemente compleja. Hay colegios de Madrid y Barcelona con más de 40 minorías lingüísticas, pero son más de 200 en las escuelas de Nueva York. El 15% de los habitantes de Cataluña son emigrantes no españoles. Los territorios y los espacios sociales son, cada vez más, multiculturales, nos guste o no.

¿Qué conclusiones podemos sacar de todo ello? Muchas, pero de momento me limitaré a dos. 

La primera es que si todos los Estados tuvieran que asentarse sobre naciones, sobre demos culturalmente homogéneos, ello implicaría tres muy malas consecuencias. Una, “normalizar” culturalmente las poblaciones existentes para homogeneizarlas a una pauta nacional, algo hoy éticamente inaceptable, pero practicado con pasión en Cataluña bajo el eslogan de fer país. Dos, procesos de “limpieza étnica”, expulsando la población que no acepta la normalización, algo éticamente menos aceptable aun pero que se practicó en el País Vasco. Finalmente, y en todo caso, implicaría multiplicar el número de Estados para ajustarlos al número de naciones, de modo que tendríamos, no ya cientos, sino probablemente miles, lo que haría el mundo políticamente inmanejable, y ya lo es con los Estados existentes.  

Es decir, al igual que el derecho a decidir, la pretensión de que ser nación da derechos no es generalizable y, por lo tanto, solo puede obtenerse como privilegio. 

La segunda conclusión es que, como apuntaba Ortega (y como sustentan los datos anteriores), no parece haber alternativa a la separación entre la lealtad a un Estado (el patriotismo constitucional) y la identidad étnica, cultural o lingüística, separación entre las fronteras políticas y las fronteras culturales, separación entre la nación y el Estado.

Lo que no es sencillo, desde luego. 

Hasta el momento en Occidente hemos gestionado democracias de la homogeneidad cultural, asentadas sobre demos homogéneos, pero uno de los retos del siglo XXI es justamente el de articular democracias de la diversidad cultural. Los Estados del siglo XXI articulan ciudadanos, no naciones, y tenemos que inventar nacionalismos “post-nacionalistas” o quizás “inter-nacionalistas”, en todo caso compuestos, mixtos e híbridos. Hacia arriba, pues eso es en el fondo la Unión Europa. Lo decía Montesquieu: l'Europe n'est plus qu'une nation composée de plusieurs. Europa es una nación de naciones, cierto, pues la nacionalidad es una variable intensa, no extensa, que se puede compatibilizar y articularse en cascada, como muñecas rusas, Identidades en las que se puede ser del Ampurdan, catalán, español y europeo, en cantidades variables, pues las identidades no son excluyentes más que si así se decide. Y de modo similar España es una nación de naciones, que es lo que viene a decir el art. dos de la Constitución  al mencionar que “la Nación española” la “integran” “nacionalidades” y regiones. Pero cuidado, y aquí viene la confusión: también Cataluña es una nación de naciones, y tiene a España tan dentro como Cataluña está dentro de España. 

Sondeos recientes de Metroscopia muestran que dos de cada tres catalanes piensan que en España "hay un amplio sentimiento de desafecto y recelo hacia Cataluña"

Pues este cuchillo, el de la plurinacionalidad, corta por los dos lados. Pues si implica que los Estados deben renunciar a la pretensión decimonónica de construir naciones culturales “normalizando” sus poblaciones (según el modelo francés), las naciones deben también renunciar a la pretensión decimonónica de transformarse en Estados (siguiendo el modelo alemán). El mundo (y la UE) sería un gallinero si los miles de etnias o naciones existentes reclamaran su Estado. El camino de Europa, que es también el camino de la emergente civilización mundial, potencia la unión política, no la división, articula progresivamente la humanidad en uniones cada vez más vastas, genera solidaridades, no recelos y malquerencias, busca lo que une, no lo que divide. Pues si no se puede ser catalán y español, ¿por qué se puede ser catalán y europeo?

El catalanismo excluyente se ha embarcado en un camino cuya paternidad ideológica que parece ignorar. Pues el eslogan que ha movilizado el catalanismo de Un país, una lengua, una escuela, no puede sorprendernos en absoluto. Es el esquema mismo de la escuela franquista, y es muy comprensible que el catalanismo se irrite si se le recuerda.

Fue el General Franco quien usó toda la potencia del Estado español para imponer una sola lengua creando una sola nación, la española. Pues bien, el catalanismo funciona igual, aunque en sentido contrario, y usan toda la potencia del gobierno de su CCAA para crear nación, “hacer país”, imponiendo una sola lengua. Los dos juegan a la identidad lengua = nación = Estado, solo que cada uno en una dirección. Franco pretendía expulsar lo catalán de España para hacer una nación pura, los catalanistas pretenden expulsar lo español de Cataluña para hacer una nación catalana pura. Cuando el catalanismo argumenta que porque tienen una lengua son una nación, y por lo tanto tienen derecho a ser un Estado, siguen la misma lógica que el franquismo, sólo que al revés. Pero es el mismo argumento falaz. 

Por ello, carecería de sentido que los españoles intentáramos finalizar la tarea que el Estado liberal primero y Franco después dejaron incompleta para “españolizar” la totalidad del territorio. Cierto. Y hace décadas renunciamos a ello y acordamos crear una democracia con cuatro lenguas “españolas” y amplias autonomías. Pero carece igualmente de sentido que las naciones “irredentas” del XIX traten ahora de completar lo que tampoco hicieron entonces, nacionalizando su territorio y su población y “normalizando” su lengua. Los Estados son plurales, cierto, pero también lo son sus regiones, incluso más aún que los Estados. No más de un 15% de españoles hablan lenguas distintas del castellano; suficiente para que la Constitución Española considere al catalán, el eusquera y el gallego como “demás lenguas españolas” (art.3). Pues bien, más del 50% de los catalanes tienen al castellano como lengua materna, y sin embargo el Estatuto sigue sin considerarla como lengua catalana y es imposible estudiar en castellano. No se puede exigir respeto a la diversidad (hacia fuera) para imponer homogeneidad (hacia adentro). No se puede argumentar “a la alemana” (somos nación, luego exigimos respeto a la diversidad), para practicar al tiempo una política “a la francesa” (como somos cuasi-Estado, producimos nación y homogeneizamos). 

Desde hace años el problema no es el lugar del País Vasco o Cataluña en España; el problema es el lugar de España y lo español en Cataluña o el País Vasco, desde la lengua, la bandera la Constitución o la Monarquía, a los mapas, la historia, las fiestas populares (como los  toros), o incluso los nombres propios (y que se lo digan a algún deportista famoso). España no pretende expulsar a Cataluña o a lo catalán, y a la vista está que jamás Cataluña ha tenido más autogobierno y es ya plenamente bilingüe. Son algunos catalanes quienes quieren expulsar a España y lo español de allí. Pero si España debe hacerle sitio a Cataluña, Cataluña debe hacerle sitio a España. Si España es también Cataluña, Cataluña es también España. Y como decía Ortega, ambas son mestizas, inter-nacionales y plurilingües.

De modo que puede que haya una nación catalana, y personalmente me parece evidente que hay un poderoso sentimiento de identidad catalana al que podemos llamar nación o no, como queramos. Pero que, en todo caso, no da derecho alguno a tener un Estado propio.

Lo único que debe valer: la voluntad democrática diferencial

Vistos argumentos espurios cuando no maliciosos, vayamos al único que sí vale en democracia: la voluntad democráticamente manifestada de modo reiterado de tener un Estado propio. Es esa voluntad diferencial, canalizada a través de partidos nacionalistas a lo largo de numerosas elecciones locales o nacionales, y desde hace décadas, lo que merece la máxima consideración y el máximo respeto. No otorga legalidad, desde luego, pero es una fuente de legitimidad aceptable, que merece consideración. De ahí la importancia de conocer qué es lo que de verdad piensan los catalanes. ¿Existe tal voluntad diferencial y, en ese caso, cuáles son sus razones?

Reconozcamos de entrada que ese deseo de independencia tiene hoy una legitimidad indiscutible, con una sólida mayoría en el Parlamento de Cataluña, un apoyo casi unánime en los medios de comunicación, una penetración potente en el tejido social e institucional (Ayuntamientos, Universidades, escuelas, asociaciones, etc.), y un sólido apoyo en la ciudadanía manifestado al menos cinco importantes movilizaciones populares, comenzando en el 2010, tras la sentencia del Tribunal Constitucional, continuando con las díadas del 2012, del 2013 y del 2014, y finalizando el 9 de noviembre último. Movilizaciones en las que, como escribió La Vanguardia no hubo ni un cristal roto en los cinco capítulos, pues todas se desarrollaron con la más absoluta normalidad ciudadana. Y en las que se movilizaron entre uno y dos millones de ciudadanos, siempre, eso sí, con la más descarada parcialidad de la Generalitat, que puso todo su esfuerzo en apoyar al independentismo en lugar de mantener la neutralidad que se le debe exigir. A pesar de ello, y como decía el mismo periódico comentando el 9N más de dos millones de ciudadanos en las urnas son mucha gente, muchísima gente, pero no alcanzan la mayoría del censo. La pregunta es ¿hay tal mayoría? ¿Cuántos independentistas? Por supuesto, depende como lo midamos aunque, al final, los datos son bastante coherentes.

Efectivamente, si nos atenemos a los sondeos parece haber hoy un empate inestable. Sondeos fiables (del Institut de Ciències Politiques i Socials de la Universidad Autónoma de Barcelona, uno de los centros que nos ofrecen mayor fiabilidad), mostraban que el independentismo había oscilado entre el 15 y el 25% durante los últimos veinte años para ascender después hasta alcanzar en el 2013 nada menos que un 46% (que baja al 40% entre los catalanes de 18 a 24 años de edad). 

El CEO en su último barómetro (de Octubre) ya citado, y  a la doble pregunta formal diseñada por la Generalitat, afirma que el doble Si lo defiende el 49% del censo. La opción de un Estado no independiente (Si + No), la defiende un 12%. Y el No, finalmente lo defiende un 20%. Otro 19% iría al No sabe /No Contesta y opciones mixtas. 

Empate que se repite cuando se pregunta, ahora directamente, si el entrevistado se siente independentista. Entonces un 28% dice que sí, de toda la vida; otro 21% dice que sí, pero que se ha convencido en los últimos años; y un 48% dice que no, que no se siente independentista. Empate pues 49 a 48. 

Ahora bien,  si la pregunta se formula en el supuesto de que Cataluña quedara fuera de la UE, el No sube al 48% frente a un Sí que se quedaría en el 40%. (Aunque sabemos que la mitad de los catalanes no se cree que la independencia traería la salida de la UE).

Y además, si se pregunta por el mejor encaje de Cataluña en España, es decir, abriendo lo que se llama “terceras vías”, entonces el 45% desean que Cataluña sea un Estado independiente, frente a un 22% que piensan en un Estado dentro de una España federal, y otro tanto (un 23%) que les gusta la situación actual  de Comunidad Autónoma de España. Es decir, tendríamos un empate con un 45% por la independencia, otro 45% por “otras vías”.  Los datos del ICPS apuntan en la misma dirección: apoyando opciones mixtas habría un 48,5% y apoyando un Estado independiente un 42,3%. Y según Metroscopia apoyarían las terceras vías un 46% y la independencia un 29%.

La conclusión podría ser que hay una escasa mayoría relativa a favor de la independencia, mayoría frágil que se rompe tan pronto se ofrecen alternativas como terceras vías, o dificultades, como la salida de la UE. 

Sin embargo, sabemos, por experiencia comparada, tanto en los varios referéndums de Canadá como en el reciente de Escocia, que los sondeos, sistemáticamente, sobrevaloran el independentismo, siempre más vocal y movilizado, hasta en diez puntos en el caso reciente de Escocia. Y efectivamente, cuando de las opiniones manifestadas en sondeos pasamos a los comportamientos, manifestados en elecciones, la cosa cambia significativamente.

Así, en las numerosas elecciones autonómicas desde 1980, los partidos independentistas (incluyendo CiU, que no lo era con anterioridad) han obtenido entre un mínimo de 1,5 y un máximo de 1,8 millones de votos, lo que representa entre un 25 y un 32% del censo de votantes. 

Además, ya hubo una consulta sobre la independencia en las recientes elecciones europeas, que los partidos nacionalistas plantearon casi como un plebiscito, donde obtuvieron poco más del 24% del censo.

Finalmente, tenemos una consulta o simulacro de ella, el pasado día 9. Carente por completo de las más mínimas garantías, menos fiable desde luego que cualquier sondeo de opinión serio, un pucherazo democrático cuyo resultado tenemos que aceptar sabiendo que cualquier irregularidad fue posible. Pues bien, de creer lo que nos dice la Generalitat, incluyendo extranjeros y menores entre 16 y 18 años, el voto independentista no supera el 30% tampoco en Barcelona. Ni siquiera en Gerona ha superado el 40% pero en la segunda ciudad de Cataluña, en Hospitalet, no ha llegado al 15%. Y en la segunda ciudad, Badalona, no llega al 20%. De facto, en sólo ocho de las 42 comarcas de Cataluña hay una clara mayoría pro-independencia. 

Y eso en las mejores condiciones posibles: movilización masiva, apoyo total de la Generalitat y de los medios de comunicación, posible pucherazo, y voto gratis y sin consecuencias, pues la consulta carece de valor al tratarse de un referéndum no vinculante. Un notable fracaso que la habilidad de Mas y la torpeza de Rajoy han transformado en un éxito político. A efectos comparativos, en 1991, los albaneses de Kosovo organizaron un referéndum, también ilegal; pues bien, la participación fue de más del 80%, con prácticamente todos los votos a favor de la independencia. 

En resumen, los sondeos muestran entre un 40 y hasta un 50% del censo partidario de la independencia, pero que se reduce a un tercio (entre millón y medio y dos millones de catalanes), dispuestos a votar y movilizarse en casi cualquier coyuntura o circunstancia. Muy lejos de cualquier mayoría simple del censo, no digamos reforzada (Y no sobrará recordar que el vigente Estatuto fija en 2/3 de los parlamentarios el voto necesario para modificarlo). 

Un 25 o 30% no es poco, desde luego. Pero no es tanto como nos dicen. Y lo saben. Y por eso, me temo, hacen trampas.

Menospreciar esa poderosa voluntad diferencial sería un error y España, los españoles, no deberíamos hacerlo. Pero tampoco debemos dejarnos fascinar por lo que podría ser (o no, no lo sabemos), bien transitorio, bien menos radical de lo que parece. Se corre el riesgo de que quienes pueden movilizarse y disponen de mecanismos de voz silencien y oculten a quienes no se sienten con capacidad o valor para manifestar su discrepancia. Dado el apoyo masivo del gobierno de la Generalitat y de la totalidad de los medios de comunicación catalanes a la secesión (sectarismo denunciado incluso por organismos internacionales), tenemos la seguridad de que hay ya un retraimiento de las voces contrarias, temerosas de aparecer públicamente, y muy conscientes del hostigamiento y estigmatización que sufren. En Cataluña  hay potentes espirales de voz que retroalimentan no menos potentes espirales de silencio y hoy ser “españolista” es, en muchos círculos sociales, y sin duda los de mayor visibilidad, casi ser un apestado. El nacionalismo ha conseguido una total hegemonía, en el sentido que Gramsci le daba a la palabra, y todo lo que no sea su visión y su discurso está marginado del espacio público catalán.

No sospechamos que sea así. Lo sabemos, pues las encuestas y sondeos de que disponemos muestran una imagen mucho más compleja que la maniquea del sí o no a la independencia, dualismo forzado por la pregunta misma (que elimina cualquier alternativa), y el clima de opinión sectario. 

Así, para comenzar, sobre la relevancia misma del tema. El Baròmetre d’Opinió de abril (y recuerdo que son datos de la Generalitat) mostraba que el principal problema de los catalanes era la precariedad en el trabajo (67%), el funcionamiento de la economía (35%) y la insatisfacción con la política (33%), y sólo en cuarto lugar las relaciones con España, con un magro 20%. 

Y en el último sondeo del CEO sólo el 4% de los catalanes menciona en pregunta abierta las relaciones Cataluña-España como el problema más importante de Cataluña. Otro 8% menciona el nuevo estatuto y el autogobierno. Pero por ejemplo, una supuesta “crisis de identidad catalana” es mencionada como problema más importante por el 0,6%.

Así también, datos de Metroscopia nos muestran que, a la pregunta de si la independencia sería buena o mala para Cataluña, las respuestas ¡están divididas!: buena un 44%, mala un 38%. Y de modo aún más claro, a la pregunta de si cree acertado o no el planteamiento soberanista del gobierno catalán, un importante 44% dice que sí, pero una mayoría del 55% no lo cree (sólo los votantes de CiU, ERC y CUP lo creen). 

¿Ser una "nación" otorga derecho de autodeterminación, otorga algún derecho? ¿Importa ser nación?

Finalmente, todo ello se muestra en la escasa movilización de la ciudadanía (sí, he dicho bien, escasa), oculta detrás de la hiper-movilización de una minoría (amplia, es cierto), sensación corroborada por el propio CEO catalán. El 91% de los catalanes no ha colaborado con ningún partido político en el último año; el 80% no ha colaborado con ninguna plataforma de acción ciudadana;  el 76% no ha llevado insignias o pegatinas de alguna campaña; el 73% no ha colaborado con alguna organización o asociación; el 63% no ha firmado peticiones; el 60% no ha participado en manifestaciones. Dos de cada tres catalanes se ha mantenido por completo ajeno a la hipermovilización nacionalista. 

¿Sorprendente? En absoluto. Recordemos que sigue siendo el caso que la inmensa mayoría de los catalanes (hasta un 70% recientemente) se siente catalán y español al tiempo, siendo minoría, no sólo quienes se sienten sólo españoles, sino también quienes se sienten sólo catalanes (poco más del 20%). Y es de destacar que este dato no ha variado en nada desde 1990, fecha en la que identidades mixtas eran un 71%. Dato bastante general, nada original, nada singular, pues la media en España es prácticamente la misma: un 70% de los españoles todos se sienten españoles y de la CCAA en porcentajes variables (únicamente español es un 16% y únicamente de la CCAA un 7%) (Datos del CIS de octubre del 2013).

La mayoría de los catalanes, pues, no quieren verse forzados a elegir y votar la independencia supone, gane quien gane, que la mitad, más o menos, se verá frustrada. 

Lo que la ambigüedad de esos datos parece mostrar es una compleja situación desvelada por estudios rigurosos como los de Thomas Jeffrey Miley, que muestran la existencia de una sociedad estratificada en “dos Cataluñas”, una que dirige la Generalitat, las escuelas y las Universidades, los medios de comunicación, la administración pública, y se mueve con soltura por la superficie de la sociedad catalana, formada por gente para la que el catalán es su lengua materna y han nacido en Cataluña (sólo el 60% de los catalanes han nacido allí). Y otra Cataluña, hoy casi invisible, formada por gente cuya lengua materna es el español o por emigrantes (emigrantes españoles un 20%, emigrantes no españoles otro15%), ajena a la “sociedad” barcelonesa y catalana, normalmente de clase media y baja, y que vive al margen del proceso secesionista, más por desinterés que por oposición clara. Y que sabe que, asimilándose (no integrándose sino asimilándose), aumenta sus oportunidades de movilidad.

Todo ello lleva a dudar de la afirmación, reiterada por el President y buena parte de los medios de comunicación catalanes, de que hay una especie de clamor popular a favor de la separación ante el cual los políticos no pueden sino plegarse y retirarse, o bien ponerse al frente. Recordemos que lo mismo se dijo sobre el segundo Estatut, pero luego poco más de uno de cada tres catalanes se manifestaron a favor del mismo. Más o menos lo que ha ocurrido el 9N. Contraponer esta exigua mayoría con la que aprobó la Constitución que se trata de alterar sería ridículo. 

Pero a estas horas la realidad se hace ya evidente: la independencia de Cataluña no es posible, no es realista y ni siquiera los catalanes la creen posible. No tiene apoyo internacional alguno, al contrario, es vista con enorme recelo en Europa y fuera. No tiene suficiente apoyo interno, y ni de lejos llega al 50% del censo, de modo que el argumento democrático ha quedado descartado. Económicamente es un desastre para Cataluña y para España. Finalmente, y desde el punto de vista del Estado de derecho, constitucionalmente, es de muy difícil encaje. Si el catalanismo no es capaz de comprender esta evidencia está ciego, y conducirá a Cataluña y a España al desastre. 

Para terminar: el coste de la no España, de lo que no se habla

Pero en todo caso, antes de nada, y desde luego mucho antes de cualquier consulta o referéndum, quienes proponen este proyecto deberían aclarar en qué consiste eso que proponen, qué es esa independencia en la Unión Europea del siglo XXI, cómo se alcanza, y cómo se pretenden resolver los numerosos problemas que genera. Es responsabilidad suya hacerlo, no de otros. Son ellos, quienes proponen, quienes tienen que explicar qué es eso que proponen y en qué consiste. Y sondeos reiterados  muestran que dos de cada tres catalanes dicen no estar “suficientemente informados” acerca del contenido de la independencia que se les propone. Es cuando menos chocante que ECR y CiU ofrecieran a los catalanes la estatalidad en el marco europeo sin haber consultado previamente a la propia UE, una irresponsabilidad política escandalosa pero que ha pasado desapercibida y sin coste alguno. 

Creemos que la ciudadanía catalana percibe clara, aunque exageradamente, lo bueno de la secesión, pero no se ha analizado en absoluto sus costes y sus pasivos. Es decir, sabemos los beneficios de la catalanidad y los beneficios de la no-España, pero hay que poner encima de la mesa los costes de la catalanidad y los costes de la no-España para poder elegir entre las dos opciones. 

Por poner algunos ejemplos de los muchos temas a aclarar:

• Costes internacionales, como la pertenencia de Cataluña a la UE, a la OTAN, a Naciones Unidas, al Banco Mundial al FMI, a la OCDE, a la OIT, y un larguísimo etcétera de organismos internacionales de todo tipo, a los que Cataluña pertenece como parte de España, pero de los que quedaría descolgada en caso de independencia. Y la posición de la UE es ya bien conocida, reiterada y rotunda: el Estado Catalán quedaría fuera de la UE y tendría que solicitar la adhesión lo que, en el mejor de los casos y si se hiciera por la vía más rápida, llevaría años, lo que causaría una subida de aranceles a las exportaciones catalanas, la exclusión de los acuerdos de la UE con países terceros, pérdidas de subvenciones (por ejemplo, en la agricultura) o de fondos de cooperación (por ejemplo, en la investigación y la educación), o exigencia de visados para entrar en la UE. Y ello suponiendo que ni España, ni Francia, ni el Reino Unido, por ejemplo, vetaran el ingreso. 

• Cataluña es hoy una de las comunidades más endeudadas de España. Pero tras la independencia se llevaría además la parte alícuota de la deuda del Estado español, parte que podemos estimar según el peso de Cataluña en el PIB español (18%) o en la población (16%), en todo caso más de 100.000 millones, a los que habría que añadir la deuda de sus Ayuntamientos y, eventualmente, otro 16% o 18% de la deuda de las empresas públicas (Renfe, ADIF o AENA). 

• Costes económicos privados, como la pérdida del mercado español para las empresas catalanas (y viceversa, la pérdida del mercado catalán para las empresas españolas), el llamado “efecto frontera” que incluso las más bajas estimaciones consideran extremadamente relevante, reforzado en este caso por un (casi) inevitable boicot a los productos catalanes (y viceversa, a los españoles) ¿Qué pasaría con La Caixa o el banco de Sabadell que tienen la inmensa mayoría de sus cuentas corrientes (más del 70%) fuera de Cataluña? ¿Qué con las empresas, nacionales o extranjeras, americanas, alemanas, japonesas, que tienen sede en Cataluña pero su principal mercado en el resto de España, como ha advertido la Cámara de Comercio Americana en España, los empresarios alemanes radicados en Cataluña, y la patronal? 

• Costes internos, como la nacionalidad de los actuales habitantes de lo que es hoy la CCAA de Cataluña. ¿Podrán seguir siendo españoles los que lo deseen? Si Cataluña se queda fuera de la UE, ¿necesitaran visado para circular por Europa? Y si el Estado Catalán no es reconocido (al menos transitoriamente) por Naciones Unidas, ¿cómo podrán circular por el mundo los ciudadanos catalanes? Nos podríamos encontrar, al final, con un Estado Catalán compuesto por ciudadanos que,  mayoritariamente, han decidido conservar la nacionalidad y el pasaporte español para poder viajar por el mundo, como sugería con el máximo descaro el propio Junqueras: separémonos de España pero mantengamos el pasaporte español.

Al final parece que el proyecto de secesión solo tiene sentido si, como se afirma desde Cataluña, las relaciones económicas e incluso jurídicas continúan como hasta ahora. Pero entonces o bien la independencia es falsa, o es tanto como pensar que Cataluña se independiza de España pero España no se independiza de Cataluña, un sueño que aparece una y otra vez en el imaginario de Junquera y del catalanismo. 

CONCLUSIONES

1) El lugar de España en Cataluña

Y comencemos a concluir. 

El catalanismo exige a los demás que respeten la diversidad, “su” diversidad, para proceder a cancelarla inmediatamente dentro.  Al parecer España es una “nación de naciones” o una nación “plural”, expresiones que llevan a exigir respetar la diversidad, pero Cataluña no lo es, y hace tiempo que lo que discutimos no es el lugar de Cataluña en España sino el lugar de España y de lo español en Cataluña. Nadie pretende expulsar a Cataluña de España, pero el catalanismo sí pretende expulsar a España de Cataluña. Por ello, si podemos dudar o no de la existencia de una nación catalana (como de cualquier otra), no cabe duda alguna de que desde hace décadas sí hay un proyecto político de construcción de la nación catalana, “hacer nación”, a costa de cualquier otra identidad. Cuyo carácter excluyente se hace evidente si consideramos qué pensaría y diría el catalanismo si, desde Madrid, se lanzara
un proyecto simétrico de “construcción nacional españolista”. Al parecer construir la nación catalana (“catalanizar”) es algo noble y meritorio pero, por supuesto, construir la nación española (“españolizar”) es puro fascismo. 

La eliminación de España es casi sistemática. Un ejemplo emblemático de depuración sistemática de la palabra lo encontramos en el nuevo Estatuto: la nefanda palabra aparece en sólo diez ocasiones y, de ellas, una, en la firma, del Rey de España, dos para aludir al “Banco de España”, otras dos para aludir a “los pueblos de España” y otra para hablar de los Paradores de Turismo de España. Por cierto, y a efectos de comparación, la Unión Europea aparece citada 25 veces. Y ya es difícil evitar la mención. Hay españoles que creen que los catalanes hablan catalán para fastidiarles; pues bien, se diría que los redactores del estatuto creen que España existe para fastidiarles y pronunciar la palabra les produce urticaria en la lengua. 

Desde hace años el problema no es el lugar de País Vasco o Cataluña en España; el problema es el lugar de España y lo español en País Vasco o Cataluña

Por el contrario, debemos aceptar que si España es una nación plural, compuesta de naciones, también lo es Cataluña. Si España ha tenido que hacer sitio a la realidad catalana, Cataluña tiene que hacer sitio a la realidad española, y pretender echar a España de Cataluña, que es lo que ahora trata, es tanto como amputarse. Si España es plurinacional porque algo menos del 10% habla lenguas que no son el castellano y no se sienten miembros de la nación española ¿qué decir entonces de Cataluña, donde ese 10% se triplica o más? España es una nación compuesta de varias naciones pero lo mismo es Cataluña, una CCAA plurinacional y pluri-lingüística.

Por ello, me temo que se rompe antes Cataluña que España. Es cierto que hay mucha gente en Cataluña que ha desconectado de España. Algo habremos hecho mal, y algo deberemos hacer para corregirlo. Pero no lo es menos que hay mucha gente, casi con seguridad bastante más, que ha desconectado con la Cataluña que sueñan los primeros. Es probable que estemos ante una Cataluña de tres tercios con un tercio movilizado, otro tercio resistiendo la movilización y un tercer tercio perplejo y expectante ante el conflicto. 

Por ello me temo que la solución federal no lo es, e incluso puede ser contraproducente. Porque el problema es ya interno a Cataluña, y ampliar competencias frente al exterior, frente al resto de España, no soluciona el conflicto interno. Incluso puede acentuarlo, pues más competencias y más reconocimiento refuerzan el catalanismo excluyente y debilitan el hispano-catalanismo incluyente, que es lo primero a proteger. Blindar cuestiones como la enseñanza o la justicia agraven el problema, no lo disminuyen. Me temo que nos espera un largo periodo de mal llevanza antes de regresar a la con-llevanza.

2) ¿Para qué?

Pero sobre todo, y esta es la principal conclusión: ¿para qué?

Digámoslo con claridad: Cataluña jamás ha sido más prospera, jamás ha tenido más autogobierno ni ha sido más libre. Y jamás se ha respetado más su lengua y su cultura. Como del resto de España, de Cataluña se puede decir que los últimos cuarenta años han sido los mejores de su historia. 

Por ello, y en el marco del proyecto secesionista catalán, lo único verdaderamente relevante es: ¿serán los catalanes más libres, tendrán más prosperidad y más seguridad si fueran independientes? Es lo único que alguien razonable puede pedir de un sistema político: seguridad en primer lugar, y libertad y prosperidad después.  

Y la respuesta es, casi con total seguridad, un no a las tres preguntas. No serán más libres después del largo, arduo y conflictivo camino de la independencia; ya lo son, plenamente, según todos los criterios y de acuerdo con todos los organismos certificadores. Aunque sí es probable que algunos catalanes fueran bastante menos libres que otros. Sin duda serán más pobres, y nos habrán empobrecido a los restantes españoles. El propio ex -honorable Pujol reconoció en cierta ocasión que los beneficios de la independencia no llegarían sino dentro de décadas. Pero, ¿es razonable esa apuesta en una comunidad que es ya de las más prósperas del mundo? Y por supuesto, no habrán ganado un ápice de seguridad, más bien al contrario, la habrán perdido, no sólo fuera de las fronteras, en la defensa de los intereses de los catalanes en el mundo, sino también dentro, y pensemos en un Cataluña independiente descolgada de las redes de seguridad que hoy la protegen del terrorismo yihadista que alberga en su seno.

No, los ciudadanos del nuevo Estat Català republicano no serán ni más libres, ni tendrán más prosperidad ni más seguridad. 

3) ¿Qué hacer?

Entonces, ¿cómo salir de este embrollo? ¿Qué podemos hacer? 

Tomemos distancia y respiremos hondo pues el camino va a ser largo. Y vamos a necesitar tranquilidad y sinceridad. E ir armados de paciencia. Me temo que no se dan hoy las circunstancias para un dialogo fructífero. No habría con quien hablar. El separatismo catalán ha querido romper puentes destruyéndose como interlocutores válidos. Una cosa es moverse por el área de penumbra de la legalidad y otra retarla con chulería y altanería. Sabemos además por amarga experiencia que el nacionalismo no se sacia jamás pues está en su identidad el reclamar siempre más. Nunca estará “cómodo”. 

Pero sí hay que hablar, y mucho, aunque no con los políticos que violan la legalidad que han jurado cumplir sino con los ciudadanos, con los catalanes y con los españoles, y preparar el verdadero diálogo político que, previsiblemente, deberá esperar a las elecciones. No solo a las autonómicas y las municipales, sino a las generales. Pues nuestro objetivo, como el de cualquier demócrata solo puede ser uno: no pactar con los nacionalistas sino ganar las elecciones en Cataluña. Y para ello hay que ganar los espíritus y los corazones de los catalanes. Y para ello hay que hablar con ellos y a ellos, y escucharles atentamente. 

Hay que madurar el dialogo en dos direcciones. De una parte, España tiene que abordar una regeneración de su democracia, con o sin Cataluña. Y de otra debe  reforzar el Estado de derecho y el principio de legalidad, seriamente dañado. Si esto implica hacer uso del 155 de la CE, hágase. Cuando hemos avanzado del brazo de la ley, la ciudadanía lo ha aceptado y la comunidad internacional también. Algún escéptico podría alegar que, si no pasa nada cuando se incumple la ley, ¿por qué va a pasar cuando se cumple? 

Pero respetar la ley debe ir acompañado de su reforma. España tiene hoy tres problemas interrelacionados: una crisis económica, una crisis de legitimidad política, y una crisis institucional. Las tres se refuerzan. Podemos es resultado de la crisis de legitimidad. La secesión catalana es resultado de la crisis institucional. Debemos abordarlas todas lanzando urgentemente un gran proyecto de regeneración democrática, que conllevará, sin duda, reformas constitucionales, que implicaran, sin duda, a Cataluña y su Estatuto y que, obligaran, finalmente, a una votación, a un referéndum nacional.  

Repito y enfatizo: lanzando urgentemente un gran proyecto de regeneración democrática, que conllevará reformas constitucionales, que implicaran, sin duda, a Cataluña y su Estatuto y que, obligaran, finalmente, a una votación, a un referéndum nacional.

Este proyecto amplio, profundo y continuado, de regeneración, lo debe lanzar el gobierno, y llamar a la oposición a que se sume. Si no quiere hacerlo, allá ella. Pero sabiendo que la Constitución no es un límite pues debe ser revisada. 

Es urgente abordar todo ello. No es urgente hacerlo y se trabaja mejor con parsimonia. Pero sí lo es, y mucho, abrir la puerta a la reforma constitucional para que el dilema catalán no sea ya “independencia sí o no” sino “independencia o reforma”. 

Y en este contexto me atrevo a sugerir que el gobierno nombre dos comisiones de trabajo. La primera, una comisión de la claridad, con mayoría de expertos extranjeros, que elabore un informe sobre el coste neto de la secesión para Cataluña y para España. Lo que ganamos, pero también lo que perdemos, unos y otros. El daño cesante y el lucro emergente, que es de lo que se habla; pero también el daño emergente y el lucro cesante, que de todo hay. Comisión cuyo informe debe someterse a consideración pública, De catalanes o no. Para que sepamos todos de qué estamos hablando. 

Y que se nombre también una segunda comisión, ésta formada por expertos españoles, que identifique los temas de la Constitución que se han quedado obsoletos y necesiten reformas, y sugiera alternativas. Temas como el Senado o la distribución territorial del poder, el aforamiento, la sucesión en la Corona, la ley electoral, la regulación de los partidos y otros muchos. Comisión que debe elaborar un dictamen para ser sometido a debate y consideración pública antes de ser asumido (o no) por los partidos para llevar a efecto esas reformas. Que en algunos casos exigirán el procedimiento agravado, en otros no.

Nada de ello es urgente y podemos hacerlo con  tranquilidad. Pero sólo así dejaremos de hablar de vaguedades para pasar a hacerlo con conocimiento de causa. Conocimiento de lo que el catalanismo propone, y conocimiento de lo que España quiere y propone como alternativa. 

Ya lo hicimos una vez, durante la transición. Podemos volver a hacerlo. La ciudadanía lo espera y lo desea. Y tiene bastante más serenidad y paciencia que las elites políticas. Por mucho que se diga lo contrario, este es un gran país y la inmensa mayoría de los ciudadanos quiere su reforma, pero nada más que su reforma. 

4) Finalmente: cuidado con las ideologías

Y ahora sí, termino.

Desgraciadamente nos tememos que estas respuestas no aliviarán las pasiones que están siendo hoy irresponsablemente movilizadas. Este es quizás el problema más urgente y el más peligroso. 

Soy un científico social y he estudiado una y otra vez, y me he horrorizado una y otra vez, con la fuerza destructora y deshumanizadora de las ideologías. Ya sean creencias religiosas o anti-religiosas, creencias políticas, odios de clase o de raza, se sabe que llegan a cegar incluso a los más avezados prácticos del distanciamiento y la objetividad. El nacionalismo es una de esas peligrosas ideologías que, si bien crea solidaridad cuando se administra en dosis adecuadas, divide, enfrenta y encona cuando se exagera. Le nationalisme c’est la guerre, dijo Mitterrand en su último discurso en el parlamento europeo y ha recordado Angela Markl recientemente. 

Los europeos en general, y los españoles en concreto, sabemos bien (o deberíamos saber) el riesgo que se corre cuando se azuzan estos sentimientos que, con no poca frecuencia, derivan en racismo y xenofobia. Nadie está vacunado contra ello y el último brote europeo, tras la caída de Yugoslavia, y ahora en Ucrania, debe servirnos de enseñanza. Una ruptura política de ese calibre no traerá la guerra, por supuesto. De eso estamos seguros (Pero, ¿no lo estábamos también en los Balcanes?). Pero si traerá consecuencias económicas y sociales y puede envenenar la convivencia durante décadas. 

El riesgo es más que real, es un riesgo que afecta a ambos lados aunque a uno más que a otro. El discurso catalanista bordea ya la estigmatización del enemigo español o "madrileño". Siembre división y odio e incluso marca públicamente amigos y enemigos. Y el riesgo de enfrentamiento crece a medida que el nacionalismo se transforma -ya lo es- en una ideología hegemónica tal que quien disiente deviene inmediatamente un apestado. Ese es el caldo de cultivo del racismo y la xenofobia. Las elites culturales catalanas, las universidades y los medios de comunicación tienen una grave, gravísima  responsabilidad en asegurar la verdadera libertad de expresión, que protege siempre al disidente, a la minoría. Nos tememos que eso no es así en este momento. Nos tememos que la verdadera libertad de expresión sufre hoy un grave deterioro. Deterioro de la calidad democrática como el que tuvimos que soportar el 9N: votaciones sin censo, sin controles ni garantías, sin mecanismos de recuento, sin interventores, una burla de la democracia que es presentada como un éxito de la democracia catalana. Nunca estuvo Cataluña más cerca de ser una República bananera, escribió entonces Francesc Carreras.  Esperemos que fuera solo una tormenta de verano. Y que en el próximo camino no tengamos cisnes negros que se nos crucen. Pues puestos a recordar, recordemos también Casas Viejas, enero de 1933, un encontronazo evitable, pero que tiene lugar, muertes, comienza la leyenda negra de la República. Eventos que no deben ocurrir pero que, con las pasiones encendidas, estallan justo allí y donde no se esperan. En sistemas inestables el aleteo de una mariposa puede desatar un vendaval. Jugamos con fuego.

Emilio Lamo de Espinosa es catedrático de Sociología en la Universidad Complutense y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas

* Todas las ilustraciones contenidas en este artículo son reproducciones de obras de Ramón Casas

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Ficha técnica

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